ENCUENTRO CON LOS PARTICIPANTES EN EL JUBILEO DE LA VIDA CONSAGRADA
DISCURSO DEL SANTO PADRE LEÓN XIV
Aula Pablo VI
Viernes, 10 de octubre de 2025
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En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.
¡La paz sea con ustedes!
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y bienvenidos!
Me alegra estar con ustedes, que representan a todos los consagrados y consagradas del mundo, en esta semana de su Jubileo en Roma. Los recibos con un abrazo que sale del corazón y deseo que llegue hasta los rincones más lejanos de la tierra, donde sé que puedo encontrarlos. Particularmente, recordando lo que ya les dijo el Papa Francisco, quiero declarar a mi vez que la Iglesia necesita de ustedes y de toda la diversidad y la riqueza de las formas de consagración y ministerio que representan (cf. Mensaje para la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, 2 febrero 2023).
Con su vitalidad y con el testimonio de una vida en la que Cristo es el centro y el Señor, pueden contribuir a «despertar al mundo» (cf. Francisco, Carta apost. a todos los consagrados con motivo del Año de la Vida Consagrada, 21 noviembre 2014, II, 2). Esto lo hemos escuchado esta mañana, que pueden hacer despertar al mundo. En este sentido, habría que reiterar siempre lo importante que es para todos ustedes estar arraigados en Cristo. Solo así, de hecho, podrán cumplir la misión de manera fecunda, viviendo la vocación como parte de la maravillosa aventura de seguir más de cerca a Jesús (cf. CONC. ECUM. VAT. II, Decr. Perfectae caritatis, 1). Unidos a Él, y en Él entre ustedes, sus pequeñas luces se convierten en el trazado de un camino luminoso en el gran proyecto de paz y salvación que Dios tiene para la humanidad. Por eso, a ustedes, hijas e hijos de Fundadores y Fundadoras, les dirijo una cálida exhortación a “volver al corazón”, como el lugar en el cual redescubrir la chispa que animó los inicios de su historia, entregando a quienes les precedieron una misión específica que no pasa y que hoy se les confía a ustedes. En efecto, es en el corazón donde se produce la «paradójica conexión entre la valorización de uno mismo y la apertura a los demás, entre el encuentro personalísimo con uno mismo y el don de uno mismo a los demás» (Francisco, Carta enc. Dilexit nos, 18). Es en la interioridad, cultivada en la oración y en la comunión con Dios, donde echan raíces los mejores frutos del bien según el orden del amor, en la plena promoción de la singularidad de cada uno, en la valorización del propio carisma y en la apertura universal de la caridad.
Ustedes se han preparado para estos días con un largo camino, en sus países, dentro de sus Institutos, Sociedades y Asociaciones, dentro de las diversas Conferencias, inspirados por el lema: «Peregrinos de esperanza, en el camino de la paz». Hay una profunda necesidad de esperanza y paz que habita en el corazón de cada hombre y mujer de nuestro tiempo, y ustedes, consagradas y consagrados, quieren ser portadores y testigos de ello con su vida, como divulgadores de la concordia a través de la palabra y el ejemplo, y antes aún como personas que llevan en sí mismas, por la gracia de Dios, la huella de la reconciliación y la unidad. Solo así podrán ser, en los diversos ambientes en los que viven y trabajan, constructores de puentes y difusores de una cultura del encuentro (cf. Francisco, Carta enc. Fratelli tutti, 215), en el diálogo, en el conocimiento recíproco, en el respeto por las diferencias, con esa fe que les hace reconocer en cada ser humano un único rostro sagrado y maravilloso: el de Cristo.
