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DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
AL CLERO ROMANO
*

Sala de las Bendiciones
Jueves 24 de noviembre de 1960

 

Queridos hijos:

Desde que nos encontramos, en la festividad de San Pedro, en la Basílica Vaticana para la promulgación del Sínodo y, aun antes, desde los días de nuestras intimidades espirituales y solicitudes pastorales, que se remontan a los últimos días de enero para celebrar aquel acontecimiento que pronto vino a contarse entre los fastos de la diócesis de Roma, el corazón de vuestro Obispo ha permanecido en una particular, viva y hasta clamorosa comunicación con vuestro espíritu, queremos decir, con el espíritu de cada miembro del clero secular y regular de la Urbe. Y nos complacíamos de cuando en cuando, dando gracias a Dios, en recordaros con amable simpatía algunas expresiones salpicadas de buen humor que nos llegaban quedamente a nuestros oídos en tono profético sobre la aventura, que acometíamos, de una empresa, como la de un Sínodo en Roma, atrevida desde su primer anuncio, para mantenerla gradualmente con unas dudas hasta su promulgación. La gracia celestial no fue invocada en vano. Desde el encuentro inicial del 24 de enero en la sacrosanta basílica lateranense hasta el otro más solemne del 29 de junio, junto al sepulcro de San Pedro, pudimos, sin duda, con la ayuda del Señor, realizar opus bonum, aunque algunas cosas no opus perfectum.

Un encuentro apostólico

Todos asistimos al encuentro apostólico. Si la respetuosa comparación se nos permite, los doce estaban allí en número y consentimiento plenos; también estaba Tomás, es decir, los tímidos y los vacilantes de las primeras horas; todos igualmente conmovidos por la bondad del Señor con quien le invoca y le sirve en confianza.

Umbram fugat veritas
Noctem lux eliminat.

"La verdad ahuyenta las sombras y la luz a la noche" (Ex Liturgia, Seq. Lauda Sion).

Desde la promulgación anunciada y precisamente desde el 1 de noviembre el Sínodo Romano ha tomado valor de ley diocesana. Según las palabras de la Constitución Apostólica Sollicitudo omnium Ecclesiarum, todo sacerdote del clero romano ya sabe hoy cómo debe comportarse en sus atribuciones características. Las páginas del Sínodo, que se han hecho familiares a su espíritu, le repiten cada día Hoc fac et vives (Haz esto y vivirás) (Luc. 10,28).

Pues bien, queridos hijos, en esta determinación de vuestras felices disposiciones a poner en práctica las prescripciones sinodales, hemos pensado que no os desagradaría añadiésemos algunas palabras más a las que tuvimos el consuelo de dirigiros en nuestros coloquios de aquellos días benditos del pasado enero, y ello con miras a estimular de nuevo a todos para que se señalen ante Dios, la Iglesia y los hombres.

El sagrado volumen del Sínodo Romano está circulando —ello no os debe extrañar— por el mundo, muy bien acogido y estimado por parte de venerables pastores, que en estos días nos han hablado de él o nos han expresado por escrito su complacencia. Estamos preparando una traducción italiana y en otras lenguas para los seglares, para que sea para ellos una preparación al conocimiento de los principios claros y luminosos que sostienen esa sapientísima y divina institución que es la Iglesia de Jesús, todavía militante aquí en la tierra, pero también siempre con la seguridad de la victoria de la vida en los siglos eternos.

Lectura familiar del Sínodo

He aquí lo primero que tenemos que deciros. Ante todo aceptad, queridos hijos, la invitación a familiarizaros con la lectura del Sínodo, que día tras día os revelará hermosuras ocultas de pensamiento y de sabiduría, y a tomar como práctica familiar revisar y saborear esas páginas mucho más —y no os disguste oírnoslo decir inmediatamente con espontánea sinceridad, ya que tenemos ocasión de hacerlo—, mucho más que el solícito cuidado por fomentar algunas prácticas o devociones particulares, tal vez excesivas, en el culto a la Virgen, la querida madre de Jesús y madre nuestra, que no se ofende de estas palabras nuestras, y de algunos santos y santas entre las que, algunas veces, resulta pobre el espectáculo de la religiosidad de nuestra buena gente. Sabed comprendernos. El sacerdote tiene el deber de precaverse y de poner en guardia al pueblo. Algunas prácticas exclusivas satisfacen el sentimiento, pero por sí solas no llenan el cumplimiento de los deberes religiosos y mucho menos están en perfecta armonía con los primeros preceptos del Decálogo, graves y obligatorios.

