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AUDIENCIA AL CUERPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO ANTE LA SANTA SEDE

DISCURSO DEL SANTO PADRE LEÓN XIV

Sala Clementina
Viernes, 16 de mayo de 2025

[Multimedia]

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Eminencia,
Excelencias,
señoras y señores, 
la paz esté con ustedes:

Doy gracias a S.E. el Sr. George Poulides, Embajador de la República de Chipre y Decano del Cuerpo Diplomático, por las cordiales palabras que me ha dirigido en nombre de todos ustedes y por su trabajo incansable, que lleva adelante con la fuerza, la pasión y la simpatía que lo caracterizan, dotes por los que ha merecido la estima de todos mis Predecesores, que ha conocido en estos años de misión ante la Santa Sede y, en particular, del recordado Papa Francisco.  

Deseo además expresarles mi gratitud por los numerosos mensajes de felicitación enviados luego de mi elección, así como por las precedentes condolencias que han llegado al fallecer el Papa Francisco, incluso de países con los que la Santa Sede no mantiene relaciones diplomáticas. Se trata de una significativa manifestación de estima, que alienta a profundizar las mutuas relaciones.

En nuestro diálogo, quisiera que predominase siempre el sentido de ser familia —la comunidad diplomática representa, en efecto, la entera familia de los pueblos—, que comparte las alegrías y los dolores de la vida junto con los valores humanos y espirituales que la animan. La diplomacia pontificia es, de hecho, una expresión de la misma catolicidad de la Iglesia y, en su acción diplomática, la Santa Sede está animada por una urgencia pastoral que la impulsa no a buscar privilegios sino a intensificar su misión evangélica al servicio de la humanidad. Ésta combate la indiferencia y apela continuamente a las conciencias, como ha hecho incansablemente mi venerado Predecesor, siempre atento al clamor de los pobres, los necesitados y los marginados, como también a los desafíos que caracterizan nuestro tiempo, desde la protección de la creación hasta la inteligencia artificial.

Además de ser un signo concreto de la atención que sus países reservan a la Sede Apostólica, su presencia hoy es para mí un don, que permite renovar la aspiración de la Iglesia —y mía personal— de alcanzar y abrazar a cada pueblo y a cada persona de esta tierra, deseosa y necesitada de verdad, de justicia y de paz. En cierto sentido, mi propia experiencia de vida, desplegada entre América del Norte, América del Sur y Europa, pone de manifiesto esta aspiración de traspasar los confines para encontrarse con personas y culturas diferentes.

Por medio del constante y paciente trabajo de la Secretaría de Estado, intento consolidar el conocimiento y el diálogo con ustedes y con sus países, muchos de los cuales he tenido ya la gracia de visitar a lo largo de mi vida, especialmente cuando fui Prior General de los Agustinos. Confío en que la Divina Providencia me conceda tener en el futuro ocasión de encontrarme con las realidades de las que ustedes provienen, permitiéndome acoger las oportunidades que se presenten para confirmar en la fe a tantos hermanos y hermanas dispersos por el mundo y construir nuevos puentes con todas las personas de buena voluntad.

En nuestro diálogo, quisiera que tuviéramos presente las tres palabras clave que constituyen los pilares de la acción misionera de la Iglesia y de la labor de la diplomacia de la Santa Sede.

La primera palabra es paz. Muchas veces la consideramos una palabra “negativa”, o sea, como mera ausencia de guerra o de conflicto, porque la contraposición es parte de la naturaleza humana y nos acompaña siempre, impulsándonos en demasiadas ocasiones a vivir en un constante “estado de conflicto”; en casa, en el trabajo, en la sociedad. La paz entonces pareciera una simple tregua, una pausa de descanso entre una discordia y otra, porque, aunque uno se esfuerce, las tensiones están siempre presentes, un poco como las brasas que arden bajo las cenizas, prontas a reavivarse en cualquier momento.

En la perspectiva cristiana —como también en la de otras experiencias religiosas— la paz es ante todo un don, el primer don de Cristo: «Les doy mi paz» (Jn 14,27). Pero es un don activo, apasionante, que nos afecta y compromete a cada uno de nosotros, independientemente de la procedencia cultural y de la pertenencia religiosa, y que exige en primer lugar un trabajo sobre uno mismo. La paz se construye en el corazón y a partir del corazón, arrancando el orgullo y las reivindicaciones, y midiendo el lenguaje, porque también se puede herir y matar con las palabras, no sólo con las armas.

En esta óptica, considero fundamental el aporte que las religiones y el diálogo interreligioso pueden brindar para favorecer contextos de paz. Eso, naturalmente, exige el pleno respeto de la libertad religiosa en cada país, porque la experiencia religiosa es una dimensión fundamental de la persona humana, sin la cual es difícil —si no imposible— realizar esa purificación del corazón necesaria para construir relaciones de paz.

