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DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS PARTICIPANTES EN LA CEREMONIA DE CLAUSURA
DE LA ASAMBLEA INTERRELIGIOSA


Plaza de San Pedro
Jueves 28 de octubre de 1999

 

Distinguidos representantes religiosos;
queridos amigos:

1. Con la paz que el mundo no puede dar, os saludo a todos vosotros, reunidos aquí, en la plaza de San Pedro, al término de la Asamblea interreligiosa, que se ha celebrado en estos últimos días. Durante los años de mi pontificado, y especialmente en mis visitas pastorales a diversas regiones del mundo, he tenido la gran alegría de encontrarme con muchos otros cristianos y miembros de diferentes religiones. Hoy, esta alegría se renueva aquí, junto a la tumba del apóstol Pedro, cuyo ministerio en la Iglesia estoy llamado a continuar. Me alegra reunirme con todos vosotros, y doy gracias a Dios todopoderoso, que inspira nuestro deseo de comprensión mutua y de amistad.

Soy consciente de que muchos estimados líderes religiosos han venido desde muy lejos para participar en esta ceremonia conclusiva de la Asamblea interreligiosa. Expreso mi gratitud a todos los que han contribuido a fomentar el espíritu que la ha hecho posible. Acabamos de escuchar el Mensaje, fruto de vuestras deliberaciones.

2. Siempre he creído que los líderes religiosos desempeñan un papel muy importante para alimentar la esperanza de justicia y paz sin la cual no habrá un futuro digno para la humanidad. Ahora que el mundo se acerca al final de un milenio y al comienzo de otro, conviene analizar el pasado con calma, para valorar el presente y encaminarnos juntos, con esperanza, hacia el futuro.

Al observar la situación de la humanidad, ¿es exagerado hablar de una crisis de civilización? Asistimos a grandes avances tecnológicos, que no siempre van acompañados por un gran progreso espiritual y moral. Notamos, asimismo, una brecha cada vez mayor entre ricos y pobres, tanto entre las personas como entre las naciones. Mucha gente hace grandes sacrificios para mostrar solidaridad con los que padecen pobreza, hambre o enfermedad, pero falta aún la voluntad colectiva de superar las desigualdades escandalosas y crear nuevas estructuras que permitan a todos participar justamente de los recursos del mundo.

Por eso, son numerosos los conflictos que estallan continuamente en el mundo: guerras entre naciones y luchas armadas en el seno de los países. Se trata de conflictos que perduran como heridas abiertas y exigen una solución que tarda en llegar. Inevitablemente, los más débiles son quienes más sufren en esos conflictos, en especial cuando son desalojados de sus hogares y obligados a escapar.

3. Seguramente no es así como la humanidad debe vivir. Por tanto, ¿no es exacto decir que existe efectivamente una crisis de civilización que sólo puede contrarrestarse con una nueva civilización del amor, fundada en los valores universales de la paz, la solidaridad, la justicia y la libertad? (cf. Tertio millennio adveniente, 52).

Hay quienes afirman que la religión forma parte de este problema, pues bloquea el camino de la humanidad hacia la paz y la prosperidad verdaderas. Como hombres de fe, tenemos el deber de demostrar que no es así. Cualquier uso de la religión para apoyar la violencia es un abuso de ella. La religión no es, y no debe llegar a ser, un pretexto para los conflictos, sobre todo cuando coinciden la identidad religiosa, cultural y étnica. La religión y la paz van juntas: desencadenar una guerra en nombre de la religión es una contradicción evidente (cf. Discurso a los participantes en la VI Asamblea de la Conferencia mundial sobre la religión y la paz, 3 de noviembre de 1994, n. 2). Los líderes religiosos deben mostrar claramente que están comprometidos en promover la paz, precisamente a causa de su creencia religiosa.

Por tanto, la tarea que debemos cumplir consiste en promover una cultura del diálogo. Individualmente y todos juntos debemos demostrar que la creencia religiosa se inspira en la paz, fomenta la solidaridad, impulsa la justicia y sostiene la libertad.

