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DISCURSO DEL PAPA JUAN PABLO II
AL SEXTO GRUPO DE OBISPOS DE FRANCIA EN VISITA "AD LIMINA"


Sábado 7 de febrero de 2004

 

Señor cardenal;
queridos hermanos en el episcopado:

1. Con alegría os acojo a vosotros, obispos de las provincias eclesiásticas de Lyon y Clermont, al final de vuestra visita ad limina. Se trata siempre de un momento fuerte de renovación espiritual, gracias a la oración celebrada en común ante las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo, oración que reaviva en nosotros la conciencia del valor insustituible del testimonio cristiano, a veces hasta el martirio, y del arraigo apostólico de nuestra fe. También es un tiempo de comunión fraterna y de trabajo, que permite fortalecer nuestro sentido de Iglesia gracias a los encuentros con el Sucesor de Pedro, garante de la comunión eclesial, y con los diferentes dicasterios. Doy la bienvenida, en particular, a los nuevos obispos, numerosos en vuestro grupo, y agradezco vivamente al señor cardenal Philippe Barbarin, arzobispo de Lyon y primado de Francia, que en vuestro nombre acaba de presentarme vuestras regiones y algunas de vuestras preocupaciones pastorales. Evocáis una situación a menudo difícil, debido a la falta de pastores y a la secularización de las mentalidades, mientras vuestras diócesis se esfuerzan con valentía por preparar el futuro.

2. Hoy deseo reflexionar con vosotros sobre la vida de la Iglesia diocesana. Desde la última visita ad limina de los obispos de Francia en 1997, muchas diócesis han iniciado una reflexión importante sobre la vida y el papel de las parroquias, que ha sido necesaria a causa de la evolución demográfica y de la urbanización creciente, pero también por la disminución del número de sacerdotes, que se sentirá aún más en los próximos años. En muchas diócesis ese trabajo se ha realizado en el marco de un sínodo diocesano; en otras se ha emprendido lo que se ha llamado un "camino sinodal", tratando en todos los casos de implicar ampliamente a los pastores y a los fieles, para valorar juntos lo que representa la parroquia en la vida de la Iglesia y cuál debe ser su futuro. Con mucha frecuencia, el obispo ha decidido después llevar a cabo una reorganización pastoral de toda la diócesis, ya sea creando nuevas parroquias, menos numerosas y más adecuadas, ya sea reagrupando las parroquias existentes en conjuntos más coherentes, para responder mejor a las necesidades de la evangelización.

3. Lejos de limitarse a una simple reforma administrativa y a una nueva definición de los límites parroquiales, esa reflexión pastoral ha permitido llevar a cabo un verdadero trabajo de formación permanente y de catequesis con los fieles, aprovechando de manera más consciente las riquezas de lo que constituye la vida de una parroquia, a saber, las tres grandes misiones de la Iglesia:  la misión profética, caracterizada por la tarea de anunciar a todos los hombres la buena nueva de la salvación, misión confiada a la Iglesia por el Señor mismo; la misión sacerdotal, que consiste en participar en el único sacerdocio de Cristo, celebrando los misterios divinos; y, por último, la misión real, que se expresa en el servicio a todos, siguiendo el ejemplo del Señor Jesús.

Así, los fieles han podido evaluar juntos la manera como la parroquia realiza concretamente sus tareas, aprendiendo a relacionarlas entre sí y comprendiendo mejor lo que constituye su unidad. En efecto, es esencial que los fieles capten bien que la catequesis de los niños, la vida de oración y el servicio a los enfermos no son actividades yuxtapuestas, encomendadas a "especialistas" o a voluntarios, sino que corresponden a misiones fundamentales de la vida cristiana y que, en consecuencia, son para el bien de todos, como lo expresó acertadamente san Pablo, comparando la Iglesia con un cuerpo (cf. 1 Co 12, 12-28). Toda comunidad eclesial, y especialmente la parroquia, que es la célula básica de la vida de la Iglesia diocesana, debe anunciar el Evangelio, celebrar el culto que corresponde a Dios y servir como Cristo.

También es importante velar para que la comunidad parroquial exprese la diversidad de los miembros que la componen y la variedad de sus carismas, y para que se abra a la vida de las asociaciones o de los movimientos. De ese modo será una expresión viva de la comunión eclesial, que pone los bienes de cada uno al servicio de todos (cf. Hch 4, 32) y no se cierra jamás en sí misma. Así, los fieles se preocuparán por la comunión en la parroquia y se sentirán miembros tanto de la diócesis como de la Iglesia entera (cf. Código de derecho canónico, c. 529, 2).

