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VIAJE APOSTÓLICO A GINEBRA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA 68 SESIÓN DE LA CONFERENCIA INTERNACIONAL
DEL TRABAJO - OIT*


Martes 15 de junio de 1982

 

Señor Presidente,
Señor Director general,
Señores Ministros,
Señoras y Señores Delegados,
Señoras y Señores:

1. Deseo ante todo expresar mi alegría por la oportunidad que se me ofrece de encontrarme hoy aquí y de tomar la palabra ante esta ilustre asamblea reunida para celebrar la 68 sesión de la Conferencia Internacional del Trabajo. Los hechos que ustedes conocen me impidieron corresponder a la invitación que me había dirigido el Director general para participar en la sesión precedente. Doy gracias a Dios por haberme conservado la vida y devuelto la salud. La imposibilidad en que me encontré de venir hasta aquí ha reforzado en mí el profundo deseo que tenía de encontrarlos, puesto que me siento unido al mundo del trabajo por múltiples vínculos. El menor de éstos no es ciertamente la conciencia de una particular responsabilidad en relación con los numerosos problemas inherentes a la realidad del trabajo humano: problemas importantes, muchas veces difíciles, y siempre fundamentales; problemas que constituyen la razón de ser de su Organización. Por ello me alegró de forma particular la invitación que me reiteró el Director general ya durante mi convalecencia. Mientras tanto, he publicado mi Encíclica Laborem exercens sobre el trabajo humano con el fin de aportar una contribución al desarrollo de la doctrina social de la Iglesia católica, cuyos grandes documentos, comenzando por la Rerum novarum del Papa León XIII, han encontrado un eco respetuoso y favorable en las sesiones de la Organización Internacional del Trabajo, siempre sensible a los diversos aspectos de la compleja problemática del trabajo humano a través de las diferentes etapas históricas de su existencia y en sus actividades.

Me sea permitido expresar aquí mi agradecimiento por su invitación y por la acogida calurosa que me ha sido dispensada. Al mismo tiempo, deseo manifestar el aprecio que me han merecido las amables palabras que el Director general acaba de dirigirme; gracias a ellas me resulta más fácil dirigirles, a mi vez, la palabra. Huésped de esta Asamblea, les hablo en nombre de la Iglesia católica y de la Sede Apostólica, situándome en el terreno de su misión universal que posee, ante todo, un carácter religioso y moral. Por esta razón, la Iglesia y la Santa Sede comparten la preocupación de su Organización por lo que constituyen sus objetivos fundamentales y, al mismo tiempo, se unen a la entera familia de las naciones en el objetivo que ésta se propone, a saber: contribuir al progreso de la humanidad.

2. Al dirigirme a todos ustedes, señoras y señores, deseo, a través de ustedes, rendir homenaje ante todo al trabajo del hombre, sea cual sea este trabajo y el lugar del globo en que se realice; a cualquier trabajo —así como a cada uno de los hombres y mujeres que lo realizan— sin distinción de sus características específicas; bien se trate de un trabajo “físico” o de un trabajo “intelectual”; sin distinción tampoco de sus determinaciones particulares: bien sea un trabajo de “creación” o de “reproducción”, bien sea el trabajo de investigación teórica que pone las bases del trabajo de otros, o el trabajo que consiste en organizar las condiciones y las estructuras o bien el trabajo, en fin, de los cuadros directivos o el de los obreros que ejecutan las tareas necesarias para la realización de los programas fijados. En cada una de sus formas, este trabajo merece un respeto particular puesto que se trata de la obra del hombre, puesto que, detrás de cualquier trabajo, hay siempre un sujeto vivo: la persona humana. Es de este hecho de donde el trabajo recibe su valor y su dignidad.

En nombre de esta dignidad, que es propia de todo trabajo humano, deseo expresar, asimismo, mi estima por cada uno de ustedes, señoras y señores, y por las instituciones concretas, las organizaciones y las autoridades que ustedes representan aquí. Dado el carácter universal de la Organización Internacional del Trabajo, se me ofrece la oportunidad de rendir homenaje con la presente intervención a todos los grupos aquí representados, y de alabar el esfuerzo por el que cada uno de ellos tiende a desarrollar sus propias potencialidades a fin de realizar el bien común de todos sus miembros: hombres y mujeres, unidos de generación en generación en los diferentes puestos de trabajo.

