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VIAJE APOSTÓLICO A RUMANÍA

DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LOS MIEMBROS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE RUMANÍA


Viernes 7 de mayo de 1999

 

Amadísimos hermanos en el episcopado de Rumanía:

Te Deum laudamus. Te Dominum confitemur.
Te aeternum Patrem omnis terra veneratur.

1. Con las palabras de este antiguo himno, tal vez de san Ambrosio, pero atribuido también a san Niceto, apóstol de esta tierra cuando aún era la Dacia romana, me complace comenzar este encuentro con vosotros, al inicio de mi visita pastoral a Rumanía. Vengo para dar gracias, junto con vosotros, al Padre de la misericordia y al Dios de toda consolación (cf. 2 Co 1, 3), que, después de muchos años de sufrimiento, ha permitido a esta noble nación cantar con libertad las alabanzas de Dios. Le pido que fecunde esta visita con frutos para la Iglesia católica en vuestro país, para todas las Iglesias y comunidades cristianas, y para todo el pueblo rumano.

Os agradezco vuestra cordial acogida. También doy las gracias a monseñor Lucian Muresan, presidente de vuestra Conferencia, por las palabras que me acaba de dirigir, en las que ha subrayado vuestra profunda comunión con el Sucesor de Pedro. Dirijo un saludo especial al señor cardenal Alexandru Todea, arzobispo emérito de Fagaras y Alba Julia, con el que espero encontrarme. Deseo expresarle mi aprecio por su gran testimonio de fidelidad cristiana y de inquebrantable unidad a la sede de Pedro en los tiempos de persecución.

A través de vosotros deseo saludar a los presbíteros, así como a todos los religiosos, las religiosas y los diáconos, cuyo entusiasmo y entrega a la causa del reino de Dios me son bien conocidos.

2. En este último año de preparación al gran jubileo, la Iglesia entera contempla la figura de Dios Padre. Es una ocasión magnífica para ayudar a todos a redescubrir el rostro paterno de Dios, tal como Jesús nos lo manifestó. Dirigiéndose a Dios con el nombre familiar «Abbá» (cf. Mc 14, 36), reveló la íntima y consustancial relación que lo une al Padre celestial en la insondable profundidad del misterio trinitario. Al mismo tiempo, sacrificándose por nosotros y dándonos su Espíritu, nos hizo participar en su experiencia filial, permitiéndonos invocar también nosotros a Dios con el dulce nombre de Padre (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 6). Éste es el anuncio de gracia que estáis llamados a transmitir como apóstoles de Cristo. «Tanto amó Dios al mundo que le dio su Hijo único» (Jn 3, 16): que esta gozosa noticia vibre en vuestras palabras y brille en vuestro rostro. Testimoniadla también con vuestras obras. Ojalá que se pueda decir de cada uno de vosotros lo que se dijo de san Niceto, cuando estaba a punto de volver a Dacia como heraldo del Evangelio: «O nimis terra et populi beati, quos modo a nobis remeans adibis, quos tuo accedens pede visitabit Christus et ore» (san Paulino de Nola, Carmen XVII, 13-16).

3. Sí; sed la imagen de Cristo para vuestros fieles. Sedlo, sobre todo, como artífices de comunión. En este año del Padre debemos sentir más fuerte el anhelo de unidad que expresó Cristo: «Padre, (...) que sean uno, como nosotros» (Jn 17, 11). El obispo es el garante de la comunión y su función paterna debe ayudar a la comunidad a crecer como familia, reflejando de alguna manera la paternidad de Dios (cf. san Ignacio de Antioquía, A los Tralianos, III, 1).

Son muchas las formas y las exigencias de la comunión que los obispos están llamados a cultivar. Es fundamental la comunión que los une a los demás obispos y, en particular, al Obispo de Roma, sucesor de Pedro. Esta comunión se ha de vivir de modo más concreto con los hermanos en el episcopado del propio país, a fin de que se convierta en fuente de enriquecimiento recíproco. Eso vale de modo especial cuando, como en el caso de Rumanía, la tradición de la Iglesia se expresa en ritos diferentes, cada uno de los cuales aporta su contribución de historia, cultura y santidad.

En efecto, vuestra Conferencia reúne a los obispos de la Iglesia latina y de la greco-católica, y uno de vosotros es también Ordinario de la armenia. Os ofrece un lugar de encuentro fraterno y de ayuda mutua, así como la oportunidad de coordinar las actividades que atañen a las cuestiones comunes sobre la evangelización y la promoción humana. A la luz de la experiencia de estos años, se debe reconocer que esta institución ha demostrado su utilidad. Está destinada a ser un signo de unidad para toda vuestra sociedad, mostrando cómo la legítima diversidad, en vez de ser factor de división, puede contribuir a una unión más profunda, porque se enriquece con los dones de cada uno.

