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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE LA REGIÓN NORDESTE 3
DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE BRASIL EN VISITA «AD LIMINA»


Viernes 10 de septiembre de 2010

 

Señor cardenal;
queridos arzobispos y obispos de Brasil:

Os saludo cordialmente a todos, con ocasión de vuestra visita ad limina a Roma, donde habéis venido para reforzar los vínculos de comunión fraterna con el Sucesor de Pedro y para que él os anime en la guía del rebaño de Cristo. Agradezco a monseñor Czeslaw Stanula, obispo de Itabuna, las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre, y os aseguro mis oraciones por vuestras intenciones y por el amado pueblo de vuestra región Nordeste 3.

Hace más de cinco siglos, precisamente en vuestra región, se celebraba la primera misa en Brasil, haciendo realmente presente el Cuerpo y la Sangre de Cristo para la santificación de los hombres y las mujeres de esa nación bendita, que nació bajo los auspicios de la Santa Cruz. Era la primera vez que se proclamaba el evangelio de Cristo a ese pueblo, iluminando su vida diaria. Esta acción evangelizadora de la Iglesia católica fue y sigue siendo fundamental en la formación de la identidad del pueblo brasileño caracterizada por la convivencia armoniosa entre personas llegadas de distintas regiones y culturas. Sin embargo, aunque los valores de la fe católica hayan moldeado el corazón y el espíritu brasileños, hoy se observa una creciente influencia de nuevos elementos en la sociedad, que hace algunas décadas eran prácticamente extraños. Esto está provocando que numerosos católicos abandonen la vida eclesial o incluso la Iglesia, mientras en el panorama religioso de Brasil se asiste a la rápida expansión de comunidades evangélicas y neopentecostales.

En cierto sentido, las razones que están en la base del éxito de estos grupos son una señal de la generalizada sed de Dios entre vuestro pueblo. También son indicio de una evangelización, a nivel personal, a veces superficial; de hecho, los bautizados que no han sido suficientemente evangelizados son fácilmente influenciables, porque su fe es frágil y muy a menudo se basa en un devocionismo ingenuo, aunque conserven —como he dicho— una religiosidad innata. Frente a esta situación emerge, por un lado, la clara necesidad de que la Iglesia católica en Brasil se comprometa en una nueva evangelización que no escatime esfuerzos para llegar tanto a los católicos que se han alejado como a aquellas personas que poco o nada conocen del mensaje evangélico, llevándolos a un encuentro personal con Jesucristo, vivo y operante en su Iglesia. Por otro lado, con el crecimiento de nuevos grupos que dicen ser seguidores de Cristo, aunque estén subdivididos en distintas comunidades y confesiones, se hace más necesario, de parte de los pastores católicos, el compromiso de crear puentes para establecer contactos a través de un sano diálogo ecuménico en la verdad.

Este esfuerzo es necesario, ante todo, porque la división entre los cristianos está en contraste con la voluntad del Señor de que «todos sean uno» (Jn 17, 21). Además de esto, la falta de unidad es causa de escándalo y acaba por minar la credibilidad del mensaje cristiano proclamado en la sociedad. Y su proclamación hoy es tal vez aún más necesaria que en las décadas pasadas porque, como demuestran muy bien vuestras relaciones, incluso en las pequeñas ciudades del interior de Brasil se observa una creciente influencia negativa del relativismo intelectual y moral en la vida de las personas.

No son pocos los obstáculos que se oponen a la búsqueda de la unidad de los cristianos. En primer lugar, se debe rechazar una visión errónea del ecumenismo, que conlleva cierto indiferentismo doctrinal que trata de nivelar, en un irenismo acrítico, todas las «opiniones» en una especie de relativismo eclesiológico. Paralelamente existe el desafío de la incesante multiplicación de nuevos grupos cristianos, algunos de los cuales actúan un proselitismo agresivo, lo cual muestra que el paisaje del ecumenismo es todavía muy variado y confuso. En este contexto —como dije en 2007, en la catedral da Sé de São Paulo, en el inolvidable encuentro que mantuve con vosotros, los obispos brasileños—, «es indispensable una buena formación histórica y doctrinal, que posibilite el necesario discernimiento y ayude a entender la identidad específica de cada una de las comunidades, los elementos que dividen y los que ayudan en el camino hacia la construcción de la unidad. El gran campo común de colaboración debería ser la defensa de los valores morales fundamentales, transmitidos por la tradición bíblica, contra su destrucción en una cultura relativista y consumista; y también la fe en Dios creador y en Jesucristo, su Hijo encarnado» (Discurso del 11 de mayo de 2007, n. 6: L'Osservatore Romano: edición en lengua española, 18 de mayo de 2007, p. 11). Por este motivo, os aliento a seguir dando pasos positivos en esta dirección, como es el caso del diálogo con las Iglesias y comunidades eclesiales que pertenecen al Consejo nacional de Iglesias cristianas, que con iniciativas como la Campaña de fraternidad ecuménica, contribuyen a promover los valores del Evangelio en la sociedad brasileña.

Queridos hermanos, el diálogo entre los cristianos es un imperativo del tiempo presente y una opción irreversible de la Iglesia. Mientras tanto, como recuerda el concilio Vaticano II, en el centro de todos los esfuerzos en favor de la unidad deben estar la oración, la conversión y la santificación de la vida (cf. Unitatis redintegratio, 8). El Señor es quien concede la unidad, que no es una creación de los hombres; a los pastores corresponde la obediencia a la voluntad del Señor, promoviendo iniciativas concretas, libres de cualquier reduccionismo conformista, pero realizadas con sinceridad y realismo, con paciencia y perseverancia, que brotan de la fe en la acción providencial del Espíritu Santo.

Queridos y venerados hermanos, en este encuentro he tratado de poner de relieve brevemente algunos aspectos del gran desafío del ecumenismo encomendado a vuestra solicitud apostólica. Al despedirme de vosotros, os confirmo una vez más mi estima y os aseguro mis oraciones por todos vosotros y por vuestras diócesis. En particular, deseo renovar aquí mi solidaridad paterna con los fieles de la diócesis de Barreiras, recientemente privados de la guía de su primer y celoso pastor, monseñor Ricardo José Weberberger, que ya se encuentra en la casa del Padre, meta de los pasos de todos nosotros. Descanse en paz. Invocando la intercesión de Nuestra Señora Aparecida, imparto a cada uno de vosotros, a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a los seminaristas, a los catequistas y a todo el pueblo que se os ha encomendado, una afectuosa bendición apostólica.



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