3. Por último —y pienso que soy en esto el portavoz no sólo de la Sede Apostólica sino, en cierto sentido, de todas las personas presentes— desearía expresar una estima y una gratitud particulares por la misma Organización Internacional del Trabajo. Vuestra Organización tiene, en efecto, un lugar importante en la vida internacional, tanto por su antigüedad como por la nobleza de sus objetivos. Creada en 1919 por el Tratado de Versalles, se ha impuesto como misión el contribuir a una paz duradera por la promoción de la justicia social, como dicen las primeras palabras del preámbulo de su constitución: “Considerando que la paz universal y permanente sólo puede basarse en la justicia social...”. Este compromiso fundamental por la paz lo ha vuelto a recordar el Director general en el simposio organizado en Roma por la Pontificia Comisión “Iustitia et Pax” a principios del pasado abril, al referirse al pergamino contenido en la primera piedra del edificio de la Oficina Internacional del Trabajo que contiene el lema: “Si vis pacem, cole iustitiam: Si quieres la paz, cultiva la justicia”.

Los méritos de vuestra Organización se manifiestan de forma evidente en la existencia de numerosas Convenciones internacionales y de recomendaciones que establecen las normas internacionales del trabajo, “nuevas reglas de comportamiento social” para obligar “a los intereses particulares a someterse a la visión más amplia del bien común” (Discurso de Pablo VI a la OIT, nn. 14 y 19: AAS 61, 1969, págs. 497 y 499). Sus méritos son visibles también en muchas otras actividades emprendidas para satisfacer las nuevas necesidades que se han manifestado a partir de la evolución de las estructuras sociales y económicas. Dichos méritos son evidentes, en fin, cuando se considera el trabajo cotidiano y perseverante de los funcionarios de la Oficina Internacional del Trabajo y de las instancias que ésta ha puesto a su servicio para reforzar su acción, tales como el Instituto internacional de estudios sociales, la Asociación internacional de la seguridad social, y el Centro internacional de perfeccionamiento profesional y técnico.

Si me he permitido citar la Organización Internacional del Trabajo en mi Encíclica Laborem exercens lo he hecho tanto para atraer la atención sobre sus múltiples realizaciones, como para animar a reforzar las actividades en favor de la humanización del trabajo. He querido además poner de relieve el hecho de que, en el esfuerzo dirigido a fundar el trabajo humano sobre las razones del verdadero bien —cosa que corresponde a los principios objetivos de la moral social— las metas de la Organización Internacional del Trabajo están muy próximas a las que la Iglesia y la Sede Apostólica desean alcanzar en el terreno que les es propio y con medios adaptados a su misión. Por otra parte, esto ha sido subrayado, en diversas ocasiones, por mis predecesores los Papas Pío XII y Juan XXIII y, en particular, por Pablo VI en 1969, con ocasión de la visita con la que quiso asociarse a la celebración del 50 aniversario de la fundación de la Organización Internacional del Trabajo. Hoy como ayer la Iglesia y la Sede Apostólica se alegran de la excelente colaboración que existe con vuestra Organización, colaboración que ya ha llegado al medio siglo y que ha culminado formalmente en la acreditación, en 1967, de un Observador permanente ante la Oficina Internacional del Trabajo. Con este paso la Sede Apostólica ha querido asegurar una expresión estable a su voluntad de colaboración y al vivo interés que la Iglesia católica, descosa del verdadero bien del hombre, concede a los problemas del trabajo.

4. La palabra que ustedes esperan de mí, señoras y señores, no puede ser diferente de la que he pronunciado en otras asambleas en que se encontraban representantes de los pueblos de todas las naciones del mundo: la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. Mis reflexiones se inspiran, en un modo que desea ser coherente, en la misma idea fundamental y en la misma preocupación: la causa del hombre, su dignidad y los derechos inalienables que se derivan de ella. Ya en mi primera Encíclica, Redemptor hominis, he insistido en el hecho de que “el hombre es el camino de la Iglesia, camino que conduce en cierto modo al origen de todos aquellos caminos por los que debe caminar la Iglesia, porque el hombre —todo hombre sin excepción alguna— ha sido redimido por Cristo...” (n. 14). Por esta misma razón, y con ocasión del 90 aniversario de la Rerum novarum, he querido consagrar un documento mayor de mi pontificado al trabajo humano, al hombre que trabaja: “Homo laborem exercens”. Pues no sólo el trabajo lleva la marca del hombre, sino que es en el trabajo donde el hombre descubre el sentido de su existencia: en todo trabajo concebido como una actividad humana, sean cuales sean las características concretas en las que se ejerce esta actividad. El trabajo comporta “esta dimensión fundamental de la existencia humana de la que la vida del hombre está hecha cada día, de la que deriva la propia dignidad específica y en la que a la vez está contenida la medida incesante de la fatiga humana, del sufrimiento y también del daño y de la injusticia que invaden profundamente la vida social dentro de cada nación y a escala internacional” (Laborem exercens, 1).

