UNA
CARO
Elogio de la monogamia
Nota doctrinal sobre el valor del matrimonio
como unión exclusiva y pertenencia recíproca
Índice
Presentación
I. Introducción
II. La monogamia en la Biblia
La monogamia en el capítulo 2 del Génesis
El simbolismo nupcial profético
La literatura sapiencial
El simbolismo nupcial del Nuevo Testamento
III.Ecos de la Escritura en la historia
Algunas reflexiones de teólogos cristianos
Primeros desarrollos sobre la unidad y la comunión
matrimonial en los Padres de la Iglesia
Algunos autores medievales y modernos
El desarrollo de la visión teologal en tiempos
recientes
Intervenciones magisteriales
Primeras intervenciones
León XIII
Pío XI
La época del Concilio Vaticano II
San Juan Pablo II
Benedicto XVI
Francisco
León XIV
IV. Algunas perspectivas desde la filosofía y
las culturas
En el pensamiento cristiano clásico
Comunión de dos personas
Una persona totalmente referida a otra
Cara a cara
El pensamiento de Karol Wojtyła
Más allá
Otras miradas
V. La palabra poética
VI. Algunas reflexiones para profundizar
Pertenencia recíproca
La transformación
La no pertenencia
Ayuda recíproca
Caridad conyugal
Una forma particular de amistad
En cuerpo y alma
La fecundidad multiforme del amor
Una amistad abierta a todos
VII. Conclusión
Presentación
Este es un texto para la Iglesia universal, que sin embargo puede ser tenido en
cuenta en cualquier lugar ante los retos culturales locales. De hecho, el
documento se toma en serio el contexto global actual de desarrollo del poder
tecnológico, en el que el ser humano se ve tentado a pensar en sí mismo como una
criatura sin límites, capaz de obtener todo lo que imagina. De este modo, se
oscurece fácilmente el valor de un amor exclusivo, reservado a una sola persona,
lo que en sí mismo implica la renuncia libre a muchas otras posibilidades.
En realidad, la intención de esta Nota es fundamentalmente propositiva:
extraer de las Sagradas Escrituras, de la historia del pensamiento cristiano, de
la filosofía e incluso de la poesía, razones y motivaciones que impulsen a
elegir una unión de amor única y exclusiva, una pertenencia recíproca rica y
totalizante.
Se trata de un esfuerzo que permitirá enriquecer la reflexión y la enseñanza
sobre el matrimonio con un aspecto no muy desarrollado hasta ahora. Al mismo
tiempo, puede constituir para los movimientos y grupos matrimoniales un material
variado y útil para el estudio y el diálogo. Esto justifica la extensión de la
Nota y el número de autores y textos que se han citado. A
algunos les podría parecer una información excesiva, pero creemos que de cada
uno de los autores y textos citados se puede extraer algún matiz o algún acento
diferente que estimule una reflexión serena y una mayor profundización.
Tomaremos en consideración las intervenciones más importantes del Magisterio y
una serie de autores desde la antigüedad hasta tiempos recientes: teólogos,
filósofos, poetas. Hemos encontrado una gran riqueza de reflexiones que ponen en
valor la unión de los cónyuges, la reciprocidad, el significado totalizador de
la relación matrimonial. De este modo, los diferentes textos compondrán un
hermoso mosaico que sin duda enriquecerá nuestra comprensión de la monogamia.
Si, por el contrario, se desea obtener solo una breve síntesis reflexiva para
motivar la elección de una unión exclusiva entre una sola mujer y un solo
hombre, bastará con leer el último capítulo y la conclusión de la presente
Nota, centrados en la pertenencia recíproca de los cónyuges y en la caridad
conyugal. En cualquier caso, nos permitimos sugerir la lectura paciente de la
Nota en su totalidad para poder captar plenamente toda la amplitud de los
aspectos que entran en juego en esta rica materia.
Víctor Manuel Card. Fernández
Prefecto
I.
Introducción
1. [Una caro] “Una sola carne” es la forma con la que la Biblia expresa la
unidad matrimonial. En el lenguaje común, en cambio, “nosotros dos” es una
expresión que aparece cuando en un matrimonio hay un fuerte sentimiento de
reciprocidad, es decir, la percepción de la belleza de un amor exclusivo, de una
alianza entre dos personas que comparten la vida en su totalidad, con todas sus
luchas y esperanzas. “Nosotros dos” es lo que dice una persona cuando se refiere
a los deseos, los sufrimientos, las ideas y los sueños compartidos, en una
palabra, cuando se refiere a las historias que solo los cónyuges han vivido. Se
trata de una manifestación verbal de algo más profundo, la convicción y la
decisión de pertenecerse mutuamente, de ser “una sola carne”, de recorrer juntos
el camino de la vida. Como dijo el Papa Francisco: «Los cónyuges también deben
formar una primera persona del plural, un “nosotros”. Estar el uno ante el otro
como un “yo” y un “tú”, y estar ante el resto del mundo, incluidos los hijos,
como un “nosotros”»[1]. Esto ocurre porque, aunque sean dos personas diferentes, dos
individualidades que conservan cada una su propia identidad intransferible, han
forjado con su libre consentimiento una unión que las sitúa juntas ante el
mundo. Es una unión que se abre generosamente a los demás, pero siempre
partiendo de esa realidad única y exclusiva del “nosotros” conyugal.
2. San Juan Pablo II, hablando de la monogamia, afirmó que «merece que se ahonde en ella cada vez más».[2] Esta indicación suya sobre la necesidad de un tratamiento más amplio de este
tema es una de las motivaciones que han impulsado al Dicasterio para la Doctrina de la Fe
a preparar la presente Nota doctrinal. Además, en el origen de
este texto se encuentran, por un lado, los diversos diálogos con los obispos de
África y de otros continentes sobre la cuestión de la poligamia, en el contexto
de sus visitas ad limina,[3] y, por otro, la constatación de diversas formas públicas de unión no monógama —a
veces llamadas “poliamor”— que están creciendo en Occidente, además de aquellas
más reservadas o secretas que han sido comunes a lo largo de la historia.
3. Pero estas razones están subordinadas a la primera, porque, bien entendida, la
monogamia no es simplemente lo contrario a la poligamia. Es mucho más, y su
profundización permite concebir el matrimonio en toda su riqueza y fecundidad.
La cuestión está íntimamente ligada al fin unitivo de la sexualidad, que no se
reduce a garantizar la procreación, sino que ayuda al enriquecimiento y el
fortalecimiento de la unión única y exclusiva y del sentimiento de pertenencia
recíproca.
4. Como establece el propio Código de Derecho Canónico: «las propiedades
esenciales del matrimonio son la unidad y la indisolubilidad».[4] En otra parte, afirma que el matrimonio es «un vínculo perpetuo y exclusivo por su misma naturaleza».[5] Cabe destacar la existencia de una abundante bibliografía sobre la
indisolubilidad de la unión conyugal en la literatura católica; este tema
ha tenido mucho más espacio en el Magisterio, en particular en las recientes
enseñanzas de muchos obispos ante la legalización del divorcio en varios países.
Sobre la unidad del matrimonio —es decir, el matrimonio entendido, como unión
única y exclusiva entre un solo hombre y una sola mujer— se encuentra, por el
contrario, un desarrollo de la reflexión menos amplio que sobre el tema de la
indisolubilidad, tanto en el Magisterio como en los manuales dedicados al
argumento.
5. Por esta razón, en el presente texto se ha optado por centrarse en la propiedad
de la unidad y en su reflejo existencial: la comunión íntima y
totalizadora entre los cónyuges. Para no esperar, por tanto, de esta Nota
algo que no pretende desarrollar, es necesario insistir en que, en las
páginas que siguen, no se tratará la indisolubilidad conyugal —una unión que
dura en el tiempo hasta que la muerte separe a los cónyuges cristianos— ni el
fin de la procreación: ambos temas están ampliamente tratados en la teología y
en el Magisterio. La Nota se centrará únicamente en la primera propiedad
esencial del matrimonio, la unidad, que puede definirse como la unión única y
exclusiva entre una sola mujer y un solo hombre o, en otras palabras, como la
pertenencia recíproca de los dos, que no puede compartirse con otros.
6. Esta propiedad es tan esencial y primaria que el matrimonio se define a menudo
simplemente como “unión”. Así, la Summa Theologiae de santo Tomás de
Aquino afirma que «el matrimonio es la unión (coniunctio) marital
del hombre con la mujer, contraída por personas legítimas, que implica una comunión de vida indisoluble»,[6] y que «es evidente que en el matrimonio existe una unión por la cual uno
se llama marido y la otra mujer; y tal unión es el matrimonio».[7] Una definición similar ya se encontraba en Justiniano, que recopilaba
opiniones preexistentes: «Es la unión (coniunctio) del hombre y la mujer
que contiene una comunión de vida indisoluble».[8]Más cerca de nosotros, Dietrich von Hildebrand sostiene que el matrimonio «es la
unión más profunda e íntima entre personas humanas».[9]
7. Ya en estas definiciones clásicas vemos que la unidad de los dos cónyuges, como
dato objetivo fundacional y propiedad esencial de todo matrimonio, está llamada
a una expresión y desarrollo constantes como “comunión de vida”, es decir, como
amistad conyugal, ayuda recíproca, compartir total que, con la ayuda de la
gracia, representa cada vez más otra unión que la trasciende y la engloba: la
unión entre Cristo y su amada esposa, la Iglesia, el Pueblo de Dios por el que
Él dio su sangre (cf. Ef 5, 25-32).
8. San Juan Pablo II vincula íntimamente estos dos aspectos. De hecho, si «en
virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer «“no son ya dos, sino una sola carne”
(Mt 19,6; cf. Gn 2,24)», al mismo tiempo «están llamados a crecer
continuamente en su comunión [...] a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos,
a todos los niveles».[10]
9. En esta Nota, por lo tanto, se profundizará tanto en la unidad como
propiedad esencial, realidad objetiva y constitutiva del matrimonio,
característica primera y fundante de todas sus manifestaciones, como en las
diferentes expresiones de esa misma unidad que enriquecen y fortalecen la
alianza conyugal, haciendo así posible al mismo tiempo la percepción de esta
unidad no como un reflejo monolítico de la unidad divina, sino como expresión
del único Dios que es comunión en las relaciones trinitarias.
10. Por último, esperamos que esta Nota sobre el valor de la monogamia,
dirigida ante todo a los obispos, que se refiere a un tema tan importante, y al
mismo tiempo tan bello, pueda ser de ayuda a las parejas ya casadas, a los
novios y a los jóvenes que piensan en una futura unión, con el fin de comprender
aún mejor la riqueza de la propuesta cristiana sobre el matrimonio. Es cierto
que, para muchos, este mensaje puede parecer extraño o a contracorriente, pero
podemos aplicar a él las siguientes palabras de san Agustín: «Dame un corazón que ame y comprenderá lo que digo».[11]Además, una verdadera pasión por la belleza del amor conyugal ha encontrado
expresión en la dedicación de muchos creyentes, hombres y mujeres, clérigos y
laicos, individualmente o en agrupaciones eclesiales, que han acompañado a
muchas parejas en su camino de vida y también han desarrollado una
espiritualidad y una pastoral del matrimonio. Por todos estos ejemplos
luminosos, no podemos sino expresar un profundo agradecimiento.
II.
La monogamia en la Biblia
11. «Ya no son dos, sino
una sola carne» (Mc 10,8). Esta declaración de Jesús sobre el matrimonio
traduce la belleza del amor, un cemento que «da solidez a esta comunidad de vida
y el impulso que la lleva hacia una plenitud cada vez más perfecta».[12] Instituido “al principio”, ya en el momento de la creación, el matrimonio
aparece como un pacto conyugal querido por Dios, como «sacramento del Creador del universo; por tanto, ha sido inscrito precisamente en
el ser humano mismo, que está orientado hacia este camino, en el que el hombre
deja a sus padres y se une a su mujer para formar una sola carne, para que los
dos lleguen a ser una sola existencia».[13] Aunque «es bien sabido que la historia del Antiguo Testamento es teatro de la
sistemática defección de la monogamia»,[14] véanse, por ejemplo, las vicisitudes de los patriarcas, en las que se lee, según
las costumbres de la época, que había personajes con varias esposas (cf. 2
Sam 3,2-5; 11,2-27; 15,16; 1 Re 11,3), al mismo tiempo muchos pasajes
del Antiguo Testamento celebran el amor monógamo y la unión exclusiva: «¡Sesenta
son las reinas, ochenta las concubinas e innumerables las doncellas! pero única
es mi paloma hermosísima, mi todo» (Ct 6,8-9a). Esto también lo
atestiguan los ejemplos de Isaac (cf. Gn 25,19-28), José (cf. Gn
41,50), Rut (cf. Rt 2-4), Ezequiel (cf. Ez 24,15-18) y Tobías (cf.
Tb 8,5-8). Además, si desde el punto de vista fáctico y normativo la
monogamia no tiene bases sólidas en el Antiguo Testamento, en cambio sus
fundamentos teológicos se desarrollan en profundidad, y este es el camino
fecundo que se recorrerá en las siguientes reflexiones.[15]
La monogamia en el capítulo 2 del Génesis
12. En la raíz del modelo
monógamo, el capítulo 2 del libro del Génesis se presenta como un auténtico
manifiesto antropológico situado al inicio de las Escrituras.
Describe el proyecto que el Creador propone como ideal para la libertad de la
criatura humana. La exclamación divina: «No es bueno que el hombre esté solo:
quiero hacerle una ayuda (‘ēzer) que le corresponda» (Gn 2,18),
pone claramente de manifiesto la necesidad en la que se encuentra el hombre
recién salido de las manos de Dios, es decir, un estado de soledad-aislamiento.
A pesar de la presencia de otros seres vivos, el hombre quiere una ayuda que le
corresponda (cf. Gn 2,20), un aliado vivo, único y personal, al que pueda
mirar a los ojos, como sugiere la palabra keneḡdô, traducida
habitualmente por “semejante” o “correspondiente”, para poner de relieve la
necesidad de un encuentro dialógico de miradas y rostros. De hecho, «la
expresión original hebrea nos remite a una relación directa, casi “frontal” —los
ojos en los ojos— en un diálogo también tácito, porque en el amor los silencios suelen ser más elocuentes que las palabras. Es el encuentro con un rostro, con un “tú” que refleja el amor divino y es “el
comienzo de la fortuna, una ayuda semejante a él y una columna de apoyo” (Si 36,24),
como dice un sabio bíblico».[16] El hombre busca, pues, un rostro insustituible frente a él, un “tú” con el
que entablar una verdadera relación de amor hecha de entrega y reciprocidad.
13. En su comentario a
este pasaje del Génesis, Benedicto XVI afirma: «La primera novedad de la fe
bíblica consiste […] en la imagen de Dios; la segunda, relacionada esencialmente
con ella, la encontramos en la imagen del hombre. La narración bíblica de la
creación habla de la soledad del primer hombre, Adán, al cual Dios quiere darle
una ayuda. Ninguna de las otras criaturas puede ser esa ayuda que el hombre necesita, por
más que él haya dado nombre a todas las bestias salvajes y a todos los pájaros,
incorporándolos así a su entorno vital. Entonces Dios, de una costilla del
hombre, forma a la mujer. Ahora Adán encuentra la ayuda que precisa: “¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!”
(Gn 2, 23) […]. En la narración bíblica no se habla de castigo; pero sí aparece la idea de que
el hombre es de algún modo incompleto, constitutivamente en camino para
encontrar en el otro la parte complementaria para su integridad, es decir, la
idea de que sólo en la comunión con el otro sexo puede considerarse “completo”».[17]
14. La conclusión del
relato bíblico: «El hombre dejará a su padre y a su madre y se unirá (dāḇaq)
a su mujer, y los dos serán una sola carne» (Gn 2,24), expresa bien esta necesidad de una unión íntima, una conexión
física e interior tal, que el salmista lo adopta para describir la unión mística
con Dios: «Mi alma está unida (dāḇaq) a ti» (Sal 63,8; cf. 1Cor 6,16-17). Como afirma el Papa Francisco, «el verbo “unirse” en el original hebreo indica una estrecha sintonía, una
adhesión física e interior, hasta el punto que se utiliza para describir la
unión con Dios: “Mi alma está unida a ti” (Sal 63,8), canta el orante. Se
evoca así la unión matrimonial no solamente en su dimensión sexual y corpórea
sino también en su donación voluntaria de amor. El fruto de esta unión es
“llegar a ser una sola carne”, sea en el abrazo físico, sea en la unión de los
corazones y de las vidas y, quizás, en el hijo que nacerá de los dos, el cual
llevará en sí, uniéndolas no sólo genéticamente sino también espiritualmente,
las dos “carnes”».[18] Con la fórmula “una caro”, la entrega recíproca y total de la pareja se convierte en una relación
exclusiva e integral. Por lo tanto, con el sugerente término ’iššāh
aplicado a la mujer (cf. Gn 2,23), el autor sagrado ha querido recordar
que estas dos personas constituyen una pareja, iguales en su dignidad radical,
pero diferentes en su individualidad. La plenitud de la unión entre seres
humanos está en esta igualdad hecha de reciprocidad necesaria, dialógica y
complementaria. En definitiva, según el proyecto original del Creador, al que el
mismo Jesús se refiere utilizando la expresión “al principio” en el comentario
sobre la indisolubilidad nupcial (cf. Mt 19,4), el hombre y la mujer
están llamados en el matrimonio a una relación única, personal, plena y
duradera, a una alianza exclusiva de vida y amor, prioritaria con respecto al
mismo vínculo social de la sangre (cf. Gn 2,24). En esta clave de
lectura, la aplicación de la metáfora nupcial a la relación de Dios con Israel,
que emerge con toda su fuerza en los textos proféticos, abre un horizonte aún
más rico para la comprensión de la vida de los esposos en la línea de una
pertenencia mutua.
El simbolismo nupcial profético
15. En los Profetas, las
categorías del amor conyugal imprimen rasgos particulares a la comprensión de la
alianza entre Dios y su pueblo, que ya no se modula según el canon de los pactos
entre el rey y los príncipes vasallos.
16. Aquí surge, de manera
emblemática, la historia personal del profeta Oseas (siglo VIII a. C.), que se
toma como paradigma teológico para reinterpretar la historia de amor entre el
Señor e Israel (cf. Os 2,4-25). A pesar de la traición sufrida por parte
de su esposa Gomer, él no consigue apagar su amor por ella y, más bien, alimenta
la esperanza de que ella, abandonada y decepcionada por sus amantes, “regrese” a
casa para recomponer plenamente la relación amorosa, ya que esa mujer es la
única de su vida, perdonándole las traiciones (cf. Os 2,16-17).