En cuanto a la invitación a leer el nuevo código de la vida diocesana, es del Antiguo y Nuevo Testamento de donde procede como inestimables enseñanzas de los profetas y de los evangelistas. De Ezequiel, por ejemplo, que en el capítulo segundo de su poema profético nos presenta la visión del libro enrollado, que le tendió una mano misteriosa, todo él escrito por dentro y por fuera y que contenía lamentaciones, elegías y avisos. Libro precioso, que también a él se invitó a leer y no deja de invitarnos a leerle y devorar, sintiendo en las entrañas vida abundante y rica y en la boca dulzura como miel (Ezech. 2,8-3,3).

Asimismo San Juan con los otros evangelistas —aun sólo siguiendo las indicaciones bíblicas a nuestro alcance— alaba constantemente e invita a la misma lectura, ante todo, de los libros que contienen la voz de Dios a nuestros corazones y son lámpara encendida en nuestro camino para dirigir nuestros pasos, vox Domini, divina lex, liber vitae (voz del Señor, ley divina, libro de la vida).

¿Acaso alguna vez habéis parado mientes, queridos hijos, en ese sagrado poema didascálico, que es el Salmo 118, que comienza con Beati Immaculati in via, (Bienaventurados aquellos que andan en camino inmaculado) o como dice la visión tan reciente: Beati quorum immaculata est via (Bienaventurados aquellos cuyo camino es inmaculado) y que vuelve al final con Principes persequuntur me sine causa (persiguiéronme sin causa los príncipes) y termina, de hecho, con las palabras tan emotivas: vivat anima mea et laudet te; et decreta tua adiuvent me; oberro ut ovis quae periit; quaere servum tuum, quia mandata tua non sum oblitus (viva mi alma para alabarte y denme ayuda tus decretos. Si errare como oveja perdida, busca a tu siervo, pues no me he olvidado de tus mandamientos)? (Ps. 118, 1, 161, 175-176).

Aceptad gustosos la invitación que nos es familiar, a buscar en el fondo de ese tejido de invitaciones y recomendaciones, que se prolonga durante la recitación del Salmo de las horas dominicales, indicaciones y comparaciones, que son, mucho más que elevación y poesía, espíritu y sustancia de las disposiciones sinodales.

También nos sería muy grato ofreceros algún ejemplo, Pero vosotros mismos podréis fácilmente encontrarlos a vuestro gusto. Durante el tiempo de nuestra juventud, cuando nos ocupábamos en el ejercicio de las más modestas funciones, tan preciosas como meritorias, del ministerio sacerdotal y la enseñanza, ¡qué delicioso estímulo para nuestra alma era llevar consigo aquella admirable Expositio in Psalmum centesimum decimum octavum de San Ambrosio —justamente el Beati Immaculati in via, que citamos ahora— que ocupa sus 342 páginas distribuidas en 22 sermones del tomo XV de Migne, como rico alimento del alma piadosa.

Pero baste la indicación de esta invitación para utilísimas aplicaciones ascéticas de vuestra vida diaria, ocupada en el ministerio directo de las almas o en el servicio de la Santa Sede Apostólica.

Con el fin de exponeros, en lo referente al Sínodo ya promulgado, algo que lleva en el corazón el humilde pero auténtico Pastor de toda la grey de Cristo, con referencia especial a esta parcela santa y bendita de Roma, la primera diócesis del mundo, queremos prestéis atención a tres pensamientos, que deseamos comunicaros y someter a vuestra devota consideración.

Esplendor de la misión sacerdotal

1. El primero está tomado del Salmo 14 de David: Domine, quis commorabitur in tabernaculo tuo, quis habitabit in monte sancto tuo? (¡Oh, Señor! ¿Quién es el que podrá habitar en tu tabernáculo, residir en tu monte santo?) Se refiere a la perfección característica de nuestra misión sacerdotal y es la primera luz del Sínodo.

