DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA ASAMBLEA GENERAL DE LA ASOCIACIÓN MÉDICA MUNDIAL*
Sábado 29 de octubre de 1983
Señoras, Señores:
1. Tras celebrar en Venecia la 35 asamblea general de la Asociación Médica mundial, ustedes han querido venir a Roma para este encuentro. Les doy mi más cordial bienvenida a esta casa, tanto más cuanto que hay una particular convergencia entre sus preocupaciones y las de la Iglesia. La medicina es una forma eminente, esencial, de servicio al hombre. Ante todo, es preciso ayudar al hombre a vivir y a superar los obstáculos que entorpezcan el funcionamiento normal de todas sus funciones orgánicas, en su unidad psico-física. El hombre constituye también el centro de las preocupaciones de la Iglesia, cuya misión es, con la gracia de Cristo, salvar al hombre, restituirlo a su integridad espiritual y moral, conducirlo a su desarrollo integral en el que el cuerpo tiene su parte. Esta es la razón por la que el ministerio de la Iglesia y el testimonio de los cristianos van a la par de su preocupación por los enfermos.
Formulo con ustedes mis mejores deseos para que progresen aún más la ciencia médica y el arte de curar. Ha crecido en eficacia la lucha contra las enfermedades contraídas, agudas o crónicas. La lucha contra las enfermedades hereditarias está también progresando. ¿Cómo no desear que encuentren en la sociedad contemporánea —que tanto confort ofrece a los sanos— la atención y la ayuda suficiente para ofrecer a los enfermos de hoy y de mañana los cuidados requeridos?
2. El tema de vuestra reunión de Venecia, "El médico y los derechos del hombre", ha sido otro motivo que ha suscitado el interés de la Santa Sede. ¡Cuántas veces he tenido ocasión de hablar de los derechos fundamentales inalienables del hombre, incluso ante la Asamblea de las Naciones Unidas (2 de octubre, 1979, n. 13)!, el conjunto de estos derechos corresponde a la esencia de la dignidad del ser humano. Al médico le concierne especialmente el respeto de esos derechos. El derecho del hombre a la vida —desde el momento de su concepción hasta la muerte—, es el derecho primero y fundamental, raíz y fuente de todos los demás derechos. En el mismo sentido se habla del "derecho a la salud", es decir, a las mejores condiciones para una buena salud. Pensemos también en el respeto a la integridad física, al secreto médico, a la libertad de ser atendido y de escoger el propio médico, en la medida de lo posible.
Estos derechos no son tales porque son reconocidos por legislaciones cambiantes de la sociedad civil, sino porque están vinculados a los principios fundamentales, a la ley moral, que constituye el fondo mismo del ser humano y que es inmutable. El campo de la deontología puede aparecer, sobre todo hoy, como el más vulnerable de la medicina; pero es esencial, y la moral médica debe ser siempre considerada por los médicos como la norma de su ejercicio profesional que exige la máxima atención y, sobre todo, los mejores esfuerzos para protegerla.
3. Es evidente que los progresos inauditos y rápidos de la ciencia médica comportan frecuentes revisiones de la deontología. Tienen ustedes que afrontar necesariamente nuevos problemas, apasionantes, pero muy delicados. La Iglesia comprende esta situación, y acompaña de buen grado sus reflexiones, respetando sus responsabilidades.
Pero la búsqueda de una posición satisfactoria en el plano ético depende fundamentalmente de la concepción que se tiene de la medicina. Se trata de saber, en definitiva, si la medicina está al servicio de la persona humana, de su dignidad, en aquello que tiene de único y trascendente, o si el médico se considera ante todo como un agente de la colectividad, al servicio de los intereses de los sanos, a los que habría que subordinar el cuidado de los enfermos. Ahora bien, la moral médica se ha definido siempre, desde Hipócrates, por el respeto y protección de la persona humana. Y lo que está en juego es algo más que la preservación de una deontología tradicional; es el respeto a una concepción de la medicina que vela por el hombre de todos los tiempos, que salvaguarda al hombre del mañana, gracias al valor reconocido de la persona humana, sujeto de derechos y deberes, y nunca objeto utilizable para otros fines que quieren presentarse como bien social.
