DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
DURANTE LA CEREMONIA DE BIENVENIDA
Bucarest, viernes 7 de mayo de 1999
Señor presidente;
distinguidos representantes del Gobierno;
venerado patriarca Teoctist;
venerados hermanos en el episcopado;
amadísimos hermanos y hermanas:
1. Con gran alegría llego hoy a Rumanía, nación que tanto quiero y que desde hace mucho tiempo anhelaba visitar. Con profunda emoción he besado su tierra, ante todo dando gracias a Dios todopoderoso que, en su próvida benevolencia, me ha concedido ver realizado este deseo.
La expresión de mi gratitud se dirige asimismo a usted, señor presidente, por su repetida invitación y por las amables palabras con que ha manifestado los sentimientos de sus colaboradores y de todo el pueblo rumano. He apreciado mucho sus cordiales palabras de bienvenida y las conservo en mi corazón, mientras recuerdo con gratitud la visita que me hizo en el año 1993, entonces en calidad de rector de la universidad de Bucarest y presidente de la Conferencia de rectores de universidades de Rumanía. En usted, primer ciudadano de esta noble nación, veo representados a todos los ciudadanos, a los que siento viva necesidad de enviar un cordial saludo de fraternidad y paz, comenzando por la población de la capital y llegando hasta los habitantes de las aldeas más remotas.
2. Le expreso de manera especial mi agradecimiento a usted, Beatitud Teoctist, patriarca de la Iglesia ortodoxa rumana, por las fraternales expresiones que ha querido dirigirme, así como por la invitación que tuvo la amabilidad de hacerme para visitar la Iglesia ortodoxa rumana, mayoritaria en el país. Es la primera vez que la divina Providencia me brinda la posibilidad de realizar un viaje apostólico a una nación de mayoría ortodoxa, y esto, ciertamente, no hubiera sido posible sin la disponible y fraterna condescendencia del Santo Sínodo de la veneranda Iglesia ortodoxa rumana y sin su consentimiento, señor patriarca, con quien tendré mañana y el domingo especiales y esperados encuentros.
En este histórico momento no puedo por menos de recordar la visita que usted me hizo hace diez años en el Vaticano, manifestando su firme voluntad de estrechar libremente las amistosas relaciones eclesiales que se presentaban beneficiosas para el pueblo de Dios. Espero que esta visita mía contribuya a cicatrizar las heridas producidas a las relaciones entre nuestras Iglesias durante los pasados cincuenta años y a abrir una era de confiada y recíproca colaboración.
3. Por último, lo saludo muy cordialmente a usted, monseñor Lucian Muresan, venerado arzobispo de Fagaras y Alba Julia y presidente de la Conferencia episcopal de Rumanía, así como a todos vosotros, hermanos en el episcopado de rito bizantino-rumano y de rito latino, y en particular al arzobispo de Bucarest, mons. Ioan Robu. Os renuevo toda mi gratitud por la amable insistencia con que me habéis invitado a realizar esta visita. Me siento realmente feliz de que este sueño se haya cumplido hoy y, junto con vosotros, doy gracias al Señor por ello.
Por fin, estoy aquí, entre vosotros, como peregrino de fe y esperanza. A todos vosotros, amadísimos hermanos y hermanas católicos de las diversas comunidades y diócesis, sacerdotes, consagrados y laicos, os abrazo con afecto y emoción, a la vez que os saludo con las palabras del apóstol san Pablo: «Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, Padre nuestro, y del Señor Jesucristo» (1 Co 1, 3).
Mi visita quiere fortalecer los vínculos entre Rumanía y la Santa Sede, que tanta importancia han tenido en la historia del cristianismo en la región. Como es sabido, según la tradición, la fe fue traída a estas tierras por el hermano de Pedro, el apóstol Andrés, el cual selló su incansable labor misionera con el martirio en Patrasso. Otros eminentes testigos del Evangelio, como Sabas el Godo, Niceto de Remesiana, procedente de Aquileya, y Lorenzo de Novae, prosiguieron su obra y, durante las persecuciones de los primeros siglos, innumerables cristianos sufrieron el martirio: son los mártires daciorromanos, como Zótico, Atalo, Kamasis y Filipos, cuyo sacrificio contribuyó a que la fe cristiana echara profundas raíces en vuestra tierra.