17. Esta transposición
nupcial simbólica de la fidelidad divina continuará en la tradición profética,
con diferentes acentos: Ezequiel narra cómo Dios se preocupa por su pueblo, como
un hombre que extiende su manto sobre una mujer (cf. Ez 16). Por un lado,
este gesto indica el pacto conyugal en el que se ofrece protección a la esposa;
por otro, tiene como objetivo proteger a la mujer de la mirada de los demás,
evocando así la exclusividad del vínculo.
18. El profeta Malaquías
condena la ruptura de los vínculos matrimoniales entre los miembros de Israel y
el nuevo matrimonio con mujeres paganas: «Porque yo detesto el repudio, dice el
Señor, Dios de Israel, y a quien cubre su vestido de iniquidad, dice el Señor de
los ejércitos» (Ml 2,16). Este pasaje también ha tenido otra
interpretación denominada “cultual” o “tipológica”, como si se refiriera a una
única perversión (la idolatría), estableciendo un paralelismo implícito entre
profanar la alianza con Dios y engañar al cónyuge (el adulterio).
19. En definitiva, el amor
conyugal permite realmente describir una dialéctica de alianza entre Israel y el
Señor, entre la humanidad y Dios. La idea de Dios como único esposo de Israel
está también relacionada con la de Israel como única esposa. La unicidad del
amado se refleja también en el tema de la elección que hace de Israel el único
pueblo elegido (cf. Am 3,2). La alianza adquiere así una dimensión
ulterior, ya que designa el vínculo entre Dios y su pueblo, basado en un vínculo
monógamo tan real que la adoración de otro dios constituye un adulterio.
20. San Juan Pablo II
ofrece, al respecto, una bella síntesis: «En muchos textos la monogamia aparece la única y justa analogía del monoteísmo
entendido en las categorías de la Alianza, es decir, de la fidelidad y de la
entrega al único y verdadero Dios-Yahvé: Esposo de Israel. El adulterio es la
antítesis de esa relación esponsalicia, es la antinomia del matrimonio (también
como institución) en cuanto que el matrimonio monógamo actualiza en sí la
alianza interpersonal del hombre y de la mujer, realiza la alianza nacida del
amor y acogida por las dos partes respectivas precisamente como matrimonio (y,
como tal, reconocido por la sociedad). Este género de alianza entre dos personas
constituye el fundamento de esa unión por la que “el hombre… se unirá a su mujer
y vendrán a ser los dos una sola carne” (Gen 2,24)».[19]
La literatura sapiencial
21. En la misma línea se
inscribe toda la literatura sapiencial que elogia la unión monógama como la
verdadera expresión del amor entre un hombre y una mujer. El pasaje del
Cantar de los Cantares: «Mi amado es mío y yo suya» (Ct 2,16), representa aquí un verdadero punto culminante. En esta joya
poética, la mujer del Cantar expresa su amor utilizando el símbolo del
sello que en el antiguo Oriente Próximo designaba a una persona, la identificaba
y se llevaba en un brazalete o en una cadena sobre el pecho: «Grábame como sello
en tu corazón, grábame como sello en tu brazo, porque es fuerte el amor como la muerte» (8,6). La amada, por tanto, declara ser casi el “documento de identidad” de su
hombre: uno no existe sin el otro y viceversa. La inteligencia, la voluntad, el
afecto, el obrar, toda la personalidad de uno, se comunican al otro de manera recíproca y exclusiva, en plena simbiosis. Contra
esta unidad vital se levanta en vano la muerte.
22. Además, la afirmación
reiterada dos veces en el Cantar de los Cantares: «Mi amado es mío y yo
suya [...]. Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (Ct 2,16; 6,3),
expresa esta unidad de entrega total, de reciprocidad y de pertenencia
recíproca, como una reedición de la declaración de amor dirigida por el hombre a
su mujer en Gn 2,23: «hueso de mis huesos y carne de mi carne».
23. La tradición judía y
la cristiana (especialmente en la mística) coinciden en interpretar el Cantar de los Cantares como
una alegoría de la alianza entre Dios e Israel, de la relación entre Dios y el
alma. En sentido simbólico, se puede afirmar que el libro del Cantar de los Cantares
exalta el amor entre un hombre y una mujer, haciendo hincapié precisamente en la
unicidad de una relación exclusiva. En la historia amorosa, los dos enamorados
se buscan y se desean, con una reciprocidad en la que no existe espacio para un
tertium. Pues bien, este dato antropológico fundamental remite a la
profesión de fe de Israel: «Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor
es uno solo» (Dt 6,4). Se trata de una de las proclamaciones más solemnes
del Antiguo Testamento sobre Dios y es una proclamación que utiliza el lenguaje
de la unicidad al profesar la verdad de la fe. En otras palabras, el Cantar afirma
que, en el corazón palpitante de una de las experiencias antropológicas más
profundas, como es la relación amorosa, existe una unicidad análoga a la que la
fe proclama con respecto a Dios. Por lo tanto, la monogamia está profundamente
relacionada con la unicidad y la exclusividad del Dios de Israel y va de la mano
con el monoteísmo.
24. A este respecto,
Benedicto XVI afirma: «Dios se sirvió del camino del amor para revelar el misterio íntimo de su vida
trinitaria. Además, la íntima relación que existe entre la imagen de Dios Amor y
el amor humano nos permite comprender que “a la imagen del Dios monoteísta
corresponde el matrimonio monógamo. El matrimonio basado en un amor exclusivo y
definitivo se convierte en el icono de la relación de Dios con su pueblo y,
viceversa, el modo de amar de Dios se convierte en la medida del amor humano”.
Esta indicación queda todavía, en buena parte, por explorar».[20]
25. La doble fórmula: «Mi
amado es mío y yo suya [...]. Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (Ct
2,16; 6,3), recuerda, por tanto, la fórmula teológica de la alianza entre Dios y
el Israel bíblico: El Señor es tu Dios y tú eres su pueblo (cf. Dt
7,6), y permite acceder a la categoría teológica de la alianza como compromiso
recíproco de fidelidad. La categoría bíblica de la alianza permite, por último,
delinear la santidad del matrimonio entre marido y mujer en su expresión de
verdadera comunidad de vida y de amor a través de una donación mutua y
exclusiva. Todo esto se hará plenamente evidente en los textos del Nuevo
Testamento.[21]
La simbología nupcial del Nuevo Testamento
26. En el Evangelio, Jesús
se refiere explícitamente “al principio”, es decir, a los orígenes de la primera
pareja humana (cf. Gn 1,27; 2,24), para reafirmar que el amor monógamo,
fiel e indisoluble exalta la relación de pareja, concebida por el Creador en una
dimensión de totalidad y exclusividad (cf. Mt 19,3-9).
27. En los relatos
evangélicos de Marcos y Mateo, Jesús se expresó de manera inequívoca sobre la
monogamia, refiriéndose a los orígenes, a la voluntad del Creador. El debate con
los fariseos sobre la posibilidad del divorcio le ofrece la oportunidad de
pronunciarse con autoridad. Reafirma el principio de la monogamia que está en la
base del proyecto de Dios sobre la familia: «al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso dejará el
hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola
carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne. Pues lo que Dios ha
unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10,6-9; cf. Mt 19,4-6). Como base de su afirmación, Jesús une
dos elementos exegéticos de peso: «varón y mujer los creó» (Gn 1,27) y
«por eso abandonará el varón a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y
serán los dos una sola carne» (Gn 2,24). El primer hombre y la primera
mujer están, por tanto, unidos por Dios mismo en la pareja en una sola carne. En
otras palabras, Jesús devuelve la validez al proyecto originario de Dios, yendo
más allá de la norma dada por Moisés y recordando una más antigua, subrayando al
mismo tiempo una presencia divina en la raíz misma de esta relación: «lo que
Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mt 19,6).
28. Además, el Nuevo
Testamento, siguiendo la estela de la teología profética, introduce en varias
ocasiones la simbología nupcial en los temas cristológicos y eclesiológicos (cf.
Ap 19,7-9): Cristo es llamado por el Bautista el “esposo” por excelencia
(cf. Jn 3,29), mientras que la esposa del Cordero es la nueva Jerusalén
(cf. Ap 21,1ss), madre fecunda, salvada del ataque del dragón (cf. Ap
12,3-6).
29. San Pablo desarrolla
de manera sistemática el tema del amor nupcial pleno y perfecto entre Cristo y
la Iglesia en la Carta a los Efesios (cf. Ef 5,21-33), retomando,
entre otras cosas, el pasaje del Génesis sobre el ser “una sola carne”
por parte de la pareja (cf. Gn 2,24). El amor monógamo e indisoluble
entre los dos cónyuges —siempre en la línea del tema desarrollado por los
profetas para definir la alianza entre el Señor e Israel— se revela como el
símbolo para describir el vínculo entre Cristo y la Iglesia. El matrimonio
cristiano, en su autenticidad y plenitud, es, por tanto, signo de la nueva
alianza cristiana.
30. También merece
atención la fórmula del “gran misterio”, traducción del griego original
mysterion. Esta expresión fue traducida por san Jerónimo en la
Vulgata con el término sacramentum, lo que permitió a la tradición
eclesial asumir la fórmula paulina como proclamación explícita de la
sacramentalidad del matrimonio. El pasaje en su integridad exalta de manera
intensa la función teológica que desempeña el amor nupcial exclusivo. Los dos
cónyuges, que se unen indisolublemente, son un signo que remite al abrazo con el
que Cristo abraza a la Iglesia. Los esposos cristianos, por tanto, dan
testimonio en el mundo no solo de un vínculo humano, eros y ágape,
sino que son también la “imagen” viva de un vínculo sagrado y trascendente, es
decir, el que une a Cristo con la comunidad de los cristianos. Ya en el
Génesis se definía como “imagen” del Dios creador a la pareja que ama y
engendra: «Creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, varón y
mujer los creó» (Gn 1,27).
31. El Apóstol, evocando
sobre todo el pasaje del Génesis en el que los dos, el hombre y la mujer,
forman una sola carne (cf. Gn 2,24), define la intimidad del amor entre
marido y mujer como un emblema luminoso de la comunión de vida y caridad que
existe entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef 5,32). A través de esta página
de la Carta a los Efesios, tan fragante en su humanidad, pero también tan
densa en su calidad teológica, Pablo no se limita a proponer un modelo de
comportamiento matrimonial cristiano, sino que señala en la unión perfecta y
única entre Cristo y la Iglesia la fuente originaria del matrimonio monógamo.
Este no es solo una imagen de esa unión, sino que la reproduce y encarna a
través del amor de los cónyuges. Es un signo eficaz y expresivo de la gracia y
del amor que sustancia la unión entre Cristo y la Iglesia.
32. Por último,
encontramos una hermosa exhortación en la Carta a los Hebreos. Tras la
llamada a la caridad (cf. Hb 13,1-3), el autor trata brevemente el
matrimonio, recomendando el aprecio por este vínculo y el respeto de la
fidelidad conyugal: «Que todos respeten el matrimonio; el lecho nupcial, que
nadie lo mancille»[22] (Hb 13,4). El autor exhorta a honrar la institución matrimonial,
subrayando el valor de las relaciones conyugales fieles. Añade una solemne
advertencia: Dios juzgará a los fornicarios y a los adúlteros, es decir, a
aquellos que no respetan la santidad y la unicidad del matrimonio. La
exhortación a estimar el matrimonio y el lecho conyugal estaba motivada
históricamente por el hecho de que diversas tendencias ascéticas denigraban
dicha institución y la consideraban un compromiso con lo material, retomando a
su manera lo expresado en Col 2,20-23. La exhortación, en cambio, no está
dirigida contra las relaciones sexuales, sino contra quienes negaban la
fidelidad de los cónyuges y la unicidad del matrimonio.
III. Ecos de la Escritura en la
historia
33. La Palabra revelada
contenida en las Sagradas Escrituras ha producido, a lo largo de la historia de
la Iglesia, diversos ecos que intentaremos recoger al menos en parte.
Algunas reflexiones de teólogos cristianos
34. Es útil acoger la
riqueza del pensamiento cristiano a lo largo de los siglos, desde los Padres de
la Iglesia, con su particular importancia, hasta los teólogos de diferentes
escuelas y orientaciones.
Primeros desarrollos sobre la unidad y la comunión matrimonial en los Padres de
la Iglesia
35. San Juan Crisóstomo
reconoce un valor especial a la unidad matrimonial. A diferencia de otros
Padres, sostiene que «antes el matrimonio tenía dos motivos, ahora solo tiene
uno». Explica, de hecho, que san Pablo (cf. 1 Co
7,2.5.9) «ordena unirse, no para que se conviertan en padres de muchos hijos»,
sino porque esto lleva a los cónyuges a «la abolición del libertinaje y del
deseo desenfrenado».[23]En definitiva, el santo Doctor considera que la unidad del matrimonio, con la
elección de una sola persona con la que unirse, lleva a liberar a las personas
de un desahogo sexual desenfrenado, sin amor ni fidelidad, y orienta
adecuadamente la sexualidad.
36. San Agustín, aunque
subraya sobre todo la importancia de la procreación, destaca, en primer lugar,
el bien de la unidad que se expresa en la fidelidad: «La fidelidad exige no
tener relaciones sexuales con otro u otra».[24] Agustín también supo expresar la belleza de la unidad conyugal como un
bien en sí mismo, descrita dinámicamente como un caminar juntos, “codo a codo”:
«El primer vínculo natural de la sociedad humana es el que existe entre el
hombre y la mujer. Y Dios no creó a cada uno de ellos por separado, para luego
unirlos como extraños, sino que creó a una a partir del otro, y el costado del
hombre, del que fue extraída y formada la mujer, indica la fuerza de su
conexión. De hecho, costado a costado se unen aquellos que caminan juntos y que
juntos miran hacia la misma meta».[25]
37. Ya antes de san
Agustín, es bien conocida la alabanza de Tertuliano al matrimonio entendido como
unidad en la carne y en el espíritu de dos que caminan “en una sola esperanza”:
«¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha
del matrimonio que celebra la Iglesia? [...]. ¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo
deseo, una sola disciplina, el mismo servicio! Los dos hijos de un mismo Padre,
servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne;
al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne. Donde la carne es una,
también es uno el espíritu».[26]
38. Este hecho de ser “una
sola carne” es interpretado por los Padres de una manera intensamente realista,
hasta tal punto que, ante las contradicciones en los hechos de la realidad de la
unidad conyugal, no temen pronunciar afirmaciones como las siguientes: «divide
su carne, divide su cuerpo»;[27] «como la maldad de cortar su carne»;[28]«Dios no quiso que el cuerpo fuera dividido y separado».[29]
39. En cualquier caso, hay
que recordar que la Iglesia latina subraya especialmente los aspectos jurídicos
del matrimonio, lo que ha llevado a la hermosa convicción de que los propios
esposos son ministros del sacramento.[30] Con su consentimiento, dan origen a la unión matrimonial única y exclusiva, dato
objetivo anterior a cualquier experiencia o sentimiento, incluso espiritual. Los
Padres orientales, y las Iglesias orientales, enfatizan más los aspectos
teológicos, místicos y eclesiales de una unión que, gracias a la bendición de la
Iglesia, se enriquece con el tiempo bajo el impulso de la gracia, mientras que
la comunión entre los cónyuges se integra cada vez más en la comunión eclesial.
Por eso, en Oriente se ha valorado más el rito del matrimonio, con todos sus
signos, la oración y los gestos del sacerdote. Ya san Juan Crisóstomo habla de
la coronación de los esposos (stephánōma) realizada por el sacerdote y
explica su significado mistagógico: «Por esta razón se colocan las coronas sobre
sus cabezas, como símbolo de victoria, ya que, al haber permanecido invictos,
llegan al lecho matrimonial».[31]
40. Al mismo tiempo, en
Oriente prevalece una visión más positiva del aspecto relacional, que se expresa
también en la unión sexual en el matrimonio, sin reducir su finalidad a la sola
procreación. Esto se atestigua, por ejemplo, cuando san Clemente de Alejandría
se distancia fuertemente de aquellos que consideran el matrimonio un pecado,
incluso cuando lo toleran con el fin de garantizar la prolongación de la
especie. Por el contrario, él reitera: «Si el matrimonio es pecado según la Ley,
no sé cómo alguien puede decir que conoce a Dios cuando afirma que el
mandamiento de Dios es pecado. No, si la “Ley es santa”, el matrimonio es
santo».[32] Para san Juan Crisóstomo, además, el matrimonio «no debe considerarse una
compraventa, sino una comunión de vida»,[33] y subraya que la continencia exagerada en el matrimonio podía poner en
peligro la unidad matrimonial.
41. La unidad y la
comunión conyugal como reflejo de la unión entre Cristo y la Iglesia (cf. Ef
5,28-30) es un tema especialmente desarrollado por los Padres orientales, y san
Gregorio Nacianceno saca de él consecuencias espirituales concretas: «Es hermoso
que la mujer respete a Cristo a través de su marido, y es hermoso que el hombre
no desprecie a la Iglesia a través de su mujer […]. Pero que también el marido
cuide de su mujer: y, de hecho, Cristo cuida de la Iglesia».[34]
Algunos autores medievales y modernos
42. En el pensamiento de
san Buenaventura sobre el matrimonio, sustancialmente homogéneo al de santo
Tomás, del que se hablará más adelante, podemos identificar una reflexión, en el
marco de una visión teologal, que incluye la necesidad de la consumación para
que el matrimonio pueda significar plenamente la unión entre nosotros y Cristo:
«Puesto que el consentimiento, en cuanto consentimiento sobre la acción futura,
no es propiamente consentimiento, sino promesa del mismo; y dado que el
consentimiento, en verdad, antes de la unión carnal no produce una unión plena,
ya que aún no son una sola carne, se deduce que a través de las palabras sobre
el futuro se dice que el matrimonio ha comenzado, se ratifica con palabras
referidas al presente, pero se consuma en la unión carnal, porque entonces son
una sola carne y se convierten en un solo cuerpo; y con ello se significa
plenamente esa unión que hay entre nosotros y Cristo. Es entonces, de hecho,
cuando el cuerpo de uno se entrega plenamente al cuerpo del otro».[35]
43. Es útil recordar
también el pensamiento teológico-pastoral de san Alfonso María de Ligorio, que
presenta la unión y el don mutuo de los esposos de manera integral (incluidas
las relaciones sexuales), presentándolos como fines intrínsecos esenciales,
mientras que considera la procreación como un fin intrínseco pero accidental.