Ante todo ambulare sine macula (andar en integridad), por tanto, vida inmaculada, conducta personal digna de la mirada y de la admiración de los ángeles del Señor, de la edificación de los fieles y de la atención de los infieles que se acercan a nosotros. Toda otra alabanza de cualidades personales de talento, habilidad, éxitos exteriores es necedad y engaño. El sacerdote se manifiesta ante todo en el altar; conformándose y respetando las normas litúrgicas, con atención pronta y sencilla, sin sofisterías para sí y para los que se nos acercan, en una constante comunicación de pensamiento, de sentimiento y de palabra con Jesús bendito, en pura conformidad de la vida exterior con la propia conciencia, y en perfecta familiaridad con el propio confesor, como garantía de una buena dirección ascética y disciplina eficaz de sí mismo.

El altar, queridos hijos, es el punto de atracción de los ojos y del corazón. El proclama la significación característica de nuestra vida y de ahí nacen en toda su amplitud las principales ocupaciones del sacerdote: las confesiones, dirección de las almas, la enseñanza del catecismo, el cuidado de los enfermos, el contacto diligente, prudente y paciente con los fieles de todas las edades y condiciones, en circunstancias de duda, dolor, calamidades públicas y miseria.

Luego, facere iustitiam et cogitare recta in coro suo (obrar la justicia y en su corazón hablar verdad). La costumbre de pensar mal de todo y de todos es un obstáculo para sí y para el ambiente donde vive. Modestia en los ojos en toda ocasión, pero abiertos y despiertos a las realidades presentes y de los que viven con nosotros; disposición habitual al nosce teipsum (conócete a ti mismo) para compadecer a los demás; para dulcificarlo todo y convertirlo en bien, sacando motivos de fervor del ejemplo ajeno.

Sobre todo cuidado con el ejercicio de la propia lengua: non calumniare, non facere malum proximo suo; non opprobrium inferre vicino suo (Lno detraer con la lengua, no hacer mal a su prójimo ni a su vecino inferirle injuria). ¡Qué horror causa esto en el ejercicio de la vida sacerdotal!

Saber disciplinarse y reprimirse en este punto en un esfuerzo de perfección no nos dispensa de despreciar las deshonestidades del mundo, de preservarnos de ellas, de no dejarnos engañar y, ante todo, de no admitir compromisos con el mundo, respecto al dinero para nuestra ventaja personal, a intereses materiales personales y, lo que sería más reprobable y perverso, con perjuicio de personas inocentes.

Aquí estamos todavía en los fundamentos del derecho natural. ¡Ay del sacerdote que, para colmo de reprobación, se atreviese a cubrirse con los oropeles y apariencias de derecho canónico y de costumbres inexistentes o falsificadas!

Gran bendición y motivo de alegría interior es esta commoratio del sacerdote en el tabernáculo del Señor; esta habitación, a pesar de los contactos con las inmundicias del mundo, in monte sancto suo.

Para consuelo del afán por mantenerse muy por encima de las seducciones y encantos de la vida presente, vienen después de este salmo 14 los salmos 15 y 16 igualmente de David: Conserva me, Deus, quoniam confugio in Te (Guárdame, Señor, que a ti me confío); y la oración: Audi, Domine, iustam causam, attende clamorem meum (Oye, Señor, mi justa causa, atiende a mi súplica).

¡Oh, qué serena paz en nuestra vida sacerdotal sostenida por el canto y que nos permite contemplar nuestro magnífico volumen Prima Romana Synodus y poder decir con el Salmo 16 —mientras lo repetimos con la conciencia de haberlo respetado a toda costa—: Si scrutaris cor meum, si visitas nocte, si igne me probas, non invenies in me iniquitatem. Non est transgressum os meum hominum more; secundum verba labiorum tuorum ego custodivi vias legis (Si escudriñas mi corazón y de noche me visitas y examinas, no hallarás que yo haya pensado cosa que no pueda proferirse. En las obras humanas he guardado los caminos de la divina ley, conforme a las palabras de tus labios) (Ps. 16, 3-4).

Fijaos, el texto antiguo decía realmente vias duras. Los estudiosos modernos en materia bíblica lo han aclarado más y mandan se diga: vias legis, con un sentido más confiado en el Señor, que impone la voluntad, pero con su ayuda y promesa estimulante de una recompensa segura en la tierra y en el cielo.

Verdadero apartamiento del mundo.

2. Y ahora he aquí, queridos hijos, un segundo pensamiento, que tomamos no de David salmista y profeta, sino de dos grandes doctores de la santa Iglesia, Jerónimo y Agustín.

El Breviario, que nos es familiar, nos lo revela en dos páginas sencillas y conmovedoras.