5. En la problemática del trabajo —una problemática que tiene repercusiones en tantos campos de la vida y a todos los niveles, individual, familiar, nacional e internacional— hay una característica que es al mismo tiempo exigencia y programa, y que desearía subrayar hoy ante ustedes: la solidaridad. A ofrecerles estas consideraciones me anima, en primer lugar, el hecho de que la solidaridad está inscrita en formas diferentes en la naturaleza misma del trabajo humano, pero también me animan a ello los objetivos de su Organización y, sobre todo, el espíritu que la mueve. El espíritu en el que la Organización Internacional del Trabajo ha realizado su misión desde el comienzo es un espíritu de universalismo, que tiene su punto de apoyo en la igualdad fundamental de las naciones y en la igualdad de los hombres y que es percibido, al mismo tiempo, como punto de partida y como punto de llegada de toda política social. Es también un espíritu de humanismo deseoso de desarrollar todas las potencialidades del hombre, materiales y espirituales. Es, en fin, un espíritu comunitario que se expresa de forma acertada en el tripartidismo de vuestras estructuras. En este sentido, hago mías las palabras pronunciadas aquí por Pablo VI durante su visita en 1969. “Su instrumento original y orgánico es hacer que conspiren las tres fuerzas interesadas en la dinámica humana del trabajo moderno: los hombres de Gobierno, los empresarios y los trabajadores. Y su método —paradigma típico en adelante— es armonizar esas tres fuerzas, hacer que no se opongan, sino que concurran en una colaboración animosa y fecunda mediante un diálogo constante para el estudio y la solución de problemas siempre repetidos y renovados sin cesar” (Discurso a la OIT, 10 de junio de 1969, n. 15: AAS 61, 1969, pág. 498).

El hecho de que se haya pensado que los problemas del trabajo deben resolverse con la intervención de todas las partes interesadas, mediante negociaciones pacíficas que miren al bien del hombre del trabajo y a la paz entre las sociedades, demuestra que son ustedes conscientes de la exigencia de la solidaridad que les une en un esfuerzo común por encima de las diferencias reales y las divisiones que son siempre posibles.

6. Esta intuición fundamental que los fundadores de la Organización Internacional del Trabajo han inscrito tan ampliamente en la misma estructura de la Organización y que tiene como corolario el que los objetivos perseguidos sólo pueden ser realizados mediante un esfuerzo comunitario y solidario, responde a la realidad del trabajo humano. Pues, en sus dimensiones profundas, la realidad del trabajo es la misma en cualquier punto del globo terrestre, en todos los países y en todos los continentes; entre los hombres y mujeres que pertenecen a las más distintas razas y naciones, que hablan lenguas diferentes y representan culturas distintas; entre aquellos y aquellas que profesan religiones diferentes o que expresan en modos múltiples sus relaciones con la religión y con Dios. La realidad del trabajo es la misma dentro de la multiplicidad de formas: el trabajo manual y el trabajo intelectual; el trabajo agrícola y el trabajo en la industria; el trabajo en los servicios del sector terciario y el trabajo en el campo de la investigación; el trabajo del artesano, del técnico y del educador, del artista o de la madre en el hogar; el trabajo del obrero en las empresas y el de los cuadros y directivos. Sin ocultar las diferencias específicas que existen y que distinguen frecuentemente de forma bastante radical a los hombres y mujeres que realizan estas tareas múltiples, el trabajo —la realidad del trabajo— realiza la unión de todos en una actividad que tiene un mismo significado y una misma fuente. Para todos, el trabajo es una necesidad, un deber, una tarea. Para cada uno y para todos, constituye un medio de asegurar la vida, la vida de familia, y sus valores fundamentales; es también el camino que conduce a un futuro mejor, el camino del progreso, el camino de la esperanza. En la diversidad y en la universalidad de sus formas, el trabajo humano une a los hombres, pues todo hombre busca en el trabajo “la realización de su humanidad, el perfeccionamiento de esa vocación de persona que tiene en virtud de su propia humanidad” (Laborem exercens, 6). Sí, “el trabajo lleva en sí un signo particular del hombre y de la humanidad, el signo de la persona activa en medio de una comunidad de personas” (Laborem exercens, preámbulo). El trabajo lleva el signo de la unidad y de la solidaridad.

