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VIAJE APOSTÓLICO A URUGUAY, BOLIVIA, LIMA Y PARAGUAY

ENCUENTRO DEL PAPA JUAN PABLO II
CON LOS CONSTRUCTORES DE LA SOCIEDAD

Palacio de los Deportes de Asunción
Martes 17 de mayo de 1988

 

Distinguidos participantes en este encuentro:

1. Es para mí motivo de viva satisfacción estar hoy con vosotros, hombres y mujeres que desempeñáis responsabilidades de singular relieve en la vida de la nación: en el mundo de la cultura y de la educación, en los campos de la economía y de la política, en las asociaciones y en las empresas; en una palabra, en todas las formas de actividad que dan consistencia y expresión a la vitalidad social.

Habéis venido, estoy seguro, no solamente en señal de cortesía, tan propia de la reconocida hospitalidad paraguaya, que en mi corta permanencia he podido ya experimentar y estoy profundamente agradecido. Esperáis escuchar una palabra del Papa como Pastor de la Iglesia, que es portadora de valores y principios inspiradores de la vida comunitaria, de la paz, de la convivencia y del auténtico progreso humano. Quiero esta tarde recordar ante vosotros algunos de esos principios que os puedan servir como criterios orientadores de la actividad humana y que, especialmente para vosotros, los llamados “constructores de la sociedad”, han de revestir una particular importancia. Como personas cualificadas en la sociedad paraguaya y como laicos en la Iglesia, tenéis determinadas responsabilidades en lo que se refiere al servicio de los hombres y mujeres del Paraguay que, siguiendo las pautas de una gloriosa historia, quieren seguir marcando su vida y sus costumbres con los valores perennes del Evangelio de Cristo.

2. La Iglesia no solamente está en comunicación con el mundo. Ella, fiel a la misión que le confió su divino Fundador, está integrada en el mundo, en la humanidad, y así marche con ella hacia el destino definitivo que ya desde ahora comienza a edificarse. No es enemiga, como pudieran pretender algunos, del auténtico desarrollo a todos los niveles de la vida humana; por el contrario, ve en el progreso humanizante de la ciencia, de la tecnología, de la organización social, manifestaciones de la voluntad original del Creador que dio a la humanidad esta maravillosa obra de sus manos para la felicidad de todos los hombres. Los cristianos estamos convencidos de que “las victorias del hombre son signos de la grandeza de Dios” (Gaudium et spes, 34). Más aún, reconocemos cuanto de bueno y noble hay en el dinamismo social. “El mensaje cristiano –enseña el Concilio Vaticano II– no aparta a los hombres de la edificación del mundo ni los lleva a despreocuparse del bien ajeno, sino que, al contrario, les impone como deber el hacerlo” (Ibíd.). Pues estimula a sus miembros, y a todos los hombres de buena voluntad, a asumir sus responsabilidades y a desempeñar sus cargos en la sociedad, teniendo siempre ante los ojos la realización del bien común, lo cual supone la creación de las condiciones necesarias para que todos los ciudadanos, sin excepción alguna, puedan desarrollar plenamente su persona. En esta delicada tarea los cristianos se inspiran en el espíritu del Evangelio, vivido en la comunidad eclesial bajo la guía de sus Pastores.

La Iglesia no sólo exhorta al bien, sino que con su doctrina social trata de iluminar a los hombres para orientarles en el camino que deben seguir en su legítima búsqueda de la felicidad y a descubrir la verdad en medio de las continuas ofertas de las ideologías dominantes. La propuesta cristiana está caracterizada por el optimismo y la esperanza, porque se basa en el hombre y, desde un sano humanismo, quiere hacer oír su voz en las instituciones sociales, políticas y económicas. Se inspira en el hombre y lo considera protagonista en la construcción de la sociedad. Pero se trata –y esto hay que tenerlo siempre presente– del hombre creado a imagen y semejanza de su Creador y llamado a plasmar esa imagen en su vida individual y comunitaria.

