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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE IRLANDA EN VISITA «AD LIMINA»


Sábado 26 de junio de 1999

 

Queridos hermanos en el episcopado:

1.Con gran alegría os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Irlanda, con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum, y aprovecho con gusto esta oportunidad para enviar saludos afectuosos a los sacerdotes, a los religiosos y a los laicos de vuestro país, a quienes recuerdo con afecto. Vuestra visita es una ocasión para renovar y fortalecer los vínculos de fe y comunión que han caracterizado las relaciones de Irlanda con la Sede de Pedro desde el principio. Hasta cierto punto, vuestra visita es una peregrinación, durante la cual oráis ante las tumbas de los apóstoles Pedro y Pablo y meditáis en la gracia y la responsabilidad que tenéis al servicio del Evangelio. Los Apóstoles siguen inspirándonos a sus sucesores con su enseñanza y su ejemplo, y nos exhortan a ser «modelos de la grey» (1 P 5, 3), hombres de Dios que «combaten el buen combate de la fe», y que han conquistado «la vida eterna a la que han sido llamados y de la que han hecho solemne profesión delante de muchos testigos» (cf. 1 Tm 6, 12).

Se acerca cada vez más la celebración por parte de la Iglesia del bimilenario de la encarnación de Cristo y este acontecimiento constituye un kairós especial para nuestro ministerio pastoral. El Verbo encarnado es la realización del anhelo de Dios presente en todo corazón humano. Él es el «testigo fiel» (Ap 1, 5) que el Padre envió para buscar a todos los hombres, y llevarlos a compartir la vida íntima de la Trinidad. Como celebración de la suprema manifestación del amor de Dios, el gran jubileo compromete a los pastores de la Iglesia a intensificar sus esfuerzos por realizar la nueva evangelización, necesaria para poner sólidos fundamentos a la vida cristiana del próximo milenio. Es preciso recordar las palabras del concilio Vaticano II: «La Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al hombre luz y fuerzas por su Espíritu, para que pueda responder a su máxima vocación. (...) Afirma, además, la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es el mismo ayer, hoy y por los siglos (cf. Hb 13, 8)» (Gaudium et spes, 10). En consecuencia, no debemos tener miedo o dudas al realizar la misión que se nos ha encomendado, es decir, ser auténticos maestros de la fe (munus docendi), ministros de la gracia (munus sanctificandi) y buenos pastores del pueblo de Dios (munus regendi) (cf. Christus Dominus, 2).

2. La sociedad necesita redescubrir la autenticidad originaria del Evangelio y escuchar de nuevo el mensaje de salvación, verdad, esperanza y alegría que Cristo ofrece al mundo. Como obispos, uno de nuestros principales deberes consiste en anunciar y enseñar la fe católica y apostólica. Para ser convincentes, debemos dejarnos transformar personalmente por una relación profunda y continua, fundada en la oración, con el divino Maestro, para que podamos comunicar a los demás lo que hemos tenido el privilegio de recibir. Son muy acertadas las palabras de mi predecesor el Papa Pablo VI: «El hombre actual escucha a los testigos más gustosamente que a los maestros, o si escucha a los maestros es porque dan testimonio. Siente, en efecto, una repulsa instintiva por todo lo que puede parecer mistificación, fachada, compromiso. En este contexto se comprende la importancia de una vida que sea un eco auténtico del Evangelio» (Audiencia general, 2 de octubre de 1974: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 6 de octubre de 1974, p. 3).

Sois muy conscientes de las exigencias que la situación actual plantea a vuestro ministerio. Durante los últimos años hemos sido testigos de numerosos cambios en la sociedad irlandesa, y, aunque algunos aspectos de esa transformación dificultan aún más la proclamación del Evangelio, muchos fieles desean conocer más a fondo su fe, profundizar su relación con Dios mediante la oración, aprender a seguir a Cristo más de cerca en su vida diaria y al servicio del bien común, y tener un sentido más vivo de su papel y de su responsabilidad en la Iglesia. Lo demuestran la difusión de los grupos de oración, la adoración eucarística y las peregrinaciones, así como la creciente participación de los laicos en la evangelización, en las obras de caridad, en la defensa de la vida y en la promoción de la justicia.

También es verdad que el individualismo exagerado, que a veces acompaña a una mayor prosperidad material, produce como consecuencia una disminución del sentido de la presencia de Dios y del significado trascendente de la vida humana. El relativismo que entonces arraiga lleva a menudo al rechazo de los fundamentos objetivos de la moral y a una visión excesivamente subjetiva de la conciencia. Este tema ya lo abordasteis en una carta pastoral colectiva de 1998. De ahí deriva una erosión del sentido con que el cristianismo enseña la verdad, una verdad que no hemos elaborado nosotros, sino que hemos recibido como don. A su vez, esto puede llevar al desaliento y a la creencia de que la Iglesia ya no tiene nada importante que decir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. Pero, de hecho, la experiencia cristiana a lo largo de los siglos, y también en nuestra época, muestra que la fe, cuando es acrisolada, puede mostrarse más fuerte, libre y vigorosa, precisamente como lo testimonia con elocuencia la historia de la Iglesia en Irlanda.

