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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO INTERNACIONAL
SOBRE «EVANGELIZACIÓN Y ATEÍSMO»


Viernes 10 de octubre de 1980

 

Eminencia,
excelencias,
monseñor,
queridos hermanos y hermanas:

1. Os agradezco vuestras palabras. Como es fácil de constatar, el ateísmo es sin duda alguna uno de los fenómenos más importantes y, hay que confesarlo, el drama espiritual de nuestro tiempo (cf. Constitución Pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, núm. 19).

Embriagado por el torbellino de sus descubrimientos, seguro a causa de un progreso científico y técnico aparentemente sin límites, el hombre moderno se encuentra inexorablemente enfrentado con su destino: "¿De qué sirve ir a la luna —según la expresión de uno de los hombres de cultura más prestigiosos de nuestra época— si es para suicidarse?" (André Malraux, prólogo de L'enfant du rire, del p. Bockel, Grasset).

¿Qué es la vida? ¿Qué es el amor? ¿Qué es la muerte? Desde que existen hombres que piensan, estas preguntas fundamentales han surgido siempre en su espíritu. Las grandes religiones se han esforzado desde hace milenios por darles respuesta. ¿Acaso el hombre mismo no aparece a la mirada penetrante de los filósofos como siendo a la vez homo faber, homo ludens, homo sapiens, homo religiosus? ¿Y no es a este hombre a quien la Iglesia de Jesucristo quiere proponer la buena noticia de la salvación, portadora de esperanza para todos a lo largo del flujo de generaciones y el reflujo de civilizaciones?

2. Pero he aquí que desde el Renacimiento el hombre moderno se ha levantado en gigantesco desafío contra este mensaje de salvación, y se ha puesto a rechazar a Dios en nombre precisamente de su dignidad de hombre. Reservado primero a un pequeño grupo de espíritus, a la "intelligentsia", que se consideraba como una minoría selecta, el ateísmo se ha convertido hoy en fenómeno de masas que embiste a las Iglesias. Más aún, las penetra desde dentro como si los mismos creyentes, comprendidos los que se proclaman de Jesucristo, encontraran en sí mismos una secreta connivencia destructora de la fe en Dios, en nombre de la autonomía y dignidad del hombre. Se trata de un "verdadero secularismo", según expresión de Pablo VI en su Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi. "Una concepción del mundo según la cual este último se explica por sí mismo sin que sea necesario recurrir a Dios; Dios resultaría, pues, superfluo y hasta un obstáculo. Dicho secularismo, para reconocer el poder del hombre, acaba por olvidar a Dios e incluso renegar de El" (núm. 55).

3. Tal es el drama espiritual de nuestro tiempo. La Iglesia no quiere rehuir su papel. Por el contrario, se propone afrontarlo valientemente. Pues el Concilio se ha declarado al servicio del hombre, no de un hombre abstracto, considerado como entidad teórica, sino del hombre concreto, existencial, que se debate entre sus interrogantes y esperanzas, sus dudas e incluso sus negaciones. A este hombre concreto propone la Iglesia el Evangelio. Por tanto, necesita conocerlo con ese conocimiento que radica en el amor y abre al diálogo claro y confiado entre hombres separados por sus convicciones, pero convergentes en un mismo amor al hombre.

"El humanismo laico y profano —dijo Pablo VI en la clausura del Concilio— ha aparecido finalmente en toda su terrible estatura y en cierto sentido ha desafiado al Concilio. La religión del Dios que se ha hecho hombre, se ha encontrado con la religión —porque tal es— del hombre que se hace Dios. ¿Qué ha sucedido? ¿Un choque, una lucha, una condena? Podría haberse dado, pero no se produjo. La antigua historia del samaritano ha sido la pauta de la espiritualidad del Concilio" (Pablo VI, Alocución al Concilio Vaticano II, 7 de diciembre de 1965: AAS 68, 1966, pág. 55).

