X ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Plaza de San Pedro
Sábado, 25 de junio de 2022
_______________________________
En el ámbito del X Encuentro Mundial de las Familias, este es el momento de la acción de gracias. Hoy presentamos ante Dios con gratitud —como en un gran ofertorio— todo lo que el Espíritu Santo ha sembrado en vosotras, queridas familias. Algunas de vosotras habéis participado en los momentos de reflexión e intercambio aquí en el Vaticano; otras los habéis animado y vivido en vuestras respectivas diócesis, en una especie de inmensa constelación. Imagino la riqueza de experiencias, de propósitos, de sueños, y tampoco habrán faltado las preocupaciones y las incertidumbres. Ahora presentamos todo al Señor, y le pedimos a Él que os sostenga con su fuerza y con su amor. Sois papás, mamás, hijos, abuelos, tíos; sois adultos, niños, jóvenes, ancianos; cada uno con una experiencia diferente de familia, pero todos con la misma esperanza hecha oración. Que Dios bendiga y proteja a vuestras familias y a todas las familias del mundo.
En la segunda lectura, san Pablo nos ha hablado de libertad. La libertad es uno de los bienes más valorados y buscados por el hombre moderno y contemporáneo. Todos desean ser libres, no tener condicionamientos, no estar limitados, y por eso aspiran a liberarse de todo tipo de “prisión”: cultural, social, económica. Sin embargo, cuántas personas carecen de la libertad más grande, la interior. La libertad más grande es la libertad interior. El Apóstol nos recuerda a nosotros cristianos que esta libertad es sobre todo un don, cuando exclama: «Para la libertad nos ha liberado Cristo» (Ga 5,1). La libertad nos ha sido dada. Todos nosotros nacemos con muchos condicionamientos, interiores y exteriores, y sobre todo con la tendencia al egoísmo, es decir, a ponernos nosotros mismos en el centro y a buscar nuestros propios intereses. Pero Cristo nos ha liberado de esta esclavitud. Para evitar malentendidos, san Pablo nos advierte que la libertad que nos da Dios no es la falsa y vacía libertad del mundo, que en realidad es «un pretexto para satisfacer los deseos carnales» (Ga 5,13). No, la libertad que Cristo nos ha adquirido al precio de su sangre está orientada totalmente al amor, para que —como decía y nos dice hoy el Apóstol— «se hagan más bien esclavos unos de los otros, por medio del amor» (ibíd.).
Todos vosotros cónyuges, formando vuestra familia, con la gracia de Cristo habéis hecho esta elección valiente: no usar la libertad para vosotros mismos, sino para amar a las personas que Dios ha puesto a vuestro lado. En vez de vivir como “islas”, os habéis puesto “al servicio los unos de los otros”. De este modo se vive la libertad en familia. No hay “planetas” o “satélites” que viajan cada uno en su propia órbita. La familia es el lugar del encuentro, del compartir, del salir de sí mismos para acoger a los otros y estar cerca de ellos. Es el primer lugar donde se aprende a amar. No os olvidéis nunca de que la familia es el primer lugar donde se aprende a amar.
Hermanos y hermanas, mientras reafirmamos esto con gran convicción, sabemos bien que en los hechos no siempre es así, por muchos motivos y muchas situaciones diversas. Y así, precisamente mientras afirmamos la belleza de la familia, sentimos más que nunca que debemos defenderla. No dejemos que se contamine con los venenos del egoísmo, del individualismo, de la cultura de la indiferencia y de la cultura del descarte, y pierda así su “ADN” que es la acogida y el espíritu de servicio. Esta es la fisonomía propia de la familia: la acogida, el espíritu de servicio dentro de la familia.
La relación entre los profetas Elías y Eliseo, presentada en la primera lectura, nos hace pensar en la relación entre las generaciones, en el “paso del testigo” de padres a hijos. Esta relación en el mundo de hoy no es sencilla y a menudo es motivo de preocupaciones. Los padres temen que los hijos no sean capaces de orientarse en la complejidad y en la confusión de nuestras sociedades, donde todo parece caótico y precario, y que al final pierdan su camino. Este miedo hace a algunos padres ansiosos, a otros sobreprotectores, y a veces termina incluso por impedir el deseo de traer nuevas vidas al mundo.
