SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE
LA DEDICACIÓN DE LA BASÍLICA LATERANENSE
HOMILÍA DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
Basílica de San Juan de Letrán
Domingo, 9 de noviembre de 2025
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Queridos hermanos y hermanas:
Hoy celebramos la Solemnidad de la Dedicación de la Basílica de Letrán ―de esta Basílica, catedral de Roma―, que tuvo lugar en el siglo IV, obra del Papa Silvestre I. La construcción se llevó a cabo por voluntad del emperador Constantino, después de que, en el año 313, concediera a los cristianos la libertad de profesar su fe y practicar el culto.
Recordamos este acontecimiento hasta el día de hoy: ¿por qué? Sin duda, para recordar con alegría y gratitud un hecho histórico muy importante para la vida de la Iglesia, pero no sólo eso. De hecho, esta Basílica ―Madre de todas las Iglesias―, es mucho más que un monumento y una memoria histórica, es «signo de la Iglesia viva, edificada con piedras escogidas y preciosas en Cristo Jesús, piedra angular (cf.1 P 2,4-5)» (Conf. Ep. Italiana, Premisas al Rito para la Bendición de los óleos y dedicación de iglesias y altares) y como tal nos recuerda que también nosotros «en este mundo servimos, cual piedras vivas, para edificarla (cf. 1 P 2,5)» (Const. dogm. Lumen gentium, 6). Por esta razón, como lo notaba san Pablo VI, en la comunidad cristiana ha surgido desde muy temprano la costumbre de aplicar el «nombre de Iglesia, que significa la asamblea de los fieles, al templo que los acoge» (Ángelus, 9 noviembre 1969). Es la comunidad eclesial, «la Iglesia, sociedad de creyentes, [que] atestigua en Letrán su estructura exterior más sólida y evidente» (ibíd.). Por lo tanto, con la ayuda de la Palabra de Dios, reflexionemos, mirando este edificio, sobre nuestro ser Iglesia.
En primer lugar, podríamos pensar en sus cimientos. Su importancia es evidente, hasta tal punto que, en cierto modo, resulta inquietante. Si quienes la construyeron no hubieran excavado en profundidad hasta encontrar una base lo suficientemente sólida sobre la que erigir todo lo demás, toda la construcción se habría derrumbado hace tiempo o correría el riesgo de derrumbarse en cualquier momento, por lo que nosotros, al estar aquí, también estaríamos en un grave peligro. Por suerte, quienes nos precedieron dotaron a nuestra catedral de cimientos sólidos, excavando en profundidad, con esfuerzo, antes de empezar a levantar los muros que nos acogen, y esto nos hace sentir hoy mucho más tranquilos.
Pero asimismo nos ayuda a reflexionar. De hecho, también nosotros, obreros de la Iglesia viva, antes de poder erigir estructuras imponentes, debemos excavar en nosotros mismos y a nuestro alrededor para eliminar todo material inestable que pueda impedirnos llegar a la roca desnuda de Cristo (cf. Mt 7,24-27). San Pablo nos lo dice explícitamente en la segunda lectura, cuando afirma que «el único cimiento válido es Jesucristo y nadie puede poner otro distinto» (3,11). Y esto significa volver constantemente a Él y a su Evangelio, dóciles a la acción del Espíritu Santo. De lo contrario, correríamos el riesgo de sobrecargar con estructuras pesadas un edificio con cimientos débiles.
Por eso, queridos hermanos y hermanas, al trabajar con todo nuestro empeño al servicio del Reino de Dios, no nos apresuremos ni seamos superficiales: excavemos profundamente, libres de los criterios del mundo, que con demasiada frecuencia exige resultados inmediatos porque no conoce la sabiduría de la espera. La historia milenaria de la Iglesia nos enseña que sólo con humildad y paciencia se puede construir, con la ayuda de Dios, una verdadera comunidad de fe, capaz de difundir la caridad, de favorecer la misión, de anunciar, celebrar y servir a ese Magisterio apostólico del que este templo es la primera sede (cf. S. Pablo VI, Ángelus, 9 noviembre 1969).
