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DISCURSO DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
A LOS PARTICIPANTES EN EL JUBILEO Y
EN LA REUNIÓN DE LOS REPRESENTANTES PONTIFICIOS
Sala Clementina
Martes, 10 de junio de 2025
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Eminencias, Excelencias, Monseñores,
un saludo especial a todos ustedes, queridos representantes pontificios. Antes de compartir las palabras que he preparado, solo quisiera decir a Su Eminencia y a todos ustedes que lo que el Cardenal ha relatado no lo he dicho por sugerencia de nadie, sino porque lo creo profundamente: su papel, su ministerio es insustituible. Muchas cosas no podrían darse en la Iglesia si no fuera por el sacrificio, el trabajo y todo lo que hacen, para permitir que una dimensión tan importante de la gran misión de la Iglesia siga adelante, y precisamente en el caso del que hablaba, es decir, la selección de candidatos al episcopado. ¡Gracias de corazón por lo que hacen! Ahora tengan un poco de paciencia.
Después de la celebración de ayer por la mañana, con motivo del Jubileo de la Santa Sede, me alegra poder estar un rato con ustedes, que son los representantes del Papa ante los Estados y las Organizaciones internacionales de todo el mundo.
Les agradezco ante todo que hayan venido, afrontando un viaje que para muchos de ustedes ha sido muy largo. ¡Gracias! Ustedes son, ya con su sola presencia, una imagen de la Iglesia católica, porque no existe en ningún país del mundo un cuerpo diplomático tan universal como el nuestro. Pero, al mismo tiempo, creo que se puede decir también que ningún país del mundo tiene un cuerpo diplomático tan unido como lo están ustedes: porque su comunión, nuestra comunión, no es solo funcional, ni solo ideal, sino que estamos unidos en Cristo y estamos unidos en la Iglesia. Es interesante reflexionar sobre este hecho: que la diplomacia de la Santa Sede constituye en su propio personal un modelo —ciertamente imperfecto, pero muy significativo— del mensaje que propone, es decir, el de la fraternidad humana y la paz entre todos los pueblos.
Queridísimos amigos, estoy dando los primeros pasos en este ministerio que el Señor me ha confiado. Y siento también hacia ustedes lo que confié hace unos días al hablar con la Secretaría de Estado, es decir, el agradecimiento hacia quienes me ayudan a desempeñar día a día mi servicio. Este agradecimiento es aún mayor cuando pienso —y lo compruebo al abordar las diversas cuestiones— que su trabajo muchas veces me precede. Sí, y esto vale especialmente para ustedes. Porque, cuando se me presenta una situación que afecta, por ejemplo, a la Iglesia en un determinado país, puedo contar con la documentación, las reflexiones y las síntesis preparadas por ustedes y sus colaboradores. La red de Representaciones Pontificias está siempre activa y operativa. Esto es para mí motivo de gran aprecio y gratitud. Lo digo pensando sin duda en la dedicación y la organización, pero aún más en las motivaciones que los guían, en el estilo pastoral que debe caracterizarnos, en el espíritu de fe que nos anima. Gracias a estas cualidades, yo también podré experimentar lo que escribía san Pablo VI, es decir que, a través de sus representantes, que residen en las distintas naciones, el Papa se hace partícipe de la vida misma de sus hijos y, casi insertándose en ella, llega a conocer, de manera más rápida y segura, sus necesidades y, al mismo tiempo, sus aspiraciones (cf. Carta ap. M.P. Sollicitudo omnium Ecclesiarum, Introducción).