Por lo tanto, sostiene que «se pueden considerar tres fines en el
matrimonio: fines intrínsecos esenciales, intrínsecos accidentales y fines
accidentales extrínsecos. Los fines intrínsecos esenciales son dos: el
don recíproco con la obligación de satisfacer el débito conyugal [es decir, las
relaciones sexuales] y el vínculo indisoluble. Los fines intrínsecos
accidentales son también dos: la generación de la descendencia y el remedio
de la concupiscencia».[36]
44. San Alfonso se refiere
también a los fines extrínsecos, como el placer, la belleza y muchos otros, que
son lícitos.[37] De este modo, el santo Doctor de la Iglesia intenta enriquecer la visión
del matrimonio para desarrollar un enfoque pastoral que ayude a los cónyuges a
vivir su unión de una manera más rica y estimulante. Está permitido desear el
matrimonio también por la atracción particular hacia alguno de estos fines
extrínsecos, porque, siempre que no se excluyan los fines principales, esto «no
es un desorden».[38]
45. Más cerca de nuestros
tiempos, el teólogo y filósofo personalista Dietrich von Hildebrand retoma el
énfasis en la centralidad del amor en el matrimonio dado por la enseñanza del
Papa Pío XI, con el fin de profundizar en la comprensión de las propiedades y
significados del matrimonio mismo.[39] En relación con el tema en cuestión, distingue dos formas de unión que se
complementan mutuamente y enriquecen el enfoque inicial de este documento: la
primera forma de unión se expresa con el pronombre “nosotros”, la segunda con la
pareja “yo-tú”. En el “yo-tú”, los dos se encuentran cara a cara, se entregan el
uno al otro, de tal manera que «la otra persona actúa enteramente como sujeto,
nunca como mero objeto».[40] Esto implica también pasar de considerar al otro como un “él” a
reconocerlo como un “tú”. En cambio, cuando la unión se considera como un
“nosotros”, el otro está conmigo, está a mi lado, caminando juntos motivados por
las cosas comunes que nos unen.[41] La unión conyugal vive de ambas experiencias.
46. En la unión
matrimonial, von Hildebrand destaca dos actitudes imprescindibles. La primera es
la “discretio”, es decir, un espacio de intimidad personal que preserva
la identidad y la libertad de cada uno, pero que puede compartirse con una
decisión totalmente libre, lo que en este caso conduce a una profundización del
vínculo. La segunda actitud es la “reverencia” por el otro, que manifiesta, en
particular en la unión sexual, el hecho de que se ama a una persona, sagrada e
inviolable, no a un objeto cualquiera. El dinamismo interno del vínculo
matrimonial —el “nosotros”, según las categorías de von Hildebrand— impulsa a
los cónyuges a manifestar cada vez más su íntima comunión personal.
47. Esta visión también la
comparte Alice von Hildebrand, nacida Jourdain, esposa de Dietrich. En
particular, sostiene que la plena realización de la humanidad solo puede
lograrse en la unión entre el hombre y la mujer, la “divina invención”:
«no solo Él [Dios] hizo al hombre compuesto de alma y cuerpo —una realidad
espiritual y una material— sino que, además, para coronar esta complejidad,
“varón y hembra los creó”. Es evidente que la plenitud de la naturaleza humana
se encuentra en la unión perfecta entre el hombre y la mujer».[42] Por lo tanto, el amor esponsal entre el hombre y la mujer es considerado
por la filósofa y teóloga belga como la cúspide de la vocación humana, la
expresión suprema de la imagen divina como llamada al don de sí mismo en el
amor, donde la ternura del afecto entre los dos desempeña un papel fundamental,
querido por el mismo Creador: «El corazón es el centro de la persona»,[43] advierte la filósofa von Hildebrand, ante ciertas tentaciones de anteponer
el activismo a la receptividad del amor, entendido precisamente en sentido
afectivo. Añade, además, que «donde reina la ternura, la concupiscencia
se aleja».[44]
48. El carácter de
donación total del amor esponsal también se puede ver en lo que ella connota
como una verdadera dimensión “sacrificial” del amor, con una clara referencia al
amor “hasta el final” de Cristo —que consiste en anteponer el bien del otro al
propio, en lo que se puede llamar una “muerte” a uno mismo, que en algunas
ocasiones puede llevar incluso a renunciar a las alegrías de la vida familiar
por amor a un bien mayor: «Lo que muchos “amantes” olvidan, ya se trate de
amigos o de marido y mujer, es que el sacrificio es la savia de los grandes
amores. Que el sacrificio sea la vitamina sagrada del amor se aplica también al
matrimonio, que ofrece a los cónyuges innumerables ocasiones de morir a sí
mismos».[45] En otras palabras, esto significa que el amor esponsal muestra su
fecundidad, a la vez humana y espiritual, cuando permanece abierto a las
exigencias más elevadas de la caridad.[46]
El desarrollo de la visión teologal en tiempos recientes
49. Hans Urs von Balthasar
concede una importancia particular al consentimiento matrimonial que crea esa
nueva unidad que trasciende a los dos individuos: «El acuerdo entre dos personas
tan despojadas de sí mismas solo es posible en un tercer elemento, que […] es
ese factor objetivo que se compone de sus dos libertades: su voto, su promesa
solemne, en la que cada uno da su consentimiento definitivo a la libertad del
otro y a su misterio, y se entrega a este misterio. Es una realidad que debe
llamarse objetiva solo porque es más que la yuxtaposición de sus dos
subjetividades [...] sus voluntades hechas una (de pertenecerse el uno al otro),
que se sitúa por encima de ellos y entre ellos, porque ninguno de los dos puede
reclamar para sí la unidad que ha surgido».[47]
50. Este pacto, en el que
cada uno de los dos se trasciende a sí mismo y se rinde ante la nueva realidad
que se crea, no es en modo alguno una negación de sí mismos como individuos
libres: es, por el contrario, una plenitud de libertad que se realiza al donarse
totalmente a otra persona: «el acontecimiento de donarse en posesión recíproca,
que solo se realiza bajo la bóveda extendida sobre ellos por el Espíritu de amor
que los guía y los inspira, es todo menos una alienación de sí mismo por parte
del individuo. Esto no se consigue por sí mismo sino en virtud de la llamada de
la otra libertad, que le da la capacidad de resolver, de decidir por sí mismo, y
esta resolución madura, “alcanza la mayoría de edad”, precisamente cuando no
sigue replegándose con vacilación, sino que se concentra, se recoge, para
donarse de una vez por todas».[48]
51. Este autor examina de
una manera particular y teológicamente profunda cómo esta unidad matrimonial
refleja la unión entre Cristo y su Iglesia: «La unidad de medida del amor
matrimonial se convierte en el amor entre Cristo y su Iglesia [...]. La unidad
original consiste en que la Iglesia nace de Cristo como Eva de Adán: surgida del
costado traspasado del Señor dormido en la cruz, a la sombra de la muerte y del
infierno. Por eso, ella es su cuerpo, como Eva era carne de la carne de Adán. En
este sueño mortal de la Pasión, él “formó para sí a la Iglesia, como esposa
maravillosa, sin arruga ni mancha” (Ef 5,24-27). Él mismo, como hombre,
se deja caer en el sueño de la muerte, para poder, como Dios, extraer
misteriosamente del muerto aquella fecundidad con la que creará a su esposa, la
Iglesia. Así, ella es él mismo, y sin embargo no es él mismo: es su cuerpo y su
esposa. “El que ama a su mujer, se ama a sí mismo. Nadie ha odiado jamás su
propia carne; la protege y la cuida. Así hace también Cristo con su Iglesia, ya
que somos miembros de su cuerpo” (Ef 5,28-30)».[49]
52. Esta visión
cristológica y pneumatológica tiene consecuencias concretas en la experiencia
matrimonial: «Si volvemos a fijarnos en la entrega mutua de los esposos, esto
muestra claramente una vez más que la ley común de su amor (en sentido
cristológico) brota tanto de su propia actitud de darse voluntariamente en
posesión, y por lo tanto no es una ley impuesta desde fuera, como realmente se
eleva, superando a ambos, como tercera entidad fecunda, creativa (en sentido
pneumatológico) y los inspira a los actos de su entrega».[50]
53. Karl Rahner también
concibe la unidad matrimonial como expresión del amor entre Cristo y la Iglesia,
pero no como si Cristo y la Iglesia fueran iguales entre sí, ya que el amor con
el que Cristo ama a la Iglesia tiene su origen en «la voluntad misericordiosa de
Dios de comunicarse».[51] De esta voluntad, como causa, surge el primer efecto, que es la unidad
Cristo-Iglesia. Al final, el amor, tal y como se expresa en la vida de los
esposos, tiene su punto de origen en Dios mismo.[52] Es útil detenernos en dos textos de Rahner suficientemente elocuentes. El
primero: «En el amor verdaderamente personal hay algo implícito e incondicional
que remite más allá y por encima de la causalidad del encuentro de los amantes:
ellos, cuando aman de verdad, crecen continuamente por encima de sí mismos,
arriban a una corriente que ya no tiene su punto de llegada en lo finito y lo
determinable. Lo que yace en una lejanía infinita, que se evoca tácitamente en
tal amor, al final solo puede llamarse con un nombre: Dios».[53] Y el segundo texto: «El matrimonio y el vínculo entre Dios y la humanidad
en Cristo no solo pueden ser comparados entre sí por nosotros, sino que,
más bien, se encuentran objetivamente en una relación recíproca tal que el
matrimonio representa objetivamente este amor que Dios tiene en Cristo por la
Iglesia, la relación y el comportamiento de Cristo con la Iglesia prefigura la
relación y el comportamiento que rige en el matrimonio, y en esto encuentra su
culminación, de modo que comprende el matrimonio en sí como un momento de sí».[54]
54. La visión cristológica-trinitaria sobre la unidad matrimonial ha sido luego
subrayada con fuerza y de manera poética por varios autores ortodoxos
contemporáneos. Citamos tres ejemplos:
55. Partiendo de su propia
visión mística, el teólogo ortodoxo Alexander Schmemann afirma: «En un
matrimonio cristiano, de hecho, hay tres personas casadas; y la lealtad unida de
los dos hacia el tercero, que es Dios, mantiene a los dos en una unidad activa
entre ellos y con Dios. Sin embargo, es precisamente la presencia de Dios la que
marca el fin del matrimonio como algo puramente “natural”. Es la cruz de Cristo
la que pone fin a la autosuficiencia de la naturaleza. Pero “con la cruz, la
alegría entró en el mundo entero”. Su presencia es, por tanto, la verdadera
alegría del matrimonio».[55]
56. Otro hermoso
testimonio se encuentra en las siguientes palabras del filósofo y teólogo ruso
Pavel Evdokimov: «La unidad consustancial del matrimonio constituye la unidad de
dos personas que se sitúan en Dios [...]. Por lo tanto, la estructura trinitaria
inicial es: hombre-mujer en el Espíritu Santo. La realización efectiva de su
unidad en el matrimonio (donde el marido, según Pablo, es imagen de Cristo y la
mujer es imagen de la Iglesia) se convierte en el equivalente conyugal de la
unidad Cristo-Espíritu».[56]
57. Por último, merece la
pena citar un pasaje esclarecedor del teólogo John Meyendorff: «Un cristiano
está llamado, ya en este mundo, a experimentar una vida nueva, a convertirse en
ciudadano del Reino, y puede hacerlo en el matrimonio [...]. Es una unión
singular de dos seres enamorados, dos seres que pueden trascender su propia
humanidad y estar así unidos no solo “el uno con el otro”, sino también “en
Cristo”».[57]
58. Los autores orientales
de nuestro tiempo también insisten en el aspecto relacional a la luz de la
Trinidad. El teólogo griego Ioannis Zizioulas afirma que «la persona es
alteridad en la comunión y comunión en la alteridad. La
persona es una identidad que surge a través de la relación (schesis, en
la terminología de los Padres griegos); es un “yo” que solo puede existir en
tanto se relaciona con un “tú” que afirma su existencia y su alteridad. […] [El
“yo”] no puede simplemente ser sin el otro. Se trata de lo que distingue a la
persona del individuo».[58] En el contexto de esta particular valoración oriental de la relación, que
en última instancia es un reflejo de la comunión trinitaria, otro teólogo y
filósofo griego, Christos Yannaras, muestra cómo la vida conyugal debe
entenderse en el marco más amplio de las relaciones en la comunidad eclesial, lo
que permite entender la sexualidad como una relación personal transfigurada por
la gracia trinitaria: «La relación y el conocimiento entre los cónyuges se
convierten en acontecimientos eclesiales, se realizan no solo por medio de la
naturaleza, sino también por medio de la Iglesia [...], en el ámbito de
las relaciones que mantienen unida a la Iglesia como imagen del modelo
trinitario».[59] E inmediatamente explica que «esto no significa una “espiritualización”
del matrimonio y una devaluación de la relación natural, sino una transformación
dinámica del impulso natural en un acontecimiento de comunión personal, según el
modo en que la Iglesia realiza la comunión, es decir, como gracia-don gratuito
de alteridad y libertad personales».[60]
Intervenciones magisteriales
Primeras intervenciones
59. Hasta León XIII, las
intervenciones relacionadas con la monogamia fueron pocas y esenciales. Cabe
mencionar una breve pero importante intervención de Inocencio III en el año
1201, en la que se refiere a los paganos que «reparten el afecto conyugal entre
muchas mujeres a la vez» y, basándose en el Génesis, afirma que es
contrario a la fe cristiana, «como quiera que al principio una sola costilla fue
convertida en mujer».[61]A continuación, se remite a las Escrituras (cf. Ef 5,31; Gn 2,24;
Mt 19,5) para subrayar que se dice que «serán dos en una sola carne» (duo
in carne una) y que el hombre se unirá “a su mujer”, no “a sus mujeres”. Por
último, interpreta la prohibición del adulterio (cf. Mt 19,9; Mc 10,11)
como referida al matrimonio monógamo.[62]
60. El Segundo Concilio de Lyon sostiene que se tiene por firme «que ni a un varón se le permite tener a la vez muchas mujeres ni a una mujer
muchos varones».[63] El Concilio de Trento deduce el sentido de la monogamia del hecho de que Cristo,
el Señor, enseñó abiertamente que con este vínculo solo dos se unen
estrechamente, cuando dijo: “Así, pues, ya no son dos sino una sola carne”.[64] En el siglo XVIII, Benedicto XIV, teniendo en cuenta la situación de los
matrimonios clandestinos, reitera que «ninguno de los dos puede pasar a otras
nupcias, mientras el otro sobreviva».[65]
León XIII
61. En cuanto al tema de
la monogamia, en la enseñanza de León XIII vuelve a aparecer el argumento
central sobre el hecho de que los cónyuges constituyen “una sola carne”: «Esto lo vemos declarado y abiertamente confirmado en el Evangelio por la
autoridad divina de Jesucristo, que atestiguó a los judíos y a los apóstoles que
el matrimonio, por su misma institución, sólo puede verificarse entre dos,
esto es, entre un hombre y una mujer; que de estos dos viene a resultar como
una sola carne».[66]
62. En su reflexión, la
defensa de la monogamia constituye igualmente una defensa de la dignidad de la
mujer, que no puede ser negada ni deshonrada ni siquiera por el deseo de
procrear. La unidad del matrimonio implica, por tanto, una elección libre de la
mujer, que tiene derecho a exigir una reciprocidad exclusiva: «nada era más miserable que la esposa, relegada a un grado de abyección tal, que
se la consideraba como un mero instrumento para satisfacción del vicio o para
engendrar hijos. Impúdicamente se compraba y vendía a las que iban a casarse,
cual si se tratara de cosas materiales, concediéndose a veces al padre y al marido incluso la potestad de condenar a la
mujer con el suplicio extremo».[67]
63. El matrimonio monógamo
es la expresión de una búsqueda recíproca y exclusiva del bien del otro: «Es necesario que se hallen siempre dispuestos de tal modo que entiendan que
mutuamente se deben el más grande amor, una constante fidelidad y una solícita y
continua ayuda».[68] Esta realidad de ser «una sola carne» adquiere con Cristo una nueva y
preciosa motivación y alcanza su plenitud en el sacramento del matrimonio: «Añádase a esto que el matrimonio es sacramento porque es un signo sagrado y
eficiente de gracia y es imagen de la unión mística de Cristo con la Iglesia.
Ahora bien: la forma y figura de esta unión está expresada por ese mismo vínculo
de unión suma con que se ligan entre sí el marido y la mujer, y que no es otra
cosa sino el matrimonio mismo».[69]
Pío XI
64. El Papa Pío XI ofrece
un mayor desarrollo de la doctrina sobre la unidad matrimonial en la Encíclica
Casti connubi. Subraya el valor de la fidelidad recíproca «de los cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial, de tal modo que lo
que, en este contrato, sancionado por la ley divina, compete a una de las
partes, ni a ella le sea negado ni a ningún otro permitido». Y concluye: «esta fidelidad exige ante todo la absoluta unidad del matrimonio, ya prefigurada
por el mismo Creador en el de nuestros primeros padres, cuando quiso que no se
instituyera sino entre un hombre y una mujer».[70]
65. El Pontífice enriquece
así la enseñanza sobre la unidad del matrimonio, proponiendo una reflexión
inédita sobre el amor conyugal, «que penetra todos los deberes de la vida de los esposos y tiene cierto
primado de nobleza en el matrimonio cristiano».[71] Y lo más noble que se puede encontrar en un matrimonio es el amor
conyugal, sobre todo cuando alcanza por gracia el nivel sobrenatural de la
caridad. Como consecuencia, la unión matrimonial se convierte en un camino de
crecimiento espiritual: «No sólo comprende el auxilio mutuo en la sociedad doméstica, sino que es
necesario que se extienda también y aun que se ordene sobre todo a la ayuda
recíproca de los cónyuges en orden a la formación y perfección, mayor cada día,
del hombre interior, de tal manera que por su mutua unión de vida crezcan más y
más también cada día en la virtud y sobre todo en la verdadera caridad para con
Dios y para con el prójimo [...]. Esta recíproca formación interior de los esposos, este cuidado asiduo de mutua
perfección puede llamarse también, en cierto sentido muy verdadero [...], la causa y razón primera del matrimonio».[72] Esta “ampliación” del sentido del matrimonio, que supera el sentido
estricto, predominante hasta ese momento de institución ordenada a la
procreación y a la educación recta de la descendencia, ha abierto el camino para
una profundización del sentido unitivo del matrimonio y de la sexualidad.
