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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS OBISPOS DE PARAGUAY

EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»

Sábado 21 de octubre de 1989

 

Amadísimos hermanos obispos del Paraguay:

1. Con sentimientos de vivo gozo os recibo en este encuentro colectivo que constituye un momento culminante de vuestra visita “ad limina”. Doy fervientes gracias a Dios que me ofrece esta oportunidad de compartir los anhelos y esperanzas vuestras y de los sacerdotes, religiosos, religiosas y demás agentes pastorales que, con abnegación no exenta de sacrificios, colaboran en servir a las comunidades eclesiales que el Señor os ha confiado.

Recuerdo con especial afecto mi viaje apostólico a vuestra Nación, durante el cual tuve el gozo de canonizar al P. Roque González de Santa Cruz, primer santo del Paraguay, y a sus dos compañeros Alfonso Rodríguez y Juan del Castillo. Fueron jornadas de intensas celebraciones durante las cuales los fieles de todas las regiones del país supieron mostrar su acendrada religiosidad, piedad mariana y filial cercanía al Sucesor de Pedro. A ellos quise llevar la palabra del Evangelio para cumplir así el mandato del Señor de predicar a todas las gentes (cf. Mt 28, 19).

Durante veinte siglos la Iglesia ha llevado a cabo su misión evangelizadora. En nuestros días, las nuevas generaciones de la familia humana proponen nuevos desafíos; y todo ello reclama, sobre todo de los Pastores del Pueblo de Dios, un espíritu atento para percibir las necesidades emergentes, la capacidad de discernimiento a la luz del designio salvífico y el planteamiento de adecuadas iniciativas pastorales.

Las visitas “ad limina” son una ocasión singularmente propicia que permite al Sucesor de Pedro compartir la solicitud de sus Hermanos en el Episcopado y, al mismo tiempo, reforzar con ellos los vínculos de comunión y afecto. De este modo, también vuestras Iglesias particulares son protagonistas activos en la tarea amplia y eficaz, de hacer presente el Reino de Dios en medio de la sociedad.

A lo largo de nuestros coloquios personales hemos tenido ocasión de examinar diversos aspectos del contexto variado en el que desarrolláis vuestra labor pastoral. Ahora, en este encuentro colectivo, quisiera ofrecer unas consideraciones que puedan servir de orientación para vuestros proyectos pastorales.

2. En primer lugar, quiero referirme a la acción ministerial en el Paraguay, en el marco de la nueva evangelización en América Latina. Esta es una tarea de largo alcance, que, en los umbrales del Tercer Milenio, está llamada a dar vida, en vuestras tierras, a una renovación de la Iglesia y su misión en el mundo actual, siguiendo las directrices del Concilio Vaticano II.

“Es la persona del hombre la que hay que salvar. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad” (Gaudium et spes, 3) el destinatario de la nueva evangelización. Por eso, la vitalidad evangelizadora de la Iglesia está precisamente en proclamar que el hombre ha sido elevado a la dignidad de hijo adoptivo de Dios, y esto constituye el centro mismo de su vida religiosa.

El hombre toma verdadera conciencia de esta filiación al descubrir que “Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo” (Ga 4, 6). Sólo al sentirse amado por Dios el hombre comprueba que su amor alcanza la plenitud a nivel humano, y así es como llega a comprender el sentido de su existencia terrena.

En efecto, es sorprendente el modo con que Dios nos ha manifestado su amor. Por medio de la Encarnación de su Unigénito, Dios ha derribado los confines estrechos de la historia terrena, dándonos la posibilidad de inscribir nuestra existencia en el plano de la relación afectiva con Dios. Y tan hondamente ha entrado la Persona del Verbo en nuestra naturaleza y en nuestra historia humana, que nada de lo que es valioso en la vida de los hombres ha quedado excluido del amor filial a nuestro Padre Dios. Esta verdad básica de la economía de la salvación es el fundamento de toda la acción evangelizadora que estáis realizando.

