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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN CONGRESO EN EL 80° ANIVERSARIO
DE LA FUNDACIÓN DEL ESTADO DE LA CIUDAD DEL VATICANO*


Sala Clementina
Sábado 14 de febrero de 2009

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
amables señores y señoras:

Con verdadero placer os dirijo mi cordial saludo a todos vosotros, organizadores, relatores y participantes en el Congreso organizado para celebrar el 80° aniversario de la fundación del Estado de la Ciudad del Vaticano. "Un territorio pequeño para una gran misión" es el tema en el que habéis centrado vuestra atención, reflexionando juntos sobre el valor espiritual y civil que reviste este pequeño Estado soberano, dedicado completamente al servicio de la gran misión encomendada por Jesucristo al apóstol san Pedro y a sus sucesores. Agradezco al señor cardenal Giovanni Lajolo no sólo las palabras de saludo que me ha dirigido en vuestro nombre, sino también el empeño que él y sus colaboradores de la Gobernación han puesto para solemnizar la significativa meta de los ochenta años de existencia y actividad del Estado vaticano.

Expreso viva complacencia por las celebraciones y por las diversas iniciativas conmemorativas de estos días, con las que se ha querido profundizar y dar a conocer mejor la historia y la fisonomía de la Civitas Vaticana. A los ochenta años de su fundación, constituye una realidad pacíficamente consolidada, aunque no siempre bien comprendida en sus razones de ser y en las múltiples tareas que está llamada a realizar. Para quien trabaja diariamente al servicio de la Santa Sede o para quien vive en la ciudad de Roma es un dato de hecho, algo natural, que exista en el centro de Roma un pequeño Estado soberano, pero no de todos es conocido que es fruto de un proceso histórico en ciertos aspectos tormentoso, que hizo posible su constitución, motivada por elevados ideales de fe y por la clarividente conciencia de las finalidades que debía cumplir. Así, podríamos decir que este aniversario, que justifica nuestro encuentro, invita a contemplar con una conciencia más viva lo que el Estado de la Ciudad del Vaticano significa y es.

Cuando se vuelve con la memoria al 11 de febrero de 1929, no se puede menos de recordar con profunda gratitud al primer y principal artífice de los Pactos lateranenses, mi venerado predecesor el Papa Pío XI: era el Papa de mi infancia, por el que sentíamos gran veneración y amor. Merecidamente durante estos días se ha mencionado en repetidas ocasiones su nombre, porque, con su lúcida clarividencia y su indómita voluntad, fue el verdadero fundador y el primer constructor del Estado de la Ciudad del Vaticano.

Por lo demás, los estudios históricos que se siguen realizando sobre su pontificado nos ayudan a comprender cada vez más la grandeza del Papa Ratti, el cual gobernó la Iglesia en los años difíciles que mediaron entre las dos guerras mundiales. Con mano firme dio fuerte impulso a la acción eclesial en sus múltiples dimensiones: basta pensar en la expansión misionera, en la atención a la formación de los ministros de Dios, en la promoción de la actividad de los fieles laicos en la Iglesia y en la sociedad, y en la intensa relación con la comunidad civil.

Durante su pontificado, el "Papa bibliotecario" tuvo que afrontar las dificultades y las persecuciones que la Iglesia sufría en países como México y España, así como la guerra que le declararon los totalitarismos —nacionalsocialismo y fascismo— que surgieron y se consolidaron en esos años. En Alemania no se ha olvidado su gran encíclica Mit brennender Sorge, como fuerte señal contra el nazismo.

Admira de verdad la obra sabia y fuerte de este Pontífice, que para la Iglesia sólo quiso la libertad que le permitiera cumplir plenamente su misión. También el Estado de la Ciudad del Vaticano, que surgió como resultado de los Pactos lateranenses y en particular del Tratado, fue considerado por Pío XI como un instrumento para garantizar su independencia necesaria frente a cualquier potestad humana, para dar a la Iglesia y a su Pastor supremo la posibilidad de cumplir plenamente el mandato recibido de Cristo Señor.

Ya diez años después, cuando estalló la segunda guerra mundial, una guerra que con sus violencias y sufrimientos llegó incluso hasta las puertas del Vaticano, se vio con claridad cuán útil y benéfica es para la Santa Sede, para la Iglesia e incluso para Roma y para el mundo entero, esta pequeña pero completa realidad estatal.

Así pues, se puede afirmar que a lo largo de sus ocho décadas de existencia, el Estado vaticano ha sido un instrumento dúctil y siempre a la altura de las exigencias que le planteaban y le siguen planteando tanto la misión del Papa como las necesidades de la Iglesia y las condiciones continuamente cambiantes de la sociedad. Precisamente por eso, bajo la guía de mis venerados predecesores, desde el siervo de Dios Pío XII hasta el Papa Juan Pablo II, se ha realizado, y se sigue llevando a cabo ante los ojos de todos una constante adecuación de las normas, de las estructuras y de los medios de este singular Estado edificado en torno a la tumba del apóstol san Pedro.

El significativo aniversario que estamos conmemorando en estos días es, por tanto, motivo de profunda acción de gracias al Señor, que guía el destino de su Iglesia en medio de las vicisitudes a menudo borrascosas del mar de la historia, y asiste a su Vicario en la tierra en el desempeño de su oficio de Christianae religionis summus Antistes.

Mi gratitud se extiende a todos los que en el pasado han sido y hoy son protagonistas de la vida del Estado de la Ciudad del Vaticano, algunos conocidos, pero muchos otros desconocidos en su humilde y valioso servicio. Expreso mi agradecimiento a los miembros de la actual comunidad de vida y de trabajo de la Gobernación y de los demás organismos del Estado, interpretando así los sentimientos de todo el pueblo de Dios. Al mismo tiempo, quiero animar a los que trabajan en las diferentes oficinas y servicios vaticanos a realizar sus tareas no sólo con honradez y competencia profesional, sino también con una conciencia cada vez más viva de que su trabajo constituye un valioso servicio a la causa del reino de Dios.

La Civitas Vaticana es, en realidad, un punto casi invisible en los mapas de la geografía mundial, un Estado diminuto e inerme, sin ejércitos temibles, aparentemente irrelevante en las grandes estrategias geopolíticas internacionales. Y, sin embargo, este baluarte visible de la independencia absoluta de la Santa Sede ha sido y es centro de irradiación de una acción constante en favor de la solidaridad y del bien común. ¿No es verdad que, precisamente por esto, desde todas partes se mira con gran atención a este pequeño trozo de tierra?

El Estado vaticano, que encierra tesoros de fe, de historia y de arte, conserva un patrimonio muy valioso para la humanidad entera. Desde su interior, donde habita el Papa junto a la tumba de san Pedro, se difunde de forma incesante un mensaje de verdadero progreso social, de esperanza, de reconciliación y de paz.

Ahora, este Estado nuestro, después de recordar solemnemente el 80° aniversario de su fundación, reemprende el camino con un impulso apostólico más fuerte. Ojalá que la Ciudad del Vaticano sea cada vez más una verdadera "ciudad situada en la cima de un monte", luminosa gracias a las convicciones y a la generosa entrega de todos los que trabajan al servicio de la misión eclesial del Sucesor de Pedro.

Con este deseo, a la vez que invoco la protección maternal de María, así como la intercesión de san Pedro y san Pablo y de los demás mártires que con su sangre hicieron sagrada esta tierra, de buen grado os imparto mi bendición a todos vosotros, aquí reunidos, y la extiendo con afecto a la gran familia del Estado de la Ciudad del Vaticano.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.8, p.3.



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