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DISCURSO DEL SANTO PADRE LEÓN XIV 

A LOS PARTICIPANTES EN LA PEREGRINACIÓN ECUMÉNICA ORTODOXA-CATÓLICA

DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA 

Castel Gandolfo
Jueves, 17 de julio de 2025

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Queridos hermanos y hermanas,

Dirijo un cordial saludo a todos ustedes, especialmente al arzobispo metropolitano Elpidophoros y al cardenal Tobin, a quienes agradezco por haber querido organizar este encuentro en el marco de su peregrinación. Sean todos bienvenidos. Lamento llegar con un ligero retraso.

Esta mañana había varias reuniones programadas. Sin embargo, estoy muy feliz de poder pasar este momento con ustedes en este hermoso lugar, Castel Gandolfo.

Partieron de Estados Unidos, que, como saben, es mi país natal, para este viaje, que quiere ser un regreso a las raíces, a las fuentes, a los lugares y a los recuerdos de los apóstoles Pedro y Pablo en Roma, y del apóstol Andrés en Constantinopla.

 Es también una forma de experimentar de manera nueva y concreta la fe que nace de escuchar el Evangelio, de sentir el Evangelio que nos han transmitido los Apóstoles (cf. Rom 10,16). Es significativo que su peregrinación tenga lugar este año, en el que celebramos los mil setecientos años del Concilio de Nicea. El Símbolo de la fe adoptado por los Padres reunidos sigue siendo, junto con las adiciones aportadas por el Concilio de Constantinopla en el año 381, patrimonio común de todos los cristianos, para muchos de los cuales el Credo es parte integrante de las celebraciones litúrgicas. Además, por una providencial coincidencia, este año los dos calendarios en uso en nuestras Iglesias coinciden, de modo que hemos podido cantar al unísono el Aleluya pascual: «¡Cristo ha resucitado! ¡Ha resucitado verdaderamente!».

 Estas palabras proclaman que las tinieblas del pecado y de la muerte han sido vencidas por el Cordero inmolado, Jesucristo, nuestro Señor. Esto nos inspira una gran esperanza, porque sabemos que ningún grito de las víctimas inocentes de la violencia, ningún lamento de las madres que lloran a sus hijos quedará sin ser escuchado. Nuestra esperanza está en Dios, y precisamente porque bebemos constantemente de la fuente inagotable de su gracia, estamos llamados a ser testigos y portadores de ella. La Iglesia católica está celebrando nuestro Año Jubilar, cuyo lema, elegido por mi predecesor, el Papa Francisco, es Peregrinantes in Spe, es decir, peregrinos en la esperanza. Eminencia, metropolitano Elpidophoros, ¡su propio nombre nos dice que usted es portador de esperanza! ¡Espero que su peregrinación les confirme a todos en la esperanza que nace de la fe en el Señor resucitado!

Aquí en Roma, se han detenido en oración ante las tumbas de Pedro y Pablo. Ahora que visitan la Sede de Constantinopla, les pido que lleven mi saludo y mi abrazo, un abrazo de paz, a mi venerado hermano el patriarca Bartolomé, que tan amablemente participó en la Santa Misa de inicio de mi pontificado. Espero poder volver a encontrarnos dentro de unos meses para participar en la conmemoración ecuménica del aniversario del Concilio de Nicea.

Su peregrinación es uno de los frutos abundantes del movimiento ecuménico destinado a restablecer la plena unidad entre todos los discípulos de Cristo, según la oración del Señor en la Última Cena, cuando Jesús dijo: «para que todos sean uno» (Jn 17, 21). A veces damos por sentados estos signos de compartir y de comunión que, aunque aún no significan la plena unidad, ya manifiestan el progreso teológico y el diálogo en la caridad que han caracterizado las últimas décadas. El 7 de diciembre de 1965, en vísperas de la conclusión del Concilio Vaticano II, mi predecesor, san Pablo VI, y el patriarca Atenágoras firmaron una Declaración Conjunta, borrando de la memoria y de la vida de la Iglesia las sentencias de excomunión que siguieron a los acontecimientos de 1054. Antes de eso, una peregrinación como la suya probablemente ni siquiera habría sido posible. La obra del Espíritu Santo ha creado en los corazones la disponibilidad para dar esos pasos, como presagio profético de la unidad plena y visible. También nosotros, por nuestra parte, debemos seguir implorando al Paráclito, al Consolador, la gracia de recorrer el camino de la unidad y de la caridad fraterna.

La unidad entre los creyentes en Cristo es uno de los signos del don divino de la consolación; la Escritura promete que «en Jerusalén serán consolados» (Is 66,13). Roma, Constantinopla y todas las demás Sedes no están llamadas a disputarse la primacía, para no correr el riesgo de encontrarnos como los discípulos que, en el camino, precisamente mientras Jesús anunciaba su pasión inminente, discutían sobre quién de ellos era el más grande (cf. Mc 9, 33-37).

En la Bula de convocación del Año Jubilar, el papa Francisco observó que «este Año Santo orientará el camino hacia otro aniversario fundamental para todos los cristianos: en el 2033 se celebrarán los dos mil años de la Redención realizada por medio de la pasión, muerte y resurrección del Señor Jesús.» (Spes non confundit, 6). Espiritualmente, todos necesitamos volver a Jerusalén, la Ciudad de la Paz, donde Pedro, Andrés y todos los Apóstoles, después de los días de la pasión y resurrección del Señor, recibieron el Espíritu Santo en Pentecostés, y desde allí dieron testimonio de Cristo hasta los confines de la tierra.

Que el retorno a las raíces de nuestra fe nos haga experimentar a todos el don de la consolación de Dios y nos haga capaces, como el buen samaritano, de derramar sobre la humanidad de hoy el aceite de la consolación y el vino de la alegría. Gracias.
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Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 17 de julio de 2025



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