Por otra parte. al abordar aquí, ante esta Asamblea, un panorama tan vasto, tan diferenciado y, al mismo tiempo. tan universal como el del trabajo de toda la familia humana, resulta difícil no escuchar en el fondo de nuestros corazones las palabras del libro del Génesis en las que el trabajo ha sido dado como tarea al hombre a fin de que, por medio de este trabajo, someta la tierra y la domine (cf. Gén 1, 28).

7. La razón fundamental que me impulsa a proponeros el tema de la solidaridad se encuentra, por consiguiente, en la naturaleza misma del trabajo humano. El problema del trabajo está profundamente vinculado con el del sentido de la vida humana. Por esta vinculación, el trabajo se convierte en un problema de naturaleza espiritual; y lo es realmente. Esta constatación no elimina ninguno de los otros aspectos del trabajo, aspectos que son, podría decirse, más fácilmente mensurables y a los que están unidas estructuras y operaciones diversas de carácter “exterior” a nivel de la organización; esta misma constatación permite, por el contrario, volver a situar el trabajo humano, sea cual sea el modo en que el hombre lo ejecute, en el interior del hombre, es decir, en lo más profundo de su humanidad, en aquello que le es propio, en aquello que hace que sea hombre y sujeto auténtico del trabajo. La convicción de que existe un vínculo esencial entre el trabajo de cada uno de los hombres y el sentido global de la existencia humana se halla en la base de la doctrina cristiana sobre el trabajo —se puede decir, en la base del “Evangelio del trabajo”— e impregna la enseñanza y la actividad de la Iglesia, en forma diversa, en cada una de las etapas de su misión en la historia. “Jamás el trabajo contra el trabajador, sino siempre el trabajo... al servicio del hombre”: es conveniente repetir también hoy estas palabras pronunciadas hace ya 13 años en este mismo lugar por el Papa Pablo VI (Discurso a la OIT, 10 de Junio de 1969, n. ll: AAS 61, 1969, pág. 495). Si el trabajo debe servir siempre al bien del hombre, si el programa del progreso no puede realizarse sino a través del trabajo, existe entonces un derecho fundamental a emitir un juicio sobre el progreso según el siguiente criterio: ¿Sirve el trabajo realmente al hombre? ¿Corresponde a su dignidad? Por medio del trabajo, ¿se cumple en su riqueza y en su diversidad el sentido propio de la vida humana?

Tenemos el derecho a pensar de este modo el trabajo del hombre; y también el deber. Tenemos el derecho y el deber de considerar al hombre no como algo útil o inútil para el trabajo, sino de mirar el trabajo en su relación con el hombre, con cada hombre, de considerar el trabajo en cuanto útil o inútil al hombre. Tenemos el derecho y el deber de res flexionar sobre el trabajo teniendo en cuenta las diversas necesidades del hombre, en el terreno del espíritu y del cuerpo; el deber y el derecho de considerar de este modo el trabajo del hombre, en cualquier sociedad y en cualquier sistema, en las zonas donde reine el bienestar y, más aún, donde domina la indigencia. Tenemos el derecho y el deber de adoptar este modo de considerar el trabajo en su relación con el hombre —y no a la inversa— como criterio fundamental de apreciación del progreso mismo. Pues el progreso exige siempre una evaluación y un juicio de valor: hay que preguntarse si tal progreso es suficientemente “humano” y al mismo tiempo suficientemente “universal”; si sirve para nivelar las desigualdades injustas y para favorecer un futuro pacífico del mundo; si, en el trabajo, se aseguran los derechos fundamentales de cada una de las personas, de las familias, de las naciones. En una palabra: hay que preguntarse continuamente si el trabajo sirve para realizar el sentido de la vida humana. Incluso buscando una respuesta a estos interrogantes en el análisis del conjunto de los procesos socioeconómicos, no se pueden dejar de lado los elementos y el contenido que constituyen el “interior” del hombre: el desarrollo de su conocimiento y de su conciencia. La relación entre el trabajo y el sentido mismo de la existencia humana es un testimonio permanente de que el hombre no ha sido alienado por el trabajo, que no ha sido esclavizado. Dicha relación confirma, más bien, que el trabajo se ha convertido en el aliado de su humanidad, que le ayuda a vivir en la verdad y la libertad; en la libertad construida sobre la verdad que le permite conducir, en plenitud, una vida más digna del hombre.

