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DISCURSO DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
A LOS PARTICIPANTES EN LA ASAMBLEA PLENARIA DE LA

"REUNIÓN DE LAS OBRAS PARA LA AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES (R.O.A.C.O.) 

Sala Clementina
Jueves, 26 de junio de 2025 

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En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡La paz esté con ustedes!

Eminencia y Reverendísimas Excelencias, queridos sacerdotes, hermanos y hermanas,
¡la paz esté con ustedes!

Les doy la bienvenida, feliz de encontrarlos al término de su Asamblea Plenaria. Saludo a Su Eminencia el cardenal Gugerotti, a los demás Superiores del Dicasterio, a los oficiales y a todos ustedes, miembros de las Agencias de la ROACO.

«Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9,7). Sé que para ustedes apoyar a las Iglesias orientales no es ante todo un trabajo, sino una misión ejercida en nombre del Evangelio que, como indica la palabra misma, es anuncio de alegría, que alegra ante todo el corazón de Dios, que nunca se deja vencer en generosidad. Gracias porque, junto con sus benefactores, siembran esperanza en las tierras del Oriente cristiano, nunca como ahora devastadas por las guerras, desecadas por los intereses, envuelta por un manto de odio que hace irrespirable y tóxico el aire. Ustedes son el tanque de oxígeno de las Iglesias orientales, agotadas por los conflictos. Para tantos pueblos, pobres de medios, pero ricos en fe, ustedes son una luz que brilla en las tinieblas del odio. Les ruego, con el corazón en la mano, que hagan siempre todo lo posible por ayudar a estas Iglesias, tan preciosas y probadas.

La historia de las Iglesias católicas orientales ha estado a menudo marcada por la violencia sufrida; lamentablemente, tampoco han faltado las opresiones y los malentendidos dentro de la propia estructura católica, incapaz de reconocer y apreciar el valor de tradiciones diferentes a la occidental. Pero hoy la violencia de la guerra parece abatirse sobre los territorios del Oriente cristiano con una vehemencia diabólica nunca antes vista. Su sesión anual también se ha visto afectada por la ausencia física de quienes deberían haber venido de Tierra Santa, pero no han podido emprender el viaje. El corazón sangra al pensar en Ucrania, en la trágica e inhumana situación de Gaza y en Oriente Medio, devastado por la propagación de la guerra. Todos nosotros, la humanidad, estamos llamados a evaluar las causas de estos conflictos, a verificar aquellas verdaderas y a tratar de superarlas, y a rechazar las falsas, fruto de simulaciones emocionales y de retórica, desenmascarándolas con decisión. La gente no puede morir a causa de las noticias falsas.

Es verdaderamente triste asistir hoy en día en tantos contextos a la imposición de la ley del más fuerte, en virtud de la cual se legitiman los propios intereses. Es desolador ver que la fuerza del derecho internacional y del derecho humanitario ya no parece obligar, sustituida por el supuesto derecho a obligar a los demás con la fuerza. Esto es indigno del ser humano, es vergonzoso para la humanidad y para los responsables de las naciones. ¿Cómo se puede creer, después de siglos de historia, que las acciones bélicas traen la paz y no se vuelven contra quienes las han llevado a cabo? ¿Cómo se puede pensar en sentar las bases del mañana sin cohesión, sin una visión de conjunto animada por el bien común? ¿Cómo se puede seguir traicionando los deseos de paz de los pueblos con la falsa propaganda del rearme, en la vana ilusión de que la supremacía resuelve los problemas en lugar de alimentar el odio y la venganza? La gente es cada vez más consciente de la cantidad de dinero que va a parar a los bolsillos de los mercaderes de la muerte y con el que se podrían construir hospitales y escuelas; ¡y en cambio se destruyen los que ya están construidos!

