BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Domingo 19 de febrero de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
En estos domingos la liturgia presenta en el Evangelio el relato de varias curaciones realizadas por Cristo. El domingo pasado, el leproso; hoy un paralítico, al que cuatro personas llevan en una camilla a la presencia de Jesús, que, al ver su fe, dice al paralítico: "Hijo, tus pecados quedan perdonados" (Mc 2, 5). Al obrar así, muestra que quiere sanar, ante todo, el espíritu. El paralítico es imagen de todo ser humano al que el pecado impide moverse libremente, caminar por la senda del bien, dar lo mejor de sí.
En efecto, el mal, anidando en el alma, ata al hombre con los lazos de la mentira, la ira, la envidia y los demás pecados, y poco a poco lo paraliza. Por eso Jesús, suscitando el escándalo de los escribas presentes, dice primero: "Tus pecados quedan perdonados", y sólo después, para demostrar la autoridad que le confirió Dios de perdonar los pecados, añade: "Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa" (Mc 2, 11), y lo sana completamente. El mensaje es claro: el hombre, paralizado por el pecado, necesita la misericordia de Dios, que Cristo vino a darle, para que, sanado en el corazón, toda su existencia pueda renovarse.
También hoy la humanidad lleva en sí los signos del pecado, que le impide progresar con agilidad en los valores de fraternidad, justicia y paz, a pesar de sus propósitos hechos en solemnes declaraciones. ¿Por qué? ¿Qué es lo que entorpece su camino? ¿Qué es lo que paraliza este desarrollo integral? Sabemos bien que, en el plano histórico, las causas son múltiples y el problema es complejo. Pero la palabra de Dios nos invita a tener una mirada de fe y a confiar, como las personas que llevaron al paralítico, a quien sólo Jesús puede curar verdaderamente.
La opción de fondo de mis predecesores, especialmente del amado Juan Pablo II, fue guiar a los hombres de nuestro tiempo hacia Cristo Redentor para que, por intercesión de María Inmaculada, volviera a sanarlos. También yo he escogido proseguir por este camino. De modo particular, con mi primera encíclica, Deus caritas est, he querido indicar a los creyentes y al mundo entero a Dios como fuente de auténtico amor. Sólo el amor de Dios puede renovar el corazón del hombre, y la humanidad paralizada sólo puede levantarse y caminar si sana en el corazón. El amor de Dios es la verdadera fuerza que renueva al mundo.
Invoquemos juntos la intercesión de la Virgen María para que todos los hombres se abran al amor misericordioso de Dios, y así la familia humana pueda sanar en profundidad de los males que la afligen.
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Después del Ángelus
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, así como a los que participan en esta oración mariana a través de la radio y la televisión. Como el paralítico del Evangelio, os animo a acercaros con decisión y confianza al amor y a la misericordia de Jesús, el único que puede perdonar los pecados y devolver la alegría y la paz a nuestros corazones. ¡Feliz domingo!
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