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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA VISITA OFICIAL DEL PRESIDENTE
DEL CONSEJO DE MINISTROS DE ITALIA*

Sábado 19 de noviembre de 1988

 

Señor Presidente del Consejo:

Me alegro de este encuentro y le doy mi más cordial bienvenida, que deseo extender a todas las distinguidas personalidades que le acompañan.

Su visita me ofrece la grata oportunidad de dirigir un deferente saludo al Señor Presidente de la República y a los ilustres miembros del Gobierno, que usted preside. Al mismo tiempo, mi pensamiento abraza a toda la Nación Italiana, de la que recibo un cotidiano testimonio de singular vínculo y adhesión al Sucesor de Pedro, tanto aquí en Roma como en los viajes pastorales por las diversas diócesis del País.

La sociedad italiana atraviesa hoy un período marcado por un vivo crecimiento civil, cultural y económico. Emergen en la articulación del tejido social nuevos y prometedores dinamismos de participación, de diálogo y de responsabilidad, a los que no les es ajeno el fermento de una sensible conciencia más ética en la juventud, el florecimiento del sentido religioso y un creciente impulso de la solidaridad, que viene determinado también por la experiencia del voluntariado. Todo ello no puede dejar de encontrar, por parte de la Iglesia, su aprecio y apoyo.

Por el contrario, antiguos y nuevos problemas continúan aún sin adecuada solución. Gran parte de ellos afectan también a la esfera de la misión pastoral de la Iglesia. Conozco la sensibilidad, la tensión y el empeño que el Gobierno, que usted preside, dedica a la promoción del bien común y a la superación de las situaciones de tensión y de dificultad; por otra parte, deseo recordar la atención con la que la Iglesia Católica en Italia contribuye a ello generosamente, no raras veces en significativa convergencia de intenciones y de acciones con ciudadanos de otras convicciones y con organismos de inspiraciones diferentes.

Una primera y espontánea observación se refiere a la disminución del sentido moral en gran parte de la población y los concomitantes fenómenos de degradación de las costumbres, que parecen suscitar cada vez menos las reacciones que sería legítimo esperar de un País de tradición cristiana como es Italia.

Dentro del ámbito de lo que se ha venido a llamar "cuestión moral", aparece en lugar muy preeminente el deber de afirmar sin vacilación la dignidad de la persona y la sacralidad de la vida humana. Fiel al mandato recibido del Divino Fundador, la Iglesia proclama y defiende el principio de la intangibilidad de la vida, que es don de Dios. El rechazo de este don, así como algunas manipulaciones y experimentos sobre la vida humana por parte de una tecnología privada de normas éticas, no pueden dejar de rechazarse con firmeza como contrarios a la ley divina y a la misma dignidad humana. La defensa de la vida se extiende a todo el arco de la existencia terrena del hombre y se expresa en cada iniciativa apta para proteger y promover su calidad, en la atención dirigida al débil, al enfermo y al anciano.

No menos importancia, bajo el perfil moral, revisten, también, algunas situaciones de injusticia y de sufrimiento, sobre todo las llamadas "nuevas pobrezas", la insuficiencia de las instituciones asistenciales, la inquietante propagación de la tóxico-dependencia y de la criminalidad que conllevan las condiciones, muchas veces precarias, en que aún se encuentran inmigrados de otras naciones, sobre todo de países en vías de desarrollo. Son cuestiones de gran alcance y complejidad, a las que no es fácil encontrar soluciones satisfactorias y definitivas. Sin embargo, es motivo de esperanza constatar que a la labor de las instituciones públicas se unen iniciativas de asociaciones, en buen número católicas, que merecen reconocimiento y apoyo.

Por lo demás, cada componente de la sociedad debe hacerse cargo responsablemente de tales problemas. Un papel muy particular corresponde a la familia, cuyo valor el pueblo italiano ha tenido desde siempre en gran consideración y que ha sido fuente inagotable de resortes morales y religiosos. La familia está hoy sometida a embates disgregadores, que arriesgan y comprometen - sobre todo en la conciencia de los jóvenes - su unidad, su indisolubilidad y su misión misma de educación de los hijos. Sostener, favorecer, defender la familia, también a través de adecuadas opciones de política social, significa garantizar el futuro mismo de la Nación.

Señor Presidente del Consejo: El reciente Acuerdo concordatario, que ha inaugurado una nueva fase de relaciones institucionales entre la Iglesia y el Estado, se abre con la afirmación del recíproco compromiso de colaborar en favor de la promoción del hombre y del bien del País.

Este encuentro me da la oportunidad de asegurarle la firme voluntad de la Iglesia de proseguir, con lealtad y desinterés, en esta provechosa colaboración. Ella tiene, efectivamente, conciencia de desempeñar un papel activo en la vida de la sociedad y de aportar una contribución específica de valores, ideales y fuerzas, que obtiene del mensaje cristiano y de la memoria de una tradición religiosa, que ha marcado páginas luminosas de la historia nacional.

