CONMEMORACIÓN DE LOS MÁRTIRES Y TESTIGOS DE LA FE DEL SIGLO XXI
HOMILÍA DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
Basílica de San Pablo Extramuros
XXIV Domingo del Tiempo Ordinario, 14 de septiembre de 2025
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Hermanos y hermanas:
«Yo sólo me gloriaré en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Ga 6,14). Las palabras del apóstol Pablo, junto a cuya tumba estamos reunidos, nos introducen en la conmemoración de los mártires y testigos de la fe del siglo XXI, en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz.
A los pies de la cruz de Cristo, nuestra salvación, descrita como la “esperanza de los cristianos” y la “gloria de los mártires” (cf. Vísperas de la Liturgia bizantina en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz), saludo a los representantes de las Iglesias Ortodoxas, de las Antiguas Iglesias Orientales, de las Comuniones cristianas y de las Organizaciones ecuménicas, a quienes agradezco haber aceptado mi invitación a esta celebración. A todos ustedes aquí presentes les dirijo mi abrazo de paz.
Estamos convencidos de que el martyria hasta la muerte es «la comunión más auténtica que existe con Cristo, que derrama su sangre y, en este sacrificio, acerca a quienes un tiempo estaban lejanos (cf. Ef 2,13)» (Cart. enc. Ut unum sint, 84). Aún hoy podemos afirmar con Juan Pablo II que, allí donde el odio parecía impregnar cada aspecto de la vida, estos audaces servidores del Evangelio y mártires de la fe demostraron evidentemente que «el amor es más fuerte que la muerte» (Conmemoración Ecuménica de los Testigos de la fe del siglo XX, 7 mayo 2000).
Recordamos a estos hermanos y hermanas nuestros con la mirada dirigida al Crucificado. Con su cruz Jesús nos ha manifestado el verdadero rostro de Dios, su infinita compasión por la humanidad; cargó sobre sí el odio y la violencia del mundo, para compartir la suerte de todos los que son humillados y oprimidos: «Él soportaba nuestros sufrimientos y cargaba con nuestras dolencias» (Is 53,4).
Muchos hermanos y hermanas, también hoy, a causa de su testimonio de fe en situaciones difíciles y contextos hostiles, cargan con la misma cruz del Señor. Al igual que Él son perseguidos, condenados, asesinados. De ellos dice Jesús: «Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí» (Mt 5,10-11). Son mujeres y hombres, religiosas y religiosos, laicos y sacerdotes, que pagan con la vida la fidelidad al Evangelio, el compromiso con la justicia, la lucha por la libertad religiosa allí donde todavía es transgredida, la solidaridad con los más pobres. Según los criterios del mundo han sido “derrotados”. En realidad, como nos dice el libro de la Sabiduría: «A los ojos de los hombres, ellos fueron castigados, pero su esperanza estaba colmada de inmortalidad» (Sb 3,4).
Hermanos y hermanas, a lo largo del Año jubilar, celebramos la esperanza de estos valientes testigos de la fe. Es una esperanza llena de inmortalidad, porque su martirio sigue difundiendo el Evangelio en un mundo marcado por el odio, la violencia y la guerra; es una esperanza llena de inmortalidad, porque, aunque fueron asesinados en el cuerpo, nadie podrá apagar su voz ni borrar el amor que donaron; es una esperanza llena de inmortalidad, porque su testimonio permanece como profecía de la victoria del bien sobre el mal.
Sí, la suya es una esperanza desarmada. Han testimoniado la fe sin usar jamás las armas de la fuerza ni de la violencia, sino abrazando la débil y mansa fuerza del Evangelio, según las palabras del apóstol Pablo: «Más bien, me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo. […] Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co 12,9-10).
Pienso en la fuerza evangélica de la Hermana Dorothy Stang, comprometida con los “sin tierra” en la Amazonía. A quienes se disponían a matarla y le pedían un arma, ella les mostró la Biblia respondiendo: “He aquí mi única arma”. Pienso en el Padre Ragheed Ganni, sacerdote caldeo de Mosul en Irak, que renunció a combatir para testimoniar cómo se comporta un verdadero cristiano. Pienso en el hermano Francis Tofi, anglicano y miembro de la Melanesian Brotherood, que dio la vida por la paz en las Islas Salomón. Los ejemplos serían muchos, porque lamentablemente, a pesar del fin de las grandes dictaduras del siglo XX, todavía hoy no ha terminado la persecución de los cristianos, es más, en algunas partes del mundo ha aumentado.
Estos audaces servidores del Evangelio y mártires de la fe, «son como un gran cuadro de la humanidad cristiana […]. Un mural del Evangelio de las Bienaventuranzas, vivido hasta el derramamiento de la sangre» (S. Juan Pablo II, Conmemoración Ecuménica de los Testigos de la fe del siglo XX, 7 mayo 2000).
Queridos hermanos y hermanas, no podemos, no queremos olvidar. Queremos recordar. Lo hacemos seguros de que, como en los primeros siglos, también en el tercer milenio la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos (cf. Tertuliano, Apol. 50, 13). Queremos preservar la memoria junto a nuestros hermanos y hermanas de las demás Iglesias y Comuniones cristianas. Deseo, por tanto, reafirmar el compromiso de la Iglesia Católica de custodiar la memoria de los testigos de la fe de todas las tradiciones cristianas. La Comisión para los Nuevos Mártires, en el Dicasterio para las Causas de los Santos, cumple esta tarea, colaborando con el Dicasterio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos.
Como reconocíamos durante el reciente Sínodo, el ecumenismo de la sangre une a los «cristianos de distintas tradiciones que juntos dan su vida por la fe en Jesucristo. El testimonio de su martirio es más elocuente que cualquier palabra: la unidad viene de la Cruz del Señor» (XVI Asamblea sinodal, Documento final, n.23). ¡Que la sangre de tantos testigos adelante el feliz día en el que beberemos del mismo cáliz de salvación!
Queridos amigos, un niño pakistaní, Abish Masih, asesinado en un atentado contra la Iglesia católica, había escrito en su cuaderno: «Making the world a better place», «Hacer del mundo un lugar mejor». Que el sueño de este niño nos impulse a testimoniar con valentía nuestra fe, para ser juntos levadura de una humanidad pacífica y fraterna.
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