3. La nueva evangelización, que puede suscitar en el siglo venidero una primavera del Evangelio, dependerá en gran medida de que los fieles laicos sean plenamente conscientes de su vocación bautismal y de su responsabilidad con respecto al evangelio de Jesucristo. Hoy los laicos deben estar a menudo en vanguardia cuando se trata de aplicar las enseñanzas de la Iglesia a las cuestiones éticas, morales y sociales que se plantean en sus comunidades o en el ámbito nacional. La misión específica de los laicos, hombres y mujeres, es la evangelización de la familia, de la cultura y de la vida social y política. Para cumplirla, se dirigen a los obispos en busca de apoyo y orientación.

La tarea del obispo a este respecto estriba en fomentar la santidad de vida y la formación cristiana, que permitan a los laicos, en el centro del orden temporal, «testificar cómo la fe cristiana (...) constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad» (Christifideles laici, 34). Ejerciendo el discernimiento que se exige de vuestro oficio apostólico, debéis ser como «el dueño de una casa que saca de sus arcas lo nuevo y lo viejo» (Mt 13, 52). En este sentido, la nueva evangelización requiere una renovación del gobierno y de la actividad pastorales. Como he afirmado a menudo, requiere esfuerzos nuevos en su ardor, en sus métodos y en su expresión (cf. Veritatis splendor, 106).

No se trata realmente de buscar la novedad por sí misma. En efecto, es preciso conservar las costumbres y tradiciones que han sido parte integrante de la vida de los católicos irlandeses, y, si fuera necesario, renovarlas. La práctica sacramental, la piedad popular, las peregrinaciones y las devociones tradicionales que sostienen la vida de gracia y el compromiso moral no han perdido su importancia. Pero también se necesitan nuevas formas de oración y apostolado, nuevas estructuras y programas, que ayuden a crear un mayor sentido de pertenencia a la comunidad eclesial, y un nuevo florecimiento de asociaciones y movimientos capaces de mostrar que la Iglesia se mantiene perennemente joven y que es una auténtica levadura para la sociedad. Vuestra cercanía personal es necesaria para apoyar y guiar a las asociaciones de fieles ya existentes, muchas de las cuales tienen extraordinarios méritos en la vida de la Iglesia en Irlanda, así como a los nuevos grupos y movimientos que el Espíritu Santo está suscitando constantemente en la Iglesia como respuesta a las nuevas exigencias.

4. La nueva evangelización es sumamente urgente, sobre todo teniendo presentes los numerosos y complejos motivos que dificultan la transmisión de la fe de una generación a otra, y cuya consecuencia es la disminución del conocimiento de las verdades de la fe y de la práctica religiosa, especialmente entre los adultos jóvenes. Ciertamente, algunos de estos motivos no tienen nada que ver con la Iglesia, pero otros están relacionados con la vigilancia, que es una parte esencial del ministerio de los obispos. El obispo es el principal maestro de la fe en la porción de la Iglesia encomendada a su cuidado pastoral, y ha de preocuparse constantemente por asegurar que se enseñe eficazmente el contenido auténtico de la doctrina católica. Nada puede sustituir la fuerza que tienen las verdades de la fe para atraer, convencer y transformar la experiencia interior de una persona. Los educadores católicos deben recordar lo que dijo el Concilio: «La suerte futura de la humanidad está en manos de aquellos que sean capaces de transmitir a las generaciones venideras razones para vivir y para esperar» (Gaudium et spes, 31). Sin esta «memoria histórica» de la tradición bimilenaria de espiritualidad y cultura que han heredado, a los jóvenes les resultará muy difícil adherirse a la Iglesia y, mas aún, comprometerse con ella de un modo definitivo.

Para los obispos y los sacerdotes, los medios principales de transmisión de la fe son la predicación y la catequesis. Mediante el estudio, la reflexión, el discernimiento y la oración, deben asimilar continuamente la verdad salvífica de Cristo, a fin de poder transmitir una visión de la fe sólidamente enraizada, importante para las necesidades de nuestro tiempo. Estáis llamados a proclamar la verdad con valentía, aunque a veces lo que enseñáis contraste con las opiniones aceptadas en el ambiente, sabiendo que la persona y la enseñanza de Jesucristo no son marginales para las necesidades de la cultura actual; y que, por el contrario, revelan el sentido más profundo de todo lo humano.