4. Permítanme que trate algunos puntos que me parecen importantes. Las convicciones de las que doy testimonio ante ustedes son las convicciones de la Iglesia católica, de la que he sido constituido Pastor universal. Para nosotros el hombre es un ser creado a imagen de Dios, redimido por Cristo y llamado a un destino inmortal. Estas convicciones son compartidas, así lo espero, por los creyentes que acogen la Biblia como Palabra de Dios. Pero, puesto que ellas nos conducen al mayor respeto del ser humano, estoy seguro de que son compartidas también por todos los hombres de buena voluntad que reflexionan sobre la condición del hombre y que quieren salvarlo a toda costa de lo que amenaza su vida, su dignidad y su libertad.
Ante todo, el respeto a la vida. No hay hombres creyentes o no creyentes que puedan negarse a respetar la vida humana, a asumir el deber de defenderla, de salvarla, particularmente cuando esta vida no puede tener aún la voz necesaria para proclamar sus derechos. ¡Ojalá todos los médicos sean fieles al juramento de Hipócrates, que hacen cuando adquieren su doctorado! En la misma línea, la asamblea general de la Asociación Médica mundial había adoptado en 1948, en Ginebra, la fórmula de juramento que precisaba: "Mantendré un respeto absoluto por la vida humana desde su concepción; aunque sea amenazado, no aceptaré hacer uso de mis conocimientos médicos contra las leyes de la humanidad". Espero que, de todos modos, este compromiso solemne continúe siendo la línea de conducta de los médicos. Es para ellos una cuestión de honor. Está en juego la confianza que merecen. Se trata de su propia conciencia, sean cuales fueren las concesiones que la ley civil haga en materia, por ejemplo, de aborto o eutanasia. Lo que se espera de ustedes es que combatan el mal, todo lo que es contrario a la vida, pero sin sacrificar la vida misma que es el mayor bien y que no nos pertenece. Sólo Dios es el dueño de la vida humana y de su integridad.
5. Un segundo punto que quisiera subrayar es el de la unidad del ser humano. Es preciso no aislar el problema técnico planteado por el tratamiento de cualquier tipo de enfermedad, de la atención que hay que dar a la persona del enfermo en todas sus dimensiones. Es bueno recordarlo ahora que la ciencia médica tiende a la especialización de cada disciplina. El médico de ayer se dedicaba sobre todo a la medicina general. Su atención se centraba a la vez en el conjunto de los órganos y funciones corporales. Y, por otra parte, conocía más fácilmente a la familia del paciente, su ambiente, el conjunto de su historia. La evolución es inevitable; tiende a la especialización de los estudios y a la complicación de la vida en sociedad. Al médico, ustedes deben hacer un esfuerzo constante para tener presente la unidad profunda del ser humano, en la interacción evidente de todas sus funciones corporales, y también en la unidad de sus dimensiones corporal, afectiva, intelectual y espiritual. El año pasado, el 3 de octubre, invité a los médicos católicos, reunidos en Roma, a mantenerse constantemente en la perspectiva de la persona humana y de las exigencias que derivan de su dignidad.
La perspectiva global en la que es preciso colocar siempre el problema médico concreto podría entenderse también referida no sólo a cada individuo, sino, en sentido análogo, a la sociedad, en la que la complementariedad permite encontrar una cierta solución a problemas sin arreglo en el plan individual. Baste pensar en el handicap de la esterilidad física definitiva, que ciertas familias llegan a superar con la adopción o con la dedicación a los niños de otros.
6. El tercer punto me lo ha sugerido un tema muy importante abordado en su asamblea general de Venecia: los derechos del ser humano ante ciertas posibilidades nuevas de la medicina, particularmente en materia de "manipulación genética", que plantea a la conciencia moral de cada hombre graves interrogantes. ¿Cómo conciliar, en efecto, semejante manipulación con la concepción que reconoce al hombre una dignidad innata y una autonomía intangible?
En principio, se puede considerar como deseable una intervención estrictamente terapéutica que se fije cual objetivo la curación de diferentes enfermedades, como las que provienen de deficiencias cromosómicas, siempre que esa intervención tienda a la verdadera promoción del bienestar personal del hombre, sin atentar a su integridad o deteriorar sus condiciones de vida. Tal intervención se sitúa, efectivamente, en la lógica de la tradición moral cristiana, como ya dije ante la Pontificia Academia de las Ciencias, el 23 de octubre de 1982 (cf. AAS 75, 1983, Parte I, págs. 37-38).