Nos hace bien reflexionar sobre la relación entre Elías y Eliseo. Elías, en un momento de crisis y de miedo por el futuro, recibe de Dios la orden de ungir a Eliseo como su sucesor. Dios le hace entender a Elías que el mundo no termina con él y le manda que transmita a otro su misión. Este es el sentido del gesto descrito en el texto: Elías puso su manto en los hombros de Eliseo, y desde ese momento el discípulo toma el lugar del maestro para continuar el ministerio profético en Israel. Dios muestra de este modo que tiene confianza en el joven Eliseo. El anciano Elías le pasa la función, la vocación profética a Eliseo. Se fía de un joven, se fía del futuro. En aquel gesto está toda la esperanza, y con esperanza le pasa el testigo.
¡Qué importante es para los padres contemplar el modo de actuar de Dios! Dios ama a los jóvenes, pero no por eso los preserva de todos los peligros, desafíos y sufrimientos. Dios no es ansioso ni sobreprotector. Pensad bien en esto: Dios no es ansioso ni sobreprotector; al contrario, confía en ellos y llama a cada uno al sentido de la vida y de la misión. Pensemos en el niño Samuel, en el adolescente David, en el joven Jeremías; pensemos sobre todo en aquella jovencita, de dieciséis o diecisiete años, que concibió a Jesús, la Virgen María. Se fía de una jovencita. Queridos padres, la Palabra de Dios nos muestra el camino: no preservar a los hijos de cualquier malestar y sufrimiento, sino tratar de transmitirles la pasión por la vida, de encender en ellos el deseo de que encuentren su vocación y que abracen la gran misión que Dios ha pensado para ellos. Este descubrimiento es justamente el que hace a Eliseo valiente, determinado, y lo convierte en un adulto. El alejamiento de los progenitores y la inmolación de los bueyes son precisamente el signo por el que Eliseo comprendió que ahora “le tocaba a él”, que era el momento de acoger la llamada de Dios y de llevar adelante cuanto había visto hacer a su maestro. Y lo hará con valentía hasta el final de su vida. Queridos padres, si ayudáis a vuestros hijos a que descubran y acojan su vocación, veréis que ellos estarán “aferrados” a esta misión y tendrán la fuerza de afrontar y superar las dificultades de la vida.
Quisiera agregar también que, para un educador, el mejor modo de ayudar a otro a seguir su vocación es el de abrazar la propia vocación con amor fiel. Fue lo que los discípulos vieron hacer a Jesús, y el Evangelio de hoy nos muestra un momento emblemático, cuando Jesús «se encaminó decididamente hacia Jerusalén» (Lc 9,51), sabiendo bien que allí sería condenado y moriría. Y en el camino hacia Jerusalén, Jesús sufrió el rechazo de los habitantes de Samaría, un rechazo que suscitó la reacción indignada de Santiago y Juan, pero que Él aceptó porque formaba parte de su vocación. Al principio fue rechazado en Nazaret ―pensemos en aquel día en la sinagoga de Nazaret (cf. Mt 13,53-58)―, ahora en Samaría, y al final será rechazado en Jerusalén. Jesús acepta todo esto porque ha venido para cargar sobre sí nuestros pecados. Del mismo modo, no hay nada más estimulante para los hijos que ver a los propios padres vivir el matrimonio y la familia como una misión, con fidelidad y paciencia, a pesar de las dificultades, los momentos tristes y las pruebas. Y esto que le sucedió a Jesús en Samaría acontece en toda vocación cristiana, también en la familiar. Todos sabemos que llegan momentos en los que es necesario cargar sobre sí las resistencias, las cerrazones, las incomprensiones que provienen del corazón humano y, con la gracia de Cristo, transformarlas en acogida del otro, en amor gratuito.
