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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE MYANMAR EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"


Viernes 30 de mayo de 2008

 

Queridos hermanos en el episcopado:

Me complace daros la bienvenida a vosotros, obispos de Myanmar, que habéis venido a la ciudad de Roma para venerar las tumbas de los santos Apóstoles y fortalecer vuestra comunión con el Sucesor de Pedro. Nuestro encuentro de hoy da testimonio de la unidad, la caridad y la paz que nos unen y animan nuestra misión de enseñar, guiar y santificar al pueblo de Dios (cf. Lumen gentium, 22). Agradezco las amables palabras de saludo y la seguridad de las oraciones que el arzobispo Paul Grawng me ha expresado en vuestro nombre y de parte del clero, los religiosos y los laicos de vuestras respectivas diócesis. Correspondo con mi saludo cordial y mi sincera oración para que "el Señor os dé la paz siempre y en todo lugar" (cf. 2 Ts 3, 16).

La Iglesia en Myanmar es conocida y admirada por su solidaridad con los pobres y los necesitados. Esto se ha puesto de manifiesto especialmente mediante la solicitud con que habéis actuado tras el ciclón Nargis. Las numerosas organizaciones y asociaciones católicas en vuestro país muestran que el pueblo encomendado a vuestro cuidado ha escuchado el clamor del Bautista: "El que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer, que haga lo mismo" (Lc 3, 11). Confío en que bajo vuestra guía los fieles sigan demostrando la posibilidad de establecer "un acertado nexo entre evangelización y obras de caridad" (Deus caritas est, 30), para que otros "experimenten la riqueza de su humanidad" y "Dios sea glorificado por Jesucristo" (ib., 31; cf. 1 P 4, 8-11).

Sé cuán agradecido se ha sentido el pueblo birmano durante estos días difíciles por los esfuerzos de la Iglesia para proveer refugio, comida, agua y medicinas a quienes todavía atraviesan dificultades. Espero que, tras el acuerdo alcanzado recientemente para la provisión de ayuda por parte de la comunidad internacional, todos los que estén dispuestos a ayudar puedan proporcionar el tipo de asistencia requerido y tener acceso efectivo a los lugares donde más se necesita.

En este momento crítico doy gracias a Dios todopoderoso, que nos ha reunido "cara a cara" (cf. 1 Ts 2, 17), porque me brinda la ocasión de aseguraros que la Iglesia universal está unida espiritualmente a quienes lloran la pérdida de sus seres queridos (cf. Rm 12, 15), mientras les recuerda la promesa de fortaleza y consolación del Señor (cf. Mt 5, 5). Que Dios abra el corazón de todos, para que se realice un esfuerzo concertado con el fin de facilitar y coordinar las operaciones para llevar ayuda a los que sufren y reconstruir las infraestructuras del país.

La misión de caridad de la Iglesia resplandece de modo especial a través de la vida religiosa, en la cual hombres y mujeres se entregan a sí mismos con corazón "indiviso" al servicio de Dios y del prójimo (cf. 1 Co 7, 34; cf. Vita consecrata, 3). Me complace observar que un número cada vez mayor de mujeres responden a la llamada a la vida consagrada en vuestra región. Oro para que su aceptación libre y radical de los consejos evangélicos impulse a otros a abrazar la vida de castidad, pobreza y obediencia por el Reino.

Formar a los candidatos para este servicio de oración y trabajo apostólico requiere una inversión de tiempo y recursos. Los cursos de formación ofrecidos por la Conferencia de religiosos católicos de Myanmar atestiguan que es posible la cooperación entre las diferentes comunidades religiosas con el debido respeto al carisma particular de cada una de ellas, y responden a la necesidad de una sólida formación académica, espiritual y humana.

Otro signo de esperanza es el número creciente de vocaciones al sacerdocio. Estos hombres no sólo "han sido llamados", sino también "enviados a anunciar" (cf. Lc 9, 1-2), para ser ejemplos de fidelidad y santidad para el pueblo de Dios. Los sacerdotes, llenos del Espíritu Santo y guiados por vuestra solicitud paternal, deben cumplir sus deberes sagrados con humildad, sencillez y obediencia (cf. Presbyterorum ordinis, 15). Como sabéis, esto requiere una formación completa que corresponda a la dignidad de su ministerio sacerdotal. Por tanto, os animo a seguir haciendo los sacrificios necesarios para garantizar que los seminaristas reciban la formación integral que los capacite para ser auténticos heraldos de la nueva evangelización (cf. Pastores dabo vobis, 2).

Queridos hermanos en el episcopado, la misión de la Iglesia de difundir la buena nueva depende de la respuesta generosa y pronta de los laicos a convertirse en obreros de la viña (cf. Mt 20, 1-16; 9, 37-38). También ellos necesitan una formación cristiana sólida y dinámica, que los impulse a llevar el mensaje del Evangelio a sus lugares de trabajo, a sus familias y a la sociedad en general (cf. Ecclesia in Asia, 22). Vuestras relaciones aluden al entusiasmo con el que los laicos están promoviendo muchas y nuevas iniciativas catequísticas y espirituales, implicando a menudo a un gran número de jóvenes.

Al fomentar y supervisar estas iniciativas, os aliento a recordar a quienes están encomendados a vuestra solicitud pastoral que acudan constantemente al pan de la Eucaristía mediante la participación en la liturgia y la contemplación silenciosa (cf. Ecclesia de Eucharistia, 6). Los programas eficaces de evangelización y catequesis también se deben planificar y organizar bien, para que pueda lograrse el fin deseado de enseñar la verdad cristiana y atraer a las personas hacia el amor de Cristo. Es de desear que se sirvan de instrumentos adecuados, incluso folletos y material audiovisual, para completar la enseñanza oral y proporcionar puntos de referencia comunes para una auténtica doctrina católica. Estoy seguro de que otras Iglesias locales del mundo harán lo posible por suministrar material.

Vuestra participación activa en el primer Congreso misionero asiático ha llevado a nuevas iniciativas para fomentar las buenas relaciones con los budistas en vuestro país. A este respecto, os animo a mejorar cada vez más las relaciones con ellos para el bien de cada una de vuestras comunidades y de toda la nación.

Por último, queridos hermanos en el episcopado, os expreso mi sincera gratitud por vuestro ministerio fiel en medio de circunstancias y momentos difíciles, que a menudo quedan fuera de vuestro control. El próximo mes, la Iglesia inaugurará un año jubilar especial en honor de san Pablo. El "Apóstol de los gentiles" ha sido admirado a lo largo de los siglos por su perseverancia inquebrantable en las pruebas y tribulaciones, relatadas con viveza en sus cartas y en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2 Tm 1, 8-13; Hch 27, 13-44). San Pablo nos exhorta a mantener la mirada fija en la gloria que nos espera, para no desesperar jamás en el dolor y los sufrimientos actuales.

El don de la esperanza que hemos recibido —y en el que somos salvados (cf. Rm 8, 24)— confiere gracia y transforma nuestra vida (cf. Spe salvi, 3). Iluminados por el Espíritu Santo, os invito a uniros a san Pablo con la confianza segura de que nada —ni la angustia ni la persecución ni el hambre ni lo presente ni lo futuro— podrá separarnos del amor de Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro (cf. Rm 8, 35-39).

Encomendándoos a la intercesión de María, Reina de los Apóstoles, os imparto de buen grado mi bendición apostólica a vosotros, a vuestros sacerdotes, a los religiosos y a los fieles laicos.



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