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VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA 

ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II 
CON LOS ANCIANOS EN EL SANTUARIO
DE LA VIRGEN DE LOS DESAMPARADOS

Valencia, lunes 8 de noviembre de 1982

 

Queridos ancianos,

1. Ante este Santuario de la Madre común de los Desamparados os saludo con especial afecto personas de la tercera edad. Y me alegra que este encuentro tenga lugar aquí en Valencia, tan ligada a una figura muy querida en esta ciudad y en España: Santa Teresa Jornet Ibars, fundadora de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados, que, junto con otros institutos y personas, tanto se han prodigado y se prodigan en favor de la tercera edad.

La ancianidad es algo venerable para la Iglesia y para la sociedad, y merece el máximo respeto y estima. Ya el Antiguo Testamento nos enseña: “Alzate ante una cabeza blanca y honra la persona del anciano” (Lev. 19, 32).  “En los ancianos está el saber y en la longevidad, la sensatez” (Iob. 12, 12).  Por ello me inclino ante vosotros e invito a todos a manifestar siempre la reverencia afectuosa que merecen quienes nos han dado la vida y nos han precedido en la organización de la sociedad y en la edificación del presente. El severo mandamiento del Sinaí: “Honra a tu padre y a tu madre”, sigue en plena vigencia.

2. Sé que un mundo materialista y hedonista como el nuestro, trata muchas veces de aislaros, queridos ancianos, y os encontráis con problemas de soledad, de falta de cariño y comprensión. Un sufrimiento tanto mayor cuando son los propios hijos o familiares los que se comportan de esa manera.

Muchos no comprenden que no se pueden valorar la vida y las cosas con un solo criterio económico o de eficiencia. Por ese camino se deshumaniza la convivencia y se empobrece la familia y la sociedad. Es verdad que en tantos casos la persona en edad adulta, sobre todo si no goza de buena salud, no podrá ejercer las mismas funciones de una más joven. Pero no por ello su misión es a veces menos preciosa, pues puede desarrollar muchas labores complementarias y muy útiles, que la vida moderna no permite fácilmente a quien tiene un trabajo regular. Esa inserción en la vida familiar y social, según las posibilidades de los ancianos, será para ellos fuente de serenidad personal y de aliento —al sentir la propia utilidad— así como de enriquecimiento social.

Ante una perspectiva demográfica de fuerte crecimiento de los ancianos respecto de los jóvenes, la sociedad ha de plantearse con criterios humanitarios y morales este problema, evitando una dolorosa e injusta marginación.

3. La Iglesia, por su parte, ha de estimular a todos a descubrir y estimar la colaboración que el anciano puede ofrecer a la sociedad, a la familia y a la misma Iglesia. Empezando por alentar a las personas mayores a no automarginarse, cediendo a la falsa convicción de que su vida no tiene ya objetivos dignos.

Para ello, hay que ayudarles a mantener el interés por cosas útiles a sí mismos y a los demás, a cultivar su inteligencia, a apreciar la amistad con otras personas y a valorar su puesto en la gran familia de hijos de Dios que es la Iglesia, en la que cada persona tiene dignidad y valor idénticos. ¡Cuántas parroquias podrían también recibir la ayuda preciosa de personas de la tercera edad en tantas misiones de apostolado, catequesis y de otro tipo!

Es necesario que se desarrolle en la Iglesia una pastoral para la tercera edad, en la que se insista en el papel creativo de la misma, de la enfermedad y limitación parcial, en la reconciliación de las generaciones, en el valor de cada vida, que no termina aquí, sino que está abierta a la resurrección y a la vida permanente. Con ello se hará una labor eclesial y se prestará un gran servicio a la sociedad, clarificando la escala de tantos valores humanos.

Será sobre todo la familia la gran beneficiaria. No resisto a leeros unas hermosas palabras de mi predecesor Pablo VI que recogí en mi Exhortación Apostólica Familiaris Consortio: “Los ancianos tienen además el carisma de romper las barreras entre las generaciones antes de que se consoliden: ¡Cuántos niños han hallado comprensión y amor en los ojos, palabras y caricias de los ancianos! y ¡cuánta gente mayor no ha suscrito con agrado las palabras inspiradas «la corona de los ancianos son los hijos de sus hijos!» (Prov. 17, 6)” (Familiaris Consortio, 28). 

4. A todos los miembros de la comunidad y especialmente a las religiosas y seglares que trabajan en la pastoral de la tercera edad, les expreso mi profundo aprecio y agradecimiento en nombre de la Iglesia. Les pido sigan prestando con abnegación y talante de fe su meritoria obra, para inspirar en las personas, familias y comunidades el espíritu de amor del Evangelio hacia los ancianos.

Que la Virgen Santísima de los Desamparados proteja a todas las personas de la tercera edad de España, sobre todo a las que más necesidad tienen de amparo. E inspire sentimientos de solidaridad y comprensión en los corazones, para que ningún anciano carezca del respeto, afecto y ayuda que necesita. A los ancianos todos, y a cuantos les atienden y trabajan por ellos, doy de corazón la Bendición Apostólica. 

 



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