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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN UN CURSO SOBRE EL FUERO INTERNO
ORGANIZADO POR LA PENITENCIERÍA APOSTÓLICA 

Aula Pablo VI
Jueves, 23 de marzo de 2023

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¡Queridos hermanos, buenos días, bienvenidos!

Gracias por haber venido con ocasión del Curso anual sobre el fuero interno, organizado por la Penitenciaría Apostólica, que llega a la XXXIII edición. Doy las gracias al cardenal Mauro Piacenza, Penitenciario Mayor, le doy las gracias por sus corteses palabras y por lo que hace; lo mismo digo al regente monseñor Nykiel, que trabaja mucho, a los prelados, a los oficiales y al personal de la Penitenciaría —¡gracias a todos! —, a los colegas de los penitenciarios de las basílicas papales y a todos vosotros que participáis en el curso.

Desde hace más de tres décadas la Penitenciaría Apostólica ofrece este importante y válido momento de formación, para contribuir a la preparación de buenos confesores, plenamente conscientes de la importancia del ministerio a servicio de los penitentes. Renuevo a la Penitenciaría mi gratitud y mi aliento para proseguir en este compromiso formativo, que hace tanto bien a la Iglesia porque ayuda a hacer circular en sus venas la savia de la misericordia. Está bien subrayarlo. El cardenal lo ha repetido mucho: la savia de la misericordia. Si alguno no se siente capaz de ser un dador de misericordia que se recibe de Jesús, que no vaya al confesionario. En una de las basílicas papales, por ejemplo, he dicho al cardenal: “Hay uno que escucha y reprocha, reprocha y después te da una penitencia que no se puede hacer…”. Por favor, esto no está bien: no. Misericordia: tú estás ahí para perdonar y para donar una palabra para que la persona pueda ir adelante renovada por el perdón. Tú estás ahí para perdonar: esto métetelo en el corazón.

La exhortación apostólica Evangelii gaudium dice que la Iglesia en salida «vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva» (n. 24). Existe por tanto un vínculo inseparable entre la vocación misionera de la Iglesia y la ofrenda de la misericordia a todos los hombres. Viviendo de misericordia y ofreciéndola a todos, la Iglesia se realiza a sí misma y cumple la propia acción apostólica y misionera. Podríamos casi afirmar que la misericordia está incluida en las “conocidas” características de la Iglesia, en particular hace resplandecer la santidad y la apostolicidad.

Desde siempre la Iglesia, con estilos diferentes en las varias épocas, ha expresado esta “identidad de misericordia” suya, dirigida tanto al cuerpo como al alma, deseando, con su Señor, la salvación integral de la persona. Y la obra de la misericordia divina coincide así con la misma acción misionera de la Iglesia, con la evangelización, porque en ella resplandece el rostro de Dios así como Jesús nos lo ha mostrado.

Por esta razón no es posible, especialmente en este tiempo de Cuaresma, dejar que disminuya la atención al ejercicio de la caridad pastoral, que se expresa de forma concreta y eminente precisamente en la plena disponibilidad de los sacerdotes, sin ninguna reserva, al ejercicio del ministerio de la reconciliación.

La disponibilidad del confesor se manifiesta en algunas actitudes evangélicas. En primer lugar, en la acogida a todos sin prejuicios, porque solo Dios sabe qué puede obrar la gracia en los corazones, en cualquier momento; después en la escucha a los hermanos con el oído del corazón, herido como el corazón de Cristo; en la absolución de los penitentes, dispensando con generosidad el perdón de Dios; en el acompañamiento del recorrido penitencial, sin forzar, manteniendo el paso de los fieles, con paciencia y oración constantes.

Pensemos en Jesús, que delante de la mujer adúltera elige permanecer en silencio, para salvarla de la condena a muerte (cfr. Jn 8,6); así también el sacerdote en el confesionario ame el silencio, sea magnánimo de corazón, sabiendo que cada penitente lo llama a su misma condición personal: ser pecador y ministro de misericordia. Esta es vuestra verdad; si alguno no se siente pecador, por favor, que no vaya al confesionario: pecador y ministro de misericordia corren parejos. Esta conciencia hará que los confesionarios no queden abandonados y que los sacerdotes no falten de disponibilidad. La misión evangelizadora de la Iglesia pasa en buena parte por el descubrimiento del don de la Confesión, también en vista del ya próximo Jubileo del 2025.

Pienso en los planes pastorales de las Iglesias particulares, en los cuales no debería faltar nunca un justo espacio para el servicio de la Reconciliación sacramental. En particular, pienso en el penitenciario de cada catedral, en los penitenciarios de los santuarios; pienso sobre todo en la presencia regular de un confesor, con amplio horario, en cada zona pastoral, así como en las iglesias servidas por comunidades de religiosos, que esté siempre el penitenciario de turno. Siempre, ¡nunca confesionarios vacíos! “Pero —podríais decir— ¡la gente no viene!”: lee algo, reza; pero espera, llegará.