Y yo también expresé este deseo el 2 de octubre de 1979 en la tribuna de las Naciones Unidas de Nueva York: "La confrontación entre la concepción religiosa del mundo y la agnóstica e incluso atea, que es uno de los signos de los tiempos de nuestra época, podría conservar leales y respetuosas dimensiones humanas sin violar los esenciales derechos de la conciencia de ningún hombre o mujer que viven en la tierra" (núm. 20; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 14 de octubre de 1979, pág. 15).

Tal es la convicción de nuestro humanismo integral que nos lleva al encuentro incluso con los que no comparten nuestra fe en Dios en nombre de su fe en el hombre —y aquí está el malentendido trágico que se debe aclarar—. A todos queremos decir con fuerza: también nosotros, igual o más que vosotros si ello es posible, tenemos respeto al hombre. También nosotros queremos ayudaros a descubrir y compartir con nosotros la gozosa noticia del amor de Dios, del Dios que es fuente y fundamento de la grandeza del hombre, hijo de Dios él también y que ha llegado a ser hermano nuestro en Jesucristo.

4. Queridos amigos: Con todo esto quiero deciros cuánto me alegran estos días de estudio que os han reunido en Roma, en la Pontificia Universidad Urbaniana, patrocinados por el Instituto superior de estudios sobre el ateísmo, promotor de este Congreso internacional sobre Evangelización y ateísmo.

. Con sumo interés he ojeado el programa que me habéis enviado. Y he notado con simpatía la presencia de ilustres profesores y estudiosos que me complazco en recibir aquí. A decir verdad, me invade el espíritu un sentimiento casi de vértigo al constatar la amplitud del campo estudiado y los ejes de investigación que os habéis trazado: el aspecto fenomenológico, el histórico, el filosófico y el teológico del ateísmo contemporáneo.

Verdaderamente el fenómeno nos acosa por todos lados: de Oriente a Occidente, de los países socialistas a los capitalistas, del mundo de la cultura al del trabajo. Ninguna edad de la vida se libra de él, de la adolescencia joven presa de la duda al anciano abandonado al escepticismo, pasando por las sospechas y repulsas de la edad adulta. Y sin faltar en ningún continente.

Esto es lo que movió a mi predecesor Pablo VI, de venerada memoria, a erigir dentro de la Curia Romana, además de los Secretariados para la Unión de los Cristianos y para los No Cristianos, un organismo más, dedicado por vocación al estudio del ateísmo y al diálogo con los no creyentes (Regimini Ecclesiae universae, 15 de agosto de 1967, con referencia a la enseñanza del Vaticano II, Gaudium et spes, 19-21 y 92). Porque debe aparecer claro a los ojos de todos que la Iglesia quiere estar en diálogo con todos, incluso con los que se han alejado de ella y la rechazan, tanto en sus convicciones proclamadas y seguras, como en su comportamiento decidido y hasta militante a veces. Es que uno y otro factor están íntimamente entremezclados. Las motivaciones mueven la acción. Y la actuación, a su vez, modela el pensamiento.

5. Por todo ello acojo vuestras reflexiones con agradecimiento para integrarlas en la marcha pastoral de la Iglesia hacia todos los que se proclaman, poco o mucho, a favor del ateísmo polimorfo de nuestro tiempo por diversos títulos y de muchos modos, es cierto. Porque, ¿qué hay de común aparentemente entre países donde el ateísmo teórico —podríamos llamarlo así— está en el poder, y otros en que por el contrario la neutralidad ideológica que profesan encubre un verdadero ateísmo práctico? Sin duda alguna, la convicción de que el hombre es por sí solo el todo del hombre (cf. Homilía en Issy-les-Moulineaux, 1 de junio de 1980; L'Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 8 de junio de 1980, pág. 13).

Por cierto, el Salmista ya iba repitiendo: "Dice en su corazón el necio: No hay Dios" (Sal 14). Y el ateísmo no es de hoy. Pero estaba como reservado a nuestro tiempo el hacer la teorización sistemática del mismo, indebidamente calificada de científica, y el ponerlo en práctica a escala de grupos humanos y hasta de países importantes.