A partir de este trabajo, que todos estamos llamados a realizar, se pueden extirpar las premisas de cualquier conflicto y de cualquier destructiva voluntad de conquista. Esto exige también una sincera voluntad de diálogo, animada por el deseo de encontrarse más que de confrontarse. En esta perspectiva es necesario revitalizar la diplomacia multilateral y esas instituciones internacionales que han sido queridas y pensadas en primer lugar para poner remedio a los conflictos que pudiesen surgir en el seno de la comunidad internacional. Ciertamente, es necesaria también la voluntad de dejar de producir instrumentos de destrucción y de muerte, porque, como recordaba el Papa Francisco en su último Mensaje Urbi et Orbi, «la paz tampoco es posible sin un verdadero desarme [ y] la exigencia que cada pueblo tiene de proveer a su propia defensa no puede transformarse en una carrera general al rearme» [1].

La segunda palabra es justicia. Procurar la paz exige practicar la justicia. Como ya he tenido modo de señalar, he elegido mi nombre pensando principalmente en León XIII, el Papa de la primera gran encíclica social, la Rerum novarum. En el cambio de época que estamos viviendo, la Santa Sede no puede eximirse de hacer sentir su propia voz ante los numerosos desequilibrios y las injusticias que conducen, entre otras cosas, a condiciones indignas de trabajo y a sociedades cada vez más fragmentadas y conflictivas. Es necesario, además, esforzarse por remediar las desigualdades globales, que trazan surcos profundos de opulencia e indigencia entre continentes, países e, incluso, dentro de las mismas sociedades.

Es tarea de quien tiene responsabilidad de gobierno aplicarse para construir sociedades civiles armónicas y pacíficas. Esto puede realizarse sobre todo invirtiendo en la familia, fundada sobre la unión estable entre el hombre y la mujer, «bien pequeña, es cierto, pero verdadera sociedad y más antigua que cualquiera otra» [2]. Además, nadie puede eximirse de favorecer contextos en los que se tutele la dignidad de cada persona, especialmente de aquellas más frágiles e indefensas, desde el niño por nacer hasta el anciano, desde el enfermo al desocupado, sean estos ciudadanos o inmigrantes.

Mi propia historia es la de un ciudadano, descendiente de inmigrantes, que a su vez ha emigrado. Cada uno de nosotros, en el curso de la vida, se puede encontrar sano o enfermo, ocupado o desocupado, en su patria o en tierra extranjera. Su dignidad, sin embargo, es siempre la misma, la de una creatura querida y amada por Dios.

La tercera palabra es verdad. No se pueden construir relaciones verdaderamente pacíficas, incluso dentro de la comunidad internacional, sin verdad. Allí donde las palabras asumen connotaciones ambiguas y ambivalentes, y el mundo virtual, con su percepción distorsionada de la realidad, prevalece sin control; es difícil construir relaciones auténticas, porque decaen las premisas objetivas y reales de la comunicación.

Por su parte, la Iglesia no puede nunca eximirse de decir la verdad sobre el hombre y sobre el mundo, recurriendo a lo que sea necesario, incluso a un lenguaje franco, que inicialmente puede suscitar alguna incomprensión. La verdad, sin embargo, no se separa nunca de la caridad, que siempre tiene radicada la preocupación por la vida y el bien de cada hombre y mujer. Por otra parte, en la perspectiva cristiana, la verdad no es la afirmación de principios abstractos y desencarnados, sino el encuentro con la persona misma de Cristo, que vive en la comunidad de los creyentes. De ese modo, la verdad no nos aleja; por el contrario, nos permite afrontar con mayor vigor los desafíos de nuestro tiempo, como las migraciones, el uso ético de la inteligencia artificial y la protección de nuestra amada tierra. Son desafíos que requieren el compromiso y la colaboración de todos, porque nadie puede pensar en afrontarlos solo.

Queridos embajadores:

Mi ministerio comienza en el corazón del Año jubilar, dedicado de manera particular a la esperanza. Es un tiempo de conversión y de renovación, y sobre todo la ocasión para dejar atrás las contiendas y comenzar un camino nuevo, animados por la esperanza de poder construir, trabajando juntos, cada uno según sus propias sensibilidades y responsabilidades, un mundo en el que cada uno de nosotros pueda realizar la propia humanidad en la verdad, en la justicia y en la paz. Espero que esto pueda suceder en todos los contextos, empezando por los más que más sufren, como Ucrania y Tierra Santa.

Les agradezco todo el trabajo que hacen para construir puentes entre sus países y la Santa Sede, y de todo corazón los bendigo, bendigo a sus familias y a sus pueblos. Gracias.

[Bendición]

Y gracias por todo el trabajo que hacen.

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[1] Mensaje «Urbi et Orbi» (20 abril 2025).

[2] León XIII, Carta enc. Rerum novarum (15 mayo 1891), 9.



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