El código de la vida sacerdotal, nuestro volumen del Sínodo, señala las proporciones de nuestro apartamiento de la vida del mundo y el espíritu de nuestra labor sacerdotal con relación a las almas, que nosotros sacerdotes estamos llamados —vocati estis— a salvar y santificar.

¡Qué acentos en el lenguaje de San Jerónimo en suc omentario sobre Mateo! Grandis fiducia. Petrus piscator erat (¡Qué gran confianza! Pedro era pescador). Nosotros conocemos bien a iuventute nostra et sua (desde nuestra juventud y la suya) a San Pedro; dives non fuerat; cibos manu et arte quaerebat; et tamen loquitur confidenter: reliquimus omnia; et quia non sufficit tantum relinquere iungit quod perfectum est: et secuti sumus te; fecimus quod iussisti; quid igitur nobis dabis praemii? (no había sido rico; se procuraba el alimento con sus manos e industria y, con todo, dice confiadamente: todo lo hemos dejado; pero como no basta dejarlo todo, añade lo que es más perfecto: y te hemos seguido; hemos hecho lo que ordenaste, ¿qué premio nos darás ) (Lib. III, in Math. cap. 19).

Fijemos nuestra mirada en esto: relinquere omnia, Christum sequi (dejarlo todo y seguir a Cristo). Ambos términos suponen la permanencia en una línea de contacto entre la barca y los remos por una parte y Cristo Jesús, a quien debemos servir y llevar, por otra. No se vive ni se ejerce el ministerio sacerdotal ni se sirve a la Iglesia en los diferentes cargos de su administración central y universal sin contacto con lo que representan el mundo y el espíritu del mundo. Sin embargo, este espíritu no es sólo suficiencia y necesidad para honrar al otro término, es decir, al servicio del Señor en la misión sacerdotal por excelencia, que es el anuncio del Evangelio, la difusión de la gracia sacramental, el ejercicio de la caridad bajo diferentes formas, pero puede ser y, de hecho, se convierte en tentación cotidiana y seductora de superficialidad o de indiferencia en el cumplimiento de la dignidad y del deber sacerdotal. Atractivo y búsqueda de riqueza, de distinción, de honores, de intereses personales se compaginan mal con el Christum sequi, y son una contradicción flagrante con el reliquimus omnia, que es el punto de partida hacia la grandeza y la gloria verdadera del Cristianismo, de la Iglesia y del sacerdocio católico de todos los siglos.

En este punto permitid a vuestro Obispo y Padre exprese una queja, que le punza el corazón y que con frecuencia es gemido de su oración.

Las expresiones modernas de la técnica y de la comodidad superfluas representan una doble fuente de peligros, a saber: la realidad, muchas veces opuesta al sentido humano y cristiano de una artificiosa reproducción y maligna difusión de sutiles desviaciones intelectuales y morales, y la realidad del error y del mal —que, por lo demás, perdura ab initio saeculorum— y su reproducción y falsificación a través de la prensa y el cinematógrafo, cuyas imágenes y seduccioness se multiplican indefinidamente.

Aprovechamos la ocasión para rendir homenaje y alentar el ejercicio y progreso de la producción literaria y científica, moral y religiosa en todos los grados y en todas las formas de buen apostolado, que sabemos se desarrollan de modo notable, especialmente en algunos países lejanos y cercanos a Nos, todos carísimos y beneméritos. ¡Ay, cuánta pobreza por nuestra parte en comparación con el diluvio inmenso y cenagoso de la producción tipográfica y audiovisual en todo el mundo, que en vez de elevar las almas y los pueblos al conocimiento, al amor, al culto de Dios, de la verdad, de la bondad, de la pura hermosura, de la justicia, de la fraternidad y de la paz, termina por corromper y envenenar los buenos sentimientos e inocular gérmenes nefastos de disolución y de ruina!

Queridos hijos, al deciros estas cosas, comprendéis qué gemidos de angustia padece la conciencia del Padre y det Pastor al acercarse a la conciencia de cada uno de vosotros.

Ecce nos reliquimus omnia et secuti sumus Te. (He aquí que lo hemos dejado todo y te hemos seguido). En este omnia que hemos dejado por Cristo Jesús está también verdaderamente la participación en toda lectura y visión diaria, de revistas, de libros, de diversiones que de cualquier modo contradiga a la verdad y al espíritu de Cristo, a la enseñanza de la Santa Iglesia, a las prescripciones y a las invitaciones del volumen de nuestro Sínodo bendito.