4. Es preciso conocerse y estimarse recíprocamente, ayudándose los unos a los otros a llevar las cargas (cf. Ga 6, 2). Hay que educar en estos sentimientos de comunión al pueblo de Dios y, de manera especial, a los futuros presbíteros. Con este fin, la formación común de los seminaristas es un medio significativo para que aprendan concretamente el sentido de respeto y acogida a los demás, con la estima, renovada a diario, del valioso depósito de la fe, que se les ha confiado. Ellos han de ser realmente la niña de vuestros ojos.

La comunión debe caracterizar las relaciones de los fieles entre sí, con los presbíteros y con el obispo. Es necesario promoverla de todos los modos posibles, mediante la práctica de la escucha recíproca y la valoración de los organismos de participación. Para este testimonio de unidad y para la vitalidad misma de la misión de la Iglesia es decisiva la labor de los presbíteros, colaboradores indispensables del orden episcopal. Si, por una parte, los sacerdotes tienen el deber de considerar al obispo como su padre y obedecerle con profundo respeto, «el obispo, por su parte -como recuerda el Concilio-, ha de considerar a sus colaboradores sacerdotes como hijos y amigos» (Lumen gentium, 28).

Amadísimos hermanos, acompañad a vuestros sacerdotes. Sostenedlos en los momentos de prueba. Preocupaos de su formación permanente, compartiendo con ellos la oración, la reflexión y la actualización pastoral.

5. Es evidente que también los religiosos y las religiosas deben beneficiarse de vuestra solicitud. Respetando sus carismas y las particularidades de cada instituto, los obispos deben armonizar su presencia para el bien común de toda la Iglesia.

También hemos de dar gracias al Señor por las numerosas vocaciones, tanto masculinas como femeninas, que sigue suscitando en Rumanía. Sin embargo, conviene asegurar a cuantos han sido llamados al sacerdocio y a la vida consagrada una formación sólida e integral, desde los puntos de vista doctrinal, pastoral y espiritual. Y eso, preferentemente, en vuestro mismo país; para lo cual es necesario formar bien a los profesores, a los formadores y, especialmente, a los padres espirituales. Sé que ya se ha hecho mucho, pero es preciso proseguir en esa dirección, teniendo en cuenta las complejas y crecientes exigencias de nuestro tiempo.

6. Particular atención debéis prestar a la promoción de los laicos, que es una urgencia de toda la Iglesia, pero especialmente lo es para los países que han salido de la experiencia del comunismo. Se trata de ayudarlos a tomar conciencia de su vocación específica, que consiste en «buscar el reino de Dios, ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios» (ib., 31). Obviamente, son amplios los espacios de servicio que se les abren dentro de la comunidad cristiana, pero la tarea insustituible de los laicos estriba en hacer presente el Evangelio en los campos de la vida social, económica y política, donde el clero normalmente no actúa. Por esta misión tan importante que tienen, necesitan el apoyo de la comunidad entera. Asimismo, las asociaciones laicales, aprobadas por los obispos y actuando en un clima de mutuo respeto y colaboración con los pastores, están llamadas a desempeñar un papel importante.

7. Después de los acontecimientos de 1989, también en vuestro país se instauró el sistema democrático: es una obra que exige tiempo, paciencia y constancia. La Iglesia católica, por su parte, ha podido reorganizarse y puede realizar libremente su actividad pastoral. Aunque no faltan dificultades, es preciso mirar con confianza al futuro y, con la ayuda del Señor, dedicarse con entusiasmo a la labor de la nueva evangelización.

Un desafío notable consiste en proponer la fe a las nuevas generaciones. Desde el punto de vista de las estadísticas, Rumanía es un país relativamente «joven». Por desgracia, los jóvenes afrontan hoy nuevas dificultades, que obstaculizan y amenazan su proceso educativo. Es importante que la Iglesia apoye la labor de los padres, que son los primeros educadores de sus hijos, y les ofrezca su contribución específica, sobre todo con la catequesis y la enseñanza de la religión.

Antes de la segunda guerra mundial, la Iglesia católica tenía en Rumanía numerosas escuelas, con un sistema elaborado para su financiación. Cuando le fueron confiscados sus bienes, esa importante labor eclesial se suspendió. Aun reconociendo que resultaría difícil regresar a la situación anterior, sería un deber de justicia que se le devolvieran las escuelas y los bienes confiscados, permitiéndole así cumplir su misión también en el campo de la educación. No cabe duda de que la sociedad entera obtendría grandes beneficios.

8. La devolución de los bienes es una cuestión que a menudo vuelve a abordarse, sobre todo con respecto a la Iglesia católica de rito bizantino-rumano, todavía privada de los numerosos lugares de culto de que disponía antes de su supresión. Obviamente, la justicia exige que lo que se quitó, sea devuelto, en la medida de lo posible. Sé que los jerarcas no piden la restitución simultánea de todos los bienes confiscados, pero quisieran contar con los que más necesitan para las funciones litúrgicas: las catedrales, las iglesias decanales, etc.

