ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES, REPRESENTANTES DE LA SOCIEDAD CIVIL Y EL CUERPO DIPLOMÁTICO
DISCURSO DEL SANTO PADRE
Ankara, Palacio Presidencial
Jueves, 27 de noviembre de 2025
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Señor Presidente,
distinguidas autoridades y miembros del Cuerpo Diplomático,
señoras y señores:
Muchas gracias por su amable acogida. Me complace comenzar los viajes apostólicos de mi pontificado en su país, ya que esta tierra está indisolublemente ligada a los orígenes del cristianismo y hoy llama a los hijos de Abraham y a toda la humanidad a una fraternidad que reconoce y aprecia las diferencias.
La belleza natural de su país nos exhorta a custodiar la creación de Dios. Más aún, la riqueza cultural, artística y espiritual de los lugares en que viven nos recuerda que en el encuentro entre generaciones, tradiciones e ideas diferentes se forman las grandes civilizaciones, en las que el desarrollo y la sabiduría se van construyendo en unidad. Es cierto, nuestro mundo tiene a sus espaldas siglos de conflictos y a nuestro alrededor sigue desestabilizado por ambiciones y decisiones que pisotean la justicia y la paz. Sin embargo, ante los retos que se nos plantean, ser un pueblo con un gran pasado representa un don y una responsabilidad.
La imagen del puente sobre el estrecho de los Dardanelos, elegida como emblema de mi viaje, expresa eficazmente el papel especial de su país. Ustedes ocupan un lugar importante en el presente y en el futuro del Mediterráneo y del mundo entero, sobre todo valorizando sus diversidades internas. Antes de conectar Asia y Europa, Oriente y Occidente, ese puente une a Türkiye consigo misma, compone sus partes y la convierte, por así decirlo, desde dentro, en una encrucijada de sensibilidades, cuya homogeneización representaría un empobrecimiento. De hecho, una sociedad está viva si es plural: son los puentes entre sus diferentes almas los que la convierten en una sociedad civil. Hoy en día, las comunidades humanas están cada vez más polarizadas y desgarradas por posiciones extremas que las fragmentan.
Deseo asegurarles que también los cristianos, que son y se sienten parte de la identidad turca, tan apreciada por san Juan XXIII, a quien ustedes recuerdan como el “Papa turco” por la profunda amistad que siempre lo unió a su pueblo, quieren contribuir positivamente a la unidad de su país. Él, que fue Administrador del Vicariato Latino de Estambul y Delegado Apostólico en Türkiye y Grecia desde 1935 hasta 1945, se esforzó intensamente para que los católicos no se autoexcluyeran de la construcción de su nueva República. «He aquí —escribía en aquellos años— que nosotros, los católicos latinos de Estambul y los católicos de otros ritos: armenio, griego, caldeo, sirio, etc., somos aquí una modesta minoría que vive en la superficie de un vasto mundo con el que sólo tenemos relaciones superficiales. Nos gusta distinguirnos de quienes no profesan nuestra fe: hermanos ortodoxos, protestantes, israelitas, musulmanes, creyentes o no creyentes de otras religiones [...]. Parece lógico que cada uno se ocupe de sí mismo, de su tradición familiar y nacional, manteniéndose dentro del círculo limitado de su propia comunidad. [...] Mis queridos hermanos e hijos: debo decirles que, a la luz del Evangelio y del principio católico, esta es una lógica falsa». [1] Desde entonces, sin duda, se han dado grandes pasos adelante en el seno de la Iglesia y en su sociedad, pero esas palabras siguen irradiando mucha luz y continúan inspirando una lógica evangélica y más verdadera, que el Papa Francisco ha definido como “cultura del encuentro”.
Desde el corazón del Mediterráneo, de hecho, mi venerado predecesor se opuso a la “globalización de la indiferencia” con la invitación a sentir el dolor ajeno, a escuchar el grito de los pobres y de la tierra, inspirando así una acción compasiva, reflejo del único Dios, que es clemente y misericordioso, «lento para enojarse y de gran misericordia» (Sal 103,8). La imagen del gran puente también ayuda en este sentido. Dios, al revelarse, estableció un puente entre el cielo y la tierra; lo hizo para que nuestro corazón cambiara, haciéndose semejante al suyo. Es un puente colgante, grandioso, que casi desafía las leyes de la física: así es el amor, que, además de la dimensión íntima y privada, posee también una dimensión visible y pública.