Rogamos a todos nuestros queridos sacerdotes que se pongan la mano en el pecho y se examinen bien sobre esta materia, que juzgamos gravísima e importante.

Junto a esta doctrina, sugerida a Nos por San Jerónimo en el Breviario de communi Abbatum, nos sale al encuentro otro doctor, cuya ciencia y luz brilla entre tantos otros padres de la Santa Iglesia.

Es San Agustín quien en el sermón décimo De verbis Domini, que también reproduce el Común de Abades del Breviario, toma también la palabra. No es la de los apóstoles: Reliquimus omnia et secuti sumus Te, dirigida a Jesús, sino la de Jesús, tan amable y dulce, que El expresó a sus más íntimos discípulos y a todos los que se unieron a ellos: Venite ad me omnes qui laboratis et onerati estis, et ego reficiam vos. Tollite iugum meum super vos et discite a me quia mitis sum et humilis corde et invenietis requiem animabus vestris. Iugum enim meum suave est et onus meum leve. (Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré. Tomad sobre vosotros mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras almas, pues mi yugo es blando y mi carga ligera) (Math. 11, 28-30).

En estas mismas palabras del Señor se pone de relieve todo lo que en la vida sacerdotal hay de fatiga, incluso fatiga física, duro esfuerzo, pena y dolor. ¡Cuán acertadamente se aplica a los buenos sacerdotes de todos los tiempos! Ellos son los privilegiados del Señor por la vocación especial recibida, pero en cuanto al cuerpo siempre hombres mortales, frágiles, débiles, muchas veces vasos de barro. No obstante, también a ellos se les reserva un gran premio. Jesús, el primer sacerdote, lo asegura: Ego reficiam vos.

En el momento de dar esta seguridad es notable comprobar que Jesús insiste en invitar a sus más íntimos a que nada teman al tomar sobre los hombros su yugo: Iugum meum super vos, y los anima a aprender de El su mansedumbre y humildad de corazón como garantía de descanso para su almas.

¡Oh, qué horizontes se abren al celo de todo sacerdote fervoroso en estas breves y dulces palabras!

La lectura de cada uno de los artículos del Sínodo Romano por su sobreabundancia puede dar la impresión de favorecer la exuberancia de un activismo al que en la edad menos madura, almas nobles y fervientes se entregan con vivo entusiasmo.

Pues bien, San Agustín nos amonesta, inspirándose en la palabra de Jesús, a proceder con calma en la administración de nuestras energías. Si angustiantur sa carnis, dilatentur spatia caritatis y encuentra aquí la nota prodigiosa de acorde con ese cántico sublime de la caridad (1 Cor. 13, 1-13) que San Pablo, en una página admirable, supo inspirar entre el ímpetu febril, quae urget, y la moderación de su entrega, para gloria de Cristo y de su Evangelio y por la salvación de las almas.

Por tanto, el mismo San Agustín viene a corregir y moderar los excesos del activismo, explicándonos que iugum Domini super nos no significa volver a crear el mundo, crear las cosas visibles e invisibles, hacer milagros hasta el extremo de resucitar muertos, sino permanecer fieles a la mansedumbre y humildad del corazón, puesto que esto es el gran secreto del éxito en todo tiempo y en toda circunstancia.

Las cartas del primer Papa

3. Un tercer pensamiento, queridos hijos, viene a nosotros como un estímulo común para honrar nuestro Sínodo, de las palabras que nos son tan familiares de San Pedro, primer Obispo de Roma, humilde, bendito, santísimo, constituido por Jesús piedra fundamental de la Iglesia una, santa, católica y apostólica, que en el orden de la Providencia ejerce desde Roma su centro de primado de honor y de gobierno sobre todas las iglesias esparcidas por el mundo,

Su voz llega a nosotros desde los siglos remotos lo mismo que la dirigió desde Roma, por dos veces, a los cristianos que formaban las primeras comunidades de Oriente. Ella sigue expresando la doctrina celestial, la dirección espiritual, la excelente disciplina que nuestro Sínodo contiene en circunstancias externas diversas, pero con previsión igualmente prudente, adaptada a las contingencias de la vida actual.