4. Esta toma de conciencia de la identidad auténtica de la parroquia, que no es sólo un territorio geográfico o una subdivisión administrativa, sino más bien la comunidad eclesial fundamental, va acompañada también por un redescubrimiento, por parte de los fieles, de la identidad propia de la diócesis. Ya no es sólo una circunscripción administrativa, sino ante todo la manifestación de una realidad eclesial:  la Iglesia diocesana, "parte del pueblo de Dios que se confía a un obispo para que la apaciente con la colaboración de su presbiterio" (Christus Dominus, 11). Por tanto, la diócesis es una entidad viva, una realidad humana y espiritual, familia de comunidades, que son las parroquias y las demás realidades eclesiales presentes en el territorio.

Me complace destacar la importancia de este redescubrimiento de la Iglesia en su verdadera naturaleza:  no es ni una administración ni una empresa, sino ante todo una realidad espiritual, compuesta por hombres y mujeres llamados por la gracia de Dios a convertirse en hijos de Dios, los cuales han entrado en una fraternidad nueva por el bautismo, que los ha incorporado a Cristo.

5. El redescubrimiento de la naturaleza sacramental de la Iglesia, que es también "comunión misionera" (Christifideles laici, 32), debe expresarse, por tanto, en una nueva dinámica orientada totalmente a la evangelización. Vuestras diócesis lo han comprendido bien, al elegir como objeto de su reflexión sinodal una perspectiva de alcance misionero, como la reorganización pastoral de la diócesis, la evangelización de los jóvenes o la pastoral de los sacramentos. La movilización de las energías de todos hacia este objetivo permite establecer las prioridades pastorales concretas, que después todos los agentes pastorales ponen por obra más fácilmente sobre el terreno. De igual modo, el hecho de que sacerdotes y laicos trabajen juntos durante mucho tiempo sobre una cuestión tan decisiva como el futuro de la comunidad cristiana permite descubrir en profundidad y apreciar las implicaciones y las funciones específicas de unos y otros en la vida de la Iglesia, y percibir mejor la comunión eclesial que pone de relieve la estima y la complementariedad de las diferencias, así como el servicio común a Cristo y a nuestros hermanos en una misma fe.

Junto con vosotros, me alegro de las asambleas diocesanas que habéis podido realizar, especialmente las de jóvenes, a los que, con toda la Iglesia diocesana, prestáis una atención particular. Perciben mejor el sentido de la Iglesia-comunión, puesto que son personas provenientes de diferentes grupos, de diversos lugares y de distintas sensibilidades, que están llamadas a reunirse para caminar juntas, como lo indica explícitamente la etimología de la palabra sínodo. Ojalá que se logren una unidad y una coherencia cada vez más intensas en torno a los pastores encargados de guiar a la grey. A este propósito, sé que os preocupáis por acoger a los grupos y a los sacerdotes que tienen una sensibilidad más tradicional, y sin duda es posible ir aún más lejos en este sentido.

Los miembros de esas comunidades más tradicionales deben abrirse también a las otras realidades y sensibilidades de las Iglesias locales, para participar cada vez más activamente en la vida diocesana, según la enseñanza del concilio Vaticano II. Como todos sus hermanos en el sacerdocio, los presbíteros de esas comunidades han de desempeñar un papel pastoral específico entre los fieles, manifestando concretamente su comunión filial con el obispo y, de este modo, con la Iglesia universal, dispuestos a aceptar la llamada a la misión.

Para ser fieles al sentido de la misión, que es una necesidad vital para la Iglesia y la expresión de "su identidad más profunda" (Evangelii nuntiandi, 14), ciertamente no es posible contentarse con reformar las estructuras de nuestras Iglesias mediante una simple adaptación de la dimensión territorial de las parroquias. Es necesario también abrirse a otras dimensiones, prestando la máxima atención a los fenómenos sociales nuevos y a todos los "areópagos modernos" (Redemptoris missio, 37). Para lograrlo mejor, algunas diócesis han decidido unir sus fuerzas apostólicas, poniendo al servicio de las diócesis más necesitadas sacerdotes dispuestos a la misión. Me complace esa iniciativa, y deseo que se realice también en otras partes, tal vez con formas diversas, quizá en el marco de las nuevas provincias, donde la diferencia de medios es importante y se corre el riesgo de penalizar a ciertas diócesis. Ojalá que todos los sacerdotes a los que se haga esta petición se muestren disponibles.

