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DISCURSO DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
AL CLERO DE LA DIÓCESIS DE ROMA 

Aula Pablo VI
Jueves, 12 de junio de 2025

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Quiero pedir un fuerte aplauso para todos los que están aquí y para todos los sacerdotes y diáconos de Roma.

Queridos presbíteros y diáconos que prestan su servicio en la diócesis de Roma, queridos seminaristas, ¡les saludo a todos con afecto y amistad!

Agradezco a Su Eminencia, el cardenal vicario, sus palabras de saludo y la presentación que ha hecho, contando un poco de su presencia en esta ciudad.

He deseado encontrarme con ustedes para conocerlos de cerca y comenzar a caminar juntos. Les doy las gracias por su vida entregada al servicio del Reino, por sus esfuerzos cotidianos, por tanta generosidad en el ejercicio del ministerio, por todo lo que viven en silencio y que, a veces, va acompañado de sufrimiento o incomprensión. Realizan servicios diferentes, pero todos ustedes son preciosos a los ojos de Dios y en la realización de su proyecto.

La diócesis de Roma preside en la caridad y en la comunión, y puede cumplir esta misión gracias a cada uno de ustedes, en el vínculo de gracia con el obispo y en la fecunda corresponsabilidad con todo el pueblo de Dios. La nuestra es una diócesis muy particular, porque muchos sacerdotes llegan de diferentes partes del mundo, especialmente por motivos de estudio; y esto implica que también la vida pastoral —pienso sobre todo en las parroquias— está marcada por esta universalidad y por la acogida recíproca que ello conlleva.

A partir precisamente de esta mirada universal que ofrece Roma, quisiera compartir cordialmente con ustedes algunas reflexiones.

La primera nota, que me está particularmente cerca, es la de la unidad y la comunión. En la oración llamada «sacerdotal», como sabemos, Jesús pidió al Padre que los suyos sean uno (cf. Jn 17, 20-23). El Señor sabe bien que solo unidos a Él y entre nosotros podemos dar fruto y dar al mundo un testimonio creíble. La comunión presbiteral aquí en Roma se ve favorecida por el hecho de que, según una antigua tradición, se suele vivir juntos, en rectorías, colegios u otras residencias. El presbítero está llamado a ser hombre de comunión, porque él es el primero en vivirla y alimentarla continuamente. Sabemos que esta comunión se ve hoy obstaculizada por un clima cultural que favorece el aislamiento o la autorreferencialidad. Ninguno de ustedes está exento de estas insidias que amenazan la solidez de nuestra vida espiritual y la fuerza de nuestro ministerio.

Pero debemos vigilar porque, además del contexto cultural, la comunión y la fraternidad entre nosotros también encuentran algunos obstáculos, por así decirlo «internos», que afectan a la vida eclesial de la diócesis, a las relaciones interpersonales y también a lo que habita en el corazón, especialmente ese sentimiento de cansancio que sobreviene porque hemos vivido fatigas particulares, porque no nos hemos sentido comprendidos y escuchados, o por otras razones. Quisiera ayudarles, caminar con ustedes, para que cada uno recupere la serenidad en su ministerio; pero precisamente por eso les pido un impulso en la fraternidad presbiteral, que hunde sus raíces en una vida espiritual sólida, en el encuentro con el Señor y en la escucha de su Palabra. Alimentados por esta savia, logramos vivir relaciones de amistad, compitiendo en estimarnos unos a otros (cf. Rom 12,10); sentimos la necesidad del otro para crecer y alimentar la misma tensión eclesial.

La comunión también debe traducirse en compromiso en esta diócesis; con carismas diferentes, con itinerarios formativos diferentes y también con servicios diferentes, pero único debe ser el esfuerzo por sostenerla. Pido a todos que presten atención al camino pastoral de esta Iglesia, que es local, pero, por quien la guía, es también universal. Caminar juntos es siempre garantía de fidelidad al Evangelio; juntos y en armonía, tratando de enriquecer a la Iglesia con el propio carisma, pero teniendo en el corazón el ser el único cuerpo del que Cristo es la Cabeza.