5. En la nueva evangelización, el matrimonio y la familia deben ser objeto de una intensa atención pastoral. Hay que ayudar a los jóvenes a desarrollar con generosidad, abnegación y compromiso lo que requiere el matrimonio. La preparación para el matrimonio debería garantizar que los novios comprendan plenamente la naturaleza del matrimonio cristiano y estén en condiciones de asumir las responsabilidades que implica. Las parroquias y las asociaciones católicas pueden respaldar a los matrimonios y a las familias mediante la organización de catequesis para adultos, retiros espirituales, consultorios o encuentros entre familias, para que se ayuden recíprocamente. Hacen falta nuevas ideas y nuevas energías para afrontar las necesidades de los matrimonios con dificultades y, en particular, para ayudar con rapidez y eficacia a las mujeres sometidas a presiones a fin de que rechacen a sus hijos por nacer. La nueva evangelización implica una defensa firme del derecho a la vida, el más elemental de todos los derechos humanos, más importante aún que el «derecho de elección» de la persona, del grupo o del Gobierno. Requiere que los fieles sean cada vez más conscientes de la doctrina social de la Iglesia, y cada vez más activos en la promoción de la verdad y la justicia en la vida pública y en las relaciones interpersonales. Requiere, además, una solidaridad práctica con los sectores más débiles de la sociedad y con todos los que han sido marginados del desarrollo económico.

6. El obispo, confiando en la fuerza de la gracia de Dios recibida en su ordenación episcopal, debe tratar de impulsar y animar a todos los que comparten con él el peso de su ministerio. Es preciso que mantenga una estrecha relación con sus sacerdotes, caracterizada por la caridad pastoral, la capacidad de escuchar, y una sincera solicitud por su bienestar espiritual y humano.

En un tiempo en que los sacerdotes sufren por las presiones de la cultura de su ambiente y por los terribles escándalos que dan algunos de sus hermanos en el sacerdocio, es fundamental invitarlos a fortalecerse mediante una mayor comprensión de su identidad sacerdotal y de su misión. He compartido vuestro sufrimiento y vuestra oración, encomendando al «Dios de toda consolación» (2 Co 1, 3) a las víctimas de abusos sexuales por parte de clérigos o religiosos. También debemos rogar para que los culpables de esas faltas reconozcan que han obrado mal y pidan perdón.

Esos escándalos, sumados a una concepción de la Iglesia más sociológica que teológica, llevan a veces a pedir un cambio en la disciplina del celibato. Sin embargo, no podemos olvidar que la Iglesia reconoce la voluntad de Dios mediante la guía interior del Espíritu Santo (cf. Jn 16, 13), y que la tradición viva de la Iglesia constituye una afirmación clara de la conveniencia del celibato, por profundas razones teológicas y antropológicas, con el carácter sacramental del sacerdocio. Las dificultades que hay que superar para conservar la castidad no son una razón suficiente para cambiar la ley del celibato. La Iglesia, más bien, «confía en el Espíritu que el Padre concederá generosamente el don del celibato, (...) con tal de que lo pidan humilde e insistentemente los que participan del sacerdocio de Cristo por medio del sacramento del orden, e incluso toda la Iglesia» (Presbyterorum ordinis, 16).

En el libro Don y misterio, reflexionando en el 50° aniversario de mi ordenación, recordé que la vocación sacerdotal es un misterio de elección divina, inspirado sólo por el amor de Dios al llamado. Es un don que trasciende infinitamente a la persona: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Estas palabras son un desafío para los sacerdotes, a fin de que reafirmen la bondad y el significado único de su llamada, a pesar de sus debilidades y de sus fracasos personales. No deberían dudar en invitar a los jóvenes a la entrega radical que implica el sacerdocio: «Ha llegado el tiempo de hablar valientemente de la vida sacerdotal como de un valor inestimable y una forma espléndida y privilegiada de vida cristiana» (Pastores dabo vobis, 39). Con profunda gratitud a Dios por la santidad, el testimonio y el compromiso de innumerables sacerdotes irlandeses de ayer y de hoy, os aliento a reafirmar el ideal de la vida sacerdotal y a recordar a toda la comunidad eclesial la extraordinaria gracia que supone la ordenación, una configuración sacramental única con Cristo, por la cual el sacerdote se convierte en Cristo para los demás: un signo eficaz de la presencia salvífica de Dios. Su esfuerzo por alcanzar la santidad y la madurez personal, su ejemplo de virtud cristiana e integridad, y su caridad pastoral con todos, son las condiciones para un ministerio fiel y fecundo, que los fieles tienen el derecho a esperar de quienes han aceptado la llamada del Señor.

