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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL SEÑOR JULIO MARÍA SANGUINETTI,
PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA ORIENTAL DEL URUGUAY*


Sábado 25 de mayo de 1996

 

Señor Presidente:

1. Es para mí motivo de viva satisfacción recibir hoy al Primer Mandatario de la República Oriental del Uruguay, acompañado de su ilustre séquito. Al expresarle mi profunda gratitud por esta segunda visita, que pone de relieve su estima a la Sede Apostólica, me es grato dirigirle un deferente saludo junto con mi más cordial bienvenida. Su presencia aquí no sólo quiere expresar sus sentimientos personales, sino que refleja, además, el buen clima de las relaciones de colaboración entre la Iglesia local y el Estado para el bien del pueblo uruguayo.

Este encuentro evoca en mí los dos viajes pastorales que realicé a vuestra Nación, y en los que pude conocer los valores morales y culturales, así como las raíces cristianas de los uruguayos, pues «vuestra patria nació cristiana, vuestros héroes inspiraron su vida en el Evangelio, vuestra cultura está impregnada de los aportes de la fe católica» (Ceremonia de bienvenida en el aeropuerto Carrasco de Montevideo, n. 2, 7 de mayo de 1988).

2. He seguido con vivo interés los acontecimientos de la vida política y social de su país, en la que hay que reconocer y destacar una serie de cambios significativos. Entre ellos sobresale el camino emprendido para afrontar los retos de una pacífica y armoniosa convivencia entre todos, basado en una sociedad cada vez más justa. Para ello se han emprendido iniciativas tendientes a reformar el sistema educativo y la asistencia social, así corno a poner remedio a la creciente inseguridad pública debida a nuevas formas de delincuencia organizada. La Santa Sede sigue también de cerca el esfuerzo de los gobernantes uruguayos por promover también en este difícil momento histórico un adecuado desarrollo económico y social con medidas que incrementen la calidad de vida de los ciudadanos, buscando soluciones, en primer lugar, al problema del desempleo. Es conveniente que estas medidas se inspiren siempre en los principios éticos, asegurando que la indispensable aportación de sacrificios por parte de todos sea equitativa, teniendo presente que no han de ser los más pobres quienes carguen con las consecuencias de los reajustes necesarios, sino que sus costes han de ser compartidos con un espíritu de solidaridad que favorezca el que todos puedan vivir de manera digna.

3. En este contexto es de desear que se potencien cada vez más los valores fundamentales para la convivencia social, tales como el respeto a la verdad, el decidido empeño por la justicia, la capacidad de diálogo y la participación a todos los niveles. Se trata de promover aquellas condiciones de vida que permitan a los individuos y las familias su plena realización y la consecución de sus legítimas aspiraciones. La Iglesia, desde el campo que le es propio, presta decididamente su colaboración a este fomento del desarrollo integral, exhortando siempre a que los valores morales y la concepción cristiana de la vida sigan siendo elementos esenciales que inspiren a cuantos trabajan por el bien de los individuos, de las familias y de la sociedad.

Una importancia particular reviste el tema de la defensa de la vida, es decir, el respeto que todos han de tener del «valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término» así como la afirmación del «derecho de cada ser humano a ver totalmente respetado ese bien primario suyo» ya que «en el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política» (Evangelium vitae, 2). Al mismo tiempo, la legislación que tutela el derecho a la vida tiene que ir acompañada de las medidas sociales y asistenciales adecuadas para proteger a quienes se disponen a acoger una nueva vida, de forma que se aleje cualquier tentación de atentar contra la misma.

4. La Santa Sede no puede por menos de apoyar los esfuerzos que se están llevando a cabo en favor del proceso de integración latino-americana, pues el fomento de la solidaridad y buen entendimiento es tarea en la que se debe colaborar generosamente para reforzar los lazos de fraternidad entre todos los hombres y, en particular, entre quienes integran la gran familia de América Latina. A este respecto, sé que el Uruguay está dando pasos positivos en la consolidación de estructuras económicas y sociales que abran nuevas vías de progreso y desarrollo para los pueblos del área, como es MERCOSUR. La situación geográfica misma ofrece a su país significativas posibilidades para contribuir a ello.

Cabe también destacar la firme voluntad pacifista del Uruguay. No en vano sus autoridades han prodigado tantas veces sus esfuerzos y buenos oficios para la resolución de conflictos que se van presentando entre algunos países hermanos, así como en diversas ocasiones las Fuerzas Armadas del Uruguay han colaborado en Operaciones de Paz de la Organización de las Naciones Unidas. Siendo la paz un don de Dios, pero que los hombres han de merecerlo por sus obras, la Iglesia apoya con decisión todos los esfuerzos que se lleven a cabo por consolidar la paz entre los pueblos y las Naciones, animando a quienes se comprometen en esa tarea con las palabras de su Señor: «Bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5, 9).

5. Deseo asegurarle, Señor Presidente, la firme voluntad de la Iglesia de seguir cooperando con las Autoridades y las diversas instancias públicas en favor de las grandes causas del hombre, como ciudadano e hijo de Dios (cf. Gaudium et spes, 76). Es de desear que el diálogo constructivo entre las Autoridades civiles y los Pastores de la Iglesia en su Nación afiance las relaciones entre las dos Instituciones, y que el Estado y demás instancias públicas ofrezcan una colaboración concreta y eficaz a la importante obra que la Iglesia en el Uruguay está llevando a cabo en los centros de enseñanza católicos, entre los que me complace citar la Universidad Católica «Dámaso Antonio Larrañaga», orientados a formar las conciencias sobre los verdaderos e irrenunciables valores espirituales. Por su parte, el Episcopado, los sacerdotes y comunidades religiosas, seguirán incansables en su labor evangelizadora, asistencial y educativa en favor de la sociedad. A ello les mueve su vocación de servicio a todos, especialmente los más necesitados, contribuyendo así a la elevación integral del hombre uruguayo y a la promoción de los valores supremos.

Antes de concluir este encuentro deseo reiterarle, Señor Presidente, mi sincero agradecimiento por esta amable visita. Espero vivamente que su compromiso personal, así como el de su Gobierno, alcance los objetivos prefijados de fomentar el moderno desarrollo del Uruguay sobre la base de los valores éticos, tan arraigados en la tradición religiosa y cultural de la población. Espiritualmente postrado ante la imagen de Nuestra Señora de los Treinta y Tres, Madre y guía espiritual de los uruguayos, pido fervientemente al Todopoderoso que derrame abundantes dones y bendiciones sobre Usted, Señor Presidente, sobre sus colaboradores en las tareas de gobierno, y sobre los amadísimos hijos de su noble país.


*Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. XIX, 1 p. 1365-1368.

L'Osservatore Romano 26.5.1996 p.6.

L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n. 22, p.7 (p.303).



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