La semilla del Evangelio, que cayó en terreno fértil, ha producido, a lo largo de estos dos milenios, numerosos frutos de santidad y martirio. Pienso en san Juan Casiano y en Dionisio el Exiguo, que contribuyeron a la transmisión de los tesoros espirituales, teológicos y canónicos del Oriente griego al Occidente latino; en el santo rey Esteban, «un verdadero atleta de la fe cristiana», como lo definió el Papa Sixto IV; y en tantos otros servidores fieles del Evangelio, entre ellos el príncipe y mártir Constantino Brancovan y, más recientemente, los numerosos mártires y confesores de la fe del siglo XX.
4. Amadísimos hermanos y hermanas de Rumanía, en este siglo que se está acercando a su fin, vuestra patria ha experimentado los horrores de duros sistemas totalitarios, compartiendo el doloroso destino de otros muchos países de Europa. El régimen comunista suprimió la Iglesia de rito bizantino-rumano unida a Roma y persiguió a obispos y sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, muchos de los cuales pagaron con su sangre la fidelidad a Cristo. Algunos sobrevivieron a las torturas y se hallan aún entre nosotros. Mi pensamiento emocionado va al benemérito y amadísimo cardenal Alexandru Todea, arzobispo emérito de Fagaras y Alba Julia, que pasó 16 años en la cárcel y 27 en domicilio forzado. Rindiéndole homenaje a él, que en la enfermedad, aceptada con paciencia cristiana de la mano de Dios, prosigue su fiel servicio a la Iglesia, quisiera expresar el debido reconocimiento también a los que, perteneciendo a la Iglesia ortodoxa rumana y a otras Iglesias y comunidades religiosas, sufrieron análoga persecución y graves limitaciones. A estos hermanos nuestros en la fe la muerte los ha unido en el heroico testimonio del martirio: nos dejan una lección inolvidable de amor a Cristo y a su Iglesia.
5. Gracias a Dios, después del duro invierno de la dominación comunista, ha comenzado la primavera de la esperanza. Con los históricos acontecimientos del año 1989, también Rumanía puso en marcha un proceso de vuelta al Estado de derecho, con el respeto de las libertades, entre ellas la religiosa. Ciertamente, se trata de un proceso lleno de obstáculos, que es preciso continuar, día tras día, respetando la legalidad y consolidando las instituciones democráticas. Expreso mi deseo de que, en este esfuerzo de renovación social, vuestra nación cuente con el apoyo político y económico de la Unión europea, a la que Rumanía pertenece por su historia y su cultura.
Para cicatrizar las heridas de un pasado reciente triste y doloroso, hace falta paciencia y prudencia, espíritu de iniciativa y honradez. Esta tarea, ardua pero exaltante, corresponde a todos. Se trata de un desafío ante todo para vosotros, queridos jóvenes, que sois el porvenir de este pueblo generoso. No temáis asumir con valentía vuestras responsabilidades; mirad al futuro con confianza. Por su parte, la Iglesia católica está dispuesta a dar su contribución, esforzándose con todos los medios posibles por contribuir a la formación de ciudadanos atentos a las verdaderas exigencias del bien común.
Rumanía, país puente entre Oriente y Occidente, encrucijada entre Europa central y oriental; Rumanía, a la que la tradición ha atribuido el hermoso título de «Jardín de María», vengo a ti en nombre de Jesucristo, Hijo de Dios y de la Virgen santísima. En el umbral de un nuevo milenio, sigue cimentando tu futuro en la sólida roca de su Evangelio. Con la ayuda de Cristo, serás protagonista de una nueva era de entusiasmo y valentía. Serás nación próspera, tierra fecunda en bien, pueblo solidario y artífice de paz.
¡Que Dios te proteja y te bendiga siempre!
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