Se trata, con todo, de un optimismo realista, no utópico, ya que es consciente de la existencia siempre perniciosa del pecado, que se manifiesta también en estructuras que, en lugar de servir al hombre se vuelven contra él. Y precisamente por eso se descubre una ambivalencia que hace de toda realidad un posible instrumento para la actuación del plan de Dios o, por el contrario, un obstáculo al mismo, como resultado del egoísmo humano y de la presencia del mal.

3. Frente a las visiones individualistas o inspiradas en materialismos cerrados, esta doctrina social presenta un ideal de sociedad solidaria y en función del hombre abierto a la trascendencia.

La comunidad humana es el lugar donde el hombre se realiza plenamente como persona en comunión con los demás. Pues la naturaleza social del hombre, la vida en sociedad, no deriva de un “pacto social”, como pretenden algunos, sino del propio designio de Dios, que ya en los orígenes dijo: “No es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2, 18). Por tanto, podemos afirmar que “no se debe pensar que referirse a la verdad sobre el hombre y a las exigencias incondicionales derivadas de ella, tenga escasa incidencia sobre la solución de los problemas cotidianos y concretos de la sociedad. Por el contrario, toda relación social, en su sustancia ética, consiste precisamente en el reconocimiento de la dignidad de cada hombre, en reconocer a cada uno, realmente, su ser persona. Si el cristiano, por tanto, no se deja guiar en su actividad social de esta visión del hombre, podrá incluso elaborar soluciones parciales y técnicas de problemas singulares; pero, en último análisis, no habrá hecho más humana la sociedad, sino, como máximo, técnicamente más eficiente la organización social” (Discurso a los participantes en un Congreso con motivo del 90 aniversario de la Encíclica «Rerum novarum», 31 de octubre de 1981: Insegnamenti di Giovanni Paolo II, IV, 2 (1981) 521). 

El Papa quiere proclamar ante vosotros, constructores de la sociedad, la certeza de que la verdad debe ser la piedra fundamental, el cimiento sólido de todo el edificio social. Ya el Papa Juan XXIII en su gran Encíclica sobre la paz nos decía que “la convivencia civil sólo puede considerarse ordenada, fructífera y congruente con la dignidad humana si se funda en la verdad. Es una advertencia del Apóstol San Pablo: “Despojaos de la mentira, hable cada uno verdad con su prójimo, pues todos somos miembros unos de otros” (Ef 4, 25). Esto ocurrirá, ciertamente, cuando cada cual reconozca, en la debida forma, los derechos que le son propios y los deberes que tiene para con los demás” (Pacem in terris, 35). 

4. Aparece aquí claramente, cómo no se trata de reflexionar de manera estéril sobre la verdad, sino de aceptarla como el criterio que, aplicado a la convivencia civil, ha de caracterizar las formas concretas de relación. A vosotros corresponde, no de modo exclusivo, pero sí en gran medida y con particular responsabilidad, hacer del entramado de las relaciones sociales, políticas y económicas, el ámbito de verdad en el que todos los miembros de la sociedad puedan encontrar su plenitud humana en su doble dimensión temporal y trascendente.

Una sociedad fundada en la verdad se opone a cualquier forma de corrupción y por eso vuestros obispos, en cumplimiento de su misión de Pastores, han hecho un llamado al “saneamiento moral de la nación”; en efecto, una moral pública en crisis, además de crear serias dificultades a los miembros de la sociedad, compromete su destino de salvación.

Pero, ¿qué es la moralidad pública, sino un presupuesto que hace posible en la sociedad política los ideales de justicia, de paz, de libertad, de participación? Por el contrario, donde se abre camino la falta de moralidad, no solamente se impide el logro de estos ideales, sino que se pierde la confianza en las instituciones, generando la pasividad y la pérdida del dinamismo social.

