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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CONGRESO NACIONAL DE LA SOCIEDAD ITALIANA DE CIRUGÍA


Sala Clementina
Lunes 20 de octubre de 2008

 

Ilustres señores;
amables señoras:

Me alegra acogeros en esta audiencia especial, que tiene lugar con ocasión del congreso nacional de la Sociedad italiana de cirugía. Dirijo a todos y a cada uno mi cordial saludo, y expreso mi agradecimiento en especial al profesor Gennaro Nuzzo por las palabras con que ha expresado los sentimientos comunes y ha ilustrado los trabajos del Congreso, que tratan sobre un tema de importancia fundamental. Vuestro congreso nacional se ha centrado en esta prometedora y comprometedora afirmación: "Por una cirugía que respete al enfermo". Hoy, en un tiempo de gran progreso tecnológico, se habla con razón de la necesidad de humanizar la medicina, desarrollando los gestos del comportamiento médico que mejor responden a la dignidad de la persona enferma a la que se presta servicio. Vuestra profesión médica y quirúrgica tiene como misión específica perseguir tres objetivos: curar a la persona enferma o al menos intentar influir de forma eficaz en la evolución de la enfermedad; aliviar los síntomas dolorosos que la acompañan, sobre todo cuando está en fase avanzada; y cuidar de la persona enferma en todas sus expectativas humanas.

En el pasado, cuando no se podía frenar el curso del mal y mucho menos curarlo, a menudo se consideraba suficiente aliviar el sufrimiento de la persona enferma. En el siglo pasado el desarrollo de la ciencia y de la técnica quirúrgica permitieron intervenir cada vez con más éxito en la situación del enfermo. Así la curación, que en muchos casos antes era sólo una posibilidad marginal, hoy es una perspectiva normalmente realizable, hasta el punto de atraer la atención casi exclusiva de la medicina contemporánea.

Sin embargo, con este enfoque se corre un nuevo peligro: el de abandonar al paciente cuando se advierte la imposibilidad de obtener resultados apreciables. En cambio, sigue siendo cierto que, aunque no existan perspectivas de curación, aún se puede hacer mucho por el enfermo: se puede aliviar su sufrimiento, sobre todo acompañándolo en su camino, mejorando en lo posible la calidad de su vida. Esto no se debe subestimar, porque todo paciente, también el incurable, lleva en sí un valor incondicional, una dignidad que es preciso honrar, la cual constituye el fundamento ineludible de cualquier actuación médica. En efecto, el respeto de la dignidad humana exige el respeto incondicional de cada ser humano, nacido o no nacido, sano o enfermo, cualquiera que sea la condición en que se encuentre.

Desde esta perspectiva cobra especial importancia la relación de confianza mutua que se instaura entre médico y paciente. Gracias a esta relación de confianza el médico, escuchando al paciente, puede reconstruir su historia clínica y entender cómo vive su enfermedad. En el contexto de esta relación, gracias a la estima recíproca y compartiendo la búsqueda de objetivos realistas, se puede definir también el plan terapéutico: un plan que puede llevar a intervenciones audaces para salvar la vida o a la decisión de contentarse con los medios ordinarios que ofrece la medicina.

Cuando el médico se comunica con el paciente directa o indirectamente, de palabra o de cualquier otra forma, ejerce un notable influjo sobre él: puede motivarlo, sostenerlo, movilizarlo e incluso potenciar sus recursos físicos y mentales; o por el contrario, puede debilitarlo y frustrar sus esfuerzos, reduciendo así la misma eficacia de los tratamientos realizados. Por tanto, se debe tender a una verdadera alianza terapéutica con el paciente, haciendo uso de la específica racionalidad clínica que permite al médico darse cuenta de cuál es el modo más adecuado de comunicar con el paciente.

Esta estrategia de comunicación buscará sobre todo sostener, siempre respetando la verdad de los hechos, la esperanza, elemento esencial del contexto terapéutico. Conviene no olvidar nunca que son precisamente estas cualidades humanas las que, además de la competencia profesional en sentido estricto, aprecia el paciente en el médico. Quiere ser mirado con benevolencia, no sólo examinado; quiere ser escuchado, no sólo sometido a análisis sofisticados; quiere percibir con seguridad que está en la mente y en el corazón del médico que lo cura.

También la insistencia con que hoy se subraya la autonomía individual del paciente debe orientarse a promover una manera de ver al enfermo que no lo considere como antagonista, sino como colaborador activo y responsable del tratamiento terapéutico. Es necesario mirar con sospecha cualquier tentativa de entrometerse desde fuera en esta delicada relación entre médico y paciente. Por una parte, es innegable que hay que respetar la autodeterminación del paciente, pero sin olvidar que la exaltación individualista de la autonomía acaba por llevar a una lectura no realista, y ciertamente empobrecida, de la realidad humana. Por otra, la responsabilidad profesional del médico debe llevarlo a proponer un tratamiento que busque el verdadero bien del paciente, consciente de que su competencia específica generalmente lo capacita para evaluar la situación mejor que el paciente mismo.

La enfermedad, por otro lado, se manifiesta dentro de una historia humana precisa y se proyecta sobre el futuro del paciente y de su ambiente familiar. En los contextos de la sociedad actual con alta tecnología, el paciente corre el riesgo de ser considerado un mero objeto. En efecto, se encuentra sometido a reglas y prácticas a menudo extrañas a su forma de ser. En nombre de las exigencias de la ciencia, de la técnica y de la organización de la asistencia sanitaria, su estilo de vida habitual se ve alterado. En cambio, es muy importante no separar de la relación terapéutica el contexto existencial del paciente, en particular su familia. Por esto es necesario promover el sentido de responsabilidad de los familiares con respecto a su ser querido: es un elemento importante para evitar la ulterior alienación que este, casi inevitablemente, sufre cuando se pone en manos de una medicina de alta tecnología pero que carece de una vibración humana suficiente.

Así pues, sobre vosotros, queridos cirujanos, recae en gran medida la responsabilidad de ofrecer una cirugía verdaderamente respetuosa con la persona del enfermo. Es un deber en sí fascinante, aunque también muy comprometedor. El Papa, precisamente por su misión de pastor, está cerca de vosotros y os sostiene con su oración. Con estos sentimientos, deseándoos pleno éxito en vuestro trabajo, os imparto de buen grado la bendición apostólica a vosotros y a vuestros seres queridos.



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