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VIAJE APOSTÓLICO A ESPAÑA

DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LA ASAMBLEA PLENARIA
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE ESPAÑA

Madrid, domingo 31 de octubre de 1982

 

Queridos hermanos en el Episcopado,

1. Al principio de mi viaje apostólico a España, tengo la alegría de celebrar el encuentro que en todas mis peregrinaciones ha ocupado un lugar destacado: el de quien por misterioso designio de la Providencia es cabeza del Colegio Episcopal (Cfr. Lumen Gentium, 22; Christus Dominus, 3) con sus hermanos, miembros del mismo Colegio y de una determinada Conferencia Episcopal.

El momento que vivimos reproduce idealmente aquellos en los que Pedro se alza en medio de los hermanos (Cfr. Act. 1, 15) o “con los once” (Ibid. 2, 14), o exhorta a los ancianos, anciano él mismo, a apacentar la grey de Dios (Cfr. 1 Petr. 5, 1). Este momento es para el Sucesor de Pedro un tiempo fuerte de su misión como “principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, así de los obispos como de la multitud de los fieles” (Lumen Gentium, 23).

2. El Apóstol San Juan se dirigía a los “ángeles” de las siete Iglesias de Asia, es decir, a las mismas Iglesias, para desearles “la gracia y la paz de parte del que era y del que viene . . .”, “y de Jesucristo, el testigo veraz” (Apoc. 1, 4-5). Yo también quiero dirigir, en la persona de sus obispos, un saludo nacido de lo profundo del corazón a cada una de las 65 Iglesias en España.

Dios sabe que mi mayor anhelo sería visitarlas todas, grandes y pequeñas, antiguas y jóvenes. No pudiendo hacerlo, por evidentes limitaciones de tiempo, querría que este encuentro fuera como una presencia espiritual en cada diócesis de España.

En vuestras recientes visitas ad Limina, vosotros teníais conciencia de llevar con vosotros a los miembros de vuestras Iglesias particulares. Ahora Pedro viene a vosotros a devolveros la visita.

Gracia, pues, y paz a la Iglesia que está en Barcelona, a su Pastor y obispos auxiliares.

Gracia y paz a la Iglesia en Burgos, a su Ordinario y los obispos y diócesis de Bilbao, Osma-Soria, Palencia y Vitoria.

Gracia y paz a la Iglesia de Dios en Granada, a su Pastor y a los prelados, con las diócesis de Almería, Cartagena, Guadix, Jaén y Málaga-Melilla.

Paz y gracia a la Iglesia que está en Madrid, a su Pastor y obispos auxiliares.

Paz y gracia a la Iglesia que está en Oviedo, a su Pastor y auxiliar y a los obispos y diócesis de Astorga, León y Santander.

Paz y gracia a la Iglesia de Dios en Pamplona, a su Pastor y a los Ordinarios y diócesis de Calahorra y La Calzada-Logroño, Jaca y San Sebastián.

Gracia y paz a la Iglesia que está en Santiago de Compostela, a su Ordinario y auxiliar, y a los obispos de Lugo, Mondoñedo-El Ferrol, Orense y Tuy-Vigo, con sus respectivas diócesis.

Gracia y paz a la Iglesia de Dios en Sevilla, a su Pastor, a su antiguo Pastor y a los obispos y diócesis de Badajoz, Cádiz-Ceuta, Córdoba, Huelva, Islas Canarias, Tenerife y Jerez de la Frontera.

Gracia y paz a la Iglesia que está en Tarragona, a su Ordinario, y a los prelados y diócesis de Gerona, Lérida, Solsona, Tortosa, Urgel y Vich.

Paz y gracia a la Iglesia de Dios que está en Toledo, a su Pastor y a los obispos y diócesis de Ciudad Real, Coria-Cáceres, Cuenca, Plasencia y Sigüenza-Guadalajara.

Paz y gracia a la Iglesia que está en Valencia, a su Ordinario, y a los obispos de Albacete, Ibiza, Mallorca, Menorca, Orihuela-Alicante y Segorbe-Castellón, con sus diócesis.

Paz y gracia a la Iglesia de Cristo en Valladolid, a su Pastor, y a los obispos de Ávila, Ciudad Rodrigo, Salamanca, Segovia y Zamora, con sus diócesis respectivas.