3. La situación de la Iglesia en vuestro país presenta exigencias en cierto modo contrastantes, por lo que puede existir el riesgo de una fragmentación de la acción pastoral, o bien una polarización unilateral hacia ciertos sectores, descuidando otros.

En efecto, determinadas realidades eclesiales en el Paraguay requieren lo que podríamos llamar una pastoral de la madurez cristiana. Esto lo hace pensar la arraigada presencia de la Iglesia en vuestra sociedad, las ricas devociones y tradiciones populares, el prestigio de los Pastores, la caridad cristiana – sencilla y cordial – que hace posible una actitud serena y esperanzada ante tantas adversidades. Sin embargo, existen otras realidades menos confortantes, que reclaman la nueva evangelización. En efecto, la difusión de las sectas –no propensas en su mayoría al diálogo ecuménico– ha evidenciado una evangelización no suficientemente profunda de amplios sectores. Además, en los ambientes intelectuales y en la cultura urbana ya se asoma el secularismo, reforzado por el hecho de ser cultura dominante en los países altamente industrializados.

Entre los temas apuntados podría mencionarse una amplia gama de situaciones intermedias, que requieren ulterior atención. Baste recordar la pastoral matrimonial y familiar o la promoción de vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada.

4. Vuestra labor ministerial, amados Hermanos, ha de abarcar toda la compleja realidad de las comunidades eclesiales que os han sido confiadas. En nuestros días se hace particularmente necesario reavivar en los fieles la conciencia de su responsabilidad en la Iglesia. En efecto, en la amorosa aceptación de Cristo del designio salvífico del Padre se fundamenta la necesidad de amarnos entre sí como hermanos, y ayudarnos mutuamente a vivir como cristianos. La Iglesia no sería tal si cada cristiano no estuviera convencido de que está siempre en continua interrelación con los demás.

Asimismo, la posibilidad de ayudar está siempre al alcance de cada fiel: en el hogar, en los lugares de trabajo y de descanso, en las reuniones familiares y sociales, en la actuación pública, en la educación y en la asistencia sanitaria. Cada uno ha de sentir, cada vez más, la responsabilidad de sostener a todos con el estímulo de su palabra y de su comportamiento. Esto es lo que permite pensar en una comunidad viva, capaz de crecer ulteriormente con vigor.

Ese amor cristiano se consolida como auténtica realidad de comunión en la Iglesia. Como testigos de la fe, predicamos el Evangelio convocando la Iglesia (cf. Christus Dominus, 11). Pero es sobre todo la Eucaristía el sacramento que congrega al Pueblo de Dios. Congregavit nos in unum Chrtsti amor, canta la Iglesia durante la Misa in Cena Domini del Jueves Santo. Las palabras de la Consagración nos recuerdan cuán grande es el amor del “que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

5. En este clima de generosidad sin límites es como deben orientarse y formarse las vocaciones a la vida sacerdotal y consagrada. Durante mi último viaje apostólico a América Latina puse de relieve que el número de vocaciones sacerdotales y religiosas refleja la madurez de las comunidades cristianas. En efecto, es el amor a los propios hermanos lo que, en última instancia, mueve a aceptar la llamada divina. En una palabra: la caridad cristiana es el crisol en que se fraguan las vocaciones.

En vuestra solicitud pastoral, queridos Hermanos, prestad particular cuidado a la adecuada preparación doctrinal y humana de los seminaristas. Los seminarios y casas de formación, como repetidamente lo indican las instrucciones de la Santa Sede, han de proveer a la formación integral de la persona, con una sólida base espiritual, moral e intelectual, con una sana disciplina y espíritu de sacrificio. Sólo así será posible responder a las necesidades de los fieles, que esperan que sus sacerdotes sean, ante todo, ejemplo de santidad y de servicio para sus comunidades.