66. También cabe recordar
cómo, en su época, el Papa Pío XI se sintió impulsado a destacar aquellas
tendencias contrarias a la monogamia que hoy en día se han vuelto mucho más
comunes: «Falsean, por consiguiente, el concepto de fidelidad los que opinan que hay que
contemporizar con las ideas y costumbres de nuestros días en torno a cierta
fingida y perniciosa amistad de los cónyuges con alguna tercera persona,
defendiendo que a los cónyuges se les ha de consentir una mayor libertad de
sentimientos y de trato en dichas relaciones externas, y esto tanto más cuanto
que (según ellos afirman) en no pocos es congénita una índole sexual, que no
puede saciarse dentro de los estrechos límites del matrimonio monógamo. Por ello
tachan de estrechez ya anticuada de entendimiento y de corazón, o reputan como
viles y despreciables celos, aquel rígido estado habitual de ánimo de los
cónyuges honrados que reprueba y rehúye todo afecto y todo acto libidinoso con
un tercero; y por lo mismo, sostienen que son nulas o que deben anularse todas
las leyes penales de la república encaminadas a conservar la fidelidad conyugal».[73]
Los tiempos del Concilio Vaticano II
67. Siguiendo el camino
abierto por
Casti connubi, el Concilio Vaticano II presenta el matrimonio
ante todo como una obra de Dios que consiste en una comunión de amor y de vida
que comparten los dos cónyuges, comunión que no está orientada solo a la
procreación, sino también al bien integral de ambos. El matrimonio se define
como «íntima comunión de vida y amor conyugal».[74] En el matrimonio, el hombre y la mujer, que por la alianza conyugal «“ya
no son dos, sino una sola carne” (Mt 19,6), se prestan mutuamente ayuda y
servicio mediante la unión intima de sus personas y sus obras, experimentando
el sentido de su unidad y lográndola más plenamente cada día. Tanto esta
íntima unión, en cuanto donación mutua de dos personas, como el bien de los
hijos, exigen la fidelidad plena de los cónyuges y urgen su indisoluble unidad».[75]
68. Cristo mismo,
«mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos
cristianos. Permanece además con ellos para que, así como Él mismo amó a la
Iglesia y se entregó por ella, así también los cónyuges, con su mutua entrega,
se amen con perpetua fidelidad. El auténtico amor conyugal es asumido en el amor
divino y se rige y se enriquece por la fuerza redentora de Cristo y la acción
salvífica de la Iglesia».[76] De este modo, es posible vivir el amor conyugal: «ya que se dirige de
persona a persona con el afecto de la voluntad, abarca el bien de toda la
persona y por ello puede enriquecer con una dignidad particular las expresiones
del cuerpo y del espíritu y de ennoblecerlas como signos especiales de la
amistad conyugal. El Señor se ha dignado sanar, perfeccionar y elevar este amor
con un don especial de la gracia y la caridad. Tal amor, que asocia al mismo
tiempo lo humano y lo divino, lleva a los esposos a un don mutuo y libre de sí
mismos, demostrado con ternura de afectos y de obras, e impregna toda su vida».[77] Los actos sexuales en el matrimonio, «realizados de modo verdaderamente
humano, significan y fomentan la reciproca donación, con la que se enriquecen
mutuamente con alegría y gratitud».[78]
69. El Concilio se refiere
explícitamente a la unidad matrimonial para expresar que esta, «aparece
plenamente confirmada por el Señor al reconocer la igual dignidad personal a la
mujer y al varón en el mutuo y pleno amor».[79] La defensa de la unidad matrimonial en el Concilio se basa así en dos
puntos firmes: por un lado, el Concilio reafirma que la unión matrimonial es
totalizante, «impregna toda su vida»[80] y, por consiguiente, solo es posible entre dos personas; por otro lado,
subraya que tal amor corresponde a la igual dignidad de cada uno de los
cónyuges, quienes, en el caso de una unión “plural”, se encontrarían en la
situación de tener que compartir con otros lo que debe ser íntimo y exclusivo,
convirtiéndose así en una especie de objetos, en una relación que degrada su
dignidad personal.[81]
70. San Pablo VI, una vez
finalizado el Concilio y retomando sus reflexiones sobre el matrimonio, expresa
una profunda preocupación por los temas del matrimonio y la familia. Si en la
Humanae vitae desea subrayar el significado procreativo del matrimonio y de
los actos sexuales, al mismo tiempo quiere mostrar que ese significado es
inseparable del otro: el unitivo. De hecho, afirma que «por su íntima estructura,
mientras une profundamente a los esposos, los hace aptos para la
generación de nuevas vidas».[82] En este contexto, reafirma el valor de la reciprocidad y la exclusividad
que reclama la comunión de amor y el perfeccionamiento mutuo.[83] Existe una “inseparable conexión” entre los dos significados de los actos
sexuales: «Salvaguardando ambos aspectos esenciales, unitivo y procreador, el
acto conyugal conserva íntegro el sentido de amor mutuo y verdadero y su ordenación a la altísima vocación del
hombre a la paternidad».[84] Por lo tanto, si decimos que el significado unitivo es inseparable de la
procreación, debemos decir al mismo tiempo que la búsqueda de la procreación es
inseparable del significado unitivo, como aclaró posteriormente san Juan Pablo
II: «La donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una
donación en la que está presente toda la persona».[85]
San Juan Pablo II
71. San Juan Pablo II
utiliza la referencia de Cristo “al principio” para introducir, en la reflexión
sobre la relación esponsal, la hermenéutica del don.[86] En la creación se revela la autodonación de Dios y la creación misma constituye
el don fundamental y originario. El ser humano es la única criatura que puede
recibir el mundo creado como un don y que puede, al mismo tiempo, en cuanto
imagen de Dios, hacer de su propia vida un don. Es en esta lógica donde el
significado esponsal del cuerpo humano, en su masculinidad y feminidad, revela
que el ser humano ha sido creado para donarse al otro y que solo en este don
de sí mismo lleva a cabo el verdadero significado de su ser y de su
existencia.[87]
72. En este horizonte, en
su exposición de la concepción cristiana de la monogamia, san Juan Pablo II
sostiene el origen semítico y no occidental de sus fundamentos más profundos,
afirmando que «resulta expresión de la relación interpersonal, es decir, de aquella en que cada
una de las partes es reconocida por la otra como de igual valor y en la
totalidad de su persona. Esta concepción monógama y personalista de la pareja
humana es una revelación absolutamente original que lleva el sello de Dios y
merece que se ahonde en ella cada vez más».[88]
73. Sin embargo, el Santo
Pontífice debe reconocer que «toda la tradición de la Antigua Alianza indica que en la conciencia de las
generaciones que se sucedían en el pueblo elegido, a su ethos no fue
añadida jamás la exigencia efectiva de la monogamia […] no se entiende, en cambio, el adulterio como aparece desde el punto de vista de
la monogamia establecida por el Creador».[89] Por esta razón, se esfuerza por leer el Antiguo Testamento no desde un punto de
vista normativo, sino teológico, y lo hace partiendo de dos pilares
fundamentales. El primero es la voluntad de Cristo de volver al principio,[90] al origen de la creación, cuando la pareja original era monógama, en el
sentido de “dos en una sola carne”: «Dios hizo al hombre a su imagen creándolo hombre y mujer. He aquí lo que
sorprende enseguida, antes que nada. Para asemejarse a Dios, la humanidad debe
ser una pareja de dos personas que se mueven la una hacia la otra»[91]. El otro punto de referencia es la reflexión de los profetas sobre el amor
exclusivo entre Dios y su pueblo, por lo que «denuncian frecuentemente el abandono del verdadero Dios Yahvé por parte del
pueblo, al compararlo con el adulterio [...]. El adulterio es pecado porque
constituye la ruptura de la alianza personal de hombre y de la mujer
[...]. En muchos textos la monogamia aparece la única y justa analogía del monoteísmo
entendido en las categorías de la Alianza, es decir, de la fidelidad y de la
entrega al único y verdadero Dios-Yahvé: Esposo de Israel. El adulterio es la
antítesis de esa relación esponsalicia, es la antinomia del matrimonio».[92]
74. Siguiendo esta línea
de pensamiento, san Juan Pablo II sostiene que esta unión no expresa la voluntad
original de Dios sobre la monogamia si la otra persona, aunque la unión sea
exclusiva, se convierte únicamente en un objeto utilizado para apagar los
propios deseos: «A la unión o “comunión” personal, a la que están llamados “desde el principio”
el hombre y la mujer recíprocamente, no corresponde, sino más bien está en
oposición la circunstancia eventual de que una de las dos personas exista sólo
como sujeto de satisfacción de la necesidad sexual y la otra se convierta
exclusivamente en objeto de esta satisfacción. Además, no corresponde a esta
unidad de “comunión” —más aún, se opone a ella— el caso de que ambos, el hombre
y la mujer, existan mutuamente como objeto de la satisfacción de la necesidad
sexual, y cada una, por su parte, sea solamente sujeto de esa satisfacción. Esta
“reducción” de un contenido tan rico de la recíproca y perenne atracción de las
personas humanas, […] extingue el significado personal y “de comunión”, propio del hombre y de la
mujer».[93]
75. El don del «Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos
cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la
singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del
Señor Jesús [...] impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez
más rica entre ellos, a todos los niveles —del cuerpo, del carácter, del
corazón, de la inteligencia y voluntad, del alma—».[94]
Benedicto XVI
76. Benedicto XVI retoma
esta enseñanza cuando recuerda, refiriéndose también él al relato de la
creación, que «el eros está como enraizado en la naturaleza misma del hombre; Adán se
pone a buscar y “abandona a su padre y a su madre” para unirse a su mujer; sólo
ambos conjuntamente representan a la humanidad completa, se convierten en “una
sola carne”. No menor importancia reviste el segundo aspecto: en una perspectiva
fundada en lacreación, el eros orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por
su carácter único y definitivo; así, y sólo así, se realiza su destino íntimo».[95]
77. Benedicto XVI también
enseñó que el matrimonio no hace más que recoger y llevar a plenitud esa fuerza
incontenible que es el amor, el cual, en su dinámica de exclusividad y
definitividad, no quiere mortificar la libertad humana, sino que, por el
contrario, abre la vida nada menos que a un horizonte de eternidad: «El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva
el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto
implica exclusividad —sólo esta persona—, y en el sentido del “para siempre”».[96]
Francisco
78. El Papa Francisco nos
ha regalado una reflexión original y arraigada en la experiencia concreta sobre
los diversos aspectos de la unión exclusiva de los esposos en el cuarto capítulo
de la Exhortación apostólica
Amoris laetitia, donde se puede encontrar
una descripción detallada del amor conyugal en sus diversas manifestaciones,
tomando como punto de partida 1 Co 13,4-7. En primer lugar, la paciencia,
sin la cual «siempre tendremos excusas para responder con ira, y finalmente nos convertiremos
en personas que no saben convivir, antisociales, incapaces de postergar los
impulsos»;[97] luego, la benevolencia, el “hacer el bien”, como «reacción dinámica y creativa ante los demás»[98] por lo tanto, la amabilidad, porque quien ha aprendido a amar «detesta hacer
sufrir a los demás»[99] y «es capaz de decir palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen,
que consuelan, que estimulan».[100] El amor implica también un cierto “desapego de uno mismo”, para entregarse
gratuitamente hasta dar la vida.[101] En consecuencia, el amor es capaz de superar la violencia interior hacia
los defectos ajenos, que «nos coloca a la defensiva ante los otros» y «termina aislándonos».[102] A todo esto se suma el perdón, que «supone la experiencia de ser perdonados por Dios»,[103] la capacidad de alegrarse con los demás, de modo que «alguien, que logra algo bueno en la vida, sabe que allí lo van a celebrar con él».[104]
Se suma tambiénla confianza, porque el amor «deja en libertad, renuncia a controlarlo todo, a poseer, a dominar».[105] Finalmente, el amor espera lo mejor para el otro, «siempre espera que sea posible una maduración, un sorpresivo brote de belleza,
que las potencialidades más ocultas de su ser germinen algún día».[106]
79. El Papa Francisco nos
ayuda así a “encarnar” lo que es la “caridad conyugal”. Al mismo tiempo, con
sano realismo, advierte sobre el peligro de idealizar la unión matrimonial con
deducciones inadecuadas, como si los misterios teológicos debieran encontrar una
correspondencia perfecta en la vida de pareja, y esta última debiera ser
perfecta en todas las circunstancias. En realidad, esto crearía un constante
sentimiento de culpa en los cónyuges más frágiles, que luchan y hacen todo lo
posible por mantener su unión: «No conviene confundir planos diferentes: no hay que arrojar sobre dos personas
limitadas el tremendo peso de tener que reproducir de manera perfecta la unión
que existe entre Cristo y su Iglesia, porque el matrimonio como signo implica
“un proceso dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva integración de
los dones de Dios”»[107]. En cambio, es necesario valorar positivamente todos los esfuerzos, los
momentos dolorosos, los retos que han sorprendido y desestabilizado a los
cónyuges, los cambios de la persona amada, e incluso las derrotas superadas,
como parte de un camino en el que el Espíritu Santo obra como quiere, porque
así, «después de haber sufrido y luchado juntos, los cónyuges pueden experimentar que
valió la pena, porque consiguieron algo bueno, aprendieron algo juntos, o porque
pueden valorar más lo que tienen. Pocas alegrías humanas son tan hondas y
festivas como cuando dos personas que se aman han conquistado juntos algo que
les costó un gran esfuerzo compartido».[108]
León XIV
80. Entre las primeras
intervenciones del Papa León XIV, en referencia al tema de esta Nota, se
puede tomar en consideración lo que expresa en el mensaje para la conmemoración
del décimo aniversario de la canonización de los esposos Luis y Zélie Martin,
padres de santa Teresa del Niño Jesús. En esa ocasión, el Santo Padre se refiere
al «modelo de pareja que la Santa Iglesia presenta a los jóvenes» como «una
aventura tan hermosa: un modelo de fidelidad y atención al otro, un modelo de
fervor y perseverancia en la fe, de educación cristiana de los hijos, de
generosidad en el ejercicio de la caridad y la justicia social; un modelo
también de confianza en la prueba».[109]
81. En verdad, el mismo lema del Papa León XIV, «In illo uno,
unum» («En el único Cristo somos uno»), tomado de un pasaje de san
Agustín,[110] podría
aplicarse a la vida de pareja, sugiriendo que «ser una sola cosa» es posible
y plenamente realizable solo en Dios. En este sentido, la unidad matrimonial
encuentra su fundamento y su plenitud en la relación con Dios. Con motivo
del Jubileo de las familias, los abuelos y los ancianos, el Papa León XIV,
dirigiéndose directamente a los esposos, reiteró que «el matrimonio no es un
ideal, sino el canon del verdadero amor entre el hombre y la mujer: amor
total, fiel, fecundo [...]. Al tiempo que os transforma en una sola carne,
este mismo amor os hace capaces, a imagen de Dios, de dar la vida».[111]
*
82. El Código de
Derecho Canónico se refiere a «la alianza matrimonial, por la que el varón y la mujer constituyen entre sí un
consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien
de los cónyuges y a la generación y educación de la prole», y recuerda que «fue elevada por Cristo Señor a la dignidad de sacramento entre bautizados».[112]
83. Por último, en su
visión sintética, el Catecismo de la Iglesia Católicaafirma que
«la poligamia es contraria a esta igual dignidad de uno y otro y al amor
conyugal que es único y exclusivo».[113] Además, «el amor conyugal exige de los esposos, por su misma naturaleza, una fidelidad
inviolable. Esto es consecuencia del don de sí mismos que se hacen mutuamente
los esposos».[114] Por este motivo, «el adulterio es una injusticia. El que lo comete falta a sus compromisos.
Lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el
derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando
el contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación humana y de
los hijos, que necesitan la unión estable de los padre».[115] Esto no excluye que se pueda comprender «el drama del que, deseoso de convertirse al Evangelio, se ve obligado a repudiar
una o varias mujeres con las que ha compartido años de vida conyugal. Sin
embargo, la poligamia no se ajusta a la ley moral, pues contradice
radicalmente la comunión conyugal».[116]
IV. Algunas perspectivas
desde la filosofía y las culturas
En el pensamiento cristiano clásico
84. En santo Tomás de
Aquino podemos encontrar un pensamiento filosófico cristiano, que se ha
convertido en clásico, sobre los fundamentos de la monogamia. En el Libro
tercero de la Summa contra Gentiles, su concepción aparece sobre todo
desde el punto de vista filosófico, con razonamientos extraídos de la teología
natural y de sus conocimientos de la biología de la época. La relación esponsal se presenta así como un vinculo de orden natural, una
«sociedad del hombre (y) de la mujer»[117] o una forma di «vínculo social (socialis coniunctio)»,[118] inscrita en la naturaleza humana que une al hombre y a la mujer.
