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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE BANGLADESH EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"


Jueves 12 de junio de 2008

 

Queridos hermanos en el episcopado:

Con gran alegría os doy la bienvenida a vosotros, obispos de Bangladesh, con ocasión de vuestra visita quinquenal a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo. Agradezco al arzobispo Costa las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Vuestro amor generoso a Dios, vuestra solicitud por el pueblo que os ha encomendado el Señor Jesús, y vuestro vínculo de unidad en el Espíritu Santo son para mí motivo de profunda alegría y acción de gracias.

La integridad personal y la santidad de vida son componentes esenciales del testimonio de un obispo, puesto que, "antes de ser transmisor de la Palabra, el obispo (...) tiene que ser oyente de la Palabra" (Pastores gregis, 15). Nuestra experiencia cristiana muestra repetidamente la paradoja evangélica de que la alegría y la realización personal se alcanzan mediante la entrega completa de sí por amor a Cristo y a su reino (cf. Mc 8, 35). Los obispos están llamados a ser pacientes, cordiales y amables según el espíritu de las bienaventuranzas. De este modo, llevan a los demás a considerar todas las realidades humanas a la luz del reino de los cielos (cf. Mt 5, 1-12).

Su testimonio personal de integridad evangélica se completa y fortalece con los numerosos frutos de gracia que el Espíritu Santo produce en los fieles mientras tienden a la perfección de la caridad (cf. Lumen gentium, 39). Por esta razón, me uno a vosotros en la acción de gracias a Dios todopoderoso por el crecimiento y el fervor de la comunidad católica de Bangladesh, especialmente en medio de los desafíos diarios que afronta. Muchas personas de vuestro pueblo sufren pobreza, aislamiento o discriminación, y buscan en vosotros una guía espiritual que los lleve a reconocer en la fe y a experimentar anticipadamente que han sido de verdad bendecidos por Dios (cf. Lc 6, 22).

Como sucesores de los Apóstoles, estáis llamados de modo especial a enseñar al pueblo elegido de Dios, aprovechando los numerosos dones que Dios ha concedido a su comunidad para la transmisión eficaz del depósito de la fe. A este respecto, aprecio vuestros esfuerzos para garantizar que haya un número suficiente de catequistas laicos bien preparados, y que obtengan el debido reconocimiento por parte de los fieles. Pido a Dios que su ejemplo y su entrega impulsen a otros laicos, hombres y mujeres, a desempeñar un papel más activo en los apostolados de la Iglesia.

Como sabéis por vuestra experiencia pastoral, los catequistas desempeñan un papel muy completo en la preparación de los fieles laicos para recibir los sacramentos. Esto se verifica especialmente en la obra cada vez más importante de preparar a los jóvenes para que reconozcan el sacramento del matrimonio como una alianza de amor fiel para toda la vida y como un camino de santidad. He manifestado a menudo mi preocupación por la dificultad que encuentran los hombres y las mujeres de nuestro tiempo para asumir un compromiso de por vida (cf. Discurso a los obispos de Estados Unidos, 16 de abril de 2008). Es urgente que todos los cristianos reafirmen la alegría y la entrega total de sí como respuesta a la llamada radical del Evangelio.

Un signo claro de este compromiso radical se observa en las numerosas vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada que experimenta actualmente la Iglesia en vuestro país. Apoyo vuestros esfuerzos por proporcionar a los candidatos una formación adecuada que produzca abundantes frutos. A este respecto, también deseo expresar mi profunda gratitud por la generosa ayuda prestada por la Iglesia que está en otros países, especialmente en Corea, para la preparación de vuestros seminaristas y sacerdotes.

La Iglesia es católica: una comunidad que abraza a pueblos de todas las razas y lenguas, y no se limita a una cultura o a un sistema social, económico y político particular (cf. Gaudium et spes, 42). Está al servicio de toda la familia humana, compartiendo libremente sus dones para el bienestar de todos. Esto le confiere una habilidad connatural para promover la unidad y la paz. Queridos hermanos en el episcopado, vosotros y vuestro pueblo, como promotores de armonía y paz, tenéis mucho que ofrecer a la nación. Con vuestro amor a vuestro país, inspiráis tolerancia, moderación y comprensión. Estimulando a las personas que comparten valores importantes a cooperar con vistas al bien común, ayudáis a consolidar la estabilidad de vuestro país y a mantenerla en el futuro.