Ayer por la noche, muchos de ustedes entablaron diálogo con la ciudad de Roma en algunas plazas, con momentos de intercambio, de fraternidad y de testimonio en torno a temas importantes, como el compromiso por construir una fraternidad universal, la atención a las personas más pobres y el cuidado de la creación. Son puntos focales que hablan de su esfuerzo constante por establecer y promover ambientes y estructuras de fraternidad, donde se venza la pobreza, se ponga en el centro la dignidad de la persona humana y se escuche el clamor de la «casa común». Se trata de ámbitos de servicio por los que, a lo largo de los siglos, la vida consagrada siempre ha mostrado un interés y un cuidado especiales y hacia los que, aún hoy, su actuar cotidiano y oculto da testimonio de una atención privilegiada. ¡Sigan haciéndolo así! ¡Sigan siendo guardianes y promotores de esta gran tradición, por el bien de los hermanos!
Sin embargo, me gustaría invitarles a reflexionar sobre otro tema importante para la Iglesia de nuestro tiempo: el de la sinodalidad, exhortándoles a permanecer fieles al camino que todos estamos recorriendo en esta dirección. San Pablo VI hablaba de ello en términos muy hermosos. Escribía: «¡Cuánto desearíamos disfrutar en plenitud de fe, de caridad, de obras este diálogo doméstico; cuánto desearíamos que fuera intenso y familiar! ¡Cuán sensible a todas las verdades, a todas las virtudes, a todas las realidades de nuestro patrimonio doctrinal y espiritual! ¡Cuán sincero y conmovedor en su genuina espiritualidad! ¡Cuán dispuesto a recoger las múltiples voces del mundo contemporáneo! ¡Cuán capaz de hacer de los católicos hombres verdaderamente buenos, hombres sabios, hombres libres, hombres serenos y fuertes!». (Carta enc. Ecclesiam suam, 6 agosto 1964, 117). Es la descripción de una misión apasionante: un «diálogo doméstico» que hoy se confía también a ustedes, es más, a ustedes de manera especial, para una continua renovación del Cuerpo de Cristo en las relaciones, en los procesos, en los métodos. Su vida, la forma misma en que están organizados, el carácter frecuentemente internacional e intercultural de sus Institutos, los colocan de hecho en una condición privilegiada para poder vivir cotidianamente valores como la escucha recíproca, la participación, el intercambio de opiniones y capacidades, la búsqueda común de caminos según la voz del Espíritu.
De todo esto, la Iglesia les pide hoy que sean testigos especiales en las diferentes dimensiones de su vida, en primer lugar, caminando en comunión con toda la gran familia de Dios, sintiéndola como Madre y Maestra, compartiendo en ella la alegría de su vocación y también, cuando sea necesario, superando divisiones, perdonando injusticias sufridas, pidiendo perdón por las cerrazones provocadas por la autorreferencialidad. Trabajen para convertirse, día a día, cada vez más en «expertos en sinodalidad», para ser profetas al servicio del pueblo de Dios.
Para terminar, me gustaría hacerles una invitación a ver el mañana con serenidad y confianza, y a no tener miedo de tomar decisiones valientes. Quisiera, a este respecto, recordar lo que el papa Francisco escribió en la Carta apostólica a los consagrados con motivo del Año de la Vida Consagrada. Nuestra esperanza, escribía, «no se basa en los números ni en las obras, sino en Aquél en quien hemos puesto nuestra confianza (cf. 2Tm 1,12) y para quien “nada es imposible” (Lc 1,37). Esta es la esperanza que no defrauda y que permitirá a la vida consagrada seguir escribiendo una gran historia en el futuro, hacia el cual debemos mantener nuestra mirada, conscientes de que es hacia él hacia donde nos impulsa el Espíritu Santo para seguir haciendo grandes cosas con nosotros» (n. 3). Y añadía: «Escudriñen los horizontes de su vida y del momento actual con vigilante atención» (Ibíd.).
Queridas hermanas y hermanos, ¡sigan con esta confianza su camino! Les agradezco su fidelidad y el gran bien que hacen en la Iglesia y en el mundo. Les prometo un recuerdo especial en mi oración y los bendigo de corazón.
Gracias.
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