85. Santo Tomás sostiene
que la monogamia deriva esencialmente del instinto natural, ya que está inscrita
en la naturaleza de cada ser humano; este ámbito prescinde de las exigencias de
la fe. De hecho, «el hombre [...], desea por naturaleza estar seguro de
su descendencia, certeza que se vería totalmente eliminada si varios hombres
tuvieran una sola mujer. Por lo tanto, deriva del instinto natural que haya una
sola mujer para un solo hombre».[119] Esta unión, que consolida el equilibrio recíproco entre el hombre y la mujer, se
rige por «una equidad natural». Por lo tanto, no hay lugar ni para ninguna forma
de poliandria ni para la poligamia que, por otra parte, él define como una forma
de esclavitud: «Es evidente, además, que la disolución de la sociedad mencionada
es incompatible con la equidad [...]. Por lo tanto, si alguien, al tomar una
mujer en su juventud, cuando es bella y fértil, pudiera abandonarla más tarde,
cuando haya envejecido, cometería una injusticia contra la mujer, contra la
equidad natural [...]. Por otra parte, si el hombre pudiera abandonar a su
esposa, no habría entre el varón y la mujer una sociedad entre iguales, sino una
esclavitud por parte de la mujer».[120]
86. Además, la equidad en
el amor establece una igualdad sustancial entre los esposos, es decir, una
igualdad fundamental entre el varón y la mujer: «La amistad consiste en una
cierta igualdad. Por lo tanto, si a la mujer no se le permitiera tener más
maridos, para no comprometer la certeza de la descendencia, mientras que al
marido se le permitiera tener más esposas, la amistad entre el hombre y la mujer
no sería liberal, sino casi servil. Y el argumento se ve corroborado por la
experiencia: entre los hombres que tienen varias esposas, estas son tratadas
casi como esclavas. “No es posible una amistad intensa con muchas personas”,
como explica el Filósofo. Por lo tanto, si la esposa tuviera un solo marido,
pero el marido tuviera varias esposas, la amistad no sería igual por ambas
partes».[121]
87. La fidelidad
matrimonial tiene, por lo tanto, como fundamento ese máximo grado de amistad que
se establece entre el hombre y la mujer. Esta amistad en su grado más alto (maxima
amicitia), como amor de benevolencia (amor benevolentiae), diferente del mero amor de concupiscencia (amor
concupiscentiae) que se orienta más bien hacia el propio beneficio, empuja a
un intercambio íntimo y total entre iguales, en el que cada miembro de la pareja
se entrega sin reservas, buscando el bien del otro: «Cuanto mayor es la amistad,
más firme y duradera es. Ahora bien, entre marido y mujer existe una amistad
máxima (maxima amicitia), ya que se unen no solo por la cópula carnal,
que incluso entre los animales establece una cierta sociedad agradable, sino por
la comunión de toda la vida doméstica; de modo que, para expresar esto,
el hombre por su mujer “deja a su padre y a su madre”, como se dice en el
Génesis (2,24)».[122]
Comunión de dos personas
88. En el siglo XX,
algunos filósofos cristianos subrayan una visión del matrimonio como unión entre
personas o comunión de vida. En el contexto del pensamiento tomista clásico,
Antonin-Dalmace Sertillanges presenta el matrimonio como la unión de dos
personas, que nunca puede entenderse como una especie de fusión o
destrucción de uno mismo para constituir una unidad superior, ni como un mero
medio de procreación para el bien de la especie: «El hombre, que es una persona,
es decir, un fin en sí mismo, según el lenguaje de los filósofos;
el hombre que vale independientemente de la especie, a la espera de que
valga para ella, buscará en sus uniones, junto con el bien de la especie,
también su propio bien. Por lo tanto, si el hombre y la mujer fundan una vida
cimentada en el amor, esta vida se desarrollará en dos centros como una elipse
con dos focos [...], sin que nadie sea sacrificado».[123]
89. En coherencia con este
pensamiento, Sertillanges muestra que en el matrimonio incluso la búsqueda del
bien para uno mismo constituye una forma de tomar en serio a la otra persona,
abriéndole la posibilidad de ser fecunda gracias a su cónyuge: «Es mejor dar que
recibir, decía yo; pero también recibir es dar. Recibe, oh corazón mío, para que
el amigo encuentre en ti el testimonio de lo que él da. Sé feliz, para que el
amigo pueda decir: ¡Entonces, yo soy felicidad!»[124]. De este modo, «aquí [en la unión conyugal], las dos vidas se enriquecen aún
más, ya que su alianza está destinada a estrecharse y sus aportaciones, aunque
diferentes, están llamadas a completarse»,[125] porque «este amor que hace que dos personas unidas sean lo que cada una de
ellas, por sí sola, no podía ser, es el enriquecimiento natural más decisivo».[126] De este modo, la comunión matrimonial implica una «doble preferencia cruzada que
es el más fuerte de los vínculos, que hace que cada uno de los dos sea al mismo
tiempo el más amante y el más amado, y hace que cada uno obtenga lo que le
corresponde mientras se lo procura al otro; la felicidad para dos».[127]
Una persona totalmente referida a otra
90. Llegados a este punto,
conviene relacionar a tres autores que han profundizado cada vez más en una
línea de pensamiento sobre la unidad matrimonial. El primero es Søren
Kierkegaard. Él cree que la persona se realiza a sí misma cuando es capaz de
salir de sí misma, haciendo así posible el amor y la unión: «El amor es
abandono, pero el abandono solo es posible gracias al hecho de que yo salga de
mí mismo»,[128] aceptando el riesgo y la imprevisibilidad. Solo así es posible la decisión
de pertenecer plenamente a una sola persona, con todos los riesgos que esta
decisión pueda conllevar: «Se necesita un paso decisivo y, por lo tanto, se
necesita valor y, sin embargo, el amor matrimonial se precipita en la nada
cuando esto no ocurre, porque solo gracias a ello se demuestra que no se ama a
uno mismo, sino al otro. ¿Y cómo se puede demostrar si no es gracias al
hecho de que se es solo para el otro?».[129] En consecuencia, sostiene el filósofo danés, «se ha dado cuenta de la
afrenta, y por lo tanto de lo desagradable que es querer amar con una parte del
alma pero no con toda, reducir el propio amor a un momento, y sin embargo tomar
todo el amor de otra persona».[130]
91. Así, encontramos el
fundamento de la monogamia precisamente en la idea de persona, que permite al
mismo tiempo comprender el sentido de la propia existencia y amar la del
cónyuge. La llamada interior a abandonarse a uno mismo ante el otro se convierte
así en el fundamento de «amar solo a uno».[131] Lo confirma el propio Kierkegaard, cuando reconoce que, si existe un amor
verdadero que nos hace salir de nosotros mismos hacia el otro, «los amantes
están íntimamente convencidos de que su relación es un todo perfecto en sí
mismo».[132] Reconoce también que esta realidad significa para los cónyuges una llamada
a «transformar el instante del placer en una pequeña eternidad».[133] Esto implica entonces la acción de la voluntad espiritual, pero sobre todo
la referencia a Dios, sin separar el matrimonio —entendido en su componente de
placer y sexualidad— del amor de Dios: «los amantes refieren su amor a Dios»,
que efectivamente «le dará una impronta absoluta de eternidad».[134]
92. De estas fuentes se
nutre también el personalismo de Emmanuel Mounier, que parte del «valor absoluto
de la persona humana»,[135] cuya realización plena solo puede tener lugar en el donarse, en un proceso
que transfigura todas las tensiones de la personalidad.[136] Por el contrario, «constituida en sociedad cerrada, la familia se hace a
imagen del individuo que le propuso el mundo burgués»,[137] y de este modo constituye solo la suma de dos particularismos, no una unión. Si
se comprende su verdadera naturaleza, «los individuos deben sacrificar su
particularismo […]. Es una aventura que hay que recorrer, un compromiso que hay
que fecundar»[138]. Pero es a condición de tender hacia ella con todo su esfuerzo. Esta
unión totalizadora es entre dos y no admite rivales.
93. Jean Lacroix, también
partidario del personalismo, se inspira más directamente en Kierkegaard y
expresa ideas similares bajo la figura del reconocimiento mutuo de las
dos personas (s’avouer l’un à l’autre), que las abre a la comunión con
todos: «En el momento en que se reconocen mutuamente, los esposos se reconocen
al mismo tiempo ante una realidad superior que los trasciende […]. La familia,
de hecho, puede ser sin duda el lugar, la fuente y el origen de toda
sociabilidad [...]. Por lo tanto, será el análisis mismo del reconocimiento lo
que nos permitirá discernir lo que es auténtico y lo que es ilusorio en la
concepción de la familia entendida como célula primaria de lo social».[139] El reconocimiento del otro es «el acto humano que asume plenamente el
carácter de intimidad y el carácter de sociabilidad», y de este modo responde al
deseo trascendental del amor en su sentido más rico.[140] Pero se trata de reconocer al otro «en cuanto otro».[141] De este modo, la tendencia a luchar contra el otro «se transforma en
reconocimiento mutuo».[142] En este horizonte, se comprende que el fundamento del matrimonio, «que es esencialmente amor,
no puede ser otro que el reconocimiento integral: reconocimiento del cuerpo,
reconocimiento del alma, reconocimiento total de este espíritu encarnado que es
el hombre concreto».[143] Por lo tanto, la monogamia surge claramente de la afirmación de que el
matrimonio entre un hombre y una mujer es una «unidad superior» a cualquier otra
en esta tierra: «el ser familiar es la mayor realización de la unidad humana».[144]
Cara a cara
94. El filósofo francés
Emmanuel Lévinas, con su reflexión sobre el rostro del otro, se propone
descubrir la relación personal siempre como un “cara a cara”. Gracias al rostro,
que siempre impone su reconocimiento, la interioridad personal se vuelve
comunicable y exige el descubrimiento siempre nuevo del otro.[145] El deseo sexual, cuando se mueve dentro de esta dinámica del rostro del
otro, puede mantener adecuadamente unidas la sensibilidad y la trascendencia, la
afirmación de sí mismo y el reconocimiento de la alteridad. En este cara a cara,
la caricia actúa como expresión del amor que busca la unión admirando,
respetando y preservando la alteridad: «No es una intencionalidad de
develamiento, sino de búsqueda: marcha hacia lo invisible».[146] El pensamiento de Lévinas puede ser una vía fecunda para profundizar en el
significado del matrimonio como unión exclusiva: un cara a cara que solo es
posible entre dos y que, cuando se realiza plenamente, reivindica para sí la
pertenencia recíproca exclusiva, incomunicable e intransferible fuera de ese
“nosotros dos”.
95. La poligamia, el
adulterio o el poliamor se basan en la ilusión de que la intensidad de la
relación puede encontrarse en la sucesión de rostros. Como ilustra el mito de
Don Juan, el número disuelve el nombre: dispersa la unidad del impulso amoroso.
Si Lévinas ha demostrado que el rostro del otro convoca a una responsabilidad
infinita, única e irreductible, multiplicar los rostros en una supuesta unión
total significa fragmentar el sentido del amor matrimonial.
El pensamiento de Karol Wojtyła
96. Detrás de las
conocidas catequesis sobre el amor ofrecidas por san Juan Pablo II como
Pontífice, podemos encontrar la reflexión filosófica realizada por el joven
obispo Karol Wojtyła. Se trata de una reflexión que ayuda a comprender en
profundidad el sentido de la unión única y exclusiva del matrimonio.
97. El joven pensador
polaco se toma muy en serio el tema objeto de la presente Nota. Explica
que el matrimonio posee «una estructura interpersonal: es una unión y una
comunidad de dos personas».[147] Este es «su carácter esencial», «la razón de ser interior y esencial del
matrimonio», que es «sobre todo constituir una unión de dos personas». Este es
su «valor integral», que permanece incluso más allá de la procreación.[148]
98. En la base de todo su
pensamiento se encuentra lo que él mismo denomina el “principio personalista”,
que exige «tratar a la persona de manera acorde con su ser» y no «como un objeto
de placer, al servicio de otra persona»,[149] como ocurre en la poligamia. Ser persona implica necesariamente que «nunca
puede ser para otra persona un objeto de placer utilitario, sino solo un objeto
(más exactamente, un co-sujeto) de amor»,[150] porque «no puede ser tratada como un objeto de uso, es decir, como un
medio».[151]
99. El pensamiento de
Wojtyła permite comprender por qué solo la monogamia garantiza que la sexualidad
se desarrolle en un marco de reconocimiento del otro como sujeto con el que se
comparte íntegramente la vida, sujeto que es un fin en sí mismo y nunca un medio
para satisfacer las propias necesidades. La unión sexual, que involucra a toda
la persona, solo puede tratar al otro como persona, es decir, como co-sujeto de
amor y no objeto de uso, si se desarrolla en el marco de una pertenencia única y
exclusiva. En este caso, solo dos personas pueden ser quienes se donen, a
sí mismos, plena y completamente al otro. En cualquier otro caso, se
trataría de un don parcial de uno mismo, porque dicho don debe dejar espacio a
otros y, en consecuencia, todos serían tratados como medios y no como personas.
Por estas razones, concluye que «la monogamia estricta es una manifestación del
orden personalista».[152]
100. En la misma obra, Karol Wojtyła amplía la
reflexión sobre la monogamia con un desarrollo original sobre la finalidad
unificadora de la sexualidad, que se convierte en una expresión y maduración de
ese dato objetivo que es la unidad matrimonial como propiedad esencial del
matrimonio. Por esta razón, niega enérgicamente la tesis rigorista —que
considera propia de visiones “maniqueas” o “ultra espiritualistas”— según la
cual «el Creador se sirve del varón y de la mujer, así como de sus relaciones
sexuales, para asegurar la existencia de la especie homo. Así, utiliza a
las personas como medios».[153] Solo en este contexto, para esta mentalidad, el placer sexual se volvería
tolerable. Wojtyła sostiene que «no es en absoluto incompatible con la dignidad
objetiva de las personas el hecho de que su amor conyugal implique un “placer”
sexual [...]. Existe una alegría conforme a la naturaleza de la tendencia sexual
y, al mismo tiempo, a la dignidad de las personas; en el vasto campo del amor
entre el hombre y la mujer, brota de la acción común, de la comprensión mutua,
de la armoniosa realización de los fines elegidos juntos. Esta alegría, este
placer, puede provenir tanto del placer multiforme creado por la diferencia
de los sexos como de la voluptuosidad sexual que ofrecen las relaciones
conyugales [...], siempre que su amor se desarrolle normalmente a partir del
impulso sexual».[154]
101. En su esfuerzo por evitar el rigorismo
extremo, que en última instancia excluye la finalidad unificadora de la
sexualidad en el matrimonio, Wojtyła explica que se puede amar verdaderamente al
otro como persona y al mismo tiempo desearlo plenamente. Estas dos cosas
«difieren entre sí, pero no hasta el punto de excluirse mutuamente», porque «una
persona puede desear a otra como un bien para sí misma, pero al mismo tiempo
puede desear el bien para ella, independientemente de que sea también un bien
para sí misma».[155] Al reconocer la integridad de la persona y sus necesidades, también hay
que admitir que el amor recíproco requiere muchas otras expresiones, no solo la
sexualidad: si «lo que las dos personas aportan al amor es únicamente, o sobre
todo, la concupiscencia en busca del goce y del placer, entonces la reciprocidad
se verá privada de aquellas características»[156] que ofrecen estabilidad al matrimonio (el amor virtuoso, la confianza, los
dones desinteresados, etc.).
Más allá
102. El matrimonio de Jacques y Raïssa Maritain
aparece como un caso especial de comunión intelectual, cultural y espiritual,
que no puede presentarse como el único modelo, ya que las formas de unión
conyugal son tan diversas como las personas. Sin embargo, su caso especial tiene
mucho que decir. Dada la maravillosa experiencia de compartir con Raïssa una
búsqueda interior de la verdad y, sobre todo, de Dios, Jacques relativiza —sin
excluirla— la importancia del deseo, la pasión y la sexualidad: «La verdad es
esta, en mi opinión: en primer lugar, el amor como deseo o pasión, y el amor
romántico —o al menos un elemento del mismo— deberían, en la medida de lo
posible, estar presentes en el matrimonio como un primer incentivo, como punto
de partida [...]. En segundo lugar, el matrimonio, lejos de tener como objetivo
principal llevar a la perfección el amor romántico, tiene que realizar en los
corazones humanos una obra muy diferente: una operación de alquimia
infinitamente más profunda y misteriosa».[157] Le fascina «un amor verdaderamente desinteresado, que no excluye el sexo,
se entiende, pero que se vuelve cada vez más independiente del sexo».[158] No se refiere, en un sentido gnóstico o jansenista, a un amor espiritual
completamente desconectado de la corporeidad o de las realidades terrenales,
porque tal interpretación sería contraria a su pensamiento antropológico, sino
precisamente al ideal de «una completa e irrevocable donación del uno al otro,
por amor al otro. Así es como el matrimonio puede ser una auténtica comunidad de
amor entre un hombre y una mujer: algo construido no sobre arena, sino sobre
roca».[159] Este ideal de pleno don de sí al cónyuge implica «la ardua disciplina del
autosacrificio y, a fuerza de renuncias y purificaciones [...]. En otras
palabras, cada uno puede entonces dedicarse realmente al bien y a la salvación
del otro».[160] En este contexto, subraya la necesidad constante del perdón: «preparado y
dispuesto, como debe estarlo un ángel de la guarda, a perdonar mucho al otro: de
hecho, la ley evangélica del perdón mutuo expresa bien, me parece, una exigencia
fundamental».[161]
103. La mirada filosófica de Maritain se muestra
en este texto completamente transfigurada por una visión sobrenatural, donde el
poder del amor teologal empuja completamente a la persona que ama fuera de sí
misma, en busca del bien del otro, hasta la plenitud de este bien del amado que
consiste en su salvación, es decir, en su unión total con Dios. Esta visión
profundamente espiritual de Maritain parece excluir un tratamiento filosófico
completo del amor matrimonial que podemos encontrar en otros autores, pero tiene
el gran mérito de guiar nuestra reflexión sobre el amor monógamo en un ascenso
hacia los valores más elevados, donde tal amor madura en un sentido oblativo,
que en el matrimonio toma la forma de una unión radical. Esta admirable
unión se manifiesta en la preocupación sincera y constante por el bien del otro
como movimiento sobrenatural, y en la búsqueda tierna y generosa de la
realización plena y total de la persona amada en el amor salvífico de Dios.
104. En cualquier caso, en un texto posterior se
aprecia una mayor precisión filosófica. Se trata de las anotaciones que Maritain
desarrolla a partir del Diario de su esposa, publicado tras la muerte de
esta. Son anotaciones completadas por el propio Maritain y publicadas por
separado.[162]Ya en las primeras páginas vuelve a aparecer el tema de ese amor tan especial
que alcanza niveles muy altos de generosidad y desinterés. El filósofo francés
lo llama «el amor loco»,[163] porque es un amor «considerado en su forma extrema y completamente
absoluta»,[164]caracterizado «por el poder que tiene de alienar el alma de sí misma».[165] Pero la novedad es que, en este comentario al Diario de Raïssa, da
un paso decisivo: integra positivamente la sexualidad también en el contexto de
ese amor perfectísimo. Partiendo de la naturaleza humana, compuesta de espíritu
y cuerpo, y de la característica totalizadora del amor matrimonial, él llega a
afirmar: «una persona humana puede entregarse a otra o extasiarse en otra hasta
el punto de hacer de ella su Todo, solo si le da, o está dispuesta a darle,
su cuerpo, al tiempo que le da su alma».[166] En este amor supremo entre dos seres humanos, la unidad matrimonial
encuentra su expresión terrenal más preciosa.