8. Los obreros, sobre todo del mundo de la industria, han reaccionado ante las clamorosas injusticias nacidas de los sistemas del siglo pasado, descubriendo, al mismo tiempo, por encima de la miseria común, la fuerza que suponen las acciones concordadas. Víctimas de las mismas injusticias, se han unido en una misma acción. En mi Encíclica sobre el trabajo humano, he llamado a esta reacción “una justa reacción social”; tal situación ha “hecho surgir e incluso irrumpir un gran impulso de solidaridad entre los hombres del trabajo y, ante todo, entre los trabajadores de la industria. La llamada a la solidaridad y a la acción común, lanzada a los hombres del trabajo —sobre todo a los del trabajo sectorial, monótono, despersonalizador en los complejos industriales, cuando la máquina tiende a dominar sobre el hombre— tenía un importante valor y su elocuencia desde el punto de vista de la ética social. Era la reacción contra la degradación del hombre como sujeto de trabajo... Semejante reacción ha unido al mundo obrero en una comunidad caracterizada por una gran solidaridad” (Laborem exercens, 8). A pesar de las mejoras logradas desde entonces, a pesar del mayor y más efectivo respeto de los derechos fundamentales de los trabajadores en muchos países, diversos sistemas fundados en la ideología y el poder han dejado persistir injusticias flagrantes o han creado otras nuevas. Además, la conciencia acrecida de la justicia social hace descubrir nuevas situaciones de injusticias que, por su extensión geográfica o por el menosprecio de la dignidad inalienable de la persona humana, continúan siendo verdaderos retos a la humanidad. Es necesario que se forje hoy una nueva solidaridad basada en el verdadero significado del trabajo humano. Pues sólo a partir de una justa concepción del trabajo será posible definir los objetivos que debe perseguir la solidaridad y las diferentes formas que ésta deberá asumir.

9. El mundo del trabajo, señoras y señores, es el mundo de todos los hombres y de todas las mujeres que, por su actividad, intentan responder a su vocación de someter la tierra para el bien de todos. La solidaridad del mundo del trabajo será, por consiguiente, una solidaridad que ensancha los horizontes para abarcar, junto a los intereses de los individuos y de los grupos particulares, el bien común de toda la sociedad, tanto a nivel de una nación como a nivel internacional y planetario. Se tratará de una solidaridad para el trabajo que se manifiesta en la lucha por la justicia y por la verdad de la vida social. ¿Cuál sería, en efecto, la justificación de una solidaridad que se apoyara en una lucha de oposición irreductible a los otros, en una lucha contra los otros? Ciertamente la lucha por la justicia no podrá ignorar los intereses legítimos de los trabajadores unidos en una misma profesión o afectados de forma especial por ciertas formas de injusticia. Dicha lucha no ignora que existen, entre los grupos, tensiones que amenazan muchas veces con convertirse en conflictos abiertos. La verdadera solidaridad mira a la lucha por un orden social justo en el que todas las tensiones puedan ser absorbidas y en la que los conflictos —tanto a nivel de grupos como a nivel de naciones— puedan encontrar su solución más fácilmente. Para crear un mundo de justicia y de paz, la solidaridad debe destruir los fundamentos del odio, del egoísmo, de la injusticia, erigidos con demasiada frecuencia en principios ideológicos o en ley esencial de la vida en sociedad. En el interior de una misma comunidad de trabajo, la solidaridad impulsa a descubrir las exigencias de unidad inherentes a la naturaleza del trabajo, más que las tendencias a la distinción y a la oposición. Se opone a concebir la sociedad en términos de lucha “contra” y las relaciones sociales en términos de oposición irreductible de las clases. La solidaridad, que encuentra su origen y su fuerza en la naturaleza del trabajo humano y, por consiguiente, en el primado de la persona humana sobre las cosas, sabrá crear los instrumentos de diálogo y de concertación que permitirán resolver las oposiciones sin buscar la destrucción del oponente. No, no es algo utópico afirmar que se podrá hacer del mundo del trabajo un mundo de justicia.

