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MENSAJE DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
AL PADRE LORENZO RUSSO,
ABAD GENERAL DE LA CONGREGACIÓN
BENEDICTINA VALLUMBROSIANA

 

Al reverendísimo padre LORENZO RUSSO
Abad general de la Congregación Benedictina Vallumbrosiana

1. Me ha alegrado saber que la familia monástica vallumbrosiana se prepara para celebrar este año el milenario del nacimiento de su fundador, san Juan Gualberto. En esta perspectiva, deseo dirigirme a usted, reverendísimo abad general, y a todos los miembros de la congregación, para que esta importante conmemoración deje huellas profundas con vistas a una renovación de vuestra vida y al bien de toda la Iglesia: «¡Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa que recordar y contar, sino una gran historia que construir!» (Vita consecrata, 110).

Este aniversario se celebra en el año dedicado al Padre, vísperas del jubileo del año 2000, y es importante que para cada monje vallumbrosiano esa celebración sea un acto de alabanza a Dios Padre por haber suscitado en la Iglesia una figura tan significativa por santidad y valentía apostólica: «Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Él nos eligió en la persona de Cristo, antes de crear el mundo, para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1, 3-4).

2. San Juan Gualberto fue elegido por Dios a fin de que, en un momento difícil para la historia de la Iglesia, en una época de profundas transformaciones que afectaban al mundo de las órdenes religiosas, contribuyera a suscitar nuevamente el deseo de una vida cristiana y monástica sin componendas, dando inicio, después de no pocas dificultades, a una nueva forma de vida que respondía a las mociones interiores del Espíritu. Esta forma de vida, arraigada en la regla de san Benito, preveía que «nada se antepusiera a Cristo» (Regula Benedicti, 4, 21 y 72, 11). Así, san Juan Gualberto y sus discípulos pudieron cumplir las exigencias de una vida ascética rigurosa, dando a la vez una valiosa aportación a la lucha contra la simonía y el nicolaísmo.

Como ya dijo mi venerado predecesor Pablo VI, con ocasión del IX centenario de su muerte, «aun siendo monje, participó plenamente y del modo más verdadero en la vida de la Iglesia, y juntamente con sus discípulos desempeñó un papel de primera importancia en las gravísimas circunstancias que (...) afligían especialmente a la Iglesia de Florencia. Desde el monasterio de Vallumbrosa, como desde una elevada atalaya, estaba atento a las inmensas necesidades de la Iglesia (...). Se aplicó con gran esfuerzo a la instauración de la disciplina monástica y a la reforma de las costumbres del clero, inculcando la vida común y la absoluta pobreza evangélica» (Carta al abad general de los vallumbrosianos, 10 de julio de 1973: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de agosto de 1973, p. 2).

Precisamente mediante el testimonio de la pobreza, «testimonio del Reino, principio de bienaventuranza, itinerario de libertad y medio de fecundidad apostólica» (Constituciones vallumbrosianas, 147), dado también con la sencillez de los edificios y la austeridad de vida, la reforma monástica llevada a cabo por san Juan Gualberto logró convertirse en norma de vida también para otros monasterios.

3. La fuerza del Espíritu Santo se manifestó en san Juan Gualberto cuando, siendo aún caballero de una prometedora milicia mundana, al encontrarse con el asesino de su hermano, bajó del caballo y le dio un abrazo como signo de perdón. Este gesto, que marcó profundamente su vida, hasta el punto de que lo impulsó a dejarlo todo por el Reino (cf. Lc 18, 28), es de gran actualidad también para nuestro tiempo: ceder a la violencia y al odio significa dejarse vencer por el mal y propagarlo. San Juan Gualberto, al ofrecer el perdón, no sólo cumplió plenamente la enseñanza del Señor: «Perdonad y se os perdonará» (Lc 6, 37), sino que también obtuvo una gran victoria sobre sí mismo y una profunda paz interior.

El ejemplo de vuestro fundador os debe llevar a comprometeros en la Iglesia para impulsar la espiritualidad de la comunión, ante todo dentro de vuestra familia monástica y luego en la misma comunidad eclesial y más allá de sus confines (cf. Vita consecrata, 51).