En el Antiguo Testamento Dios llamaba continuamente a la practica de la virtud, invitando al hombre a poner todo su empeño en realizar el bien común, a sabiendas de que en definitiva será Dios mismo quien lleve a su cumplimiento el reino prometido. “Velad por la equidad y practicad la justicia, que mi salvación está para llegar y mi justicia para manifestarse” (Is 56, 1),  leemos en el Profeta Isaías.

5. La vigencia simultánea y solidaria de valores como la paz, la libertad, la justicia y la participación, son requisitos esenciales para poder hablar de una auténtica sociedad democrática, basada en el libre consenso de los ciudadanos. No será posible, por tanto, hablar de verdadera libertad, y menos aún de democracia, donde no exista la participación real de todos los ciudadanos en poder tomar las grandes decisiones que afectan a la vida y al futuro de la nación. En actitud de concordia y diálogo, hay que tratar de buscar las formas de participación más conformes a la expresión de las aspiraciones profundas de todos los ciudadanos. El orden y la paz son un empeño común y suponen el respeto efectivo de los derechos inalienables de la persona.

La paz no es compaginable con una forma de organización social en la que “solamente algunos individuos instauran, a su exclusivo provecho, un principio de discriminación, según el cual los derechos y la misma existencia de los otros vienen a depender del arbitrio de los más fuertes” (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 1982). 

No puede perderse de vista, por consiguiente, el impulso ético hacia los valores absolutos, que no dependen del orden jurídico o del consenso popular. Por ello, una verdadera democracia no puede atentar en manera alguna contra los valores que se manifiestan bajo forma de derechos fundamentales, “especialmente el derecho a la vida en todas las fases de la existencia; los derechos de la familia, como comunidad básica o “célula de la sociedad”; la justicia en las relaciones laborales; los derechos concernientes a la vida de la comunidad política en cuanto tal, así como los basados en la vocación trascendente del ser humano, empezando por el derecho a la libertad de profesar y practicar el propio credo religioso” (Sollicitudo rei socialis, 32). 

6. Al gran bien de la pacífica convivencia se oponen aquellas fuerzas que pretenden implantar la violencia y el odio como solución dialéctica de los conflictos. Por ello, el laico cristiano no puede olvidar que la noble lucha por la justicia no debe confundirse de ningún modo con el programa “que ve en la lucha de clases la única vía para la eliminación de las injusticias de clase, existentes en la sociedad y en las clases mismas” (Laborem exercens, 11). 

Toda sociedad tiene el derecho a desarrollar también aquellos valores que son expresión de la originalidad cultural de un pueblo. En efecto, el pueblo paraguayo ha sabido enriquecer el acervo cultural cristiano con una peculiar manera de vivir la solidaridad, de ejercer la hospitalidad y de mostrar su coraje a la hora de enfrentarse con las adversidades. Una historia singularmente dramática lo ha llevado a templar sus virtudes heroicas en los momentos difíciles.

La educación debe seguir, por tanto, un proceso de personalización a partir del sujeto mismo y ha de servir para introducirlo en la propia cultura con sus valores y tradiciones propias. Debe ayudarle a conocer y comprender otras culturas sin menguar el aprecio por lo que es suyo y constituye su identidad. Educar es, pues, acompañar a la persona en su crecimiento, en la conciencia de sí, en libertad y autonomía, en responsabilidad. Asimismo la ayuda a ser protagonista de su propio crecimiento y a cooperar en el crecimiento de toda la sociedad. Hay que educar para la solidaridad, ayudando a superar los egoísmos que generan pobreza y deterioran el tejido social y la moralidad pública.

Comprometerse en este empeño de solidaridad supone para vosotros poneros del lado de los más necesitados de vuestro país, para defender sus derechos y atender a sus justos reclamos. “Cada uno está llamado a ocupar su propio lugar en esta campaña pacífica que hay que realizar con medios pacíficos, para conseguir el desarrollo en la paz, para salvaguardar la misma naturaleza y el mundo que nos circunda” (Sollicitudo rei socialis, 47).  Las situaciones de pobreza que caracterizan amplias zonas de algunos países, como ocurre en el vuestro, claman al cielo y son terreno propicio para el enfrentamiento entre hermanos. Por eso, además del llamado a dedicar todas vuestras fuerzas y a utilizar vuestra posición de liderazgo en favor del desarrollo integral de vuestro país en beneficio de todos los ciudadanos, quiero recordaros el llamado de vuestros obispos en favor de un dialogo constructivo capaz de crear puentes de entendimiento desde el respeto mutuo y la libertad.

