DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A UN CONGRESO ORGANIZADO POR EL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA
Y EL CEFAES DE MADRID
Sábado, 4 de diciembre de 2019
Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amadísimos hermanos y hermanas:
1. Me alegra recibiros a todos vosotros, participantes en el congreso sobre "La familia y la integración del minusválido en la infancia y en la adolescencia", organizado por el Consejo pontificio para la familia, en colaboración con el "Centro educación familiar especial" (CEFAES) de Madrid y con el "Programa Leopoldo" de Venezuela. Saludo al señor cardenal Alfonso López Trujillo, presidente del Consejo pontificio para la familia, y le agradezco las cordiales palabras que ha querido dirigirme, interpretando los sentimientos de los presentes. Os saludo y os doy las gracias a cada uno por vuestra presencia y por el empeño con que estáis afrontando un tema tan importante, que afecta a un elevado número de familias. Espero que los resultados de este encuentro ayuden a mejorar la situación de tantos niños y adolescentes que tienen dificultades.
En el marco del Adviento, que nos prepara para celebrar el nacimiento del Señor, vuestro simposio adquiere una importancia singular. En efecto, a la luz del Niño Jesús es más fácil la reflexión sobre la condición de los niños. Cuando las dificultades, los problemas o las enfermedades afectan a la infancia, los valores de la fe pueden ayudar a los valores humanos para hacer que se reconozca y respete también a los minusválidos su dignidad personal originaria. Por tanto, es muy oportuno vuestro congreso, que centra su atención en las familias, para ayudarles a descubrir, también en los hijos minusválidos, un signo del amor de Dios.
2. La llegada de un hijo discapacitado es, sin duda alguna, un acontecimiento desconcertante para la familia, que queda íntimamente afectada. También desde este punto de vista, es importante animar a los padres a dedicar "una atención especialísima al niño, desarrollando una profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es minusválido" (Familiaris consortio, 26).
La familia es el lugar por excelencia donde se recibe el don de la vida como tal y se reconoce la dignidad del niño con expresiones de particular cariño y ternura. Sobre todo cuando los niños tienen más necesidades y están más expuestos al riesgo de ser rechazados por los demás, la familia puede tutelar con mayor eficacia su dignidad, igual a la de los niños sanos. Es evidente que en esas situaciones los núcleos familiares que deben afrontar problemas complejos tienen derecho a ser apoyados. De ahí la importancia de personas que sepan estar cerca de ellos, ya sean amigos, médicos o asistentes sociales. Hay que alentar a los padres a afrontar esa situación, ciertamente no fácil, sin encerrarse en sí mismos. Es importante que no sólo compartan el problema los familiares más íntimos, sino también personas competentes y amigas.
Éstos son los "buenos samaritanos" de nuestro tiempo que, con su presencia generosa y amistosa, repiten el gesto de Cristo, el cual hizo sentir siempre su cercanía consoladora a los enfermos y a las personas que se encontraban en dificultades. La Iglesia expresa su gratitud a esas personas que día a día y en todos los lugares se esfuerzan por aliviar los sufrimientos con "gestos cotidianos de acogida, sacrificio y cuidado desinteresado" (Evangelium vitae, 27).
3. Si el niño que tiene dificultades se halla insertado en un hogar acogedor y abierto, no se siente solo, sino en el corazón de la comunidad, y así puede aprender que la vida siempre merece ser vivida. Los padres, por su parte, experimentan el valor humano y cristiano de la solidaridad. He recordado en otras ocasiones que es preciso demostrar con los hechos que la enfermedad no crea brechas infranqueables, ni impide relaciones de auténtica caridad cristiana con quien la padece. Por el contrario, la enfermedad debe suscitar una actitud de especial atención a esas personas, que pertenecen con pleno derecho a la categoría de los pobres, a quienes corresponde el reino de los cielos.