10. La necesidad que tiene el hombre de defender la realidad de su trabajo y de liberarlo de toda ideología para volver a sacar a la luz el verdadero sentido de la actividad humana, esta necesidad se manifiesta de una forma particular cuando se considera el mundo del trabajo y la solidaridad que éste reclama en el contexto internacional. El problema del hombre del trabajo se presenta hoy en una perspectiva mundial que ya no es posible dejar de tomar en consideración. ¡Todos los grandes problemas del hombre en sociedad son ya problemas mundiales! Se les debe considerar, pues, a escala mundial, con espíritu realista, ciertamente, pero también con un espíritu innovador y exigente. Bien se trate de los problemas referidos a los recursos naturales, al desarrollo o al empleo, la solución adecuada no puede encontrarse sino teniendo en cuenta las perspectivas internacionales. Hace ya 15 años, en 1967, Pablo VI hacía notar en la Encíclica Populorum progressio: “hoy el hecho más importante del que todos deben tomar conciencia es el de que la cuestión social ha tomado una dimensión mundial” (n. 3). Desde entonces, son muchos los acontecimientos que han hecho aún más evidente esta constatación. La crisis económica mundial, con sus repercusiones en todas las regiones del globo terrestre, nos obliga a reconocer que el horizonte de los problemas es cada vez más un horizonte mundial. Los cientos de millones de seres humanos hambrientos o sub-alimentados, que también tienen derecho a salir de su pobreza, deben hacernos comprender que la realidad fundamental es, a estas alturas, la entera humanidad. Hay un bien común que no se podrá limitar ya a un compromiso más o menos satisfactorio entre reivindicaciones particulares o entre exigencias únicamente económicas. Se imponen nuevas opciones éticas; debe formarse una nueva conciencia mundial; cada cual, sin renunciar a sus dependencias y a sus enraizamientos en su familia, su pueblo y su nación, ni a las obligaciones que de ello se derivan, debe considerarse como miembro de esta gran familia, la comunidad mundial.

Esto quiere decir, señoras y señores, que en el trabajo visto en un contexto mundial, hay que descubrir asimismo los nuevos significados del trabajo humano y determinar, en consecuencia, nuevas tareas. Esto quiere decir además que el bien común mundial reclama una nueva solidaridad sin fronteras. Al decir esto, no pretendo disminuir la importancia de los esfuerzos que debe hacer cada nación en función de su propia soberanía, de sus propias tradiciones culturales, y de acuerdo con sus propias necesidades, para darse el tipo de desarrollo social y económico que respete el carácter irreductible de cada uno de sus miembros y del pueblo entero. Tampoco se puede suponer, con demasiada facilidad, que la conciencia de la solidaridad está ya suficientemente desarrollada por el simple hecho de que todos se hallan embarcados en la misma nave espacial que es la tierra. Es necesario poder, por una parte, asegurar la complementariedad necesaria de los esfuerzos que realiza cada nación a partir de sus propios recursos espirituales y materiales y, por otra, afirmar las exigencias de la solidaridad universal y las consecuencias estructurales que ésta implica. Hay que mantener aquí una tensión fecunda con el fin de lograr manifestar en qué medida tan grande estas dos realidades están intrínsecamente orientadas la una hacia la otra, pues, al igual que la persona humana, la nación es a la vez individualidad irreductible y apertura hacia los otros.

11. La solidaridad del mundo del trabajo, de los hombres del trabajo, se manifiesta según múltiples dimensiones. Es solidaridad de los trabajadores entre sí; solidaridad con los trabajadores; es, sobre todo, en su realidad más profunda, solidaridad con el trabajo, visto como una dimensión fundamental de la existencia humana de la que depende también el sentido de esta misma existencia. Entendida así, la solidaridad aporta una luz especial al problema del empleo, que se ha convertido en uno de los mayores problemas de la sociedad actual y en relación con el cual se tiende a olvidar, con demasiada frecuencia, que es algo dramático para los obreros, sobre todo cuando éstos no gozan de ninguna ayuda de parte de la sociedad; algo dramático para el conjunto de los países en vías de desarrollo, y esto desde hace tiempo; algo dramático para los habitantes de las zonas rurales cuya situación es muchas veces tan precaria, bien si se quedan en el campo que les emplea cada vez menos, bien que intenten venir a la ciudad en busca de un trabajo que difícilmente pueden encontrar; algo dramático, en fin, para los intelectuales, pues éstos, en diferentes categorías y en diversos sectores del mundo del trabajo, corren el riesgo de un nuevo tipo de proletarización cuando su contribución específica no es ya apreciada en su justo valor en razón del cambio de los sistemas sociales o de las condiciones de vida.