Otras perspectivas
105. Aquí resulta útil tener presente también una
mirada hacia el Oriente no cristiano. Nos detenemos, a modo de ejemplo, en las
tradiciones de la India. En esa región, a pesar de que la monogamia ha sido
habitualmente la norma y se ha considerado un ideal en la vida matrimonial, a lo
largo de los siglos la poligamia ha seguido estando presente. En cualquier caso,
uno de los textos más antiguos extraídos de las escrituras hindúes, el
Manusmṛti, afirma lo siguiente: «Que la fidelidad mutua continúe hasta la
muerte, esto puede considerarse como el resumen de la ley suprema para el marido
y la mujer. Que el hombre y la mujer, unidos en matrimonio, se esfuercen
constantemente, que (no estén) desunidos (y) no violen su fidelidad mutua».[167] Un texto importante que se cita a menudo para defender la monogamia es el
Śrīmad Bhāgavatam o Bhāgavata Purāna, en el que se lee: «Rāmachandra
hizo voto de aceptar una sola esposa y no tener ningún vínculo con otras
mujeres. Era un rey santo, y todo en su carácter era bueno, sin estar
contaminado por cualidades como la ira».[168] Cuando Rāvana secuestra a su esposa Sītā, Rāmachandra, que podría haber tomado a
cualquier otra mujer como esposa, no toma a ninguna. Además, el énfasis puesto
en la castidad de la esposa en el Thirukkuṟal (una colección clásica de
aforismos en lengua tamil) indica la importancia de la fidelidad total: «¿Qué
tesoro es más precioso que una mujer que posee la estabilidad de la castidad?
[...] Aquella que vela incesantemente por protegerse a sí misma, cuida de su
marido y del buen nombre de su familia, dadle el nombre de “mujer”».[169]
106. En relación con la reflexión filosófica y
cultural realizada hasta ahora, conviene prestar atención también al tema de la
educación. De hecho, nuestra época conoce diversas derivas en lo que respecta al
amor: multiplicación de los divorcios, fragilidad de las uniones, banalización
del adulterio, promoción del poliamor. Frente a todo ello, hay que reconocer
también que las grandes narraciones colectivas (novelas, películas, canciones)
siguen exaltando el mito del “gran amor” único y exclusivo. La paradoja es
evidente: las prácticas sociales socavan lo que celebra el imaginario. Esto
revela que el deseo de un amor monógamo permanece inscrito en lo más profundo
del ser humano, incluso cuando los comportamientos parecen desmentirlo.
107. ¿Cómo preservar, entonces, la posibilidad de
un amor fiel y monógamo? La respuesta se encuentra en la educación. No basta con
denunciar los fracasos; partiendo de los valores que aún conserva el imaginario
popular, es necesario preparar a las generaciones para que acojan la experiencia
amorosa como un misterio antropológico. El universo de las redes sociales,
donde la modestia se desvanece y proliferan las violencias simbólicas y
sexuales, muestra la urgencia de una nueva pedagogía. El amor no puede reducirse
a una pulsión: siempre convoca la responsabilidad y la capacidad de esperanza de
toda la persona. El noviazgo, entendido en su sentido tradicional, encarna este
tiempo de prueba y maduración, en el que el otro es acogido como promesa de
infinito. Así, la educación en la monogamia no constituye una coacción moral,
sino una iniciación a la grandeza de un amor que trasciende la inmediatez.
Orienta la energía erótica hacia una sabiduría de la duración y hacia una
apertura a lo divino. La monogamia no es arcaísmo, sino profecía: revela que el
amor humano, vivido en su plenitud, anticipa de algún modo el misterio mismo de
Dios.
V.
La palabra poética
108. En cuanto a la palabra de los poetas, el Papa Francisco afirma que «la palabra
literaria es como una espina en el corazón que mueve a la contemplación y pone
en camino. La poesía es abierta, te lanza a otro lugar».[170] Y añade: «El artista es el hombre que mira con los ojos y al mismo tiempo
sueña, ve más profundamente, profetiza, anuncia una forma diferente de ver y
comprender las cosas que tenemos ante nuestros ojos. De hecho, la poesía no
habla de la realidad a partir de principios abstractos, sino escuchando la
realidad misma».[171]Dadas estas premisas, no es posible dejar de hacer referencia a la palabra
poética para comprender mejor ese misterio de amor de dos personas que se unen y
se pertenecen recíprocamente.
109. Es útil señalar que muchos poetas han tratado
de expresar la belleza de esta unión única y exclusiva. Reconocer ahora la
fuerza de su poesía no implica, por supuesto, sostener que su vida haya sido
perfecta o que siempre hayan sido fieles en el amor. En cualquier caso, parece
evidente que, cuando encontraron el amor y decidieron pertenecer exclusivamente
a otra persona, o cuando percibieron el valor de una unión exclusiva, estos
poetas necesitaron expresarlo a través de su arte, casi como para indicar que se
trata de algo que va más allá de la satisfacción sexual, la realización de una
necesidad personal o una aventura superficial. Se pueden considerar algunos
ejemplos:
Dimos vueltas y vueltas,
hasta que volvimos a casa otra vez,
nosotros dos.[172]
Ninguna más, amor, dormirá con mis sueños.
Irás, iremos juntos por las aguas del tiempo...[173]
110. En estos versos se percibe que, en un camino
de respeto y libertad, el tiempo consagra la elección recíproca, refuerza el
vínculo, profundiza la satisfacción de pertenecer el uno al otro, enriquece ese
“nosotros” que llega a percibirse como indestructible. En el contexto de esta
unión, cada uno de los dos sabe que, al igual que ha dado algo de sí mismo al
otro, también ha recibido mucho de su amado:
He bajado millones de escaleras dándote mi brazo
no porque con cuatro ojos quizá se vea más.
Las he bajado contigo porque sabía que
de nosotros dos
las únicas pupilas verdaderas, aunque muy nubladas,
eran las tuyas.[174]
Te doy a mí misma,
mis noches de insomnio,
los largos sorbos
de cielo y estrellas – bebidos
en las montañas,
la brisa de los mares recorridos
hacia amaneceres lejanos. […]
Y tú acoge mi asombro
de criatura,
mi temblor de tallo
vivo en el círculo
de los horizontes,
doblado al viento
limpio – de la belleza:
y tú deja que mire estos ojos
que Dios te ha dado,
tan densos de cielo –
profundos como siglos de luz
sumergidos más allá
de las cimas –[175]
111. La relación se considera insustituible, de
tal manera que, cuando el poeta quiere reencontrar sus raíces, se concibe a sí
mismo en relación con la otra persona, con una fuerza que trasciende el tiempo:
Yo voy a cerrar los ojos
y solo quiero cinco cosas,
cinco raíces preferidas.
Una es el amor sin fin...
La quinta cosa son tus ojos,
Matilde mía, bienamada,
no quiero dormir sin tus ojos,
no quiero ser sin que me mires.[176]
112. En los grandes poetas no se encuentra
generalmente un romanticismo ingenuo, sino un realismo que reconoce los riesgos
de la adicción estática, acepta los retos que estimulan el crecimiento y, al
mismo tiempo, no pierde de vista la necesidad de una apertura fuera del círculo
restringido de los dos:
Nosotros dos tomados de la mano
nos creemos que cualquier lugar es nuestro hogar [...]
junto a sabios y locos
entre los niños y los adultos.[177]
113. Esto se basa en el hecho de que la
autenticidad de esta unión excluye cualquier forma de fusión encerrada en sí
misma. La pertenencia recíproca no es solo el resultado de una necesidad
personal, sino de una decisión de pertenecer al otro que permite superar la
soledad y el abandono: una decisión que, al mismo tiempo, está íntimamente
marcada por un gran respeto por el otro y por su misterio personal. El amor, que
ve en el otro un valor único, percibe a su manera que la persona humana es
“intransferible”, que no puede ser de su propiedad, y exige para sí mismo una
actitud similar:
Tus ojos me interrogan tristes.
Les gustaría sondear todos mis pensamientos
mientras la luna escudriña el mar [...]
Pero es mi corazón, mi amor.
Sus alegrías y sus ansiedades
son inmensos
e infinitos sus deseos y sus riquezas.
Este corazón está tan cerca de ti como tu propia vida,
pero no puedes conocerlo del todo.[178]
114. En estos pocos ejemplos citados, queda claro
cómo la palabra poética se toma en serio el valor de la unión exclusiva de dos
personas que han decidido libremente estar juntas y pertenecerse, de manera
exclusiva, la una a la otra. Se puede resumir lo dicho sobre el carácter
totalizador del amor con las palabras de otra gran poetisa, Emily Dickinson:
«Que el Amor lo es todo / es todo lo que sabemos del Amor».[179]
VI.
Algunas reflexiones para profundizar
115. Gracias al camino recorrido hasta ahora, es
posible ahora reunir un bagaje considerable de consideraciones que pueden ayudar
a percibir la unión matrimonial, única y exclusiva, de manera armoniosa y
multiforme. Se trata de consideraciones útiles en sí mismas para una valiosa
profundización del significado de la monogamia; sin embargo, parece oportuno, en
esta última parte de la Nota, centrar la atención en algunos puntos
importantes y específicos sobre el tema que nos ocupa. Como se ha visto, la
unidad-unión matrimonial podría expresarse bajo diferentes figuras filosóficas,
teológicas o poéticas, pero entre tantas posibles, dos parecen decisivas: la
pertenencia recíproca y la caridad conyugal. Ambas han surgido con frecuencia en
varios textos citados en la presente Nota.
Pertenencia recíproca
116. Una forma de expresar esta unión exclusiva
entre dos personas se resume en la expresión “pertenencia recíproca”. Ya en el
siglo V, san León Magno se refiere a la pertenencia recíproca de los esposos
cuando habla de la situación de los soldados que, dados por muertos, regresan de
la guerra y descubren que han sido “sustituidos” por otros. Entonces, el Papa
ordena que «cada uno reciba lo que le pertenece».[180] Esta idea nos lleva ahora a reflexionar sobre esta pertenencia recíproca de una
manera más rica y profunda.
117. Es santo Tomás de Aquino quien afirma que,
para establecer una amistad, «no basta con la benevolencia, sino que se requiere
el amor mutuo».[181] La pertenencia recíproca se basa en el libre consentimiento de ambos. De hecho,
en el rito latino del matrimonio, el consentimiento se expresa diciendo: «Te
recibo a ti, N., como mi esposa», «Te recibo a ti, N., como mi esposo».[182] A este respecto, siguiendo el dictado del Concilio Vaticano II, hay que decir
que el consentimiento es un «acto humano por el cual los cónyuges se dan y se
reciben mutuamente».[183] Este acto «que une a los esposos entre sí»[184] es un darse y recibirse: es el dinamismo que da origen a la pertenencia
recíproca, llamada a profundizarse, a madurar, a hacerse cada vez más sólida. En
términos técnicos, el mutuo donarse es la materia; la acogida recíproca
es la forma.
118. No es casualidad que san Pablo VI relacione
la «donación personal recíproca» en el matrimonio con la unidad del
vínculo, caracterizándola como «propia y exclusiva».[185] Y, siempre en relación con la reciprocidad, Karol Wojtyła sostiene que
esta «nos obliga a considerar el amor del hombre y de la mujer no solo como el
amor de uno por el otro, sino más bien como algo que existe entre
ellos […]. El amor no está solo en la mujer ni solo en el hombre, porque
entonces se tendrían, en definitiva, dos amores, sino que es único, es lo que
los une [...]. Su ser, en su plenitud, es interpersonal y no individual
[...]. Es la reciprocidad la que, en el amor, decide el nacimiento de este
“nosotros”. Demuestra que el amor ha madurado, se ha convertido en algo entre
las personas, ha creado una comunidad».[186] Esta reciprocidad es un reflejo de la vida trinitaria: «dos personas a quienes un amor perfecto va a reunir en la unidad. Este
movimiento y este amor les hacen asemejarse a Dios que es el amor mismo, la
unidad absoluta de Tres Personas».[187] La unidad de la relación de los esposos está profundamente radicada en la
comunión trinitaria.
119. El Papa Francisco amaba hablar del matrimonio
en términos de pertenencia libremente elegida, porque «sin sentido de pertenencia no se puede sostener una entrega por los
demás, cada uno termina buscando sólo su conveniencia».[188] En la boda, cada uno de los dos «expresa la firme opción de pertenecerse el uno al otro. Casarse es un
modo de expresar que realmente se ha abandonado el nido materno para tejer otros
lazos fuertes y asumir una nueva responsabilidad ante otra persona. Esto vale
mucho más que una mera asociación espontánea para la gratificación mutua».[189] La pertenencia recíproca y exclusiva se convierte en una fuerte motivación para
la estabilidad de la unión: «En el matrimonio se vive también el sentido de pertenecer por completo sólo a
una persona. Los esposos asumen el desafío y el anhelo de envejecer y
desgastarse juntos y así reflejan la fidelidad de Dios. […]. Es una pertenencia del corazón, allí donde sólo Dios ve (cf. Mt 5,28).
Cada mañana, al levantarse, se vuelve a tomar ante Dios esta decisión de
fidelidad, pase lo que pase a lo largo de la jornada. Y cada uno, cuando va a
dormir, espera levantarse para continuar esta aventura».[190]
La transformación
120. Con el paso del tiempo, incluso cuando la
atracción física y la posibilidad de tener relaciones sexuales se debilitan, la
pertenencia recíproca no está destinada a disolverse. La opción por la unión de
los dos se modifica, se transforma. Naturalmente, no faltarán diversas
expresiones íntimas de afecto, que, sin embargo, también se consideran
exclusivas, en cuanto expresiones de la única unión matrimonial, que no podría
ofrecerse a otras personas sin experimentar una inadecuación. Precisamente
porque la experiencia de pertenencia recíproca y exclusiva se ha profundizado y
fortalecido con el tiempo, hay expresiones que se reservan solo a esa persona
con la que se ha elegido compartir el corazón de manera única.
121. Para el Papa Francisco, esta es precisamente
una de las ventajas de entender la unión matrimonial como pertenencia recíproca:
«La relación íntima y la pertenencia mutua deben conservarse por cuatro, cinco o
seis décadas, y esto se convierte en una necesidad de volver a elegirse una y
otra vez. Quizás el cónyuge ya no está apasionado por un deseo sexual intenso
que le mueva hacia la otra persona, pero siente el placer de pertenecerle y
que le pertenezca, de saber que no está solo, de tener un “cómplice”, que
conoce todo de su vida y de su historia y que comparte todo. Es el compañero en
el camino de la vida».[191] Así, «aunque muchos sentimientos confusos den vueltas por el corazón, se mantiene viva
cada día la decisión de amar, de pertenecerse, de compartir la vida
entera y de permanecer amando y perdonando. [...] En medio de ese camino, el amor celebra cada paso y cada nueva etapa
[...]. El vínculo encuentra nuevas modalidades y exige la decisión de volver a
amasarlo una y otra vez. Pero no sólo para conservarlo, sino para desarrollarlo».[192] En cualquier caso, hay que reconocer que la pertenencia recíproca es una forma
de entender la unión conyugal que tiene su gran riqueza y, al mismo tiempo, sus
límites, que es indispensable aclarar.
La no pertenencia
122. Una característica de la persona es que es un
fin en sí misma. El ser humano «es la única criatura en la tierra a la que Dios
ha amado por sí misma».[193] Por lo tanto, se puede decir que el hombre «es un fin en sí mismo»y, por lo
tanto, no puede ser reducido a ser meramente el fin de otros. La persona no
puede ser tratada de una manera que no corresponda a esta dignidad, que puede
llamarse “infinita”,[194] tanto por el amor ilimitado que Dios le profesa como porque es una
dignidad absolutamente inalienable. Todo «ser humano tiene la dignidad de
persona; no es solamente algo, sino alguien».[195] Por consiguiente, la persona «no puede ser tratada como un objeto de uso, es
decir, como un medio».[196]
123. Cuando no existe esta convicción, propia del
amor verdadero que se detiene ante la dimensión sagrada del otro, se desarrollan
fácilmente las enfermedades de una posesión indebida del otro: manipulaciones,
celos, vejaciones e infidelidades. Por otra parte, la pertenencia mutua propia
del amor recíproco exclusivo implica un cuidado delicado, un temor santo de
profanar la libertad del otro, que tiene la misma dignidad y, por lo tanto, los
mismos derechos. Quien ama sabe que el otro no puede ser un medio para resolver
sus propias insatisfacciones, sabe que su vacío debe llenarse de otras maneras,
nunca a través del dominio del otro. Esto es lo que no ocurre en muchas formas
de deseo malsano que desembocan en diversas manifestaciones de violencia
explícita o sutil, de opresión, de presión psicológica, de control y,
finalmente, de asfixia. Esta falta de respeto y reverencia ante la dignidad del
otro se encuentra también en aquellas pretensiones de complementariedad en las
que uno de los dos se ve obligado a desarrollar solamente algunas de sus
posibilidades, mientras que el otro encuentra amplios espacios de expansión
personal. Para evitar todo esto, hay que reconocer que no existe un único modelo
de reciprocidad matrimonial. En una relación sana y generosa «hay roles y tareas
flexibles, que se adaptan a las circunstancias concretas de cada familia».[197] Por consiguiente, «en el hogar las decisiones no se toman unilateralmente, y los dos comparten la
responsabilidad por la familia, pero cada hogar es único y cada síntesis
matrimonial es diferente».[198]
124. Cuando, en lugar de una sana pertenencia
recíproca —aunque esto siempre requiera paciencia y generosidad— se manifiestan
en el cónyuge signos de irritación e incluso algunas faltas de respeto, hay que
reaccionar a tiempo antes de que aparezcan formas de manipulación o violencia.