Gracia y paz a la Iglesia de Dios en Zaragoza, a su Ordinario y a los obispos y diócesis de Barbastro, Huesca, Tarazona y Teruel-Albarracín.

Finalmente, paz y gracia del Padre de las misericordias y Dios de todo consuelo (Cfr. 2 Cor. 1, 3) a todos los antiguos Pastores diocesanos de España, que hoy viven en el amor y la oración su entrega a la Iglesia y a la grey de Cristo que tuvieron encomendada.

Estos saludos, que no quieren ser meras palabras de cortesía, sino expresión de fraterno afecto, se prolongan en el mensaje que el Obispo de Roma se complace en transmitir a sus hermanos en el Episcopado de estas tierras de España.

Para ello dejemos hablar al Concilio Vaticano II, cuyos veinte años de apertura estamos conmemorando y que tan bien delineó la misión del obispo en la Iglesia. Hablen los documentos conciliares, especialmente las páginas luminosas de la Constitución dogmática “Lumen Gentium”.

3. “Los obispos, orando y trabajando por su pueblo, difunden de muchas maneras y con abundancia la plenitud de la santidad de Cristo” (Lumen Gentium, 26).

Esta función de santificador es inherente a la misión de los obispos. Ellos son por vocación “perfectores” (Cfr. Christus Dominus, 15). Es decir, el obispo es alguien que, madurado en la vida evangélica y en la imitación de Jesucristo, arrastra a otros y les ayuda a caminar hacia la misma madurez. O, más precisamente, alguien que, con el ejemplo y el testimonio, la palabra, la oración y los sacramentos, comunica a otros la plenitud de la vida en Cristo que trata de tener en sí mismo.

De ellos se espera —¡Dios y la Iglesia lo esperan!— que “pongan empeño en fomentar la santidad de sus clérigos, de los religiosos y laicos” sabiendo que, para ello, “están obligados a dar ejemplo de santidad en la caridad, humildad y sencillez de vida” (Christus Dominus, 15). En efecto, los obispos santifican a su grey no sólo como administradores de los sacramentos y predicadores de la Palabra revelada, sino también con su ejemplo y santidad. Siguiendo los pasos del Buen Pastor, los obispos deben decir con Cristo: “Yo por ellos me santifico, para que ellos sean santificados en la verdad” (Io. 17, 19).

Ante esta obra de santificador que es, al fin y al cabo, su tarea más alta, cada obispo habrá de sentir, vibrantes en el fondo de su alma, algunas preguntas fundamentales. Para saber si la imagen suya que más impresiona a los fieles es la de un hombre de Dios, compasivo y sacrificado, impregnado del Evangelio y que lo irradia. Si es siempre, de manera particular, maestro de oración, transparencia y revelación del rostro de Dios para sus diocesanos. Y en qué medida es y aparece como el liturgo de su diócesis, el que va delante de su pueblo en la adoración al Señor, aquel que impulsa y dirige el culto divino en su Iglesia local.

Estoy seguro de que el gozo más grande de un Pastor de la Iglesia de Jesucristo que busca su propia perfección, es el que nace también del crecimiento de sus hijos en la santidad. Lo escribía el Apóstol Juan al atardecer de su vida: “No hay para mí mayor alegría que oír de mis hijos que andan en la verdad” (3 Io. 4).

4. “Este encargo que el Señor confió a los Pastores de su pueblo es un verdadero servicio, que en la Sagrada Escritura se llama con toda propiedad diaconía, o sea, ministerio”, leemos en la misma “Lumen Gentium” (Lumen Gentium, 24). Los Padres de la Iglesia, los grandes maestros espirituales como San Juan de Ávila, Luis de Granada y tantos otros; los auténticos teólogos de ayer y de hoy, todos han sabido sacar del Evangelio la substanciosa enseñanza de Cristo sobre el servicio pastoral: “El Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir” (Matth. 20, 26 et 23, 11); “el que entre vosotros quiera llegar a ser grande, sea vuestro servidor” (Ibid.).