6. Y sin embargo, el hombre resiste, ¿cómo no reconocerlo con admiración?, a estos asaltos repetidos y a este asedio del ateísmo pragmatista, neopositivista, sicoanalítico, existencialista, marxista, estructuralista, "niestzchiano"... La invasión de costumbres y la "desestructuración" de doctrinas no impiden sino que, por el contrario, provocan a veces incluso un despertar religioso que no se puede negar, tanto en el corazón mismo de regímenes oficialmente ateos, como en el interior de sociedades llamadas de consumo. En esta situación de contrastes la Iglesia ha de afrontar un verdadero desafío y desempeñar una tarea gigantesca, para la que necesita la colaboración de todos sus hijos: la tarea de "inculturar de nuevo" la fe en los distintos espacios culturales de nuestro tiempo y reencarnar los valores del humanismo cristiano.

¿No es ésta una demanda acuciante de los hombres de nuestro tiempo que buscan a veces desesperadamente y como a tientas el sentido de su vida, su sentido último? A pesar de las diferencias de origen y orientación, las ideologías modernas tienen el punto de encuentro en la encrucijada de la autosuficiencia del hombre, sin que ninguna consiga saciar la sed de absoluto que lo atenaza. Pues "el hombre sobrepasa infinitamente al hombre", como afirmaba Pascal en sus Pensamientos. Y por ello, de la excesiva plenitud de sus certezas y asimismo del vacío de sus interrogantes, resurge constantemente la búsqueda del Infinito, cuya imagen no puede cancelar ni siquiera cuando huye de ella: "Tú estabas dentro de mí. Y yo estaba fuera de mí mismo", confesaba ya San Agustín (Confesiones, X,; 27).

7. En la Encíclica Ecclesiam suam, Pablo VI se interrogaba sobre este fenómeno y en él veía el camino para un diálogo de salvación: "Las razones del ateísmo, impregnadas de ansiedad, coloreadas de pasión y de utopía, pero muchas veces generosas también, inspiradas por un sueño de justicia y progreso, en busca de objetivos de orden social divinizados que sustituyan al Absoluto y Necesario... A los ateos los vemos también a veces movidos por nobles sentimientos, asqueados de la mediocridad y egoísmo de tantos ambientes sociales contemporáneos, y hábiles para sacar de nuestro Evangelio formas y lenguaje de solidaridad y compasión humana: ¿no seremos capaces algún día de conducir de nuevo a sus verdaderos orígenes, que son cristianos, estas expresiones de valores morales?" (Pablo VI, Ecclesiam suam, 38).

El ateísmo proclama la desaparición necesaria de toda religión, pero él mismo es un fenómeno religioso. Mas no creamos por eso que son creyentes sin saberlo. Y no convirtamos en malentendido superficial lo que es un drama profundo. Ante todos los dioses falsos que renacen incesantemente del progreso, del devenir, de la historia, sepamos manifestar el radicalismo de los primeros cristianos ante los idólatras del antiguo paganismo y digamos de nuevo con San Justino: "Claro está que somos los ateos, lo confesamos, de esos supuestos dioses" (San Justino, Primera apología, VI, 1).

8. Por tanto, en espíritu y verdad seamos testigos del Dios vivo, portadores de su ternura de Padre al vacío de un universo cerrado sobre sí mismo y oscilante entre el orgullo satánico y la desesperación desengañada. Y en particular, ¿cómo no ser sensibles al drama del humanismo ateo, cuyo antiteísmo y, más concretamente, anticristianismo llegan a aplastar a la persona humana que pretendían liberar de la pesada carga de un Dios considerado como un opresor? "No es verdad que el hombre no puede organizar la tierra sin Dios; pero sí es verdad que sin Dios no puede organizaría si no es contra el hombre. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano" (P. Henri de Lubac, Le drame de l'humanisme athée, Spes 1944, pág. 12, citado por Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio, 42, Pascua de 1967). A cuatro decenios de distancia, cada uno de nosotros puede llenar del peso trágico de la historia de nuestro tiempo estas líneas amonestadoras del padre de Lubac.