Y me pregunto: como cristianos, además de indignarnos, alzar la voz y arremangarnos para ser constructores de paz y favorecer el diálogo, ¿qué podemos hacer? Creo que, ante todo, es necesario rezar de verdad. Depende de ustedes convertir cada noticia trágica y cada imagen que les impacta en un grito de intercesión a Dios. Y luego ayudar, como ustedes hacen y como muchos hacen y pueden hacer a través de ustedes. Pero hay más, y lo digo pensando especialmente en el Oriente cristiano: está el testimonio. Es la llamada a permanecer fieles a Jesús, sin enredarse en los tentáculos del poder. Es imitar a Cristo, que venció al mal amando desde la cruz, mostrando una forma de reinar diferente a la de Herodes y Pilato: uno, por miedo a ser destronado, mató a los niños, que hoy no dejan de ser destrozados por las bombas; el otro se lavó las manos, como corremos el riesgo de hacer cada día hasta llegar al umbral de lo irreparable. Miremos a Jesús, que nos llama a sanar las heridas de la historia con la sola mansedumbre de su cruz gloriosa, de la que brotan la fuerza del perdón, la esperanza de volver a empezar, el deber de permanecer honestos y transparentes en el mar de la corrupción. Sigamos a Cristo, que liberó los corazones del odio, y demos ejemplo para salir de la lógica de la división y la represalia. Quisiera dar las gracias y abrazar idealmente a todos los cristianos orientales que responden al mal con el bien: gracias, hermanos y hermanas, por el testimonio que dan sobre todo cuando permanecen en sus tierras como discípulos y testigos de Cristo.

Queridos amigos de la ROACO, en su trabajo ustedes ven, además de muchas miserias causadas por la guerra y el terrorismo —pienso en el reciente y terrible atentado en la iglesia de San Elías en Damasco—, también germinar brotes de Evangelio en el desierto.

Descubran al pueblo de Dios que persevera mirando al cielo, rezando a Dios y amando al prójimo. Toquen con mano la gracia y la belleza de las tradiciones orientales, de liturgias que dejan a Dios habitar el tiempo y el espacio, de cantos seculares impregnados de alabanza, gloria y misterio, que elevan una incesante petición de perdón para la humanidad. Encuentran figuras que, a menudo en secreto, se suman a las grandes filas de mártires y santos del Oriente cristiano En la noche de los conflictos, son testigos de la luz de Oriente.

Deseo que esta luz de sabiduría y salvación sea más conocida en la Iglesia católica, en la que aún existe mucha ignorancia al respecto y donde, en algunos lugares, la fe corre el riesgo de asfixiarse, también porque no se ha cumplido el feliz augurio expresado en varias ocasiones por san Juan Pablo II, quien hace cuarenta años dijo: «La Iglesia debe aprender de nuevo a respirar con sus dos pulmones, el oriental y el occidental» (Discurso al Sacro Colegio de los Cardenales, 28 de junio de 1985). Sin embargo, el Oriente cristiano solo puede conservarse si se ama; y solo se ama si se conoce. En este sentido, es necesario poner en práctica las claras invitaciones del Magisterio a conocer sus tesoros, por ejemplo, comenzando a organizar cursos básicos sobre las Iglesias orientales en los seminarios, las facultades de teología y los centros universitarios católicos (cf. San Juan Pablo II, Carta ap. Orientale lumen, 24; Congregación para la Educación Católica, Carta circular Eu égard au développement, 9-14). Y es necesario también el encuentro y el intercambio de la acción pastoral, porque los católicos orientales ya no son hoy primos lejanos que celebran ritos desconocidos, sino hermanos y hermanas que, a causa de las migraciones forzadas, viven al lado de nosotros. Su sentido de lo sagrado, su fe cristalina, que se ha vuelto granítica por las pruebas, y su espiritualidad que huele al misterio divino pueden resultar útiles para la sed de Dios latente pero presente en Occidente.

Encomendamos este crecimiento común en la fe a la intercesión de la Santísima Madre de Dios y de los apóstoles Pedro y Pablo, que unieron Oriente y Occidente. Los bendigo y los animo a perseverar en la caridad, animados por la esperanza de Cristo.

¡Gracias!
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Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 26 de junio de 2025



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