Estos esfuerzos, aunque sean sutiles, dan un apoyo eficaz a la mayoría de vuestros compatriotas, que mantienen la noble tradición del país de respeto mutuo, tolerancia y armonía social. Del mismo modo, seguid sosteniendo y aconsejando a los laicos católicos y a todos los que deseen prestar su servicio por el bien de la sociedad en los cargos públicos, en las comunicaciones sociales, en la educación, en la sanidad y en la asistencia social. Que siempre se alegren de saber que Cristo acepta como un gesto de amor personal todo tipo de bien que se hace al más pequeño de sus hermanos (cf. Mt 25, 40).

Conozco las iniciativas que habéis emprendido recientemente en el campo del diálogo interreligioso, y os exhorto a perseverar con paciencia en este aspecto esencial de la misión ad gentes de la Iglesia (cf. Ecclesia in Asia, 31). En efecto, se puede hacer mucho bien cuando el diálogo se realiza con espíritu de comprensión mutua y de colaboración en la verdad y en la libertad. Todos los hombres y mujeres tienen la obligación de buscar la verdad. Cuando la encuentran, deben modelar toda su vida de acuerdo con sus exigencias (cf. Dignitatis humanae, 2). En consecuencia, la contribución más importante que podemos dar al diálogo interreligioso es nuestro conocimiento de Jesús de Nazaret, "el camino, la verdad y la vida" (Jn 14, 6). El diálogo, basado en el respeto mutuo y en la verdad, no puede dejar de tener una influencia positiva en el clima social de vuestro país. La delicadeza de esta tarea requiere una esmerada preparación del clero y de los laicos, ante todo proporcionándoles un conocimiento más profundo de su fe y luego ayudándoles a acrecentar su conocimiento del islam, del hinduismo, del budismo y de las otras religiones presentes en vuestra región.

Al final de este mes, comenzaremos la celebración del Año paulino, que será para toda la Iglesia una renovada invitación a anunciar con inquebrantable valentía la buena nueva de Jesucristo. San Pablo no se avergonzó de anunciar el Evangelio; lo consideraba la fuerza salvífica de Dios (cf. Rm 1, 16). Soy consciente de las dificultades de esta misión encomendada a vosotros. Como los primeros cristianos, sois una pequeña comunidad en medio de una gran población no cristiana. Vuestra presencia es un signo de que el anuncio del Evangelio, que empezó en Jerusalén y Judea, sigue difundiéndose hasta los confines de la tierra, de acuerdo con el destino universal que el Señor quiso para él (cf. Hch 1, 8).

Mis oraciones os acompañan cuando guiáis a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos a lo largo del camino marcado por tantos misioneros abnegados, comenzando por san Francisco Javier, que llevó el Evangelio a vuestro país. La Iglesia que representáis "proclama la buena nueva con respeto y estima amorosa hacia los que la escuchan" (Ecclesia in Asia, 20). Proseguid esta tarea con bondad, con sencillez y con la "creatividad de la caridad" (cf. Pastores gregis, 73), de acuerdo con vuestros talentos, con vuestras gracias específicas y con los instrumentos de que disponéis. Tened confianza en el Señor, que abre el corazón de los oyentes para que escuchen lo que se anuncia en su nombre (cf. Hch 16, 14).

Queridos hermanos en el episcopado, sé que os infunden gran valentía e inspiración las palabras de Cristo, que os asegura: "He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28, 20). Os ruego que, al volver a vuestro país, transmitáis mi aliento, apoyado con mi oración, y mis mejores deseos a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los catequistas y a todo vuestro amado pueblo. A cada uno de vosotros, y a todas las personas encomendadas a vuestra solicitud pastoral, imparto cordialmente mi bendición apostólica.



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