A este respecto, resulta esclarecedora la escena que nos presenta el Evangelio que se ha proclamado (Lc 19,1-10): Zaqueo, un hombre rico y poderoso, siente la necesidad de encontrarse con Jesús. Sin embargo, se da cuenta de que es demasiado pequeño para poder verlo, por lo que se sube a un árbol, con un gesto inusual e inapropiado para una persona de su rango, acostumbrada a recibir lo que quiere servido en bandeja, en la oficina de impuestos, como un tributo que le es debido. Aquí, en cambio, el camino es más largo y, para Zaqueo, subir a las ramas significa reconocer sus propios límites y superar los frenos inhibidores del orgullo. De este modo, puede encontrar a Jesús, que le dice: «Hoy tengo que alojarme en tu casa» (v. 5). Desde entonces, a partir de este encuentro, comienza para él una nueva vida (cf. v. 8).
Jesús nos transforma, y nos llama a trabajar en la gran obra de construcción de Dios, modelándonos sabiamente según sus designios de salvación. En los últimos años, la imagen de la “obra en construcción” se ha utilizado con frecuencia para describir nuestro camino eclesial. Es una imagen hermosa que habla de actividad, creatividad, compromiso, pero también de esfuerzo, de problemas por resolver, a veces complejos. Expresa el esfuerzo real y palpable con el que nuestras comunidades crecen cada día, compartiendo carismas y bajo la guía de los pastores. La Iglesia de Roma, en particular, da testimonio de ello en esta fase de la implementación del Sínodo, en la que lo que se ha madurado en años de trabajo exige ser sometido a confrontación y verificación “sobre el terreno”. Esto implica un camino arduo, pero no hay que desanimarse. Conviene, en cambio, seguir trabajando con confianza, para crecer juntos.
En la historia de este majestuoso edificio en el que nos encontramos, no han faltado momentos críticos, pausas, correcciones de proyectos en fase de desarrollo. Sin embargo, gracias a la tenacidad de quienes nos han precedido, podemos reunirnos en este lugar maravilloso. En Roma, aun con tanto esfuerzo, hay un gran bien que crece. No dejemos que el cansancio nos impida reconocerlo y celebrarlo, para alimentar y renovar nuestro ímpetu. Por lo demás, la caridad vivida da forma también a nuestro rostro como Iglesia, para que resulte cada vez más evidente para todos que ella es “madre”, “madre de todas las Iglesias”, o incluso “mamá”, como dijo san Juan Pablo II al hablar con los niños en este mismo día (cf. Discurso con motivo de la fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, 9 noviembre 1986).
Finalmente, quisiera mencionar un aspecto esencial de la misión de una catedral: la liturgia. Es la «cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y […] la fuente de donde mana toda su fuerza» (Const. dogm. Sacrosanctum concilium, 10). En ella encontramos todos los temas que hemos mencionado: estamos edificados como templo de Dios, como su morada en el Espíritu, y recibimos fuerza para predicar a Cristo en el mundo (cf. ibíd., 2). El cuidado de la liturgia, en el lugar de la Sede de Pedro, debe ser por tanto, en modo tal que pueda proponerse como ejemplo para todo el pueblo de Dios, respetando las normas, prestando atención a las diferentes sensibilidades de quienes participan, según el principio de una sabia inculturación (cf. ibíd., 37-38) y al mismo tiempo en la fidelidad a ese estilo de solemne sobriedad típico de la tradición romana, que tanto bien puede hacer a las almas de quienes participan activamente (cf. ibíd., 14). Debe prestarse suma atención para que aquí la sencilla belleza de los ritos pueda expresar el valor del culto para el crecimiento armonioso de todo el Cuerpo del Señor. San Agustín decía que la “belleza no es otra cosa que amor, y el amor es vida” (cf. Sermón 365, 1). La liturgia es un ámbito en el que esta verdad se realiza de manera eminente; y deseo que quien se acerque al altar de la catedral de Roma pueda salir lleno de esa gracia con la que el Señor desea inundar el mundo (cf. Ez 47,1-2.8-9.12).
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