En esta línea de comunión, en que el cristiano vive su vida de fe junto con los demás, se ha de enfocar la pastoral matrimonial. Los esposos necesitan una orientación constante en su camino, que les ayude sobre todo a profundizar la sacralidad y la indisolubilidad del matrimonio. En este sentido, la Eucaristía tiene un papel fundamental, ya que en ella se manifiesta y realiza el amor total que une a Cristo con su Iglesia. Este es el “gran misterio” que ilumina la vida del matrimonio cristiano (cf. Ef 5, 32).

6. El ejemplo de amor y generosa entrega de Cristo es una llamada a la solidaridad. Esta no puede quedar circunscrita sólo al ámbito de la Iglesia, sino que debe abarcar toda la vida social. En este sentido, como bien sabéis, queda mucho por hacer para que en la sociedad se manifieste el verdadero espíritu cristiano, pues la caridad no puede convivir con la injusticia. Como tuve ocasión de señalar durante mi visita pastoral a vuestro país, “la consecución del bien común supone lograr aquellas condiciones de paz y justicia, seguridad y orden, desarrollo intelectual y material indispensables para que cada persona pueda vivir conforme a su propia dignidad” (Discurso al Presidente de la República en Asunción, n. 3, 16 de mayo de 1988).

Al igual que en otros lugares del mundo, también en el Paraguay existe una desigual distribución de bienes y recursos, con el resultado de que algunos sectores de la sociedad no pueden satisfacer sus necesidades más perentorias. Vuestra solicitud por los más pobres, amados Hermanos, os ha de llevar a que todos sean conscientes de que la solidaridad es una exigencia del Evangelio para que, de acuerdo con la doctrina social de la Iglesia, se busquen soluciones efectivas con miras a hacer posible el deseado progreso para todos, en libertad y pacífica convivencia.

Determinante es también la responsabilidad del laico en la vida política. Así lo ha entendido el Concilio Vaticano II al alentar la participación ordenada de todos los ciudadanos en la vida pública, pero respetando siempre el bien común de todos.

Por esto, en la acción solidaria de la Iglesia y en la promoción de la justicia es también ineludible la presencia de los laicos. Teniendo en cuenta que su tarea es “poner en práctica todas las posibilidades cristianas y evangélicas, escondidas pero a su vez ya presentes y activas en las cosas del mundo” (Evangelii nuntiandi, 70), ellos han de ir tomando conciencia de esta responsabilidad para poder ser promotores de todas aquellas iniciativas que, en última instancia, deben estar destinadas a la edificación del reino de Dios.

7. Un recuerdo especial lo reservo para los grupos indígenas, tan probados por la pobreza y el abandono. Conozco bien la preocupación pastoral con que afrontáis la acción evangelizadora entre estos pueblos, tratando de promover al mismo tiempo los genuinos valores de sus culturas, como habéis puesto de relieve en el reciente Mensaje: “La tierra: don de Dios para todos”. Os animo a proseguir en esta delicada tarea de iluminar, desde la Palabra de Dios, la compleja cuestión de la tenencia de tierras, pidiendo una justa distribución de las mismas para todos, como uno de los derechos primarios cual es el de la digna subsistencia.

Queridos Hermanos: junto con mi palabra de afecto, especialmente para los más pobres y olvidados, os pido que llevéis también mi cordial saludo a vuestros sacerdotes, a los religiosos, religiosas, seminaristas y demás agentes de pastoral. Decidles que el Papa les agradece sus trabajos por el Señor y por la causa del Evangelio, y que también confía en su fidelidad y entrega.

A Nuestra Señora de Caacupé, Patrona del Paraguay, encomiendo vuestra constante misión evangelizadora en medio de las propias Comunidades eclesiales, para que Cristo, su Hijo, sea cada vez más conocido, amado y acogido en el corazón de los paraguayos.

A todos imparto de corazón mi Bendición Apostólica.



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