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SANTA MISA Y CANONIZACIÓN DE LOS BEATOS:
- Ignazio Choukrallah Maloyan
- Peter To Rot
- Vincenza Maria Poloni
- Maria del Monte Carmelo Rendiles Martínez
- Maria Troncatti
- José Gregorio Hernández Cisneros
- Bartolo Longo

CAPILLA PAPAL

HOMILÍA DEL SANTO PADRE LEÓN XIV

Plaza de San Pedro
XXIX domingo del Tiempo Ordinario, 19 de octubre de 2025

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Queridos hermanos y hermanas:

La pregunta con la que concluye el Evangelio que hemos proclamado abre nuestra reflexión: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18,8). Este interrogante nos revela lo más precioso a los ojos de Dios: la fe, es decir, el vínculo de amor entre Dios y el hombre. Precisamente hoy están ante nosotros siete testigos, los nuevos santos y las nuevas santas, que con la gracia de Dios han mantenido encendida la lámpara de la fe, más aún, han sido ellos mismos lámparas capaces de difundir la luz de Cristo.

La fe, comparada con grandes bienes materiales y culturales, científicos y artísticos, sobresale; no porque estos bienes sean despreciables, sino porque sin fe pierden el sentido. La relación con Dios es de máxima importancia porque Él ha creado de la nada todas las cosas, en el principio de los tiempos, y salva de la nada todo aquello que en el tiempo termina. Una tierra sin fe estaría poblada de hijos que viven sin Padre, es decir, de criaturas sin salvación.

Es por eso que Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, se pregunta por la fe: si desapareciese del mundo, ¿qué ocurriría? El cielo y la tierra quedarían como están, pero nuestro corazón carecería de esperanza; la libertad de todos sería derrotada por la muerte; nuestro deseo de vida precipitaría en la nada. Sin fe en Dios, no podemos esperar en la salvación. La pregunta de Jesús nos inquieta, sí, pero sólo si olvidamos que es Él mismo quien la pronuncia. Las palabras del Señor, en efecto, son siempre evangelio, es decir, anuncio gozoso de salvación. Esta salvación es el don de la vida eterna que recibimos del Padre, mediante el Hijo, con la fuerza del Espíritu Santo.

Queridos hermanos y hermanas, precisamente por esto Cristo habla a sus discípulos de la necesidad de «orar siempre sin desanimarse» (Lc 18,1). Así como no nos cansamos de respirar, del mismo modo no nos cansemos de orar. Como la respiración sostiene la vida del cuerpo, así la oración sostiene la vida del alma. La fe, ciertamente, se expresa en la oración y la oración auténtica vive de la fe.

Jesús nos indica este vínculo con una parábola. Un juez permanece sordo ante las persistentes peticiones de una viuda, cuya insistencia lo lleva, finalmente, a actuar. A primera vista, esa tenacidad se nos presenta como un gran ejemplo de esperanza, especialmente en el tiempo de la prueba y la tribulación. La perseverancia de la mujer y el comportamiento del juez, que actúa de mala gana, preparan una pregunta provocadora de Jesús. Dios, el Padre bueno, «¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche?» (Lc 18,7).

Hagamos resonar estas palabras en nuestra conciencia. El Señor nos está preguntando si creemos que Dios es juez justo para todos. El Hijo nos pregunta si creemos que el Padre quiere siempre nuestro bien y la salvación de cada persona. A este propósito, dos tentaciones ponen a prueba nuestra fe. La primera toma fuerza en el escándalo del mal, llevándonos a pensar que Dios no escucha el llanto de los oprimidos ni tiene piedad del dolor inocente. La segunda tentación es la pretensión de que Dios deba actuar como queremos nosotros. Entonces, la oración deja de ser tal para convertirse en una orden, con la cual enseñamos a Dios cómo ser justo y eficaz.

Jesús, testigo perfecto de la confianza filial, nos libra de ambas tentaciones. Él es el inocente, que sobre todo durante su pasión reza así: “Padre, hágase tu voluntad” (cf. Lc 22,42). Son las mismas palabras que el Maestro nos entrega en la oración del Padrenuestro. Pase lo que pase, Jesús se confía como Hijo al Padre; por eso nosotros, como hermanos y hermanas en su nombre, proclamamos: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias, Padre santo, siempre y en todo lugar, por Jesucristo, tu Hijo amado» (Misal Romano, Plegaria eucarística II, Prefacio).

La oración de la Iglesia nos recuerda que Dios hace justicia a todos, entregando su vida por todos. Así, cuando gritamos al Señor: “¿dónde estás?”, transformamos esta invocación en oración, y entonces reconocemos que Dios está ahí donde el inocente sufre. La cruz de Cristo revela la justicia de Dios. Y la justicia de Dios es el perdón. Él ve el mal y lo redime, cargándolo sobre sí. Cuando estamos crucificados por el dolor y por la violencia, por el odio y por la guerra, Cristo está ya ahí, en la cruz por nosotros y con nosotros. No hay llanto que Dios no consuele, no hay lágrima que esté lejos de su corazón. El Señor nos escucha, nos abraza como somos, para hacernos como es Él. En cambio, quien rechaza la misericordia de Dios permanece incapaz de misericordia para con el prójimo. Quien no acoge la paz como un don, no sabrá dar la paz.

Queridos hermanos y hermanas, ahora comprendemos que las preguntas de Jesús son una enérgica invitación a la esperanza y a la acción. Cuándo el Hijo del hombre venga, ¿encontrará la fe en la providencia de Dios? Es esta fe, precisamente, la que sostiene nuestro compromiso con la justicia, porque creemos que Dios salva al mundo por amor, liberándonos del fatalismo. Por tanto, preguntémonos: cuando escuchamos la llamada de quien está en dificultad, ¿somos testigos del amor del Padre, como Cristo lo ha sido para todos? Él es el humilde que llama a los prepotentes a la conversión, el justo que nos hace justos, como lo atestiguan los nuevos santos de hoy. No son héroes, o paladines de un ideal cualquiera, sino hombres y mujeres auténticos.

Estos fieles amigos de Cristo son mártires por su fe, como el obispo Ignacio Choukrallah Maloyan y el catequista Pedro To Rot; son evangelizadores y misioneros como sor María Troncatti; son carismáticas fundadoras, como sor Vicenta María Poloni y sor Carmen Rendiles Martínez; son bienhechores de la humanidad con sus corazones encendidos de devoción, como Bartolo Longo y José Gregorio Hernández Cisneros. Que su intercesión nos asista en las pruebas y su ejemplo nos inspire en la común vocación a la santidad. Mientras peregrinamos hacia esa meta, no nos cansemos de orar, cimentados en lo que hemos aprendido y creemos firmemente (cf. 2 Tm 3,14). De ese modo, la fe en la tierra sostiene la esperanza en el cielo.