En estos casos, la persona debe hacer valer su dignidad, poner los límites
necesarios e iniciar un camino de diálogo sincero, de manera que se exprese un
mensaje claro: “Tú no me posees, tú no me dominas”. Y esto no solo para
defenderse a uno mismo, sino también por la dignidad del otro, porque «en la lógica del dominio, el dominador también termina negando su propia
dignidad».[199]
125. El “nosotros dos” sano y hermoso solo puede
ser la reciprocidad de dos libertades que nunca se violan, sino que se eligen
respectivamente, dejando siempre a salvo un límite que no se puede sobrepasar,
que no se puede traspasar con la excusa de alguna necesidad, de una ansiedad
personal o de un estado psicológico. Como destaca el Papa Francisco, los
cónyuges «están llamados a una unión cada vez más intensa, pero el riesgo está en
pretender borrar las diferencias y esa distancia inevitable que hay entre los
dos. Porque cada uno posee una dignidad propia e intransferible».[200] Respetar plenamente este principio «exige un despojo interior».[201]
126. Tomando realmente en serio lo dicho hasta
ahora, la palabra “pertenencia” solo puede aplicarse al matrimonio de manera
análoga. De hecho, una forma de pertenencia diferente a la de un amor que siente
al otro como sagrado en su libertad, intransferible en su núcleo personal y
autónomo, sería solo una forma egocéntrica de someter al cónyuge a los propios
fines o proyectos. La persona no se dispersa en la relación, no se funde con la
persona amada, siempre permanece un núcleo intransferible. Esto no debe
entenderse como un límite o una pobreza del amor recíproco; al contrario,
permite mantener intacto ese nivel de respeto y asombro que forman parte de todo
amor sano, que nunca pretende absorber al otro.
127. Esto se confirma por el hecho de que existe
una dimensión de la persona que, al ser la más profunda, trasciende todas las
demás —incluida la corporal— y en la que solo Dios puede entrar sin violentarla.
Hay un núcleo del ser humano en el que solo el amor infinito de Dios puede
reinar. Solo Él tiene el amor omnipotente y creador que hace posible la
existencia misma de la libertad. Por lo tanto, si la toca, solo puede
fortalecerla, promoverla, exaltarla en su propia naturaleza, sin ninguna
posibilidad de mutilarla, dominarla, debilitarla o superponerse a ella. De
hecho, solo Dios puede «entrañarse [illabitur] en el alma»:[202] solo Dios puede entrar en lo más profundo del corazón humano, ya que solo
Él puede hacerlo sin perturbar la libertad y la identidad de la persona.[203] Dios, a través de la gracia, se hace plenamente cercano, identificándose
con lo más profundo del ser humano, que solo Él puede alcanzar.[204]Por lo tanto, «nadie más puede pretender tomar posesión de la intimidad más personal y secreta
del ser amado».[205]
128. A medida que su amor madura, la pareja podrá
comprender y aceptar pacíficamente que la preciosa pertenencia recíproca que
caracteriza al matrimonio no es una posesión, sino que deja abiertas muchas
posibilidades. Por ejemplo, que uno de los dos pida un momento de reflexión, o
algún espacio habitual de soledad o autonomía, o que rechace la intrusión del
otro en algún ámbito de su intimidad, o que conserve algún secreto personal
guardado en el sancta sanctórum de su conciencia sin ser acechado u
observado.
129. Cuando el amor madura, ese “nosotros dos”
posee toda la fuerza de la unión libremente elegida por ambos, toda la alegría
de un recuerdo común, toda la satisfacción del camino y los sueños compartidos,
toda la seguridad que deriva de sentir que no se está ni se estará solo. Pero
esa belleza se ve realzada por una magnífica libertad que ningún amor verdadero
sería capaz de herir.
130. Por lo tanto, el matrimonio también excluye
un control que pueda dar seguridad, certeza absoluta, ausencia de sorpresas. En
un amor maduro, si el otro necesita un espacio para redescubrir el mundo, solo
hay lugar para la confianza, no para la pretensión de una tranquilidad absoluta,
desprovista de todo temor secreto, incapaz de afrontar nuevos retos. En este
sentido, el matrimonio no nos libera completamente de la soledad, porque el
cónyuge no puede llegar hasta un espacio que solo puede ser de Dios, ni llenar
un vacío propio que ningún ser humano es capaz de llenar. El hecho de que su
afecto no sea perfecto no significa que sea falso, que sea totalmente egoísta,
que no sea auténtico, sino simplemente que es terrenal, limitado, que no se
puede esperar que satisfaga todas nuestras propias necesidades.
Ayuda recíproca
131. Ciertamente, esta capacidad de aceptar el
riesgo de la libertad no implica que un cónyuge muy sensible a la defensa de sus
propios espacios de autonomía cultive una indiferencia frente a los miedos del
otro, una confianza excesiva en sí mismo, una pretensión de plena independencia
que el corazón humano limitado de su pareja, sobre todo si le ama, no podrá
aceptar sin un gran sufrimiento. No puede sentirse salvado en su autosuficiencia
autónoma, porque una alianza de amor implica también el reconocimiento de que el
otro le necesita.
132. Junto con la salvaguarda de una sana
libertad, la Palabra de Dios, mientras aprueba la petición de espacios de
autonomía y soledad durante un cierto período, también exige: «No os neguéis uno
al otro» (1 Co 7,5). Cuando la distancia se vuelve demasiado frecuente,
el “nosotros dos” se expone a su posible eclipse, al debilitamiento del deseo
del otro. En cualquier caso, si la atracción reciproca se debilita, siempre es
posible encontrar un espacio de diálogo sincero para sanar lo que provoca el
distanciamiento mutuo. En definitiva, siempre es posible buscar vías
alternativas que consoliden y enriquezcan el “nosotros” de una manera inédita.
Se trata de un equilibrio sano pero difícil, que cada pareja alcanza a su
manera, a través del diálogo sincero y la entrega recíproca.
133. La pertenencia recíproca se convierte en
ayuda mutua, una ayuda que no solo busca la felicidad del cónyuge y el alivio de
sus penas, sino que también es un ayudarse mutuamente para madurar como
personas, hasta llegar al fin último de la vida de ambos ante Dios, en el
banquete del cielo. San Pablo VI recuerda que «los esposos, mediante su recíproca donación personal, propia y exclusiva de
ellos, tienden a la comunión de sus seres en orden a un mutuo
perfeccionamiento personal».[206]
La oración en pareja es sin duda un medio precioso para crecer en el amor y
santificarse juntos, una oración que «tiene como contenido original la misma vida de familia».[207] En este camino de santificación, dice Sertillanges, no debe excluirse la
sexualidad vivida como expresión santa de una plena entrega de sí mismo al otro,
como se entregan mutuamente Cristo y su Iglesia: «El acto así realizado no solo
es lícito, como efecto de una institución natural y legal; no solo es virtuoso,
como útil y dirigido a fines útiles; es santo por la santidad del sacramento
al que pertenece, por la santidad de la unión sagrada de toda la humanidad
con su Redentor».[208]
134. Hablar de monogamia implica reconocer que la
singularidad del cónyuge refleja, en el orden “horizontal” de las relaciones
humanas, la singularidad de la relación del ser humano con el Infinito divino.
Pensar la monogamia significa preguntarse por la relación del amor humano con su
cumplimiento último. Toda relación amorosa invoca silenciosamente la presencia
de un Tercero infinito, que es Dios mismo.[209] Sin este Tercero, el amor se encierra fácilmente en su propia finitud y se
derrumba. La exclusividad conyugal aparece entonces no como una limitación, sino
como la condición de posibilidad de un amor sobrenatural que, más allá de la
carne, se abre a la eternidad. De hecho, enseña santo Tomás de Aquino que el
mismo «Espíritu Santo procede invisiblemente al alma por el don del amor»,[210] por lo que, en consecuencia, en la experiencia del amor auténtico nos conectamos
con ese Amor infinito que es el Espíritu Santo. Precisamente la experiencia de
un amor tan cercano, como el del matrimonio, hace surgir con fuerza en el
corazón humano el deseo de un amor no solo para siempre, sino sin fin. Entonces,
el amor de los cónyuges se convierte en epifanía del destino trascendente y
eterno de la persona humana. Porque solo un amor capaz de trascender el amor
humano, un Amor eterno e infinito, puede responder a ese deseo de amor “para
siempre” y “sin fin” que suscita el amor conyugal. Y es por eso que la
experiencia de esa particular y marcada proximidad, que ofrece el vínculo
conyugal, está destinada en última instancia a revelar al corazón de cada hombre
y cada mujer el deseo de esa proximidad incomparable que solo Dios puede
ofrecer de manera plena y definitiva. Y Dios mismo, haciéndose hombre, comienza
a responder a ese deseo, confiriendo también a la proximidad que nace del
vínculo matrimonial el sello de la unicidad, que es precisamente signo y prenda
de la comunión de Dios con cada uno de nosotros en una alianza de amor sin fin.
En consecuencia, ¿cómo no pensar en el matrimonio como un camino de ayuda mutua
para santificarse juntos, para alcanzar las cimas de la unión con Dios?
135. La ayuda recíproca para la santificación, en
la que los dos se sostienen «mutuamente en la gracia»,[211] se realiza sobre todo en el ejercicio de la caridad conyugal, porque solo la
caridad ejercida concretamente hacia el otro nos permite crecer en la vida de la
gracia, y sin la caridad cualquier esfuerzo por la santificación «de nada me
serviría» (1 Co 13,3). Por esta razón, las últimas páginas de este
documento están dedicadas a esa fuerza unificadora que es la caridad conyugal.
Caridad conyugal
136. Ya se ha argumentado sobre el carácter
recíproco de la unión conyugal, que puede considerarse como una forma de amistad
íntima y totalizante. A este respecto, conviene recordar que precisamente santo
Tomás especifica que la amistad «se basa en alguna comunión».[212]Más que ciertas afinidades ideológicas o estéticas, que pueden ser muy
importantes, se trata de la comunión que crea el amor, que con su fuerza
unificadora hace que los cónyuges se parezcan entre sí, aumenta las cosas que
comparten y crea un tesoro de vida entre ambos. Por lo tanto, en primer lugar,
hay que decir que, para hablar de amistad, debe haber amor.
Una forma particular de amistad
137. No se puede comprender bien el matrimonio sin
hablar del amor, que para los cristianos siempre está llamado a alcanzar las
cimas de la caridad, el amor sobrenatural que «todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta»
(1 Co 13,7). De hecho, la «gracia propia del sacramento del Matrimonio
está destinada a perfeccionar el amor de los cónyuges».[213] Este amor sobrenatural es un don divino, que se pide en la oración y se
alimenta en la vida sacramental, e invita a los cónyuges a recordar que Dios es
el principal autor de la unidad del matrimonio y que, sin su ayuda, su unión
nunca podrá alcanzar su plenitud. Cuando en el rito latino del matrimonio se
citan las palabras del Señor: «lo que Dios ha unido, que no lo separe el
hombre»[214] (cf. Mt 19,6; Mc 10,9), se señala que la unidad conyugal no
está constituida solo por el consentimiento humano, sino que es obra del
Espíritu Santo. Lo mismo hay que decir del crecimiento en la comunión de los
esposos, animados por la gracia y la caridad. Esta comunión se desarrolla como
respuesta a una «vocación de Dios y es actuada como respuesta filial a su llamada».[215] Pero el crecimiento de la caridad no se produce sin la cooperación humana: en
este caso, la colaboración de los esposos que buscan cada día una comunión cada
vez más intensa, rica y generosa.
138. La caridad —incluida la caridad conyugal— es
una unión afectiva, entendiendo aquí por “afectivo” algo más que los
sentimientos y los deseos: «implica un vínculo afectivo de quien ama con lo
amado: en cuanto que quien ama considera a la persona amada como una sola cosa
con él mismo».[216]Se expresa en la acción de la voluntad[217] que quiere, elige a alguien, decide entrar en íntima comunión con él, se
une a esa persona libremente, con todos los efectos más o menos intensos que
esto puede implicar en la sensibilidad en forma de deseo, emociones, atracción
sexual, sensualidad. Incluso cuando estos efectos sobre la sensibilidad o el
cuerpo se debilitan o se transforman en las distintas etapas de la vida, la
unión afectiva permanece, a veces con gran intensidad, en la voluntad. Es la
voluntad la que quiere permanecer en unión con el otro ser humano, apreciándolo
como «de gran valor»[218] y constituyendo con él «una sola cosa consigo mismo».[219]
139. Solo así es posible mantener la fidelidad en
los momentos adversos o en la tentación, porque la caridad nos mantiene
aferrados a un valor más alto que la satisfacción de las necesidades personales.
A este respecto, no se pueden pasar por alto los numerosos testimonios de
parejas en las que los cónyuges se han apoyado mutuamente en las diversas
dificultades de la vida, a veces durante pruebas que han durado años,
testimoniando así la relevancia profética de la monogamia. Este hecho se expresa
bien en la fórmula del consentimiento del rito latino del matrimonio: «Prometo
serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad,
y así amarte y respetarte todos los días de mi vida».[220] Es precisamente la caridad conyugal, con su fuerza unificadora, la que hace
posible que dicha promesa se cumpla verdaderamente. Esta unión afectiva se
configura como una amistad, porque, en definitiva, la caridad es una forma de
amistad.[221] El Papa Francisco, citando a santo Tomás de Aquino, sostiene por tanto que
«después del amor que nos une a Dios, el amor conyugal es la “máxima amistad”».[222]
140. En el Antiguo Testamento hay una afirmación
perentoria, referida a la necesidad de amar: «Amarás a tu prójimo como a ti
mismo» (Lv 19,18). Se trata de una afirmación que llega al final de un
pasaje en el que se recuerdan continuamente las obligaciones del piadoso
israelita hacia aquellos que son su “prójimo”. Se trata de una afirmación muy
conocida, ya que Jesús la retoma y la reafirma (cf. Mt 22,39; Mc
12,31; Lc 10,29-37). Él establece así un vínculo muy especial entre la
realidad del amor, fenómeno tan universal, y la categoría de “prójimo”. De este
modo, el amor mismo, cuando es auténtico, no solo se dirige a quienes están
cerca de nosotros, sino que también es capaz de generar una “proximidad”.
De ello se deduce que el “prójimo” es aquel con quien se realiza un modo
específico de compartir la vida. En este sentido, precisamente el amor conyugal
revela y encarna una especial “proximidad”, que hace resonar de manera
particularmente convincente lo que contiene el mandamiento. El amor de los
esposos, de hecho, realiza y evoca una cercanía única y singular entre dos
corazones que se aman, generando una afinidad especial que se nutre de ese
compartir de sí mismos, de los bienes y de toda la vida, que la profundidad del
amor conyugal es capaz de realizar con una intensidad incomparable. A medida que
el amor madura y crece, en el matrimonio el corazón de la persona amada percibe
que ningún otro corazón es capaz de hacerla sentir “en casa” como el de la
persona que ama.
En cuerpo y alma
141. Esta amistad conyugal, llena de conocimiento
recíproco, de aprecio por el otro, de complicidad, de intimidad, de comprensión y paciencia, de búsqueda del bien
del otro, de gestos sensibles, en la medida en que supera la sexualidad, al
mismo tiempo la abraza y le da su significado más bello, más profundo, más
unificador y más fecundo. A este respecto, el Papa Francisco recuerda que «Dios
mismo creó la sexualidad, que es un regalo maravilloso».[223]Al mismo tiempo, «la unión sexual, vivida de modo humano y santificada por el
sacramento, es a su vez camino de crecimiento en la vida de la gracia para los
esposos».[224]Por eso, situar la sexualidad en el marco propio de un amor que une a los
cónyuges en una única amistad, que busca el bien del otro, no implica una
devaluación del placer sexual. Al orientarlo hacia la donación de sí mismos, no
solo se enriquece, sino que también puede potenciarse. Santo Tomás de Aquino
explica muy bien todo esto cuando recuerda que «la naturaleza ha vinculado el
placer a las funciones necesarias para la vida del hombre» y que, aquel que lo
rechazase «hasta el punto de descuidar lo que es necesario para la conservación de la naturaleza, cometería pecado, violando así el orden natural. Y esto es
precisamente lo que entra dentro del vicio de la insensibilidad».[225] Dentro de esta lógica, santo Tomás sostiene que, antes del pecado original, el placer sensible
era mayor, ya que la naturaleza era más pura, más íntegra y, en consecuencia, el
cuerpo era más sensible. Esto es contrario al libertinaje ansioso que al final
daña el placer privándolo de las posibilidades de una experiencia auténticamente
humana.[226] Las capacidades específicamente humanas que permiten al espíritu humano
impregnar la sensibilidad, orientarla y llevarla a su plenitud, «no tienen por
objeto disminuir el placer de los sentidos», sino más bien hacerlo posible en
toda su plenitud y riqueza, impidiendo «que la facultad de la concupiscencia se
adhiera de manera desenfrenada al placer».[227]Vivir la sexualidad como una acción de todo el ser humano, en su corporeidad e
interioridad, gracias también al poder transfigurador de la caridad, significa
que [la sexualidad] no se vive pasivamente, como un simple dejarse llevar por
los impulsos, sino como la acción de la persona que elige unirse plenamente al
otro.
142. Vivida de esta manera, la sexualidad ya no es
el desahogo de una necesidad inmediata, sino una elección personal que expresa
la totalidad de la propia persona y asume al otro como una totalidad personal.
Esta verdad, en lugar de comprometer la intensidad del placer, puede aumentarlo,
hacerlo más intenso, más rico y más satisfactorio. El simple hecho de ser
tratado como una persona y de tratar al otro de la misma manera puede liberar el
corazón de traumas, miedos, angustias, ansiedades, sentimientos de soledad,
abandono, incapacidad de amar, que sin duda hieren el placer. Al mismo tiempo,
el desarrollo del amor como virtud humana y teologal ayuda a liberar lo mejor de
cada persona en su identidad única, y así la hace capaz de una alegría más
grande y más humana, hasta dar gracias a Dios que lo ha creado todo «para que lo disfrutemos» (1Tm
6,17). Todo ello no resta a la unión sexual «la abundancia de placer que hay en
el acto venéreo ordenado según la razón» y que «no contradice el medio de la
virtud».[228]En cambio, si uno se repliega sobre sí mismo y sobre sus necesidades inmediatas,
y utiliza al otro como mero medio para satisfacerlas, el placer le deja más
insatisfecho y el sentimiento de vacío y soledad se vuelve más amargo.