Y ahora quisiera compartir con ustedes una imagen bíblica que me ha venido a la mente pensando en su misión en relación con la mía. Al comienzo de los Hechos de los Apóstoles (3,1-10), el relato de la curación del cojo describe bien el ministerio de Pedro. Estamos en los albores de la experiencia cristiana y la primera comunidad, reunida en torno a los Apóstoles, sabe que puede contar con una única realidad: Jesús, resucitado y vivo. Un lisiado está sentado pidiendo limosna a la puerta del Templo. Parece la imagen de una humanidad que ha perdido la esperanza y se ha resignado. Aún hoy, la Iglesia se encuentra a menudo con hombres y mujeres que ya no tienen alegría, que la sociedad ha marginado o que la vida ha obligado, en cierto modo, a mendigar su existencia. Así lo relata esta página de los Hechos: «Entonces Pedro, fijando la mirada en él junto con Juan, dijo: «Míranos». Y él se volvió hacia ellos, esperando recibir algo. Pero Pedro le dijo: «No tengo ni plata ni oro, pero lo que tengo te lo doy: en nombre de Jesucristo, el Nazareno, ¡camina!». Y, tomándolo de la mano derecha, lo levantó. De inmediato se le fortalecieron los pies y los tobillos, y saltando en pie, caminaba; y entró con ellos en el templo, caminando, saltando y glorificando a Dios» (3, 4-8).
La petición que Pedro le hace a este hombre da en que pensar: «¡Míranos!». Mirarse a los ojos significa construir una relación. El ministerio de Pedro es crear relaciones, puentes; y un representante del Papa está ante todo al servicio de esta invitación, de esta mirada a los ojos. ¡Sean siempre la mirada de Pedro! Sean hombres capaces de construir relaciones allí donde cuesta más. Pero al hacerlo, mantengan la misma humildad y el mismo realismo de Pedro, que sabe muy bien que no tiene la solución para todo: «No tengo oro ni plata», dice; pero también sabe que tiene lo que importa, es decir, a Cristo, el sentido más profundo de toda existencia: «En el nombre de Jesucristo, el Nazareno, camina».
Dar a Cristo significa dar amor, dar testimonio de esa caridad que está dispuesta a todo. Cuento con ustedes para que en los países donde viven todos sepan que la Iglesia está siempre dispuesta a todo por amor, que está siempre del lado de los últimos, de los pobres, y que siempre defenderá el sacrosanto derecho a creer en Dios, a creer que esta vida no está en manos de los poderes de este mundo, sino que está atravesada por un sentido misterioso. Solo el amor es digno de fe ante el dolor de los inocentes, de los crucificados de hoy, a quienes muchos de ustedes conocen personalmente porque sirven a pueblos víctimas de guerras, de violencias, de injusticias, o incluso de ese falso bienestar que engaña y decepciona.
Queridos hermanos, que siempre los consuele el hecho de que su servicio está sub umbra Petri, como encontrarán inscrito en el anillo que recibirán como presente por mi parte. Que se sientan siempre unidos a Pedro, custodiados por Pedro, enviados por Pedro. Solo en la obediencia y en la comunión efectiva con el Papa, su ministerio podrá ser eficaz para la edificación de la Iglesia, en comunión con los obispos locales.
Que tengan siempre una mirada que bendice, porque el ministerio de Pedro es bendecir, es decir, saber ver siempre el bien, incluso el que está escondido, el que está en minoría. Que sientan que son misioneros, enviados por el Papa para ser instrumentos de comunión, de unidad, al servicio de la dignidad de la persona humana, promoviendo en todas partes relaciones sinceras y constructivas con las autoridades con las que serán llamados a cooperar. Que su competencia esté siempre iluminada por la firme decisión por la santidad. Tienen como ejemplo a los santos que han estado al servicio diplomático de la Santa Sede, como san Juan XXIII y san Pablo VI.
Queridísimos, su presencia hoy aquí fortalece la conciencia de que el papel de Pedro es confirmar en la fe. Ustedes necesitan primero esta confirmación para convertirse en sus mensajeros, en signos visibles en todas las partes del mundo.
Que la Puerta Santa que atravesamos todos juntos ayer por la mañana nos impulse a ser testigos valientes de Cristo, que es siempre nuestra esperanza. Gracias.
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Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 10 de junio de 2025
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