MENSAJE DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
A LAS REDES DE PUEBLOS ORIGINARIOS Y
A LA RED DE TEÓLOGOS DE TEOLOGÍA INDIA
CON MOTIVO DEL AÑO JUBILAR
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Queridos hermanos y hermanas:
Me es grato unirme al evento virtual que con motivo del Año Santo han tenido a bien organizar desde la Presidencia del C.E.L.AM. Es ciertamente una grata ocasión para profundizar en el significado del don que el Señor nos regala a través de su Iglesia. El jubileo debe ser para nosotros primordialmente «un momento de encuentro vivo y personal con el Señor Jesús, “puerta” de salvación» (Francisco, Bula Spes non confundit, 1), siendo ocasión de reconciliación, de memoria agradecida y de esperanza compartida, más que una mera celebración externa. Al programar los momentos jubilares, el Papa Francisco ha querido poner de relieve la universalidad de la Iglesia, que se manifiesta en tantas vocaciones, edades y situaciones de vida: familias, niños, adolescentes, jóvenes, adultos mayores, ministros ordenados y laicos, servidores en la Iglesia y en la sociedad. Esa misma universalidad, que no uniforma, sino que acoge, dialoga y se enriquece con la diversidad de los pueblos, incluye de modo especial a ustedes, los Pueblos Originarios, cuya historia, espiritualidad y esperanza constituyen una voz irremplazable dentro de la comunión eclesial.
En esta línea, me parece importante entender que cuando atravesamos la Puerta Santa, más que la realización de un gesto simbólico ingresando en un hermoso templo, lo que queremos es introducirnos, por medio de la fe, en la fuente misma del amor divino, el costado abierto del Crucificado (cf. Jn 20,27-29). Es en esa fe que somos un Pueblo de hermanos, uno en el Uno (cf. S. Agustín, Comentario al Salmo 127,4). Es desde esa Verdad que debemos releer nuestra historia y nuestra realidad, para afrontar el futuro con la esperanza a la que nos convoca el Año Santo a pesar de los trabajos y la tribulación (ibíd., 5.10).
Esta prospectiva puede ayudarnos en nuestra reflexión, pues siendo Pueblos Originarios, se fortalecen con la certeza de que Uno sólo es el origen y la meta del universo (cf. Rm 11,36), el Primero en todo (cf. Col 1,18); origen de toda bondad, y por ello, fuente primera de todo lo que es bueno, también en nuestros pueblos. Es desde esa certeza de fe de donde brota nuestra jubilosa acción de gracias al entrar por la Puerta Santa del Corazón de Cristo: “Bendito sea Dios, Él nos eligió en Cristo, antes de crear el mundo para ser sus hijos” (cf. Ef 1,3-5). Esta es la meta de nuestra esperanza, no es sólo de algunos sino de todos, incluso los otrora considerados enemigos: «filisteos, sirios, etíopes», «Egipto y Babilonia» (vv. 3-4), las grandes potencias ocupantes, «todos han nacido en ella» (Sal 86,5). San Agustín dirá: «de las cuales sólo nombra algunas, para que las entendamos todas» (Comentario al Salmo 86,6).
Lamentablemente, en cuanto hombres, esta no es la única acepción de “original” con la que tenemos que confrontarnos. La larga historia de evangelización que han conocido nuestros Pueblos Originarios, como han enseñado tantas veces los obispos de América Latina y del Caribe, va cargada de “luces y sombras”. San Agustín lo aplica en el caso de los servidores del Evangelio diciendo: «Si es bueno el hombre, está unido a Dios y colabora con Dios; si es malo, Dios obra por él la forma visible del sacramento y da por sí mismo la gracia. Retengamos esto y no hay cismas entre nosotros» (Carta 105, 12). De ese modo el Jubileo, tiempo precioso para el perdón, nos invita a “perdonar de corazón a nuestros hermanos” (cf. Mt 18,35), a reconciliarnos con nuestra propia historia y a dar gracias a Dios por su misericordia para con nosotros.
De ese modo, reconociendo tanto las luces como las heridas de nuestro pasado, entendemos que sólo podremos ser Pueblo, si realmente nos abandonamos al poder de Dios, a su acción en nosotros. Él, que ha insertado en todas las culturas las “semillas del Verbo”, las hace florecer en una forma nueva y sorprendente, podándolas para que den más frutos (cf. Jn 15,2). Así lo afirmaba mi Predecesor, san Juan Pablo II: «La fuerza del Evangelio es en todas partes transformadora y regeneradora. Cuando penetra una cultura ¿quién puede sorprenderse de que cambien en ella no pocos elementos? No habría catequesis si fuese el Evangelio el que hubiera de cambiar en contacto con las culturas» (Exhort. ap. post. Catechesi tradendae, 53). Por ello, en el diálogo y el encuentro, aprendemos de los distintos modos de ver el mundo, valoramos lo que es propio y original de cada cultura, y juntos descubrimos la vida abundante que Cristo ofrece a todos los pueblos. Esa vida nueva se nos da precisamente porque compartimos la fragilidad de la condición humana marcada por el pecado original, y porque hemos sido alcanzados por la gracia de Cristo, que por todos derramó hasta la última gota de su Sangre, para que tuviéramos “Vida en abundancia” (cf. Jn 10,10), sanando y redimiendo a cuantos le abren el corazón a la gracia que nos fue donada.
Ustedes se reúnen ahora para profundizar todas estas cosas, por ello no quiero terminar sin citar aquel término que tanto amó mi Predecesor, el Papa Francisco: la parresía, esa audacia evangélica, el salir de uno mismo para anunciar el Evangelio sin miedo y con libertad de corazón, que «dice toda la verdad porque es coherente» (Meditación diaria, 18 abril 2020).
En el concierto de las naciones, los pueblos originarios han de presentar con valentía y libertad su propia riqueza humana, cultural y cristiana. La Iglesia escucha y se enriquece con sus voces singulares, que tienen un lugar insustituible en el coro magnífico donde todos proclamamos: “Señor Dios eterno, alegres te cantamos, a ti nuestra alabanza” (cf. Himno del Te Deum). Y en esta alabanza común, recordamos también la llamada del Evangelio a evitar la tentación de poner en el centro lo que no es Dios —sea el poder, la dominación, la tecnología o cualquier realidad creada—, para que nuestro corazón permanezca siempre orientado al único Señor, fuente de vida y esperanza.
Por eso, para quienes, por misericordia de Dios, nos llamamos y somos cristianos, todo nuestro discernimiento histórico, social, psicológico o metodológico encuentra su sentido último en el mandato supremo de dar a conocer a Jesucristo, que murió para el perdón de nuestros pecados y resucitó para que seamos salvos en su Nombre, ya desde esta tierra, y luego le adoremos con todo nuestro ser en la gloria del Cielo.
Al encomendar sus trabajos a la Bienaventurada Virgen María de Guadalupe, Estrella de la Evangelización, que de modo admirable nos mostró cómo Jesucristo, “hizo de dos pueblos uno sólo, derribando el muro de enemistad que los separaba” (cf. Ef 2,14), les invito a renovar el compromiso con el mandato del Señor: «Vayan, y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a cumplir todo lo que yo les he mandado. Y yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20), difundiendo la alegría que brota de haberse encontrado con su Divino Corazón.
Vaticano, 12 de octubre de 2025, Nuestra Señora de la Concepción Aparecida.
LEÓN PP. XIV
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