Estas cartas apostólicas de San Pedro —así como las de San Pablo, y toda la Sagrada Escritura— deberían proporcionar alimento espiritual a todos los católicos del mundo. Y de buena gana aprovechamos la ocasión para invitar a los fieles a que respondan a las invitaciones y normas que el Sínodo Romano hace a todos para que lean el Sagrado Libro, cuya ignorancia es hoy verdaderamente imperdonable para todo católico que se precie de serlo. San Pedro dice que "nuestro amado hermano Pablo conforme a la sabiduría que a él le fue concedida" (2 Petr. 3,15-16) a propósito de la paciencia de nuestro Señor con relación a la salvación universal, toca algunos puntos difíciles que los inexpertos y débiles tergiversan, como hacen también con las otras escrituras para su propia perdición.

Pero esto no se nos ha dicho a nosotros sacerdotes, para cuya santificación la lectura de la Biblia Sagrada podría traer tantas ventajas de todo orden espiritual y pastoral.

Las dos cartas de San Pedro, además, deben ser estudiadas con calma y con la acostumbrada preparación por todos los sacerdotes romanos y también por todos los fieles; merecen que todos se familiaricen con ellas e incluso las aprendiesen de memoria.

Sin entrar en citas y recuerdos, que traspasarían los límites de esta reunión, valga la invitación a meditar estas dos encíclicas del primer Papa. Alimento sustancialísimo de elevada y práctica doctrina; verdadera elevación espiritual, inesperada para los más; dulcísima para el que se familiariza con ella. San Pablo escribió a los romanos verdades asombrosas sobre puntos de orden muy elevado y de interés universal. En cambio, San Pedro escribió desde Roma para estímulo de todos los sacerdotes y fieles sobre temas que conciernen preferentemente a las condiciones de la vida práctica de la Iglesia y en la Iglesia de todos los tiempos. Aprovechémonos de ello nosotros sacerdotes de la diócesis de Roma. Basta una muestra para trasportarnos.

El primer capítulo de la primera carta, por ejemplo, trata de la dignidad del cristiano y la santidad de su vida; luego de los deberes tan luminosos del que constituye la raza elegida, el sacerdocio real, la nación santa, el pueblo de adquisición; el deber de la obediencia, las alegrías de la familia y de la caridad; los consejos en espera del fin; las recomendaciones especiales a los viejos y jóvenes.

Por último, a los presbíteros, ¡qué tesoros de celestial y previsora doctrina! San Pedro, consenior et testis Christi passionum, qui et eius, quae in futuro revelanda est, gloriae communicator (yo, copresbítero, testigo de los sufrimientos de Cristo y participante de la gloria que ha de revelarse); cómo habla todavía a los sacerdotes: Pascite qui in vobis est gregem Dei, providentes non coacte, sed spontanee secundum Deum, neque turpis lucri gratia, sed voluntarie; neque ut dominantes in cleris, sed forma facti gregis ex animo (Apacentad el rebaño de Dios que os ha sido confiado, no por fuerza, sino con blandura, según Dios; ni por sórdido lucro, sino por prontitud de ánimo; no como dominadores sobre la heredad, sino sirviendo de ejemplo al rebaño) (I Petr. 5, 1-3).

La segunda carta es menos animada y expresiva que la primera, y trata de materias discutidas, errores que corregir y falsos maestros que evitar.

Fulgores de la diócesis de Roma

Sin embargó, no falta la emoción ni el sentimiento humano cuando Pedro dice con certeza quod velox est deposito tabernaculi mei (pronto será abatida mi tienda), y promete recordar a sus fieles incluso después: Dabo operam et frecuenter habere vos post obitum meum, ut horum memoriam faciatis (Quiero, pues, que después de mi partida en todo tiempo recordéis esto) (2 Petr. 1, 14-15).

Venerables hermanos y queridos hijos:

Entre otras cosas, San Pedro, en esta carta, en el capítulo tercero, versículo octavo, dice: "No se os caiga de la memoria que delante de Dios un solo día es como mil años, y mil años como un solo día".

Esta indicación vuelve de improviso a nuestros oídos aquí al terminar este coloquio que tanto nos ha agradado celebrar, así como todas las solicitudes tranquilas, por lo demás, que nos han supuesto la preparación y celebración del Sínodo Romano.