7. La experiencia de una vida consagrada auténtica, estable y centrada en la comunidad es de un valor incalculable para la nueva evangelización. Al acercarse el tercer milenio cristiano, la Iglesia tiene gran necesidad de una vida religiosa vital y atractiva, que testimonie la soberanía de Dios y el valor de la «entrega total de sí mismo en la profesión de los consejos evangélicos» (Vita consecrata, 16). Ahora que una buena parte de las congregaciones religiosas están afrontando el desafío de la disminución del número de sus miembros y del aumento de su edad, los obispos tienen que ayudarles a reafirmar la confianza en su consagración y misión. Cada aspecto de la presencia de la Iglesia en el mundo, incluyendo todas las formas de vida consagrada, es el resultado y la expresión de la encarnación salvífica de Cristo, de su muerte redentora y de su resurrección. La vida consagrada hace presente de diferentes modos al Cristo casto, al Cristo pobre y al Cristo obediente, en una palabra, al Santo de Dios. La importancia de su testimonio para la vida de cada Iglesia particular es tal, que el obispo debe hacer todo lo que esté a su alcance para impulsar y apoyar esa vocación, que está en el corazón mismo de la Iglesia, dado que manifiesta la naturaleza interior de la vocación cristiana y el esfuerzo de toda la Iglesia como Esposa por alcanzar la unión con su Esposo (cf. ib., 3).

8. Una revitalización de la fe en Irlanda sólo puede lograrse con una auténtica renovación de la vida litúrgica y sacramental. Especialmente en la Eucaristía, fuente y culmen de la vida de la Iglesia, el Espíritu Santo guía a los fieles a un encuentro profundo y transformador con el Señor, y les infunde la gracia que les permite vivir de acuerdo con el Evangelio y testimoniarlo con sus obras. La dimensión contemplativa de la liturgia y la reverencia de la presencia real, tan características de la vida católica irlandesa, ¿no son particularmente necesarias ahora que gran parte de la cultura actual tiende a quedarse en el ámbito de lo efímero y superficial? A este respecto, me alegra notar que se ha reanudado la adoración al santísimo Sacramento en muchas parroquias de Irlanda, signo de que los fieles aún tienen un fuerte sentido de lo que es esencial y vital para su fe.

Al invitar a toda la Iglesia a una intensa celebración del año jubilar, he querido que el aniversario del nacimiento de Cristo sea un «año de perdón de los pecados y de las penas por los pecados, año de reconciliación entre los adversarios, año de múltiples conversiones y de penitencia sacramental y extrasacramental» (Tertio millennio adveniente, 14). Las tendencias dominantes en la cultura contemporánea debilitan el sentido del pecado, sobre todo porque disminuye la conciencia de que Dios es santo y llama a su pueblo a la santidad de vida. Por eso es indispensable un gran esfuerzo pastoral para ayudar a los fieles a redescubrir el sentido de lo que es el pecado en relación con Dios y, en consecuencia, a apreciar profundamente la belleza y el gozo del sacramento de la penitencia. Esto requiere que en los programas pastorales diocesanos y en las iniciativas para el jubileo se ponga el énfasis en el sacramento, invitando a los católicos a realizar de nuevo esa experiencia única y transformadora que es la confesión integral y la absolución individual.

La naturaleza personal del pecado, la conversión, el perdón y la reconciliación son las razones por las cuales se exige la confesión personal de los pecados y la absolución individual (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 1484). También por este motivo, la confesión y la absolución generales sólo se han de realizar en caso de grave necesidad, establecida claramente por las normas litúrgicas y canónicas (cf. ib., n. 1483; Código de derecho canónico, cc. 961-963).

Han pasado ya veinte años desde mi visita pastoral a vuestro país. En aquella ocasión, constaté que en el centro de la experiencia católica irlandesa se encuentran la contemplación y la misión, las dos columnas en que debe apoyarse necesariamente todo esfuerzo evangelizador para no fracasar. Esta combinación impulsó a san Patricio, a san Colmcille, a santa Brígida, a san Columbano, a san Oliver Plunkett, a los mártires irlandeses y a multitud de santos y santas en tiempos más recientes a renunciar a todo por Cristo, para dar a conocer el Evangelio.Ojalá que la celebración del gran jubileo reavive el espíritu de oración y misión, para que la Iglesia en Irlanda, revitalizada y renovada, pueda afrontar con confianza el próximo milenio.

Encomendándoos a vosotros y a todos los sacerdotes, religiosos y laicos de vuestras diócesis a la intercesión de nuestra Señora, Reina de Irlanda, os imparto cordialmente mi bendición apostólica.

 



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