Si la misericordia es la misión de la Iglesia —y es la misión de la Iglesia—, debemos facilitar lo más posible el acceso de los fieles a este “encuentro de amor”, cuidándolo desde la primera confesión de los niños y extendiendo tal atención a los lugares de cuidados sanitarios y de sufrimiento. Cuando no se puede hacer mucho para resanar el cuerpo, siempre se puede y ¡se debe hacer mucho por la salud del alma! En este sentido, la confesión individual representa el camino privilegiado que hay que recorrer, porque favorece el encuentro personal con la Divina Misericordia, que todo corazón arrepentido espera. Todo corazón arrepentido espera la misericordia. En la confesión individual, Dios quiere acariciar personalmente, con su misericordia, cada pecador: el Pastor, solo Él, conoce y ama a las ovejas una por una, especialmente la más débiles y heridas. Y las celebraciones comunitarias sean valoradas en algunas ocasiones, sin renunciar a las confesiones individuales como forma ordinaria de la celebración del sacramento.

En el mundo, lamentablemente lo vemos cada día, no faltan los focos de odio y de venganza. Nosotros los confesores estamos llamados a multiplicar los “focos de misericordia”. No olvidemos que estamos en una lucha sobrenatural, una lucha que aparece particularmente virulenta en nuestro tiempo, también si conocemos ya el resultado final de la victoria de Cristo sobre los poderes del mal. Pero, la lucha todavía está presente y la victoria realmente tiene lugar cada vez que un penitente es absuelto. Nada aleja y derrota más al mal que la divina misericordia. Y sobre esto yo quisiera deciros una cosa: Jesús nos ha enseñado que nunca se dialoga con el diablo, ¡nunca! Él respondió a la tentación en el desierto con la Palabra de Dios, pero no entró en diálogo. Estad atentos en el confesionario: nunca dialogar con el “mal”, nunca; se ofrece lo que es justo para el perdón y se abre alguna puerta para ayudar a ir adelante, pero nunca hacer de psiquiatra o de psicoanalista; por favor, ¡no entréis en estas cosas! Si alguno de vosotros tiene esta vocación, que la ejerza en otro lugar, pero no en el tribunal de la penitencia. Es un diálogo que no es conveniente hacer en el momento de la misericordia. Ahí tú debes solamente pensar en perdonar y en cómo “arreglártelas” para hacer entrar en el perdón: “¿Tú estás arrepentido?”  — “No” — “¿Y esto no te pesa?” — “No” – “Pero ¿al menos quisieras tener ganas de estar arrepentido?” — “Quizá”. Hay una puerta, hay que buscar siempre la puerta para entrar con el perdón. Y cuando no se puede entrar por la puerta, se entra por la ventana: pero siempre hay que tratar de entrar con el perdón. Con un perdón magnánimo; “que sea la última vez, la próxima no te perdono”: no, esto no está bien. Hoy me toca a mí, ¡a las tres viene a verme el confesor! Y otra cosa: pensar que Dios perdona en abundancia. Conté esto el año pasado, pero quiero repetirlo: hubo un espectáculo hace algunos años sobre el hijo pródigo, ambientado en la cultura actual, donde el joven cuenta sus aventuras y cómo se alejó de casa. Y al final habla con un amigo, al que dice que siente nostalgia del padre y quiere volver a casa. Y el amigo le aconseja escribir al padre, preguntándole si quiere recibirle de nuevo y pidiendo, que en caso afirmativo, pusiera un pañuelo blanco en una ventana de la casa: será la señal de que será recibido. El espectáculo continúa y, cuando el joven se acerca a la casa, la ve llena de pañuelos blancos. El mensaje es este: la abundancia. Dios no dice: “Solamente esto…”; dice: “¡Todo!”. ¿Dios es ingenuo?  No sé si es ingenuo, pero es abundante: ¡perdona siempre más, siempre! He conocido buenos confesores y el buen confesor siempre sabe llegar ahí.

Queridos hermanos, sé que mañana, al finalizar el Curso, tendréis una celebración penitencial. Esto es bueno y significativo: acoger y celebrar en primera persona el don que estamos llamados a llevar a los hermanos y a las hermanas; experimentar la ternura del amor misericordioso de Dios. Él no se cansa nunca de demostrarnos su corazón misericordioso. Él no se cansa nunca de perdonar. Somos nosotros que nos cansamos de pedir perdón, pero Él no se cansa nunca.

Os acompaño con la oración y doy las gracias a la Penitenciaría por el trabajo que incansablemente realiza a favor del Sacramento del Perdón. Y os invito a redescubrir, profundizar teológicamente y difundir pastoralmente —también en vista del Jubileo— esa expansión natural de la misericordia que son las indulgencias, según la voluntad del Padre celestial de tenernos siempre y sólo con él, tanto en esta vida como en la eterna.

Gracias por vuestro compromiso diario y por los ríos de misericordia que, como humildes cauces, derramáis y derramaréis en el mundo, para apagar los fuegos del mal y encender el fuego del Espíritu Santo. Os bendigo a todos de corazón. Y os pido, por favor, que recéis por mí. ¡Gracias!



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