La conciencia del humilde Sucesor de San Pedro, como Obispo de Roma, que está siempre despierta ante el Señor con intención de realizar sus buenos servicios, ante todo en su diócesis —servus servorum Dei—, valiéndose de la colaboración de tantas almas tan bien inspiradas en la doctrina y gracia celestial, sabe que puede decir que la iniciativa del Sínodo Romano, en cuanto realización, fue verdaderamente una bendición. Este es el motivo que nos ha movido a la reunión de hoy como desahogo de nuestro corazón agradecido. Dixi et liberavi animam meam.

El Sínodo celebrado exige todavía un trabajo complementario que seguiremos paso a paso, no impacientes, sino atentos a aprovechar cualquier circunstancia que la Providencia quiera depararnos, para corresponder a la buena voluntad de todos, a los deseos de las almas más delicadas, a las necesidades actuales de nuestra diócesis, por encima del resentimiento por algunas palabras inconsideradas, que, a veces, provocan confusión e incertidumbre en los corazones tímidos y débiles.

El Sínodo está terminado, queridos hijos, celebrado y promulgado. Ahora pensamos que es natural que su realización no dependa tanto de comisiones de vigilancia, que también merecen ocupar un puesto de trabajo y de respeto en toda conciencia sacerdotal.

Por nuestra parte —queremos repetirlo—, desde ahora nos dirigimos, con la serena esperanza de un feliz resultado, a la gran empresa del Concilio, y pedimos a Dios que también a vosotros os conceda esta misma confianza. Y la tendréis en la medida en que sepáis, queridos hijos, apreciar la poderosísima ayuda que puede provenir de la aplicación de las constituciones sinodales a cada uno de los miembros del clero, a las comunidades religiosas, a los institutos de cultura superior y de formación eclesiástica y a las parroquias.

Las diócesis del mundo miran a Roma, al Papa, a sus colaboradores, desde los más altos a los más modestos, a su diócesis. No defraudemos el afán del peregrino que dirige sus pasos hacia esta ciudad bendita; no rehusemos el deber que se nos ofrece de ser como los heraldos del Concilio Vaticano II: heraldos en el espíritu de fe, de sincera piedad, de orden y de paz.

Cautivador testimonio de Pío IX

Queridos hijos: Desde hace meses el Papa dedica algunas de sus horas subsecivae a la historia de los últimos concilios, con referencia especial al Vaticano I; y en este día, sintiendo en derredor de nuestra humilde persona los ecos de tantas buenas palabras de buenos auspicios para que se prolongue la larga vida que el Señor nos ha concedido, pensamos en el venerable predecesor nuestro Pío IX, de gloriosísima y santa memoria, que precisamente a nuestra misma edad, al terminar sus setenta y nueve años, y al comienzo de los ochenta, como nos sucede a Nos actualmente, se aprestaba a la apertura inmediata del Concilio Vaticano, que tanto beneficio aportaría y aportó en el orden espiritual y pastoral a la Iglesia católica en todo el mundo.

¡Queridos hijos! Desde hace tiempo deseamos aplicarnos a Nos mismo todo lo que dijo de sí el Cardenal Federico Borromeo (Manzoni, Los Novios, cap. XXVI): "Dios conoce mis deficiencias y lo que yo conozco es suficiente para confundirme". Por esto es por lo que también en esta circunstancia de los ochenta años os rogamos nos permitáis colocarnos a la sombra del gran Predecesor, nuestro Pío IX, del que queremos leeros unas palabras que conservamos en nuestras notas personales.

"Su salud es perfecta —escribía Luis Veuillot—, conversa con tanta finura como bondad. Sus ojos reconocen siempre a sus amigos entre la multitud y le gusta repetir que los ha visto aquí y allá. Su mano, que también sostiene tan gran parte del peso del mundo, no tiembla en absoluto. Sus oídos escuchan y comprenden con el corazón conmovido de respeto y de amor a quien le habla en voz baja. Su espíritu está presente a todo y todo lo recuerda, excepto las injurias". (Luis Veuillot, Rome pendant le Concile (Roma durante el Concilio), cap. II, pág. 366, edic. Lethielleux. París, 1927.)

Con estos recuerdos y este estímulo lejano, pero tan actual a la perfección de la vida sacerdotal para Nos y para todos, terminemos nuestro coloquio, con el deseo paternal de responder siempre a la gracia del Señor; recibid, para vosotros y las almas confiadas a vuestros cuidados, nuestra gran Bendición Apostólica.

 


* AAS 52 (1960) 967-979; Discorsi, messaggi, colloqui, vol. III, págs. 38-51.

 

 


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