Pero, aquí surge de nuevo la cuestión. En efecto, es de gran interés saber si una intervención sobre el patrimonio genético, que sobrepase los límites de la terapéutica en sentido estricto, se debe considerar también como moralmente aceptable. Para que esto se verifique es preciso que se respeten varias condiciones y que se acepten ciertas premisas. Permítanme recordar algunas.
La naturaleza biológica de todo hombre es intangible en el sentido de que es constitutiva de la identidad personal del individuo durante todo el curso de su historia. Cada persona humana, en su singularidad absolutamente única, está constituida no sólo por su espíritu, sino también por su cuerpo. Así, en el cuerpo y por el cuerpo, se llega a la persona misma en su realidad concreta. Respetar la dignidad del hombre supone, en consecuencia, salvaguardar esta identidad del hombre "corpore et anima unus", como dice el Concilio Vaticano II (Constitución Gaudium et spes, 14, par. I). Sobre la base de esta visión antropológica se deben encontrar los criterios fundamentales para las decisiones que han de tomarse cuando se trata de intervenciones no estrictamente terapéuticas, por ejemplo intervenciones que miran a la mejora de la condición biológica humana.
En particular, este género de intervención no debe constituir un atentado al origen de la vida humana, a saber, la procreación ligada a la unión no sólo biológica, sino espiritual, de los padres, unidos por el lazo del matrimonio; debe, por consiguiente, respetar la dignidad fundamental de los hombres y la naturaleza biológica común, que constituye la base de la libertad, evitando manipulaciones que tiendan a modificar el patrimonio genético y a crear grupos de hombres diferentes, con el riesgo de provocar nuevas marginaciones en la sociedad.
Por lo demás, las actitudes fundamentales que inspiren las intervenciones de las que estamos hablando no deben derivar de una mentalidad racial y materialista, con miras a un bienestar humano en realidad reductor. La dignidad del hombre transciende su condición biológica.
La manipulación genética se hace arbitraria e injusta cuando reduce la vida a un objeto, cuando olvida que se ocupa de un sujeto humano, capaz de inteligencia y de libertad, respetable a pesar de sus limitaciones; o cuando la trata en función de criterios no basados en la realidad integral de la persona humana, con el riesgo de atentar contra su dignidad. En este caso expone al hombre al capricho ajeno, privándole de su autonomía.
El progreso científico y técnico sea cual fuere, debe, pues, mantener el mayor respeto por los valores morales que constituyen una salvaguarda de la dignidad de la persona humana. Y, puesto que, en la jerarquía de los valores médicos, la vida es el bien supremo y el más radical del hombre, vale un principio fundamental: ante todo, impedir cualquier daño, después buscar e intentar el bien.
A decir verdad, la expresión "manipulación genética" resulta ambigua y debe ser objeto de un verdadero discernimiento moral, pues encubre, por una parte, ensayos aventurados que tienden a conseguir no se qué superhombre y, por otra parte se trata de intervenciones deseables y saludables que intentan la corrección de anomalías, tales como ciertas enfermedades hereditarias, sin hablar de las aplicaciones benéficas en el campo de la biología animal y vegetal, útiles a la producción de alimentos. Respecto a estos últimos casos, algunos comienzan a hablar de "cirugía genética", como para mostrar mejor que el médico interviene no para modificar la naturaleza, sino para ayudarla a desarrollarse en su línea, la de la creación, la querida por Dios. Trabajando en este campo, sin duda delicado, el investigador se adhiere al designio de Dios. Dios ha querido que el hombre sea el rey de la creación. A ustedes, cirujanos, especialistas de trabajos de laboratorios y médicos de medicina general, les toca cooperar con toda la fuerza de su inteligencia a la obra de la creación comenzada el primer día del mundo. No podemos sino rendir homenaje al gran progreso realizado en este campo por la medicina de los siglos XIX y XX. Pero, como ustedes mismos lo ven, es más necesario que nunca superar la separación entre ciencia y ética, encontrando su unidad profunda. Ustedes tratan al hombre, al hombre cuya dignidad es salvaguardada precisamente por la ética.
Agradeciéndoles su visita y su confianza, y consciente de las graves responsabilidades que pesan sobre ustedes, formulo mis mejores deseos para su acción y testimonio en el ámbito de la Asociación Médica mundial y entre todos sus compañeros médicos, invocando la bendición de Dios, autor de la vida, sobre cada uno de ustedes, sobre sus trabajos, sobre sus hogares y amigos.
*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española 1984, n.9, p. 22, 23.
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