Se sabe que las causas del paro involuntario pueden ser, y son de hecho, múltiples y variadas. Una de sus causas puede encontrarse en el perfeccionamiento de los instrumentos do producción que limita progresivamente la parte directa del hombre en el proceso de la producción. Se entra así, de una forma nueva, en la antinomia que corre el riesgo de oponer el trabajo humano al “capital”, entendido como el conjunto de los medios de producción, comprendiendo los recursos de la naturaleza y además los medios por los que el hombre se apropia de estas riquezas, que le son dadas gratuitamente, y las transforma de acuerdo con sus necesidades. De este modo se plantea un problema nuevo que apenas comienza a manifestarse en todas sus dimensiones y consecuencias. Individuarlo, incluso en sus contornos aún vagos e imprecisos, significa estar dispuesto a buscar una solución desde el principio, sin esperar demasiado a que dicho problema imponga por la fuerza los estragos que origina. La solución debe encontrarse en la solidaridad con el trabajo, es decir, aceptando el principio del primado del trabajo humano sobre los medios de producción, el primado de la persona que trabaja sobre las exigencias de la producción o las leyes puramente económicas. La persona humana constituye el criterio primero y último para la planificación del empleo; la solidaridad con el trabajo constituye el motivo superior en todos los intentos de solución y abre un nuevo campo a la ingeniosidad y a la generosidad del hombre.

12. Por esta razón, me he atrevido a decir en la Laborem exercens que el paro “es en todo caso un mal y que, cuando asume ciertas dimensiones, puede convertirse en una verdadera calamidad social. Se convierte en problema particularmente doloroso, cuando los afectados son principalmente los jóvenes” (n. 18). Salvo en algunos países privilegiados, la humanidad pasa actualmente por la dolorosa experiencia de esta triste realidad. ¿Nos damos cuenta siempre del drama que ésta constituye para tantos jóvenes que “ven así frustradas con pena su sincera voluntad de trabajar y su disponibilidad a asumir la propia responsabilidad para el desarrollo económico y social de la comunidad” (n. 18)? ¿Se puede aceptar una situación que amenaza con dejar a los jóvenes sin la perspectiva de encontrar trabajo un día o que, en cualquier caso, amenaza con dejarlos marcados para toda la vida? Se trata en este caso de un problema complejo cuyas soluciones no son fáciles ni ciertamente uniformes para todas las situaciones ni para todas las regiones. El Director general lo ha subrayado justamente en la relación que ha presentado a esta 68 sesión de la Conferencia Internacional del Trabajo y, en el curso de vuestras deliberaciones, estos problemas serán seguramente evocados en toda su complejidad. La búsqueda de soluciones, sea a nivel de una nación o a nivel de la comunidad mundial, deberá inspirarse en el criterio del trabajo humano entendido como un derecho y una obligación para todos; del trabajo humano que expresa la dignidad de la persona humana e incluso la aumenta. Además, la búsqueda de soluciones deberá ser apoyada por la solidaridad entre todos. Sí, la solidaridad constituye también aquí la clave del problema del empleo. Lo afirmo con fuerza: tanto a nivel nacional como a nivel internacional, la solución positiva del problema del empleo, y del empleo de los jóvenes en particular, supone una fortísima solidaridad del conjunto de la población y del conjunto de los pueblos: que cada cual esté dispuesto a aceptar los sacrificios necesarios, que cada cual colabore a realizar programas y acuerdos que se orienten a hacer de la política económica y social una expresión tangible de la solidaridad, que todos ayuden a elaborar las estructuras apropiadas, económicas, técnicas, políticas y financieras, que el establecimiento de un nuevo orden social de solidaridad impone indiscutiblemente. Me niego a creer que la humanidad contemporánea, apta para realizar progresos científicos y técnicos tan prodigiosos, sea incapaz, a través de un esfuerzo de creatividad inspirado por la naturaleza misma del trabajo humano y por la solidaridad que une a todos los seres, de encontrar soluciones justas y eficaces al problema esencialmente humano que es el empleo.