7. Resuenan una vez más en nuestros oídos las palabras del Profeta Isaías: “Desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad lo justo, dad sus derechos al oprimido, haced justicia al huérfano y a la viuda” (Is 1, 16-17).  Para alcanzar los deseados objetivos de justicia y paz, libertad y honradez a todos los niveles, contáis con la mayor riqueza que puede atesorar un pueblo: los sólidos valores cristianos que han marcado su vida y costumbres, y que han animado a vuestra nación en su andadura histórica.

Las raíces cristianas de vuestro pueblo, hacia las cuales convergen esperanzadoras reservas humanas y espirituales, deben estimular en la voluntad de todos la solidaridad, la generosa entrega, el respeto mutuo, el diálogo permanente para que el Paraguay avance más y más en sus objetivos de progreso por caminos de paz, de concordia y igualdad de todos los ciudadanos, sin distinción de origen ni condición social.

La Iglesia, fiel a la misión recibida de Cristo, confía en el hombre. En efecto, cree que el hombre puede encontrar su camino, más aún, que en Cristo Jesús está ya en camino hacia una nueva humanidad, que es realmente comunidad de hermanos.

La Iglesia, sin embargo, no tiene “soluciones técnicas”. Como he dicho en mi última Encíclica “Sollicitudo rei socialis”, ella “no propone sistemas o programas económicos y políticos, ni manifiesta preferencias por unos o por otros, con tal que la dignidad del hombre sea debidamente respetada y promovida, y ella goce del espacio necesario para ejercer su ministerio en el mundo” (Sollicitudo rei socialis, 41). 

Pero la Iglesia, lo sabéis bien, ha hecho en su historia extraordinarias experiencias, en las que su palabra y colaboración dieron lugar a realizaciones ejemplares.

En vuestra historia del Paraguay asumió siempre importante relieve el trabajo de la Iglesia dirigido con pasión misionera a renovar y mejorar constantemente vuestra nación. Podríamos citar a este respecto a hombres de vanguardia como Bolaños, San Roque González de Santa Cruz y sus compañeros mártires, y tantos otros evangelizadores, que por amor a los pobres y para defensa de los indios, movidos por fidelidad a Cristo y a su vocación misionera, dedicaron sus vidas a los hermanos y ofrecieron en las Reducciones un modelo de organización comunitaria, que todavía sigue impresionando en el mundo.

8. Quiera Dios que este encuentro histórico del Papa con representantes de los sectores dirigentes del Paraguay, despliegue fermentos nuevos con cuyo vigor esta sociedad vaya creciendo cada día más, a medida que asimila los valores perennes del Evangelio de Cristo, la hagan progresar en laboriosidad, honestidad, espíritu de participación y de convivencia pacífica y la ayuden a superar las diferencias, las enemistades y los odios en un esfuerzo colectivo por actuar los principios de la justicia y de la caridad. Os ruego que recibáis estas reflexiones como muestra de la solicitud pastoral del Papa por los amadísimos hijos del Paraguay, con la esperanza de que os sirvan para asumir aquellas responsabilidades que os competen como ciudadanos particularmente cualificados y como laicos en la Iglesia.

Que los nuevos Santos que fecundaron con su sangre esta bendita tierra paraguaya, os sirvan de intercesores ante el Padre y de inspiradores de vuestra acción en favor de los demás. Con estos deseos invoco sobre vosotros, sobre vuestros colaboradores y sobre todos los hogares de esta querida nación las bendiciones y gracias del Altísimo.



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