El Concilio vuelve a insistir en nuestros días sobre la misma llamada al espíritu de servicio. Lo hace con un tono particular al hablar de los obispos. Por ello, cuando buscando luz para su camino un obispo lee y medita estos escritos, se siente invitado a pensar —con sencillez, humildad y alegría de corazón— en su manera de ser y de actuar en relación con la diaconía episcopal. Es decir, si cumple su misión de Pastor, inspirando en un real deseo de servir a los hermanos e hijos encomendados a su solicitud. Si sus actitudes concretas traducen tal deseo. Si aquellos de quienes es Pastor tienen la convicción de encontrar en él un verdadero servidor. Y no puede menos de hacerse, en el fondo de su corazón, la pregunta más apremiante: Si es perfectamente sensible, en todo momento y circunstancia, a su responsabilidad, por pesada que pueda ser, de maestro y pastor. Y si trata de ejercer su autoridad en espíritu de servicio, pero sin abdicar de la verdad, aunque esto comporte sacrificios.

5. “Entre los principales oficios de los obispos —leemos también en la “Lumen Gentium”— se destaca la predicación del Evangelio” (Lumen Gentium, 25). Es una característica de la eclesiología del Vaticano II esta prioridad dada a la tarea episcopal de la predicación. Porque los obispos, añade el Concilio, “son pregoneros de la fe, que ganan nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, o sea, los que están dotados de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo que les ha sido encomendado la fe que ha de ser creída . . .; cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica” (Ibid.).

El Pueblo de Dios tiene necesidad de obispos bien conscientes de esa misión y asiduos en ella. Los creyentes, para progresar en su fe; los que dudan o se desorientan, para encontrar firmeza y seguridad; los que quizá se alejaron, para volver a vivir su adhesión al Señor.

El obispo ha de prestar tal servicio a la verdad y a la fe cristiana sin ambigüedades. Me alegra por ello que ese servicio a la fe, como objetivo prioritario de vuestra Conferencia para los próximos años, haya sido elegido como tema por vuestras últimas asambleas plenarias.

A este propósito, parte importante de la función episcopal consistirá hoy en aplicar correctamente, sin desviaciones por defecto o por exceso, las enseñanzas del último Concilio Ecuménico. Teniendo en cuenta las indicaciones aportadas por los documentos pontificios posteriores y, en especial, de aquellos que son como el fruto de los trabajos de cada Sínodo de los Obispos.

Sin angustias, serenamente, pero con viva conciencia de un deber unido a la misión recibida de Dios y sellada con la consagración sacramental, cada obispo debe dejarse interrogar interiormente por aquellos actos en los que se traduce tal deber: la atención, espíritu de fe y amor con que anuncia la Palabra de Dios; la importancia dada a las Cartas pastorales, tratando de hacerlas, además de substanciosas, adaptadas al lenguaje del hombre de hoy, comprensibles y atractivas; el modo como emplea los medios de comunicación social, para que sean verdaderos multiplicadores de su palabra humana y vehículo de la Palabra de Dios; las relaciones que mantiene con los teólogos, ya sea para animarlos, ya sea, si fuera necesario, para ayudarles a rectificar eventuales desviaciones.

Feliz el obispo que de las respuestas sinceras a esas preguntas puede sacar, si no motivos de plena satisfacción, al menos razones de serenidad; la serenidad de un deber cumplido sin miedo, sin descorazonamiento, sin treguas.

Un campo importante en el que aplicar vuestro servicio a la fe es el de la investigación teológica y de la enseñanza de las ciencias sagradas. Tenéis una grave responsabilidad, para que se respete la verdad de la doctrina y su transmisión, de acuerdo con el Magisterio.

Consecuentemente no podéis olvidaros de las publicaciones de carácter teológico y moral, que tanto influyen en la fe del pueblo.

Sé que sentís la responsabilidad de cumplir este cometido. Sé que veláis por garantizar asimismo la sana doctrina en la catequesis y en los textos escolares de religión. No ceséis en vuestro empeño. De esta solicitud depende en buena parte la formación cristiana de los jóvenes y de los adultos.

Sé que sois sensibles a los problemas que ha de afrontar vuestro pueblo, y que vosotros bien conocéis. Pido a Dios que vuestro celo pastoral se sienta siempre urgido para afrontar con lucidez de fe —y respetuosos de la justa autonomía del orden temporal— las cuestiones doctrinales y morales que en cada momento histórico hayan de encarar los creyentes.