La justicia y la misericordia desafían la ley de la fuerza y se atreven a pedir que la compasión y la solidaridad sean consideradas criterios de desarrollo. Por eso, en una sociedad como la turca, donde la religión tiene un papel visible, es fundamental honrar la dignidad y la libertad de todos los hijos de Dios: hombres y mujeres, compatriotas y extranjeros, pobres y ricos. Todos somos hijos de Dios y esto tiene consecuencias personales, sociales y políticas. Quien tiene un corazón dócil a la voluntad de Dios siempre promoverá el bien común y el respeto por todos. En la actualidad, esto supone un gran desafío, que debe remodelar las políticas locales y las relaciones internacionales, especialmente ante una evolución tecnológica que, de otro modo, podría acentuar las injusticias, en lugar de contribuir a disiparlas. De hecho, incluso las inteligencias artificiales reproducen nuestras preferencias y aceleran los procesos que, a fin de cuentas, no son las máquinas, sino la humanidad quien los ha emprendido. Trabajemos juntos, pues, para modificar la trayectoria del desarrollo y para reparar los daños ya infligidos a la unidad de la familia humana.
Señoras y señores, he hablado de “familia humana”. Se trata de una metáfora que nos invita a establecer un vínculo —una vez más, un puente— entre los destinos de todos y la experiencia de cada uno. Para cada uno de nosotros, de hecho, la familia ha sido el primer núcleo de la vida social, en el que hacemos experiencia de que sin el otro no hay “yo”. Más que en otros países, la familia conserva una gran importancia en la cultura turca y no faltan iniciativas para apoyar su centralidad. En su seno, de hecho, maduran actitudes esenciales para la convivencia civil y una primera y fundamental sensibilidad hacia el bien común. Ciertamente, cada familia puede también cerrarse en sí misma, cultivar enemistades o impedir que alguno de sus miembros se exprese, hasta el punto de obstaculizar el desarrollo de sus talentos. Sin embargo, no es desde una cultura individualista, ni desde el desprecio del matrimonio y la fecundidad, desde donde las personas pueden obtener mayores oportunidades de vida y felicidad.
A este engaño de las economías consumistas, en las que la soledad se convierte en negocio, conviene responder con una cultura que valore los afectos y los vínculos. Sólo juntos nos convertimos auténticamente en nosotros mismos. Sólo en el amor se profundiza nuestra interioridad y se fortalece nuestra identidad. Quien desprecia los vínculos fundamentales y no aprende a soportar incluso sus límites y fragilidades, se vuelve más fácilmente intolerante e incapaz de interactuar con un mundo complejo. De hecho, en la vida familiar emergen de modo muy específico el valor del amor conyugal y la aportación femenina. Las mujeres en particular, también a través del estudio y la participación activa en la vida profesional, cultural y política, se ponen cada vez más al servicio del país y de la influencia positiva del mismo en el panorama internacional. Por lo tanto, hay que apreciar mucho las importantes iniciativas en este sentido, en apoyo de la familia y de la contribución femenina al pleno florecimiento de la vida social.
Señor Presidente, que Türkiye sea un factor de estabilidad y acercamiento entre los pueblos, al servicio de una paz justa y duradera. La visita a Türkiye de cuatro Papas —san Pablo VI en 1967, san Juan Pablo II en 1979, Benedicto XVI en 2006 y Francisco en 2014— atestigua que la Santa Sede no sólo mantiene buenas relaciones con la República de Türkiye, sino que desea cooperar en la construcción de un mundo mejor con la aportación de este país, que constituye un puente entre Oriente y Occidente, entre Asia y Europa, y una encrucijada de culturas y religiones. La ocasión misma de este viaje, el 1700 aniversario del Concilio de Nicea, nos habla de encuentro y diálogo, al igual que el hecho de que los ocho primeros concilios ecuménicos se celebraran en las tierras de la actual Türkiye.
Hoy más que nunca se necesitan personas que favorezcan el diálogo y lo practiquen con firme voluntad y paciente tenacidad. Tras la época de construcción de las grandes organizaciones internacionales, que siguió a las tragedias de las dos guerras mundiales, estamos atravesando una fase de fuertes conflictos a nivel global, en la que prevalecen las estrategias de poder económico y militar, alimentando lo que el Papa Francisco llamaba “la tercera guerra mundial a pedazos”. ¡No hay que ceder en modo alguno a esta deriva! Está en juego el futuro de la humanidad. Porque las energías y los recursos absorbidos por esta dinámica destructiva se sustraen a los verdaderos retos que la familia humana debería afrontar unida, es decir, la paz, la lucha contra el hambre y la miseria, la salud, la educación y la salvaguarda de la creación.
La Santa Sede, con su única fuerza, que es la espiritual y moral, desea cooperar con todas las naciones que se preocupan por el desarrollo integral de cada hombre y de todos los hombres y las mujeres. Caminemos juntos, pues, en la verdad y en la amistad, confiando humildemente en la ayuda de Dios. ¡Gracias!
[1] A. G. Roncalli, La predicazione a Istanbul. Omelie, discorsi e note pastorali (1935-1944), Florencia 1993, 367-368.
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