¡Qué llamada a volver al corazón de nuestra fe: "El Redentor del hombre, Jesucristo, es el centro del cosmos y de la historia"! (Primera frase de la Encíclica Redemptor hominis). El desmoronamiento del deísmo, la concepción profana de la naturaleza, la secularización de la sociedad, el acoso de las ideologías, el emerger de las ciencias humanas, las rupturas estructuralistas, la vuelta al agnosticismo y la progresión del neopositivismo técnico, ¿acaso no son otras tantas provocaciones a que en un mundo envejecido, el cristiano vuelva a descubrir toda la fuerza de la novedad del Evangelio siempre nuevo, fuente inagotable de renovación: "Omnem novitatem attulit, semetipsum afferens"? Y a once siglos de distancia, Santo Tomás de Aquino se hacía eco de la frase de San Irenco: "Christus initiavit nobis viam novam" (Prima secundae, q. 106, art. 4, ad primum).

Al cristianismo precisamente toca dar testimonio de ello. Es verdad que lleva este tesoro en vasos de barro. Pero no lo es menos que está llamado a poner la luz sobre el candelero para que alumbre a todos los de la casa. Es el mismo papel de la Iglesia; el Concilio nos recuerda que es portadora del Único que es Lumen gentium. Este testimonio debe ser a la vez un testimonio de pensamiento y de vida. Y puesto que sois hombres de estudio, insistiré ahora al terminar en la primera exigencia, pues la segunda nos concierne a todos.

9. Aprender a pensar bien era un propósito que hacíamos con gusto ayer. Es, siempre una necesidad primaria para actuar. El apóstol no está dispensado de ella. ¡Cuántos bautizados se han hecho extraños a una fe que quizá jamás estuvo en ellos porque nadie se la había enseñado bien! Para desarrollarse, la semilla de la fe necesita que se la alimente con la Palabra de Dios, con los sacramentos y con toda la enseñanza de la Iglesia; y ello, en un clima de oración. Y para llegar a los espíritus ganándose a la vez los corazones, es necesario que la fe se presente tal y como es, y no bajo revestimientos falsos. El diálogo de la salvación es un diálogo de verdad en la caridad.

Por ejemplo, hoy en día las mentalidades están hondamente impregnadas de métodos científicos. De aquí que una catequesis insuficientemente informada sobre la problemática de las ciencias exactas y de las ciencias humanas en toda su variedad, puede acumular obstáculos en una inteligencia en vez de desbrozar el camino hacia la afirmación de Dios. Y a vosotros, filósofos y teólogos, me dirijo: Buscad caminos para presentar vuestro pensamiento de modo que ayude a los científicos a reconocer la validez de vuestra reflexión filosófica y religiosa. Pues está en juego la credibilidad e incluso la validez de esta reflexión para muchos espíritus influidos (hasta sin saberlo) por la mentalidad científica difundida por los medios de comunicación. Ya desde ahora me gozo en que la próxima asamblea plenaria del Secretariado para los No Creyentes de marzo-abril próximos, profundice sobre el tema: Ciencia e incredulidad.

Debo concluir. Teniendo que afrontar más que nunca el drama del ateísmo, hoy la Iglesia se propone renovar su esfuerzo de pensamiento y testimonio en el anuncio del Evangelio. Cuando un enjambre de interrogantes invade el espíritu del hombre preso de modernismo, sigue existiendo el misterio más allá de los problemas. Y como nos ha enseñado el Concilio Vaticano II, "el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado" (Gaudium et spes, 22, 1). ¡Que su Espíritu de luz ilumine vuestra labor intelectual y su Espíritu de fuerza anime vuestro testimonio de vida! Acompaño este deseo y oración con mi bendición apostólica.

 



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