La segunda nota que deseo entregarle es la de la ejemplaridad. Con motivo de las ordenaciones sacerdotales del pasado 31 de mayo, en la homilía recordé la importancia de la transparencia de la vida, basándome en las palabras de San Pablo a los ancianos de Éfeso: «Ustedes saben cómo me he comportado» (Hch 20,18). Se lo pido con corazón de padre y de pastor: ¡comprometámonos todos a ser sacerdotes creíbles y ejemplares! Somos conscientes de los límites de nuestra naturaleza y el Señor nos conoce en profundidad; pero hemos recibido una gracia extraordinaria, se nos ha confiado un tesoro precioso del que somos ministros, servidores. Y al servidor se le pide fidelidad. Ninguno de nosotros está exento de las sugestiones del mundo y la ciudad, con sus mil propuestas podría incluso alejarnos del deseo de una vida santa, induciendo una nivelación a la baja en el que se pierden los valores profundos del ser presbíteros. Déjense atraer una vez más por la llamada del Maestro, para sentir y vivir el amor de la primera hora, el que les impulsó a tomar decisiones difíciles y a hacer renuncias valientes. Si juntos intentamos ser ejemplares en una vida humilde, entonces podremos expresar la fuerza renovadora del Evangelio para cada hombre y cada mujer.

Una última nota que deseo entregarles es la de mirar los desafíos de nuestro tiempo con clave profética. Estamos preocupados y afligidos por todo lo que sucede cada día en el mundo: nos hieren las violencias que generan muerte, nos interpelan las desigualdades, las pobrezas, tantas formas de marginación social, el sufrimiento difundido que toma los rasgos de un malestar que ya no perdona a nadie. Y estas realidades no solo ocurren en otros lugares, lejos de nosotros, sino que también afectan a nuestra ciudad de Roma, marcada por múltiples formas de pobreza y por graves emergencias como la de la vivienda. Una ciudad en la que, como señalaba el papa Francisco, a la «gran belleza» y al encanto del arte debe corresponder también «el simple decoro y la normal funcionalidad de los lugares y de las situaciones de la vida ordinaria, cotidiana. Porque una ciudad más habitable para sus ciudadanos es también más acogedora para todos» (Homilía en las vísperas con Te Deum, 31 de diciembre de 2023).

El Señor nos ha querido precisamente en este tiempo lleno de desafíos que, a veces, nos parecen más grandes que nuestras fuerzas. Estamos llamados a abrazar estos desafíos, a interpretarlos evangélicamente, a vivirlos como ocasiones de testimonio. ¡No huyamos ante ellos! Que el compromiso pastoral, como el del estudio, se convierta para todos en una escuela para aprender a construir el Reino de Dios en el hoy de una historia compleja y estimulante. En tiempos recientes hemos tenido el ejemplo de santos sacerdotes que supieron conjugar la pasión por la historia con el anuncio del Evangelio, como don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani, profetas de paz y justicia. Y aquí en Roma hemos tenido a don Luigi Di Liegro que, ante tanta pobreza, dio su vida para buscar caminos de justicia y promoción humana. Bebamos de la fuerza de estos ejemplos para seguir sembrando semillas de santidad en nuestra ciudad.

Muy queridos, les aseguro mi cercanía, mi afecto y mi disponibilidad para caminar con ustedes. Encomendemos al Señor nuestra vida sacerdotal y pidámosle que crezcamos en la unidad, en la ejemplaridad y en el compromiso profético para servir a nuestro tiempo. Nos acompañe la sentida exhortación de san Agustín, que dijo: «Amar esta Iglesia, permanecer en esta Iglesia, ser esta Iglesia. Amar al buen Pastor, al Esposo hermoso, que no engaña a nadie y no quiere que nadie perezca. Oren también por las ovejas descarriadas: que también ellas vengan, también ellas reconozcan, también ellas amen, para que haya un solo rebaño y un solo pastor» (Discurso 138, 10). ¡Gracias!
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Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 12 de junio de 2025



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