Sin embargo, la enseñanza sola, por muy indispensable que sea, nunca basta. Debe traducirse en acción. Mi venerado predecesor, el Papa Pablo VI, observó que en nuestro tiempo la gente presta más atención a los testigos que a los maestros, y que escucha a los maestros si son también testigos (cf. Evangelii nuntiandi, 41). Basta pensar en el testimonio inolvidable de personas como Mahatma Gandhi o la madre Teresa de Calcuta, por mencionar sólo a dos figuras que ejercieron gran influjo en el mundo.

4. Además, la fuerza del testimonio reside en el hecho de que es compartido. Es un signo de esperanza que en muchas partes del mundo se hayan creado asociaciones interreligiosas con el fin de promover la reflexión y la acción común. En algunos lugares, los líderes religiosos han mediado entre las facciones en guerra. En otros, la causa común consiste en proteger a los hijos por nacer, tutelar los derechos de las mujeres y los niños, y defender a los inocentes. Estoy convencido de que el creciente interés por el diálogo entre las religiones es uno de los signos de esperanza presentes en el último tramo de este siglo (cf. Tertio millennio adveniente, 46). Pero es necesario ir más lejos aún. Una mayor estima recíproca y una creciente confianza deben llevar a una acción común más eficaz y coordinada en beneficio de la familia humana.

Nuestra esperanza no se funda sólo en las capacidades del corazón y de la mente humana; tiene también una dimensión divina, que es preciso reconocer. Los cristianos creemos que esta esperanza es un don del Espíritu Santo, que nos llama a ensanchar nuestros horizontes, a buscar, por encima de nuestras necesidades personales y de las de nuestras comunidades particulares, la unidad de toda la familia humana.

La enseñanza y el ejemplo de Jesucristo han dado a los cristianos un claro sentido de la fraternidad universal de todos los pueblos. La convicción de que el Espíritu de Dios actúa donde quiere (cf. Jn 3, 8) nos impide hacer juicios apresurados y peligrosos, porque suscita aprecio de lo que está escondido en el corazón de los demás. Esto lleva a la reconciliación, la armonía y la paz. De esta convicción espiritual brotan la compasión y la generosidad, la humildad y la modestia, la valentía y la perseverancia. La humanidad necesita hoy más que nunca estas cualidades, mientras se encamina hacia el nuevo milenio. 

5. Al estar hoy aquí reunidas personas de numerosas naciones, que representan a muchas de las religiones del mundo, no podemos por menos de recordar el encuentro de Asís, que se celebró hace trece años, con ocasión de la Jornada mundial de oración por la paz. Desde entonces, el «espíritu de Asís» se ha mantenido vivo mediante múltiples iniciativas en diferentes partes del mundo. Ayer, los participantes en la Asamblea interreligiosa fuisteis a Asís en el aniversario de aquel memorable encuentro de 1986. Fuisteis con el propósito de afirmar una vez más el espíritu de ese encuentro y hallar nuevamente inspiración en la figura del Poverello de Dios, el humilde y alegre san Francisco de Asís. Permitidme repetir aquí lo que dije al final de aquel día de ayuno y oración: «El hecho de que hayamos venido hasta Asís desde tan diversas regiones del mundo es en sí mismo un signo de este camino común que la humanidad está llamada a recorrer. O aprendemos a caminar juntos en paz y armonía, o iremos a la deriva, destruyéndonos a nosotros mismos y a los demás. Esperamos que esta peregrinación a Asís nos haya enseñado nuevamente a ser conscientes del origen común y del común destino de la humanidad. Podemos ver en ello una prefiguración de lo que Dios quiere que sea el camino de la historia de la humanidad: una ruta fraterna a través de la cual marchamos acompañándonos los unos a los otros hacia la meta trascendente que él nos ha señalado» (Discurso al final de la Jornada mundial de oración por la paz, 27 de octubre de 1986, n. 5: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 2 de noviembre de 1986, p. 11).

Este encuentro en la plaza de San Pedro es un paso más en ese camino. Con las múltiples lenguas de la oración, pidamos al Espíritu de Dios que nos ilumine, guíe y fortalezca a fin de que, como hombres y mujeres que se inspiran en sus creencias religiosas, podamos trabajar juntos para construir el futuro de la humanidad en armonía, justicia, paz y amor.

 



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