Pienso, en este momento, en el ejemplo de extraordinaria dedicación a sus hijos que han dado innumerables padres; pienso en las múltiples iniciativas de familias dispuestas a acoger con gran generosidad a niños minusválidos, en custodia o en adopción. Cuando las familias se alimentan abundantemente de la palabra de Dios, se producen en su seno milagros de auténtica solidaridad cristiana. Esta es la respuesta más convincente que se puede dar a cuantos consideran a los niños minusválidos como un peso o creen incluso que no son dignos de vivir plenamente el don de la existencia. Acoger a los más débiles, ayudándoles en su camino, es signo de civilización.
4. Los pastores y los sacerdotes tienen la misión de sostener a los padres para que comprendan y acepten que la vida es siempre don de Dios, incluso cuando está marcada por el sufrimiento y la enfermedad. Toda persona es sujeto de derechos fundamentales, que son inalienables, inviolables e indivisibles. Toda persona; por consiguiente, también el minusválido, que, precisamente a causa de su minusvalidez, puede encontrar mayores dificultades en el ejercicio concreto de esos derechos. Por tanto, necesita que la sociedad no lo deje solo, sino que lo acoja y, según sus posibilidades, lo inserte en ella como miembro con pleno derecho.
Ante todo ser humano, siempre digno del máximo respeto en virtud de su dignidad de persona, la sociedad civil y la Iglesia tienen papeles específicos que desempeñar, contribuyendo a desarrollar en la comunidad la cultura de la solidaridad. El minusválido, como cualquier otro sujeto débil, debe ser estimulado a convertirse en protagonista de su existencia. Compete, ante todo, a la familia, superado el primer momento, comprender que el valor de la existencia trasciende el de la eficiencia. Si no sucede así, corre el riesgo de desmoralizarse y quedar defraudada cuando, a pesar de todas las tentativas, no se obtienen los resultados esperados de curación o recuperación.
5. Evidentemente, la familia necesita un apoyo adecuado por parte de la comunidad. En algunos casos hacen falta sistemas de intervención rápida para los momentos cruciales y otras veces se ha de recurrir a instituciones donde existan pequeñas comunidades debidamente equipadas, cuando la convivencia en la familia ya no es posible.
En todo caso, es importante mantener la comunicación familiar en un nivel constantemente elevado, puesto que, como es sabido, hablar, escuchar y dialogar son factores esenciales para regular y armonizar el comportamiento. Además, es necesario que el hijo discapacitado pueda disfrutar de momentos de atención y amor dedicados a él. En esta función, la familia es indispensable; pero sólo con sus fuerzas difícilmente logrará obtener resultados apreciables. Se abre aquí el espacio para la intervención de asociaciones especializadas y de otras formas de ayuda extrafamiliar, que aseguren la presencia de personas con las que el niño minusválido pueda dialogar y entablar relaciones educativas y amistad.
La vida de grupo y la amistad constituyen, asimismo, una gran ayuda para disminuir la dificultad de inserción y lograr una mejor adaptación personal y social, gracias a la creación de relaciones abiertas y gratificantes.
6. Amadísimos hermanos y hermanas, he reflexionado junto con vosotros en algunos aspectos prácticos de gran importancia, relacionados con la integración de los niños minusválidos en la familia y en la sociedad. Mucho se ha escrito acerca de este tema, y la acción pastoral debe dedicar gran atención a los problemas que implica. Los niños merecen los mejores cuidados, y esto vale en particular cuando se encuentran en condiciones difíciles.
Sin embargo, por encima de cualquier investigación científica provechosa y de cualquier iniciativa social y pedagógica, para el creyente es importante el humilde y confiado abandono en las manos de Dios. En la oración, sobre todo, la familia encontrará la energía para afrontar las dificultades.
Los familiares, recurriendo constantemente al Señor, aprenderán a acoger, amar y valorar al niño o la niña marcados por el sufrimiento.
María, Madre de la esperanza, ayude y sostenga a cuantos deben afrontar esas situaciones. A ella le encomiendo vuestro meritorio compromiso, a la vez que os imparto complacido a vosotros, y a vuestros seres queridos, una especial bendición apostólica.
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