Ya se han dado importantes pasos por el nuevo camino, y tengo razón al pensar que, a pesar de alguna inevitable dificultad, puede haber, por ambas partes, una justa satisfacción.

Usted me permitirá, a propósito de esto, recordar con gratitud la labor desarrollada por la Conferencia Episcopal Italiana, a la cual los Acuerdos atribuyen especiales y directas responsabilidades. Los obispos italianos, tanto en la actuación concreta de las normas concordatarias como, más en general, al animar y guiar sus comunidades en el renovado empeño por el bien común, han dado una elocuente prueba de gran entrega y de profundo sentido de responsabilidad, no solo pastoral, sino también cívica, que ninguno podría legítimamente desconocer.

Por su parte, ellos tienen el consuelo de encontrar una respuesta cada vez más voluntariosa por parte de sus fieles. Quisiera mencionar, en particular, la enseñanza de la religión en las escuelas, contemplada por el Acuerdo y regulada por el sucesivo convenio. Los jóvenes, y sus familias han realizado libremente la opción de escogerla en proporción tan mayoritaria, que resultaría bastante difícil atribuir el fenómeno a motivaciones contingentes.

La Iglesia mira con sincero respeto a cuantos profesan una fe o ideología diversa, pero no puede, sin faltar a su propio deber sólo por reivindicar el propio derecho, dejar de tutelar con serena firmeza el legítimo derecho de los padres católicos y de los jóvenes que pretenden integrar su formación con los valores del Cristianismo, los cuales pertenecen al patrimonio espiritual y cultural de la Nación Italiana.

Sobre otros puntos de común interés los contactos entre la Iglesia y el Estado están aún en curso, como explícitamente está previsto en el texto del Acuerdo; en otros sectores, que éste no toma en consideración, prosigue un positivo diálogo en el marco de una fecunda colaboración. La Iglesia no pide sino una libertad real y persigue un clima de leal concordia para un servicio común que responda, de la mejor forma posible, a las expectativas no sólo de sus fieles, sino de todos los ciudadanos.

Señor Presidente del Consejo: La Santa Sede sigue con constante atención y vivo agrado la labor desempeñada por Italia en las diversas instancias internacionales, en favor de la paz, del respeto a los derechos y a las libertades fundamentales del hombre –entre ellas la libertad de conciencia y de religión– y para la construcción de un orden internacional más respetuoso con las exigencias de la justicia y de la solidaridad.

Entre los problemas que justamente llaman la atención de Italia, también como potencia mediterránea, destaca el de Oriente Medio, donde una conflictividad dolorosa y ya endémica, siembra lutos y divisiones, hipotecando intolerablemente el futuro de pueblos enteros y poniendo en peligro la seguridad y la paz del mundo. La contribución del Gobierno Italiano corresponde a las expectativas y a las exigencias de tantas poblaciones, que miran además con confianza la paciente labor de Italia en favor de la paz.

No podría olvidar la activa aportación que Italia ha dado, desde los inicios, al proceso de unificación de Europa. Importantes etapas de integración comunitaria se anuncian en breve plazo. Pero más allá de los términos técnicos y de las determinaciones prácticas, considero un deber expresar el cordial apoyo de la Santa Sede a la construcción de una Europa unida. Para alcanzar tal fin, los católicos de Italia, como los de otros países del Continente, han desarrollado un papel decisivo, poniendo de manifiesto la antigua comunidad de raíces cristianas y la rica herencia de comunes valores culturales y morales. Sobre estos fundamentos es como la Europa unida podrá ser centro propulsor de solidaridad y de paz en el concierto de las naciones.

Deseo, finalmente, mencionar el meritorio empeño que - sobre todo en los últimos años- coloca a Italia entre los convencidos protagonistas de la cooperación con los países en vía de desarrollo. Sería superfluo subrayar 1o mucho que valora esto la Iglesia Católica, particularmente sensible, desde siempre, a las necesidades de los pueblos menos afortunados; por lo demás, el Gobierno se ha valido, en numerosas circunstancias, de la colaboración de misioneros y de organizaciones eclesiales de voluntariado internacional. La acción dirigida a promocionar el progreso de los pueblos, en espíritu de solidaridad, hace honor a Italia y a aquellos que rigen sus destinos.

Señor Presidente del Consejo: El Obispo de Roma no puede dejar de sentir a Italia como particularmente suya, por los singularísimos lazos que la Providencia ha establecido entre ella y esta 'Sede Apostólica. Por ello, con afecto de predilección, formulo para esta nación un sincero deseo de paz, de bienestar y de progreso. De todo corazón llevo este deseo a mi oración e invoco para el Jefe del Estado, para usted y cuantos tienen responsabilidades en la vida social, así como para todos 1os italianos, la abundancia de las bendiciones de Dios.


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, 1989 n.7, p.21.



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