Porque no pueden los cristianos dejar a un lado su fe a la hora de colaborar en la construcción de la ciudad temporal. Han de hacer sentir su voz, coherente con los valores en los que creen y respetuosa con las convicciones ajenas. Basta pensar en la defensa y protección de la vida desde su concepción, en la estabilidad del matrimonio y de la familia, en la libertad de enseñanza y en el derecho a recibir instrucción religiosa en las escuelas, en la promoción de los valores que moralizan la vida pública, en la implantación de la justicia en las relaciones laborales. Campos importantísimos —entre otros— que los obispos no podéis dejar de iluminar con la luz cristiana. Porque donde esté el hombre padeciendo dolor, injusticia, pobreza o violencia, allí ha de estar la voz de la Iglesia con su vigilante caridad y con la acción de los cristianos.

6. Cada obispo es en su Iglesia particular —como dice la “Lumen Gentium”— “principio y fundamento visible de unidad” (Lumen Gentium, 23).

Este es, entre los rasgos esenciales de la fisonomía del obispo, el primero que el Concilio quiso acentuar. Y al hacerlo, está en perfecta coherencia con su propia doctrina eclesiológica. Pues si es cierto que la Iglesia es sacramento de comunión, es natural que el obispo sea ante todo siervo, asertor, promotor y defensor de la unidad en la Iglesia. Este servicio humilde y perseverante a la comunión, es sin duda alguna el más exigente y delicado, pero también el más precioso e indispensable. Porque es servir a una dimensión esencial de la Iglesia y a la misión de la misma en el mundo.

Esa comunión no es mera coincidencia en hechos comprobables estadísticamente, sino que es ante todo unidad en Cristo y en su doctrina: en la fe y en la moral, en los sacramentos, en la obediencia a la jerarquía, en los medios comunes de santidad y en las grandes normas de disciplina, según el conocido principio agustiniano: In necessariis unitas, in dubiis libertas, in omnibus caritas.

Esa unidad profunda os permitirá además intensificar la utilización conjunta de fuerzas, para que los sacerdotes, los religiosos, miembros de institutos seculares, grupos apostólicos y pequeñas comunidades actúen siempre conectados entre sí y con clara conciencia de la coordinación de energías que exige la buena marcha de las Iglesias locales; para que éstas, sin dejar de preocuparse por su propia problemática, nunca se cierren sobre sí mismas ni pierdan de vista la perspectiva universal de la Iglesia.

Pero sobre todo os habrá de conducir a la obligada concordia en campos hoy más expuestos a la dispersión: en la predicación acerca de la moralidad familiar, en la necesaria observancia de las normas litúrgicas que regulan la celebración de la Misa, el culto eucarístico o la administración de los sacramentos. A este propósito, quiero recordar la correcta aplicación de las normas referentes a las absoluciones colectivas, evitando abusos que puedan introducirse.

Nosotros, puestos por el Señor como garantes de la comunión eclesial, no podemos menos de preguntarnos diariamente sobre el modo cómo vivimos y ejercemos tal misión, es decir:

Si tenemos siempre conciencia viva de nuestro deber de constructores de la unidad. Si nos damos cuenta de que preservar la unidad, a veces en medio de conflictos, no es arreglar con habilidad las partes en litigio, sino que es conducirlas por caminos evangélicos a la reconciliación, a la mutua comprensión y finalmente a la renovada comunión como fruto de una búsqueda, quizá difícil, de la verdad en la caridad. Si tratamos de estar por encima de las facciones con el debido sentido de equilibrio, sin que ello signifique cómoda neutralidad, para poder atraer unos y otros al único y verdadero principio de unidad eclesial. Si sabemos ser pacientes y longánimos, perseverantes y sacrificados en la búsqueda de la unidad.

7. Entre tantas palabras luminosas del Concilio a los obispos, no quiero dejar de leer con vosotros estas otras: “El obispo, enviado por el padre de familia a gobernar su familia, tenga siempre ante los ojos el ejemplo del Buen Pastor . . . Tomado de entre los hombres y rodeado él mismo de flaquezas, puede apiadarse de los ignorantes y equivocados . . . Consciente de que ha de dar cuenta a Dios de sus almas, trabaje con la oración, con la predicación y con todas las obras de caridad” (Lumen Gentium, 27).