4. La llamada a la santidad que recibió san Juan Gualberto se fue realizando en él a través de un continuo ejercicio de oración y ascesis, según la secular y vital tradición benedictina. Como narra uno de sus biógrafos, «era ignorante y casi analfabeto», pero «hacía que le leyeran de noche y de día la sagrada Escritura, hasta el punto de que llegó a ser bastante experto en la ley y en la sabiduría divina» (Andrés de Strumi, Vida de san Juan Gualberto, 32). La vida de la Iglesia «se ha de alimentar y regir con la sagrada Escritura» (Dei Verbum, 21) y tiene su «cumbre y fuente» en la liturgia (cf. Sacrosanctum Concilium, 10). También la vida monástica se caracteriza por estos dos elementos fundamentales; y el testimonio que vuestros monasterios pueden dar a la comunidad cristiana, y sobre todo a los jóvenes, deseosos de encontrar hombres capaces de hacerles gustar «la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús» (Flp 3, 8) mediante la oración, la lectio divina y la liturgia, es irrenunciable.

Deseo de corazón que este milenario intensifique vuestra sequela Christi y, a ejemplo de san Juan Gualberto, vuestros monasterios sean cada vez más «casas de Dios» (Regula Benedicti, 31, 19; 53, 22; 64, 5), «un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de estudio, de diálogo y de cultura para la edificación de la vida eclesial y de la misma ciudad terrena, en espera de la celestial» (Vita consecrata, 6).

5. Antes de dejar este mundo, vuestro fundador, en su testamento espiritual, quiso recordar a todos sus hijos que la caridad es la base evangélica de la familia monástica: «Para conservar inviolablemente esta virtud, es inmensamente útil la comunión de los hermanos reunidos en torno al gobierno de una sola persona» (Andrés de Strumi, Vida de san Juan Gualberto, 80). En efecto, vuestras Constituciones subrayan que «el fin de la congregación, por voluntad del fundador, es el vinculum caritatis et consuetudinis entre las comunidades, las cuales, bajo la autoridad del abad general, se ayudan mutuamente para conservar e incrementar la vida consagrada de sus monjes» (Constituciones vallumbrosianas, 2).

Deseo repetiros a vosotros lo que escribí en la exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata: «Toda la Iglesia espera mucho del testimonio de comunidades ricas iide gozo y del Espíritu Santo» (Hch 13, 52). Desea poner ante el mundo el ejemplo de comunidades en las que la atención recíproca ayuda a superar la soledad, y la comunicación contribuye a que todos se sientan corresponsables; en las que el perdón cicatriza las heridas, reforzando en cada uno el propósito de la comunión. En comunidades de este tipo la naturaleza del carisma encauza las energías, sostiene la fidelidad y orienta el trabajo apostólico de todos hacia la única misión. Para presentar a la humanidad de hoy su verdadero rostro, la Iglesia tiene urgente necesidad de semejantes comunidades fraternas. Su misma existencia representa una contribución a la nueva evangelización, puesto que muestran de manera concreta los frutos del mandamiento nuevo» (n. 45).

Así pues, que permanezca muy firme en vuestro corazón la exhortación de vuestro padre y fundador: conservar inviolablemente la caridad.

6. Sobre usted, reverendísimo abad general, y sobre todos los monjes de la congregación vallumbrosiana invoco la maternal protección de María, vuestra patrona principal, amada y venerada con intenso fervor por san Juan Gualberto. A la Virgen santísima le pido que guíe los pasos de vuestra familia hacia el tercer milenio. En ella inspirad siempre vuestra vida, aprendiendo en su escuela a escuchar y conservar la palabra de Dios, y a amar la virginidad, la pobreza, el silencio, el sacrificio y la docilidad a los planes misteriosos de la Providencia (cf. Constituciones vallumbrosianas, 183), para mirar con esperanza al futuro que Dios sigue preparando para vosotros, como hizo en vuestro glorioso pasado.

Con estos deseos, mientras invoco sobre la congregación la celestial protección de san Juan Gualberto, le imparto con afecto a usted, reverendísimo padre, y a todos sus hermanos monjes vallumbrosianos una especial bendición apostólica.

Vaticano, 21 de marzo de 1999

JUAN PABLO II



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