Al respecto, he seguido con gran interés los trabajos de la comisión mixta entre la Iglesia ortodoxa rumana y la Iglesia greco-católica sobre dichas cuestiones. No cabe duda de que, a pesar de las dificultades, esa comisión ha desempeñado un papel positivo. Expreso mi vivo deseo de que ambas partes se esfuercen por seguir tratando la cuestión, con un diálogo sincero y respetuoso, y espero que mi visita dé una nueva contribución a ese camino de diálogo fraterno en la verdad y en la caridad.

Este diálogo se inserta en el horizonte, más vasto, del compromiso ecuménico, al que está llamada la Iglesia entera. Todos debemos comprometernos, con apertura de corazón y perseverancia, tanto en el diálogo teológico como en el práctico con las demás Iglesias y comunidades cristianas, con vistas a la meta de la unidad de todos los cristianos. A este respecto, no hemos de olvidar la enseñanza del concilio Vaticano II, cuando subraya que la conversión del corazón, la santidad y la oración son el alma del movimiento ecuménico (cf. Unitatis redintegratio, 8). Espero que también en Rumanía, con nuestros hermanos ortodoxos y las demás comunidades cristianas, se puedan organizar iniciativas ecuménicas con ocasión del año jubilar, para implorar juntos al Señor que «prospere la unidad entre todos los cristianos de las diversas confesiones hasta alcanzar la plena comunión» (Tertio millennio adveniente, 16).

9. Además de las perspectivas de índole intraeclesial y ecuménica, el compromiso de la Iglesia católica en Rumanía debe responder también a precisas expectativas en el ámbito social. Son muchos los problemas que exigen el testimonio cristiano. Yo deseo destacar la atención especial que merece la familia, célula básica de la sociedad. Es preciso ofrecer a las familias la orientación y el apoyo que necesitan, para fundar su camino y su papel educativo en auténticos valores morales y espirituales. En particular, hay que inculcar el respeto a la vida de toda persona, desde su concepción hasta su muerte natural.

La Iglesia debe prestar una atención concreta y generosa a los más pobres y marginados. Se trata de una tarea inmensa, para cuya actuación es preciso que el esfuerzo eclesial sea coordinado con el compromiso que en este campo deben asegurar las instituciones gubernamentales y no gubernamentales, así como todos los hombres de buena voluntad.

10. Amadísimos hermanos, la reconstrucción de la sociedad rumana será tanto más sólida cuanto más se arraigue en vuestras mejores tradiciones. En primer lugar, es preciso redescubrir la fuerza de la fe de los que han preferido morir antes que renegar de Dios o de la Iglesia.

Cada Iglesia y comunidad religiosa en vuestro país ha tenido sus mártires, también en el siglo XX. A todos quiero hoy rendir homenaje. Por su parte, la Iglesia católica está invitada a recoger la memoria de sus mártires, para seguir su testimonio de fidelidad y entrega al Señor. ¡Cómo no recordar, por ejemplo, al cardenal Iuliu Hossu (1885-1970), obispo de Cluj-Gherla! Mi predecesor Pablo VI reveló que uno de los cardenales «in pectore» en el consistorio del 20 de abril de 1969 era, precisamente, mons. Hossu y lo definió «insigne servidor de la Iglesia, muy benemérito por su fidelidad y por sus muchos sufrimientos y privaciones, de los que ella fue la causa; símbolo y representante él mismo de la fidelidad de muchos obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles de la Iglesia de rito bizantino» (AAS 65 [73] 165).

También la Iglesia católica de rito latino fue objeto de persecución, como lo testimonia la figura del intrépido siervo de Dios monseñor Aaron Marton (1896-1980), obispo de Alba Julia, el cual primero fue encarcelado y luego obligado a vivir en domicilio forzado. Con profunda•emoción recuerdo, asimismo, a monseñor Antonio Durcovici (1888-1951), heroico obispo de Iasi, que murió en la cárcel. Son solamente algunas de las muchas ilustres figuras de discípulos de Cristo víctimas de un régimen que, hostil a Dios por su ateísmo, pisoteó también al hombre, hecho a imagen de Dios.

11. Ahora, queridos hermanos en el episcopado, se ha abierto una página nueva en vuestra historia. Es un don y, a la vez, una tarea. Guiad con vigor a las comunidades que os han sido encomendadas, para que todo vuestro pueblo pueda ir hacia un futuro cada vez más conforme al plan de Dios. Poned vuestra confianza en Cristo, que, al enviar a sus Apóstoles al mundo, aseguró: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

Encomiendo el compromiso de vuestras Iglesias a la protección materna de la Virgen santísima. Ella, que fue para vosotros la «Estrella de la mañana» a la cual mirasteis en la noche de la persecución, ha de ser ahora la «Estrella de la nueva evangelización», para que señale a toda la sociedad rumana el camino de su Hijo Jesucristo, el «camino» que lleva a la casa del Padre.

A vosotros, a vuestros sacerdotes, religiosos, religiosas, diáconos, y a todos los fieles de esta amada tierra de Rumanía imparto de corazón mi bendición.

 



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