13. Una sociedad solidaria se construye día a día creando primero y defendiendo después las condiciones efectivas de la participación libre de todos en la obra común. Toda política que mire al bien común debe ser el fruto de la cohesión orgánica y espontánea de las fuerzas sociales. Es ésta también una forma le esta solidaridad que es el imperativo del orden social, una solidaridad que se manifiesta de una forma particular a troves de la existencia y la obra de las asociaciones de compañeros sociales. El derecho a asociarse libremente es un derecho fundamental para todos aquellos que están vinculados al mundo del trabajo y que constituyen la comunidad del trabajo. Este derecho significa para cada hombre que trabaja el no estar ni solo ni aislado; expresa la solidaridad de todos en la defensa de los derechos que les corresponden y que se derivan de las exigencias del trabajo; ofrece, de manera normal, el medio de participar activamente en la realización del trabajo y de todo aquello que tiene que ver con él; siendo guía asimismo para la preocupación por el bien común. Este derecho supone que los compañeros sociales sean realmente libres para unirse, para adherirse a la asociación que elijan y para llevar su gestión. A pesar de que el derecho a la libertad sindical aparezca sin contestación como uno de los derechos fundamentales más generalmente reconocidos —y la Convención n. 87 (1948) de la Organización Internacional del Trabajo da fe de ello— es, sin embargo, un derecho muy amenazado, a veces pisoteado, sea en su principio, sea —con más frecuencia— en éste o aquél aspecto sustancial del mismo, de modo que la libertad sindical se halla desfigurada en estos casos. Parece esencial recordar que la cohesión de las fuerzas sociales —siempre deseable— debe ser fruto de una decisión libre de los interesados, tomada con total independencia en relación al poder político, fraguada en la plena libertad para determinar la organización interna, el modo de funcionamiento y las actividades propias de los sindicatos. El hombre del trabajo debe asumir por sí mismo la defensa de la verdad y de la verdadera dignidad de su trabajo. Al hombre que trabaja no se le puede impedir, por consiguiente, el ejercicio de esta responsabilidad, a condición de que, por su parte, tenga en cuenta también el bien común del conjunto.

14. Señoras y señores: Por encima de los sistemas, regímenes e ideologías que intentan regular las relaciones sociales, he propuesto una vía, la de la solidaridad; el camino de la solidaridad del mundo del trabajo. Se trata de una solidaridad abierta y dinámica, basada en la concepción del trabajo humano y que ve en la dignidad de la persona humana, en confinidad con el mandato recibido del Creador, el criterio primero y último de su valor. ¡Ojalá esta solidaridad les sirva a ustedes de guía en sus debutes y en sus realizaciones!

La Organización Internacional del Trabajo tiene ya un enorme patrimonio de relaciones en su campo de actividad. Ustedes han elaborado numerosas declaraciones y convenciones internacionales, y elaborarán otras para afrontar los problemas que se vayan presentando y para encontrar soluciones cada vez más adecuadas. Han formulado orientaciones y establecido programas múltiples y están decididos a continuar, por su parte, esta aventura sublime que es la humanización del trabajo. Al tomar la palabra en nombre de la Sede Apostólica, de la Iglesia y de la fe cristiana, deseo de todo corazón reiterarles mis felicitaciones por los méritos de su Organización. Y, al mismo tiempo, formulo el voto de que su actividad, todos sus esfuerzos y todo su trabajo continúen sirviendo a la dignidad del trabajo humano y al auténtico progreso de la humanidad. Les deseo que contribuyan sin tregua a la creación de una civilización del trabajo humano, de una civilización de la solidaridad, y diría aún más, de una civilización del amor del hombre. ¡Ojalá el hombre, gracias a sus esfuerzos, considerables y de todas clases, someta verdaderamente la tierra (cf. Gén l, 28) y alcance él mismo la plenitud de su humanidad, aquella plenitud que le ha sido fijada por la Sabiduría eterna y por el eterno Amor!


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n. 26, p. 10, 11, 12, 19.

 

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