MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN GRUPO DE OBISPOS AMIGOS
DEL MOVIMIENTO DE LOS FOCOLARES
Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado:
1. Tenía el deseo de encontrarme con vosotros con ocasión del congreso que todos los años os reúne como amigos del movimiento de los Focolares de la unidad. Al no ser posible, quisiera, por lo menos, haceros llegar por escrito mi saludo y la seguridad de mi cercanía en la caridad de Cristo.
Estos días han sido para vosotros una circunstancia propicia para renovar juntos los profundos vínculos de comunión que, mediante el Espíritu Santo, os unen en la entrega concorde al servicio de la Esposa de Cristo, ya en el umbral del nuevo milenio.
Los ojos de todos se vuelven hacia esa histórica cita, en la que celebraremos el gran jubileo del año 2000. En esta perspectiva, vuestro congreso ha querido profundizar mejor el sentido de la misión del obispo en relación con el mandato que Cristo confió a sus Apóstoles. Habéis reflexionado especialmente en la presencia de Cristo resucitado en la comunidad, a través del mandamiento nuevo del amor.
2. Como es sabido, el tema cristológico caracteriza el año 1997, el primero del trienio de preparación inmediata para el Año santo. Al prepararse para la celebración del jubileo, la Iglesia desea centrar su atención en «Cristo, Verbo del Padre, hecho hombre por obra del Espíritu Santo» (Tertio millennio adveniente, 40). El Padre envía al Hijo y el Hijo, aceptando esa misión, se hace hombre por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen de Nazaret: «Y el Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14). La historia de la salvación está completamente impregnada de amor. El Verbo es el Hijo amado eternamente y eternamente amante. ¿Cómo no asombrarse ante el misterio del Amor?
En el misterio de la Encarnación hay una singularísima efusión del amor de Dios. El evangelista san Lucas escribe: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
3. Pero la Encarnación no puede separarse de la muerte y resurrección de Cristo. Los Apóstoles vieron y se encontraron con el Resucitado: este evento extraordinario los transformó en testigos llenos de alegría y celo apostólico. También hoy, como entonces, la tarea principal del apóstol consiste en proclamar y testimoniar con su vida que Cristo ha resucitado verdaderamente y está presente entre nosotros por el mandamiento nuevo que nos ha dejado.
La caridad divina es testamento de vida que, si se vive en la existencia diaria, nos permite realizar cada vez más a fondo la unidad que el mismo Jesús imploró intensamente al Padre durante la última cena: «Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Sólo el mandamiento del amor, un amor que llegue hasta la entrega total de la propia vida, es el secreto de la resurrección.
Aquí radica el centro de la novedad cristiana. En el silencio de la oración y de la contemplación podemos entrar en contacto con Cristo y escuchar sus palabras: «Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida (...). Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo» (Jn 10, 17-18). Por tanto, una espiritualidad de comunión para los pastores de la Iglesia significa el compromiso de una entrega total; quiere decir considerar la cruz del otro como propia.
4. Venerados y queridos hermanos, a lo largo de los trabajos de vuestro congreso ha ocupado un puesto particular la reflexión sobre el ecumenismo y el diálogo interreligioso, a la luz de la ley sobrenatural del amor divino. Sin duda se ha tratado de una atención digna de elogio, precisamente con vistas a la próxima e histórica cita jubilar. Como declara el concilio Vaticano II, «la cooperación de todos los cristianos expresa vivamente aquella conjunción por la cual están ya unidos entre sí y presenta bajo una luz más plena el rostro de Cristo» (Unitatis redintegratio, 12). La colaboración ecuménica nace de una gracia, que el Padre ha concedido como respuesta a la oración de Cristo (cf. Jn 17, 21) y de la acción del Espíritu Santo en nosotros (cf. Rm 8, 26-27). Sin embargo, el ecumenismo verdadero da frutos sólo donde el amor crece con auténtico espíritu de servicio a nuestros hermanos, siguiendo el ejemplo de Cristo, que no vino para ser servido, sino para servir (cf. Mt 20, 28).
Este es el ecumenismo que debe ocupar un lugar significativo en la vida de cada diócesis. Debe ser profundizado en todos sus aspectos mediante estudios y debates de orden histórico, teológico y litúrgico, así como gracias a la comprensión recíproca en la vida diaria (cf. Unitatis redintegratio, 5). Esta acción ecuménica se refuerza con la oración incesante, elevada con confianza al Padre celestial común, para que apresure la unidad plena entre todos los cristianos.
Este es también mi deseo, que confirmo con la seguridad de un recuerdo constante en el Señor. Que él os acompañe, amadísimos hermanos en el episcopado, y os sostenga en vuestro ministerio pastoral diario.
Al invocar sobre vuestro congreso la protección de María, Madre de la unidad, os envío de corazón una bendición especial, que extiendo con mucho gusto a las Iglesias locales que se os han encomendado.
Vaticano, 6 de febrero de 1997
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