6. En vuestras relaciones manifestáis la importancia que dais al hecho de que, en diversas ocasiones durante el año, como en la misa Crismal o en las ordenaciones, la liturgia se celebre solemnemente en la iglesia catedral, en torno al obispo y a sus sacerdotes, y con una gran participación de fieles. La liturgia se convierte así en la "principal manifestación de la Iglesia" (cf. Sacrosanctum Concilium, 41), donde todo el pueblo de Dios se congrega en el lugar que representa la comunión visible de la Iglesia diocesana y donde toma conciencia de manera más profunda de su identidad, encontrando su fuente sacramental que es nuestro Señor Jesucristo, el Verbo hecho carne, cuyo Espíritu actúa a través del ministerio de los pastores y, en primer lugar, del obispo. El cuerpo eclesial manifiesta así la diversidad de sus miembros y, al mismo tiempo, los vínculos que tienen entre sí y cada uno con el obispo, servidor de la comunión entre todos.

La certeza de que la vida cristiana hunde sus raíces en el misterio eucarístico, "fuente y cumbre de la vida de la Iglesia", según la hermosa expresión de los padres conciliares (cf. ib., 10), lleva a un número cada vez mayor de fieles a comprometerse activamente, junto con los ministros ordenados, en la preparación y en la celebración de la acción litúrgica, para poner de relieve la belleza del culto cristiano, que está ordenado "a la gloria de Dios y a la salvación del mundo", como dice la liturgia de la misa.

7. Servir como Cristo es la misión real de todo bautizado y de toda comunidad eclesial, que la diócesis, por tanto, debe manifestar concretamente. En cierto modo, el ministerio de los diáconos permanentes cumple este compromiso. En efecto, muchos de ellos reciben una misión en relación con el ejercicio de la caridad, en las capellanías del mundo de la salud o del mundo carcelario, o al servicio de instituciones caritativas. Sin embargo, los fieles laicos son los primeros protagonistas de esta misión eclesial de servicio, mediante el testimonio que dan diariamente del Evangelio, con su vida de trabajo y en sus diferentes compromisos en el mundo. A través de las realidades de la vida política y social, en los múltiples ámbitos de la actividad económica y en la acción cultural, actúan en el interior de la sociedad para promover entre los hombres relaciones que respeten y honren la dignidad de cada persona en todas sus dimensiones. También manifiestan su sentido de la justicia y de la solidaridad ante los más necesitados, tanto a nivel local, como nacional e internacional, sobre todo mediante el apoyo a las Obras misionales. Los católicos de Francia tienen también una larga tradición misionera. A pesar de las pobrezas actuales, no deben olvidar los países a los que sus antepasados llevaron el Evangelio. Comprometerse en la misión "ad gentes", lejos de empobrecer la parroquia o la diócesis, les dará nueva fuerza, relacionada con el intercambio de dones.

8. Al final de nuestro encuentro, durante el cual he recordado ante vosotros algunas realidades que constituyen vuestra labor diaria y alimentan vuestra oración de pastores, no puedo olvidar a vuestros colaboradores. Pienso, ante todo, en los vicarios generales, vinculados más directamente al ejercicio de vuestro ministerio, que recorren cada día los caminos de las diócesis para visitar las parroquias, sus pastores y sus fieles, así como en los vicarios episcopales, que trabajan para hacer que la acción pastoral del obispo esté más cerca de todos. Pienso también en las personas que trabajan en la curia diocesana, al servicio de la comunidad de la diócesis, para colaborar en la gestión de su patrimonio, para mejorar el ejercicio de la solidaridad mediante una distribución más justa y más eficaz de los recursos, o también para instruir los procesos de la justicia. Muchas diócesis han abierto recientemente una "Casa diocesana", donde se han reunido movimientos y servicios, para lograr una mejor colaboración entre sí, pero también para permitir el encuentro de las personas, como lo hacen también los medios de comunicación social, en particular la radio y la prensa diocesanas. A través de vosotros, queridos hermanos en el episcopado, quiero estimular a todas las personas que trabajan en esas instituciones diocesanas y que prestan así un servicio de Iglesia cuya dimensión misionera es evidente a todos. Se les agradece cordialmente.

Al volver a vuestras diócesis para reanudar con valentía y fuerza espiritual el servicio de la misión que el Señor os ha confiado, transmitid a todos los bautizados el apoyo y el aliento del Papa.

Quiera Dios que todos los fieles se esmeren en participar plenamente en la vida de la diócesis y fortalezcan así los vínculos de comunión entre sí, sin olvidarse de abrirse a las demás Iglesias y alimentar siempre su adhesión a la Iglesia universal, orando también por el Papa y por el cumplimiento de su ministerio. Como Sucesor de Pedro, he recibido la misión particular de confirmar a mis hermanos en la fe (cf. Lc 22, 32) y servir a la comunión entre todos los obispos y entre todos los fieles. Con la alegría de cumplir una vez más en favor vuestro este ministerio mío, y encomendándoos a la intercesión materna de la santísima Virgen María, os imparto de corazón a vosotros, así como a todos vuestros fieles, una afectuosa bendición apostólica.

 



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