En el camino hacia Jerusalén, inmediatamente después de este episodio, que nos describe en cierto sentido la “vocación de Jesús”, el Evangelio nos presenta otras tres llamadas, tres vocaciones de otros aspirantes a discípulos de Jesús. El primero es invitado a no buscar una morada estable, un lugar seguro siguiendo al Maestro. De hecho, Él «no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lc 9,58). Seguir a Jesús significa ponerse en movimiento y permanecer siempre en movimiento, siempre “en camino” con Él a través de las vicisitudes de la vida. ¡Qué verdadero es esto para vosotros casados! También vosotros, acogiendo la llamada al matrimonio y a la familia, habéis dejado vuestro “nido” y habéis iniciado un viaje, del que no podíais conocer anticipadamente todas las etapas, y que os mantiene en constante movimiento, con situaciones siempre nuevas, acontecimientos inesperados, sorpresas, algunas de ellas dolorosas. Así es el camino con el Señor. Es dinámico, es impredecible, y es siempre un descubrimiento maravilloso. Recordemos que el descanso de todo discípulo de Jesús está precisamente en hacer cada día la voluntad de Dios, sea cual fuere.
El segundo discípulo es invitado a “no volver a enterrar a sus muertos” (cf. vv. 59-60). No se trata de faltar al cuarto mandamiento, que permanece siempre válido y que es un mandamiento que nos santifica mucho; sino que es una invitación a obedecer sobre todo al primer mandamiento: amar a Dios sobre todas las cosas. Así le sucedió también al tercer discípulo, llamado a seguir a Cristo decididamente y con todo el corazón, sin “volverse atrás”, ni siquiera para despedirse de sus familiares (cf. vv. 61-62).
Queridas familias, también vosotras estáis invitadas a no tener otras prioridades, a “no volveros atrás”, es decir, a no echar de menos la vida de antes, la libertad de antes, con sus ilusiones engañosas. Cuando no se acoge la novedad de la llamada de Dios la vida se fosiliza, añorando el pasado. Y este camino de estar echando de menos el pasado y no acoger las novedades que Dios nos manda, nos fosiliza, siempre; nos vuelve duros, no nos hace humanos. Cuando Jesús llama, también al matrimonio y a la familia, pide que miremos hacia adelante y siempre nos precede en el camino, siempre nos precede en el amor y en el servicio. Quien lo sigue no queda defraudado.
Queridos hermanos y hermanas, las lecturas de la liturgia de hoy, todas, providencialmente, hablan de vocación, que es justamente el tema de este décimo Encuentro Mundial de las Familias: “El amor familiar: vocación y camino de santidad”. Con la fuerza de esta Palabra de vida, os animo a retomar con decisión el camino del amor familiar, compartiendo con todos los miembros de la familia la alegría de esta llamada. Y no se trata de un trayecto fácil, no; no es un camino fácil. Habrá momentos de oscuridad, momentos de dificultad en que pensaremos que todo se acabó. Que el amor que vivís entre vosotros sea siempre abierto, extrovertido, capaz de “alcanzar” a los más débiles y a los heridos que encontráis a lo largo del camino; frágiles en el cuerpo y frágiles en el alma. El amor, en efecto, también el familiar, se purifica y se refuerza cuando se da.
La apuesta por el amor familiar es valiente; hace falta valor para casarse. Vemos a tantos jóvenes que no tienen el valor de casarse, muchas veces alguna mamá me dice: “Haga algo, hable con mi hijo, ¡ya tiene 37 años y no se casa!”. “Pero, señora, no le planche las camisas, empiece a alejarlo un poco, deje que salga del nido”. Porque el amor familiar empuja a los hijos a volar, les enseña a volar y los anima a volar. No es un amor posesivo, sino de libertad; siempre. Y luego, en los momentos difíciles, en las crisis ―todas las familias tienen crisis, todas pasan por ellas―, por favor, no tomes la salida fácil: “Regreso con mamá”. No lo hagáis. Seguid adelante, con esta apuesta valiente. Habrá momentos duros, habrá momentos difíciles, pero hay que seguir adelante, siempre. Tu marido, tu mujer tiene esa chispa de amor que habéis experimentado al principio; dejad que salga de vuestro interior, descubrid de nuevo el amor. Esto os ayudará mucho en los momentos de crisis.
La Iglesia está con vosotros, es más, la Iglesia está en vosotros. De hecho, la Iglesia nació de una Familia, la de Nazaret, y está formada principalmente por familias. Que el Señor os ayude cada día a permanecer en la unidad, en la paz, en la alegría y también en la perseverancia en los momentos difíciles, esa perseverancia fiel que nos hace vivir mejor y que muestra a todos que Dios es amor y comunión de vida.
Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana