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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL EMBAJADOR DE IRLANDA
ANTE LA SANTA SEDE*


Lunes 22 de enero de 1990

 

Señor Embajador:

Al darle la bienvenida al Vaticano y aceptar sus cartas credenciales, por las cuales queda acreditado como Embajador Extraordinario y Plenipotenciario de Irlanda, me es grato tener esta ocasión que añadir al ya sólido edificio de estrechas y amistosas relaciones entre su querido país y la Santa Sede. La fe y la historia se han entrelazado hasta forjar un especial vínculo entre el pueblo irlandés y el Sucesor de Pedro, un vínculo que se confía a la responsabilidad de cada generación que se va sucediendo y por el cual nunca nos cansaremos de dar gracias a Dios, que es el Buen Pastor de su Iglesia y el Señor de la historia tanto de los individuos como de los pueblos.

Me siento agradecido por las amables palabras que ha expresado en nombre del Presidente Hillery: le ruego que le transmita la promesa de mis buenos deseos y mis oraciones por Irlanda y por sus habitantes.

Los comienzos de su misión diplomática, Señor Embajador, coinciden con el período de Presidencia de Irlanda en la Comunidad Europea. Este es también un tiempo de agitaciones extraordinarias y cambios en Europa misma. Parece surgir una nueva era marcada por una gran esperanza de libertad, de responsabilidad, de solidaridad y de espiritualidad (cf. Discurso al Pontificio Consejo para la Cultura, 12 de enero de 1990, n. 2). Las gentes de todas partes miran con gran esperanza hacia un futuro más pacífico y productivo. Las viejas vías del pensamiento, sobre el desarrollo, la defensa, la unidad e incluso el medio ambiente, a menudo parecen inadecuadas a las nuevas situaciones que surgen con una rapidez cada vez mayor. Pero al mismo tiempo, nadie puede pasar por alto el hecho de que algunas inseguridades y amenazas de antaño hayan sido reemplazadas por otras tendencias igualmente desafiantes y potencialmente desestabilizadoras, que los responsables de la vida de las naciones están llamados a afrontar con inteligencia y visión de futuro.

Los procesos políticos y el desarrollo económico tienen una dimensión moral que no se puede descuidar si han de contribuir al bienestar auténtico e íntegro del pueblo. Los pueblos de Europa piden hoy que sus gobiernos promuevan legislaciones y orientaciones políticas que sean sobre todo dignas del hombre y que promuevan la dignidad inalienable de cada individuo y el ejercicio de los derechos fundamentales, incluida la libertad de las conciencias y de la práctica religiosa. Tanto en el Este como en el Oeste, los pueblos de Europa quieren un orden internacional basado en la confianza y la solidaridad, que ya no se puede construir sobre la fuerza o el miedo.

Que los pueblos de Europa tienen unas aspiraciones profundas que experimentan como su «ethos» natural y su derecho inalienable es algo que se muestra claramente evidente en su irrenunciable búsqueda de la justicia, la libertad y la realización espiritual. En este contexto, la idea del destino común de Europa, reforzada por los últimos procesos de democratización, está íntimamente conectada con la creciente toma de conciencia de que compartimos las mismas raíces espirituales (cf. Alocución a la Curia Romana, 22 de diciembre de 1989, n. 4). Europa tiene basadas en estas raíces cristianas, una identidad y una vocación que le son propias: «reunir diversas tradiciones culturales para establecer un humanismo en el que el respeto a los derechos de los otros, la solidaridad y la creatividad permitan a todos realizar sus aspiraciones más nobles» (ib., 3). Quizás ahora más que nunca exista una ocasión para alcanzar estos objetivos en un nuevo contexto de apertura y mutua participación.

Dado que la historia de la formación de las naciones europeas camina de la mano de la historia de su evangelización cristiana, hasta tal punto que las fronteras de Europa coinciden con las de la expansión del Evangelio (cf. ib.), Irlanda puede recordar y sentirse orgullosa del papel que desempeñó en el desarrollo histórico de este continente. Al mismo tiempo que la estabilidad de sus pueblos se iba consolidando, los monjes irlandeses llevaron la luz de la fe y del estudio a una gran parte de Europa. Esta página brillante de la historia de Irlanda debería recordarse para que las mejores energías de la presente generación de los hombres y mujeres irlandeses se dirigieran de manera semejante al desarrollo material, cultural y espiritual de la «casa común» (cf. ib., 4). Irlanda ahora tiene la oportunidad de renovar y compartir con el rico humanismo que caracteriza a su gente y que emana en primer lugar de su fidelidad a sus tradiciones cristianas.

Señor Embajador: ha mencionado usted dos áreas de conflictos que parecen dar la impresión de estar algo menos abiertas a los positivos procesos políticos que tienen lugar por todas partes. Uno de ellos es el Líbano, que ha sido con frecuencia objeto de mis oraciones y preocupaciones, especialmente en los meses recientes. El otro es la tragedia de Irlanda del Norte, donde la violencia continúa sembrando muerte, daños y destrucción, así como indecibles privaciones materiales y espirituales a los miembros de ambas comunidades de esa provincia. La Santa Sede expresa su decidido apoyo a los pasos que van dando los Gobiernos implicados para lograr las condiciones requeridas para la paz, especialmente la eliminación de la injusticia y la discriminación, que ya ha mencionado usted. Solamente nos queda esperar que el mismo pueblo de Irlanda del Norte urja a sus representantes a comprometerse en un diálogo sobre la situación tal como es en realidad: un diálogo sin prejuicios constitucionales o políticos y sin exclusiones. También aquí se necesitan nuevas vías de pensamiento centradas más decididamente en proporcionar el bienestar integral de todos los sectores de la población. Le expreso mi esperanza de que los pasos dados en Europa hacia una mejor armonía y cooperación lleguen a ser también realidad en Irlanda del Norte.

Señor Embajador: después de haber representado a su país en otros pueblos importantes, comienza ahora su misión como representante diplomático ante la Santa Sede. Usted continúa una larga línea de distinguidos embajadores irlandeses. Le prometo mis oraciones por el éxito de su misión, por su familia y por el pueblo de Irlanda al que usted sirve. ¡Que Dios bendiga a su noble tierra!


*L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, n.11, p.6.



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