SESIÓN PLENARIA DE LA ACADEMIA PONTIFICIA DE LAS CIENCIAS
DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
CON MOTIVO DE LA INAUGURACIÓN DE UN BUSTO
EN HONOR DEL PAPA BENEDICTO XVI
Casina Pío IV
Lunes 27 de octubre de 2014
Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
ilustres señoras y señores:
Mientras caía el velo del busto, que los académicos quisieron colocar en la sede de la Pontificia Academia de ciencias como signo de reconocimiento y gratitud, una emoción gozosa se hizo presente en mi alma. Este busto de Benedicto XVI recuerda a los ojos de todos la persona y el rostro del querido Papa Ratzinger. Recuerda también su espíritu: sus enseñanzas, sus ejemplos, sus obras, su devoción a la Iglesia, su actual vida «monástica». Este espíritu, lejos de disgregarse con el paso del tiempo, se presentará de generación en generación cada vez más grande y poderoso. Benedicto XVI: un gran Papa. Grande por la fuerza y penetración de su inteligencia, grande por su relevante aportación a la teología, grande por su amor a la Iglesia y a los seres humanos, grande por su virtud y su religiosidad. Como vosotros bien lo sabéis, su amor a la verdad no se limita a la teología y a la filosofía, sino que se abre a las ciencias. Su amor a la ciencia se extiende en la solicitud por los científicos, sin distinción de raza, nacionalidad, civilización, religión; solicitud por la Academia, desde que san Juan Pablo II lo nombró miembro. Él supo honrar a la Academia con su presencia y con su palabra, y ha nombrado a muchos de sus miembros, comprendido el actual presidente Werner Arber. Benedicto XVI, consciente de la importancia de la ciencia en la cultura moderna, invitó, por primera vez, a un presidente de esta Academia a participar en el Sínodo sobre la nueva evangelización. Cierto, de él no se podrá jamás decir que el estudio y la ciencia hayan vuelto árida su persona y su amor a Dios y al prójimo, sino al contrario, que la ciencia, la sabiduría y la oración han dilatado su corazón y su espíritu. Demos gracias a Dios por el don que hizo a la Iglesia y al mundo con la existencia y el pontificado del Papa Benedicto. Agradezco a todos aquellos que, generosamente, han hecho posible esta obra y este acto, de modo particular al autor del busto, el escultor Fernando Delia, a la familia Tua, y a todos los académicos. Deseo dar las gracias a todos vosotros que estáis aquí presentes para honrar a este gran Papa.
En la conclusión de vuestra sesión plenaria, queridos académicos, estoy feliz de poder expresar mi profunda estima y mi caluroso aliento para llevar adelante el progreso científico y la mejora de las condiciones de vida de la gente, especialmente de los más pobres.
Estáis afrontando el tema altamente complejo de la evolución del concepto de naturaleza. No entraré en absoluto, lo entendéis bien, en la complejidad científica de esta importante y decisiva cuestión. Quiero sólo destacar que Dios y Cristo caminan con nosotros y están presentes también en la naturaleza, como lo afirmó el apóstol Pablo en el discurso en el areópago: «Pues en Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). Cuando leemos en el Génesis el relato de la creación corremos el riesgo de imaginar que Dios haya sido un mago, con una varita mágica capaz de hacer todas las cosas. Pero no es así. Él creó los seres humanos y los dejó desarrollarse según las leyes internas que Él dio a cada uno, para que se desarrollase, para que llegase a la propia plenitud. Él dio autonomía a los seres del universo al mismo tiempo que les aseguró su presencia continua, dando el ser a cada realidad. Y así la creación siguió su ritmo durante siglos y siglos, milenios y milenios hasta que se convirtió en lo que conocemos hoy, precisamente porque Dios no es un demiurgo o un mago, sino el Creador que da el ser a todas las cosas. El inicio del mundo no es obra del caos que debe a otro su origen, sino que se deriva directamente de un Principio supremo que crea por amor. El Big-Bang, que hoy se sitúa en el origen del mundo, no contradice la intervención de un creador divino, sino que la requiere. La evolución de la naturaleza no se contrapone a la noción de creación, porque la evolución presupone la creación de los seres que evolucionan.
Respecto al hombre, hay un cambio y una novedad. Cuando, el sexto día del relato del Génesis, llega la creación del hombre, Dios da al ser humano otra autonomía, una autonomía distinta a la autonomía de la naturaleza, que es la libertad. Y dice al hombre que ponga nombre a todas las cosas y que siga adelante a lo largo de la historia. Lo hace responsable de la creación, para que domine la creación, para que la desarrolle y así hasta el fin de los tiempos. Así, pues, al científico, y sobre todo al científico cristiano, le corresponde la actitud de interrogarse acerca del futuro de la humanidad y de la tierra, y, como ser libre y responsable, cooperar a prepararlo, preservarlo, y a eliminar los riesgos del medio ambiente tanto naturales como humanos. Pero, al mismo tiempo, el científico debe estar movido por la confianza de que la naturaleza oculte, en sus mecanismos evolutivos, las potencialidades que corresponde a la inteligencia y a la libertad descubrir y poner en práctica para llegar al desarrollo que está en el designio del Creador. Entonces, por muy limitada que sea, la acción del hombre participa en el poder de Dios y es capaz de construir un mundo adecuado a su doble vida corpórea y espiritual; construir un mundo humano para todos los seres humanos y no para un grupo o una clase de privilegiados. Esta esperanza y confianza en Dios, autor de la naturaleza, y en la capacidad del espíritu humano son capaces de dar al investigador una energía nueva y una serenidad profunda. Pero es también verdad que la acción del hombre, cuando su libertad se convierte en autonomía —que no es libertad, sino autonomía— destruye la creación y el hombre ocupa el sitio del Creador. Y este es el grave pecado contra Dios Creador.
Os aliento a seguir vuestros trabajos y a realizar las felices iniciativas teóricas y prácticas en favor de los seres humanos que en todo ello os honran. Entrego ahora con alegría el distintivo, que monseñor Sánchez Sorondo dará a los nuevos miembros. Gracias.
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