CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN EL ATRIO DEL SANTUARIO
DE NUESTRA SEÑORA DE BONARIA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Domenica, 7 settembre 2008
Queridos hermanos y hermanas:
El espectáculo más hermoso que un pueblo puede ofrecer es, sin duda, el de su fe. En este momento soy testigo de una conmovedora manifestación de la fe que os anima, y ante todo quiero expresaros mi admiración. Acogí de buen grado la invitación a venir a vuestra bellísima isla con ocasión del centenario de la proclamación de la Virgen de Bonaria como vuestra patrona principal. Hoy, juntamente con el espectáculo de la estupenda naturaleza que nos rodea, me ofrecéis el de la ferviente devoción que albergáis hacia la santísima Virgen. ¡Gracias por este hermoso testimonio!
Os saludo a todos con gran afecto, comenzando por el arzobispo de Cágliari, monseñor Giuseppe Mani, presidente de la Conferencia episcopal sarda, al que agradezco las amables palabras que ha pronunciado al inicio de la santa misa, también en nombre de los demás obispos, a los que saludo cordialmente, y de toda la comunidad eclesial que vive en Cerdeña. Os agradezco en especial el esmero con que habéis preparado mi visita pastoral. Y veo que efectivamente todo ha sido preparado perfectamente.
Saludo a las autoridades civiles, y en particular al alcalde, que me dirigirá su saludo y el de la ciudad. Saludo a las demás autoridades presentes y les expreso mi agradecimiento por la generosa colaboración que han prestado a la organización de mi visita a Cerdeña.
Asimismo, deseo saludar a los sacerdotes, de manera especial a la comunidad de los padres mercedarios, a los diáconos, a los religiosos y las religiosas, a los responsables de las asociaciones y de los movimientos eclesiales, a los jóvenes y a todos los fieles, con un recuerdo cordial para los ancianos centenarios, a los que saludé al entrar en la iglesia, y para cuantos están unidos a nosotros espiritualmente o a través de la radio y la televisión. De modo muy especial saludo a los enfermos y a los que sufren, sobre todo a los más pequeños.
Estamos en el día del Señor, el domingo, pero, dada la circunstancia particular, la liturgia de la Palabra nos ha propuesto lecturas propias de las celebraciones dedicadas a la santísima Virgen. En concreto, se trata de los textos previstos para la fiesta de la Natividad de María, que desde hace siglos se ha fijado el 8 de septiembre, fecha en la que en Jerusalén fue consagrada la basílica construida sobre la casa de santa Ana, madre de la Virgen.
Son lecturas que contienen siempre una referencia al misterio del nacimiento. Ante todo, en la primera lectura, el estupendo oráculo del profeta Miqueas sobre Belén, en el que se anuncia el nacimiento del Mesías. El oráculo dice que será descendiente del rey David, procedente de Belén como él, pero su figura superará los límites de lo humano, pues "sus orígenes son de antigüedad", se pierden en los tiempos más lejanos, confinan con la eternidad; su grandeza llegará "hasta los últimos confines de la tierra" y así serán también los confines de la paz (cf. Mi 5, 1-4).
Para definir la venida del "Consagrado del Señor", que marcará el inicio de la liberación del pueblo, el profeta usa una expresión enigmática: "Hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz" (Mi 5, 2). Así, la liturgia, que es escuela privilegiada de la fe, nos enseña a reconocer que el nacimiento de María está directamente relacionado con el del Mesías, Hijo de David.
El evangelio, una página del apóstol san Mateo, nos ha presentado precisamente el relato del nacimiento de Jesús. Ahora bien, antes el evangelista nos ha propuesto la lista de la genealogía, que pone al inicio de su evangelio como un prólogo. También aquí el papel de María en la historia de la salvación resalta con gran evidencia: el ser de María es totalmente relativo a Cristo, en particular a su encarnación. "Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo" (Mt 1, 16).
Salta a la vista la discontinuidad que existe en el esquema de la genealogía: no se lee "engendró", sino "María, de la que nació Jesús, llamado Cristo". Precisamente en esto se aprecia la belleza del plan de Dios que, respetando lo humano, lo fecunda desde dentro, haciendo brotar de la humilde Virgen de Nazaret el fruto más hermoso de su obra creadora y redentora.
El evangelista pone luego en escena la figura de san José, su drama interior, su fe robusta y su rectitud ejemplar. Tras sus pensamientos y sus deliberaciones está el amor a Dios y la firme voluntad de obedecerle. Pero ¿cómo no sentir que la turbación y, luego, la oración y la decisión de José están motivados, al mismo tiempo, por la estima y por el amor a su prometida? En el corazón de san José la belleza de Dios y la de María son inseparables; sabe que no puede haber contradicción entre ellas. Busca en Dios la respuesta y la encuentra en la luz de la Palabra y del Espíritu Santo: "La virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel", que significa "Dios con nosotros" (Mt 1, 23; cf. Is 7, 14).
Así, una vez más, podemos contemplar el lugar que ocupa María en el plan salvífico de Dios, el "plan" del que nos habla la segunda lectura, tomada de la carta a los Romanos. Aquí, el apóstol san Pablo, en dos versículos de notable densidad, expresa la síntesis de lo que es la existencia humana desde un punto de vista meta-histórico: una parábola de salvación que parte de Dios y vuelve de nuevo a él; una parábola totalmente impulsada y gobernada por su amor.
Se trata de un plan salvífico completamente penetrado por la libertad divina, la cual, sin embargo, espera que la libertad humana dé una contribución fundamental: la correspondencia de la criatura al amor de su Creador. Y aquí, en este espacio de la libertad humana, percibimos la presencia de la Virgen María, aunque no se la nombre explícitamente. En efecto, ella es, en Cristo, la primicia y el modelo de "los que aman a Dios" (Rm 8, 28).
En la predestinación de Jesús está inscrita la predestinación de María, al igual que la de toda persona humana. El "Heme aquí" del Hijo encuentra un eco fiel en el "Heme aquí" de la Madre (cf. Hb 10, 7), al igual que en el "Heme aquí" de todos los hijos adoptivos en el Hijo, es decir, de todos nosotros.
Queridos amigos de Cágliari y de Cerdeña, también vuestro pueblo, gracias a la fe en Cristo y mediante la maternidad espiritual de María y de la Iglesia, fue llamado a insertarse en la "genealogía" espiritual del Evangelio. En Cerdeña el cristianismo no llegó con las espadas de los conquistadores o por imposición extranjera, sino que brotó de la sangre de los mártires que aquí dieron su vida como acto de amor a Dios y a los hombres.
En vuestras minas resonó por primera vez la buena nueva que trajeron el Papa Ponciano, el presbítero Hipólito y muchos otros hermanos condenados ad metalla por su fe en Cristo. Así, también Saturnino, Gabino, Proto y Jenaro, Simplicio, Luxorio, Efisio y Antíoco fueron testigos de la entrega total a Cristo como verdadero Dios y Señor. El testimonio del martirio conquistó a un alma fiera como la de los sardos, instintivamente refractaria a todo lo que venía del mar.
El ejemplo de los mártires dio fuerzas al obispo Lucifero de Cágliari, que defendió la ortodoxia contra el arrianismo y, juntamente con san Eusebio de Vercelli, también él cagliaritano, se opuso a la condena de san Atanasio en el concilio de Milán, el año 335, y por eso ambos, Lucifero y Eusebio, fueron condenados al destierro, un destierro muy duro.
Cerdeña nunca ha sido tierra de herejías. Su pueblo siempre ha dado muestras de fidelidad filial a Cristo y a la Sede de Pedro. Sí, queridos amigos, en medio de las sucesivas invasiones y dominaciones, la fe en Cristo ha permanecido en el alma de vuestras poblaciones como elemento constitutivo de vuestra identidad sarda.
Después de los mártires, en el siglo V llegaron del África romana numerosos obispos que, por no haberse adherido a la herejía arriana, se vieron obligados a sufrir el destierro. Al venir a la isla, trajeron consigo la riqueza de su fe. Fueron más de cien obispos que, encabezados por san Fulgencio de Ruspe, fundaron monasterios e intensificaron la evangelización. Juntamente con las reliquias gloriosas de san Agustín, trajeron la riqueza de su tradición litúrgica y espiritual, de la que vosotros conserváis aún huellas.
Así, la fe ha arraigado cada vez más en el corazón de los fieles hasta convertirse en cultura y producir frutos de santidad. Ignacio de Láconi y Nicolás de Gésturi son los santos en los que Cerdeña se reconoce. La mártir Antonia Mesina, la contemplativa Gabriela Sagheddu y la Hermana de la Caridad Josefina Nicoli son la expresión de una juventud capaz de perseguir grandes ideales.
Esta fe sencilla y valiente sigue viviendo en vuestras comunidades, en vuestras familias, en las que se respira el perfume evangélico de las virtudes propias de vuestra tierra: la fidelidad, la dignidad, la discreción, la sobriedad y el sentido del deber.
Y, además, obviamente, está vuestro amor a la Virgen. En efecto, hoy conmemoramos el gran acto de fe que realizaron hace un siglo vuestros padres, encomendando su vida a la Madre de Cristo, cuando la eligieron como patrona principal de la isla. Entonces no podían saber que el siglo XX sería un siglo muy difícil, pero precisamente gracias a esa consagración a María encontraron luego la fuerza para afrontar las dificultades que sobrevinieron, especialmente con las dos guerras mundiales.
No podía ser de otra manera. Vuestra isla, queridos amigos de Cerdeña, no podía tener otra protectora que no fuera la Virgen. Ella es la Madre, la Hija y la Esposa por excelencia: "Sa Mama, Fiza, Isposa de su Segnore", como soléis cantar. La Madre que ama, protege, aconseja, consuela, da la vida, para que la vida nazca y perdure. La Hija que honra a su familia, siempre atenta a las necesidades de los hermanos y las hermanas, solícita para hacer que su casa sea hermosa y acogedora. La Esposa capaz de amor fiel y paciente, de sacrificio y de esperanza. En Cerdeña están dedicadas a María 350 iglesias y santuarios. Un pueblo de madres se refleja en la humilde muchacha de Nazaret, que con su "sí" permitió al Verbo hacerse carne.
Sé bien que María está en vuestro corazón. Hoy, después de cien años, queremos darle gracias por su protección y renovarle nuestra confianza, reconociendo en ella la "Estrella de la nueva evangelización", en cuya escuela podemos aprender cómo llevar a Cristo Salvador a los hombres y a las mujeres contemporáneos. Que María os ayude a llevar a Cristo a las familias, pequeñas iglesias domésticas y células de la sociedad, hoy más que nunca necesitadas de confianza y de apoyo tanto en el ámbito espiritual como en el social.
Que ella os ayude a encontrar las estrategias pastorales más oportunas para hacer que encuentren a Cristo los jóvenes, por naturaleza portadores de nuevo impulso, pero con frecuencia víctimas del nihilismo generalizado, sedientos de verdad y de ideales precisamente cuando parecen negarlos.
Que ella os capacite para evangelizar al mundo del trabajo, de la economía, de la política, que necesita una nueva generación de laicos cristianos comprometidos, capaces de buscar con competencia y rigor moral soluciones de desarrollo sostenible. En todos estos aspectos del compromiso cristiano siempre podéis contar con la guía y el apoyo de la Virgen santísima. Encomendémonos, por tanto, a su intercesión maternal.
María es puerto, refugio y protección para el pueblo sardo, que tiene en sí la fuerza de la encina. Pasan las tempestades, pero la encina resiste; después de los incendios, brota nuevamente; sobreviene la sequía, pero la encina sale victoriosa. Así pues, renovemos con alegría nuestra consagración a una Madre tan solícita. Estoy seguro de que las generaciones de sardos seguirán subiendo hasta el santuario de Bonaria para invocar la protección de la Virgen. Nunca quedará defraudado quien se encomienda a Nuestra Señora de Bonaria, Madre misericordiosa y poderosa. ¡María, Reina de la paz y Estrella de la esperanza, intercede por nosotros! Amén.
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