Es muy significativo que el Concilio llame al obispo, uniendo dos términos afines, Padre y Pastor. Porque, en efecto, él ha de ir delante de sus fieles con afecto de padre y solicitud de pastor. Para indicar los senderos, prevenir los peligros o defender de las asechanzas. Con este espíritu tratará de conocer en lo posible a cada uno de los que le están confiados, y se esforzará por conducir a todos hacia una participación cada vez más activa y personal en la vida de la Iglesia particular.

Cuando, para agradecer a Dios su llamada al servicio pastoral o para ser aún más fiel a ella, el obispo examina su propia vida y actividad, no podrá menos de hacerse a sí mismo las preguntas que mejor reflejan su empeño de fidelidad hacia Quien lo llamó, y de entrega a quienes le han sido confiados.

Para asegurarse de que tiene siempre, hacia aquellos que el Padre le encomendó, un corazón de padre. De que siempre une la autoridad que le viene de Dios a la bondad, mansedumbre y compasión. De que ejerce debidamente su misión de padre y pastor con los sacerdotes, religiosos, laicos, hombres y mujeres, adultos y jóvenes, sabios e iletrados, ricos y pobres. De que se esfuerza, a través de un íntimo contacto con el Buen Pastor, por renovar su ánimo pastoral preparándose para nuevas iniciativas y crecer en las cualidades exigidas de quien debe apacentar una grey no suya, sino de Jesucristo.

Queridos hermanos: Mientras en fraterna convivencia meditábamos y nos dejábamos interpelar acerca de nuestra común vocación en la Iglesia y en el mundo, no podía menos de dar gracias a Dios por vuestro esfuerzo en esa dirección. Y a la vez pido al Sumo Sacerdote, Jesús, os conceda abundantes gracias que os sostengan en vuestro abnegado ministerio y profundo amor a la Iglesia.

Vuestro país, que experimenta una transición socio-cultural de grandes proporciones y busca nuevos caminos de progreso; que desea la justicia y la paz; que teme, como los otros, ante el riesgo de perder su identidad; este país, y sobre todo la Iglesia que en él peregrina hacia el Padre, darán gracias infinitas a Dios si encuentran siempre en vosotros maestros, padres, guías, pastores, animadores espirituales como los delineó el Concilio.

8. Hermanos míos: Hemos de concluir este encuentro. Y lo hago con una fuerte llamada a la esperanza. Esa esperanza que quiere ser mi primer mensaje a la Iglesia de España. Porque —dejádmelo decir— a pesar de los claroscuros, de las sombras y altibajos del momento presente, tengo confianza y espero mucho de la Iglesia en España. Confío en vosotros, en vuestros sacerdotes, religiosos y religiosas. Confío en los jóvenes y en las familias, cuyas virtudes cristianas han de ser, como en el pasado, venero de vocaciones.

Una Iglesia que es capaz de ofrecer al mundo una historia como la vuestra, y la canonización —en el mismo día— de hijos tan singulares y universales como Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola y Francisco Javier (con otros tantos, antes y después) no ha podido agotar su riqueza espiritual y eclesial. Prueba de continuidad es la próxima beatificación de Sor Ángela de la Cruz.

Con esa confianza os aliento a seguir guiando vuestra grey, como lo habéis hecho en momentos particulares; a ir siempre delante de ella con el ejemplo, para darle, en cualquier circunstancia, seguridad y nuevos alientos.

9. Motivo particular de esperanza es para mí la sólida devoción que este pueblo, con sus Pastores al frente, profesa privada y públicamente a la Madre de Dios y Madre nuestra.

Pertenecéis a una tierra que supo defender siempre con la fe, con la ciencia y la piedad las glorias de María: desde su Concepción Inmaculada hasta su gloriosa Asunción en cuerpo y alma a los cielos, pasando por su perpetua virginidad. No olvidéis este rasgo vuestro. Mientras sea este vuestro distintivo, estáis en buenas manos. No habéis de temer.

Que Jesús, modelo acabado de Pastores, Hijo de María, os ayude siempre. Os bendigo en su nombre cordialmente.

 



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