143. Al hablar de la caridad conyugal, Karol
Wojtyła invita a superar toda dialéctica inútil, explicando que «el amor-virtud
se refiere tanto al amor efectivo como al amor de concupiscencia».[229] El Papa Benedicto XVI, en
Deus
Caritas est, reitera que el amor
oblativo (amor benevolentiae) y el amor posesivo (amor concupiscentiae)
no pueden separarse entre sí, porque «en el fondo, el “amor” es una única
realidad, si bien con diversas dimensiones; según los casos, una u otra puede destacar más. Pero cuando las dos
dimensiones se separan completamente una de otra, se produce una caricatura o,
en todo caso, una forma mermada del amor».[230] Cuando hablamos del amor de concupiscencia no debemos entender solo el deseo
sexual, sino también cualquier forma de buscar al otro como “un bien para mí”,
para superar la soledad, para recibir ayuda en las dificultades, para tener un
espacio de total confianza, etc. Esta forma de amor, que no está excluida en el
matrimonio, es una forma de expresar que yo no soy el salvador del otro, un
dador de bienes omnipotente e inagotable, sino que soy un ser necesitado, que yo
también necesito al otro, que yo también soy incompleto y frágil, y que, por lo
tanto, el otro es importante para mí y le doy la posibilidad de ser fecundo
haciéndome bien. Hacer lo contrario sería una especie de autosuficiencia que
puede transformarse fácilmente en un egocentrismo encubierto, porque Satanás «se
disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14). Benedicto XVI explica así que «el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No
puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor,
debe a su vez recibirlo como don».[231]
144. En este sentido, no podemos ignorar que, en
las últimas décadas, en el contexto del individualismo consumista posmoderno,
han surgido problemas distintos a los originados por una búsqueda excesiva y
descontrolada del sexo, o por la simple negación del fin procreativo de la
sexualidad. Como peculiaridad de las últimas décadas, cabe señalar la negación
explícita del fin unitivo de la sexualidad y del matrimonio mismo. Esto
ocurre especialmente por la sensación de ansiedad, de estar siempre ocupados, de
querer disponer de más tiempo libre para uno mismo, de estar siempre
obsesionados con viajar y conocer otras realidades. En consecuencia, desaparece
el deseo de intercambio afectivo, de las propias relaciones sexuales, pero
también del diálogo y la cooperación, cosas que se consideran “estresantes”.
La fecundidad multiforme del amor
145. Una visión integral de la caridad conyugal no
niega su fecundidad, la posibilidad de generar una nueva vida, porque «esta totalidad, exigida por el amor conyugal, corresponde también con las
exigencias de una fecundidad responsable».[232]La unión sexual, como forma de expresión de la caridad conyugal, debe permanecer
naturalmente abierta a la comunicación de la vida,[233]aunque esto no significa que este deba ser un objetivo explícito de cada acto
sexual. De hecho, pueden darse tres situaciones legítimas:
a) Que una pareja no pueda tener hijos. Karol Wojtyła lo explica magníficamente
cuando recuerda que el matrimonio posee «una estructura interpersonal, es una
unión y una comunidad de dos personas […]. Por muchas razones, el matrimonio
puede no convertirse en familia, pero la falta de esta no le priva de su
carácter esencial. De hecho, la razón de ser interna y esencial del matrimonio
no es solo convertirse en familia, sino sobre todo constituir una unión de dos
personas, una unión duradera y basada en el amor [...]. Un matrimonio en el que
no hay hijos, sin culpa de los cónyuges, conserva el valor integral de la
institución, [...] no pierde nada de su importancia».[234]
b) Que una pareja no busque conscientemente un acto sexual determinado como
medio de procreación. Así lo afirma también Wojtyła, sosteniendo que un acto
conyugal, que «siendo en sí mismo un acto de amor que une a dos personas,
puede no ser necesariamente considerado por ellas como un medio consciente y
querido de procreación».[235]
c) Que una pareja respete los períodos naturales de infertilidad. Siguiendo esta
línea de reflexión, como afirma san Pablo VI, «la Iglesia enseña que es lícito
tener en cuenta los ritmos naturales inherentes a las funciones generativas para
el uso del matrimonio solo en los períodos infértiles».[236] Esto puede servir no solo para «regular la natalidad», sino también para
elegir los momentos más oportunos para acoger una nueva vida. Mientras tanto, la
pareja puede aprovechar esos períodos «para manifestarse el afecto y para salvaguardar la mutua fidelidad. Obrando así
ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente honesto».[237]
146. Todo ello muestra la importante novedad que
ofrece el Papa Pío XI cuando afirma que el amor conyugal «penetra todos los
deberes de la vida conyugal y ocupa cierta primacía de nobleza en el matrimonio
cristiano».[238] De este modo, ayuda a superar la discusión sobre la relación entre los fines o
significados del matrimonio (procreativo y unitivo) y el orden que existe entre
ellos, situando la caridad conyugal por encima de esta dialéctica de fines y
bienes como cuestión central de la vida conyugal, lo que a su vez le confiere
una fecundidad multiforme. Los esposos, incluso en los momentos más difíciles,
pueden decir: “Somos amigos, nos amamos, nos valoramos, hemos decidido compartir
toda nuestra vida, nos pertenecemos y hemos elegido libremente esta unión que
Dios mismo ha bendecido y consolidado. Si en un momento no hay hijos,
permanecemos unidos y somos fecundos de otras maneras; si en un momento no hay
sexo, seguimos viviendo esta amistad única, exclusiva y totalizante, que es
también nuestro mejor camino de maduración y santificación”. El mismo san
Agustín, que subraya tan enérgicamente el fin de la procreación, enseña que el
matrimonio en sí mismo es un bien, aunque no haya hijos, «porque establece una
sociedad natural entre los dos sexos. De lo contrario, no seguiría llamándose
matrimonio incluso en los ancianos, especialmente cuando han perdido a sus hijos
o no los han tenido».[239]
Una posición similar, expresada con otras palabras, es defendida por san Juan
Crisóstomo: «¿Qué decir entonces: Si no hay hijos, [los esposos] no serán ya más
dos? Es evidente: su unión (míxis) hace precisamente eso, derrama y
mezcla los cuerpos de ambos. Y como quien vierte perfume en aceite lo convierte
en una sola cosa, así también aquí».[240] En esencia esto se afirmó también en el Concilio Vaticano II: «aunque la
prole, tan deseada muchas veces, falte, el matrimonio, como amistad y comunión
de la vida toda, sigue existiendo y conserva su valor».[241]
147. Un autor ilustra bien que, más allá de los
“objetivos” que los cónyuges puedan fijarse, que no constituyen la esencia del
matrimonio, «la unión-unidad que comporta el matrimonio se explica y justifica
por sí misma, con prioridad a su tensión teleológica, porque es una unión-unidad
que posee en sí misma su propia y completa razón de bien, de la que se derivan,
sin duda, ciertas obras propias, pero como consecuencias, nunca como causas».[242] De esta unión-unidad, que pertenece a la esencia del matrimonio, la caridad
conyugal es la principal y más perfecta expresión moral y espiritual que da al
matrimonio diversas formas de fecundidad.
Una amistad abierta a todos
148. De lo dicho se deduce que una unión exclusiva
generada y sostenida por el amor verdadero, aunque aún inmaduro y frágil, no
puede encerrarse en sí misma; no es la prolongación del individualismo en la
vida de pareja, sino que está abierta a otras relaciones, dispuesta al don de sí
misma, a los proyectos compartidos por ambos para hacer algo bello por la
comunidad y por el mundo.
149. Si el matrimonio es ya en sí mismo un marco
de relación que madura a ambos cónyuges, esto es aún más cierto cuando se abre
generosamente a los demás, superando así la «tragedia original de cerrazón del hombre en sí mismo»[243] que lleva a pensar que, aislándose, la persona es más libre y más feliz.
Porque «la criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las
relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más
madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no
aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios».[244]
150. Como enseña el Papa Francisco en su
llamamiento a la fraternidad universal en su encíclica
Fratelli tutti, la
caridad está llamada a un crecimiento intensivo, pero también extensivo, que
«tiende a abarcar a todos».[245] La caridad, por tanto, nos empuja a ampliar el “nosotros” conyugal: «No puedo reducir mi vida a la relación con un pequeño grupo, ni siquiera a mi
propia familia, porque es imposible entenderme sin un tejido más amplio de
relaciones […]. La pareja y el amigo son para abrir el corazón en círculos, para volvernos
capaces de salir de nosotros mismos hasta acoger a todos. Los grupos cerrados y
las parejas autorreferenciales, que se constituyen en un “nosotros” contra todo
el mundo, suelen ser formas idealizadas de egoísmo y de mera autopreservación».[246]
151. El riesgo de la endogamia, es decir, de un
“nosotros” cerrado, contradice la naturaleza misma de la caridad y puede herirla
mortalmente. Cuatro factores pueden prevenir esta endogamia que desnaturaliza y
empobrece el sentido de la unión conyugal:
a) Los espacios que cada uno de los cónyuges vive en el trabajo, en las
iniciativas personales, en los momentos de aprendizaje y desarrollo fuera de la
vida matrimonial. Si uno de los dos no tiene un empleo, es necesario crear estos
espacios en beneficio del bien del matrimonio, enriqueciendo el diálogo y la
relación en general.
b) El significado procreativo del matrimonio, que manifiesta la fecundidad del
amor que no se cierra a la comunicación de la vida. En aquellos que no pueden
tener hijos, la adopción u otras formas de apoyo estable a los hijos de otras
parejas pueden ser una forma de realizar esta fecundidad.
c) El tiempo que se comparte con otros amigos casados, durante el cual, además
de aprender de las experiencias de los demás y recibir su apoyo, existe una
disponibilidad constante para echar una mano en los momentos difíciles, ayudando
al mismo tiempo a la pareja a tomar conciencia de sí misma como unión gracias a
la amistad con otras parejas.
d) El sentido social de la pareja, que, fiel a la dimensión social de la vida
cristiana, busca formas de servir a la sociedad y a la Iglesia, comprometiéndose
juntos en la búsqueda del bien común: «La familia con muchos hijos está llamada a dejar su huella en la sociedad donde
está inserta, para desarrollar otras formas de fecundidad que son como la
prolongación del amor que la sustenta [...]. No se queda a la espera, sino que sale de sí en la búsqueda solidaria».[247] «El amor
social, reflejo de la Trinidad, es en realidad lo que unifica el
sentido espiritual de la familia y su misión fuera de sí».[248]
152. Una prueba particular de la apertura de la
amistad de la pareja hacia los demás y de la fecundidad de su caridad se
manifiesta en su atención hacia los pobres. De hecho, recuerda el Papa León XIV,
«el cristiano no puede considerar a los pobres sólo como un problema social;
estos son una “cuestión familiar”, son “de los nuestros”».[249] Además, «el amor a los que son pobres —en cualquier modo en que se manifieste dicha
pobreza— es la garantía evangélica de una Iglesia fiel al corazón de Dios».[250] Este hecho se refleja en una de las opciones para la bendición final en el rito
latino del matrimonio, que concluye con la oración: «Que seáis testigos del amor
de Dios en el mundo, que los pobres y afligidos os encuentren bondadosos, y os
reciban alegres un día en el reino eterno de Dios».[251]
VII.
Conclusión
153. En definitiva, aunque cada unión matrimonial
es una realidad única, encarnada en los límites humanos, todo matrimonio
auténtico es una unidad compuesta por dos individuos, que requiere una
relación tan íntima y totalizadora que no puede compartirse con otros. Al
mismo tiempo, al ser una unión entre dos personas que tienen exactamente la
misma dignidad y los mismos derechos, exige esa exclusividad que impide que el
otro sea relativizado en su valor único y sea utilizado solo como un medio entre
otros para satisfacer necesidades. Esta es la verdad de la monogamia que la
Iglesia lee en la Escritura, cuando afirma que dos se convierten en “una sola
carne”. Es la primera característica esencial e inalienable de esa amistad tan
peculiar que es el matrimonio, y que requiere como manifestación existencial una
relación totalizadora —espiritual y corporal— que madura y crece cada vez más
hacia una unión que refleje la belleza de la comunión trinitaria y de la unión
entre Cristo y su amado pueblo. Esto se verifica hasta tal punto que
podemos reconocer «en la íntima unión conyugal, por la que dos personas se
convierten en un solo corazón, una sola alma, una sola carne, el primer
sentido original del matrimonio».[252]
154. El camino recorrido a lo largo de esta
Nota permite ahora poner de relieve una evolución del pensamiento cristiano
sobre el matrimonio, desde la antigüedad hasta nuestros días, en la que resulta
evidente que, de sus dos propiedades esenciales —unidad e indisolubilidad—, la
unidad es la propiedad fundante. Por un lado, porque la indisolubilidad
deriva como característica de una unión única y exclusiva. Por otro lado, porque
la unidad-unión, aceptada y vivida con todas sus consecuencias, hace posible la
permanencia y la fidelidad que exige la indisolubilidad. De hecho, varios
documentos magisteriales han descrito la unión matrimonial simplemente como «unidad
indisoluble».[253]
155. Esta unión exige el crecimiento constante del
amor: «El amor matrimonial no se cuida ante todo hablando de la indisolubilidad como
una obligación, o repitiendo una doctrina, sino afianzándolo gracias a un
crecimiento constante bajo el impulso de la gracia. El amor que no crece
comienza a correr riesgos, y sólo podemos crecer respondiendo a la gracia divina
con más actos de amor, con actos de cariño más frecuentes, más intensos, más
generosos, más tiernos, más alegres».[254] La unidad matrimonial no es solo una realidad que debe comprenderse cada
vez mejor en su sentido más bello, sino también una realidad dinámica, llamada a
un desarrollo continuo. Como afirma el Concilio Vaticano II, el marido y la
mujer van «experimentando el sentido de su unidad y lográndola más plenamente
cada día».[255] Porque «lo mejor es lo que todavía no ha sido alcanzado, el vino madurado con el tiempo».[256]
Dado en Roma, en la sede del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, el 25 de
noviembre de 2025.
Víctor Manuel Card. Fernández
Prefecto
Mons. Armando Matteo
Secretario
para la
Sección Doctrinal
[1] Francisco,
Catequesis (23 octubre 2024):
L’Osservatore Romano 23 octubre
2024, 2.
[2] S. Juan Pablo II,
Homilía durante la Misa para las familias en Kinshasa
(3 mayo 1980), n. 2: AAS 72 (1980), 425.
[3] El Simposio de Conferencias Episcopales de África y Madagascar
(SECAM) se ha comprometido a redactar un informe para el Sínodo de los Obispos
sobre los retos de la poligamia. A la espera de dicho documento, parece oportuno señalar que, según una
opinión común, el matrimonio monógamo en África debería considerarse una
excepción, dada la difusión de la práctica de la poligamia en esas regiones. Sin
embargo, estudios exhaustivos sobre las culturas africanas muestran que las
diferentes tradiciones atribuyen una importancia especial al primer matrimonio
entre un hombre y una mujer y, sobre todo, al papel que la primera esposa debe
desempeñar con respecto a las demás esposas. De hecho, las investigaciones
indican más bien que la poligamia es una práctica tolerada por las necesidades
de la vida (ausencia de descendencia, levirato, mano de obra para la
supervivencia, etc.). De hecho, muchas tradiciones promueven el modelo monógamo
como el ideal de matrimonio que corresponde a los designios divinos. La primera
esposa, normalmente casada según las costumbres tradicionales, se presenta a
menudo como la dada por Dios al hombre, aunque este último pueda acoger a otras
mujeres. En el caso de la poligamia, a la primera esposa se le reconoce un lugar
especial en la realización de los ritos sagrados relacionados con los funerales
o en la educación de los hijos nacidos de otras mujeres de la familia. Es
interesante señalar que, en las últimas décadas, en algunos Estados, el
legislador civil ha establecido la monogamia como régimen matrimonial ordinario
(cf. Société Africaine de Culture, Les religions africaines comme source de
valeurs de civilisation. Colloque de Cotonou, 16-22 août 1970, Présence Africaine, París 1972 ; Isidore de Souza, «Mariage et famille», en
Revue de l’Institut
Catholique de l’Afrique de l’Ouest 5-6 [1993], 164; Id., “Notion et
réalité de la famille en Afrique et dans la Bible”, en Savanes Forêts
30 [1984], 145-146).
[4] Can. 1056 CIC (cursiva añadida).
Cf. can. 776 § 3 CCEO.
[5] Can. 1134 CIC (cursiva añadida). Cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1638.
[6] El Suplemento de la Summa Theologiae
(Suppl.,
q. 44, a. 3) afirma la definición del matrimonio dada por Pedro Lombardo en Id.,
Sent. IV, d. 27, c. 2 (164): «Sunt igitur nuptiae vel matrimonium viri mulierisque
coniunctio maritalis, inter legitimas personas, individuam vitae consuetudinem
retinens».
[7] Sto. Tomás de Aquino,
Summa Theologiae, Suppl., q. 44, a. 1, resp. (cursiva añadida).
[8] Justiniano, Institutiones,
I, 9, 1: Justinian’s Institutes, ed. P. Krueger, Cornell
University Press, Nueva York 1987, 4.
[9] D. von Hildebrand, L’enciclica Humanae vitae: segno di contraddizione
Roma1968, 43.
[10] S. Juan Pablo II, Exhort. ap.
Familiaris consortio
(22 noviembre 1981), n. 19: AAS
74 (1982), 101-102 (cursiva añadida).
[11] S. Agustín,
In Ioannis Evangelium, tract. XXVI, 4 («Da amantem, et sentit quod dico»):
PL 35, 1608.
[12] S. Pablo VI,
Discurso a los Equipos de Nuestra Señora (4 mayo 1970), n. 6: AAS 62 (1970),
430.
[13] Benedicto XVI,
Encuentro con los jóvenes de la diócesis de Roma en preparación a la XXI Jornada
Mundial de la Juventud (6 abril 2006), n. 2: AAS 98 (2006), 351. Cf. S. Juan Pablo II, Exhort. ap.
Familiaris consortio
(22 noviembre 1981), n. 68: AAS 74 (1982),
163-165.
[14] S. Juan Pablo II,
Catequesis
(13 agosto 1980), n. 2: Insegnamenti
III, 2
(1980), 397.
[15] Cf. Pontificia Comisión Bíblica,
¿Qué es el hombre? (Sal 8,5). Un itinerario
de antropología bíblica (30 septiembre 2019), n. 173, Madrid 2020, 174-176.
[16] Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia
(19 marzo 2016), 12: AAS 108 (2016), 315-316.
[17] Benedicto XVI, Carta enc.
Deus caritas est
(25 diciembre 2005), n. 11: AAS 98 (2006), 226-227.
[18] Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia
(19 marzo 2016), n. 13: AAS 108 (2016), 316.
[19] S. Juan Pablo II,
Catequesis (27 agosto 1980), n. 4:
Insegnamenti III, 2 (1980), 454.
[20] Benedicto XVI,
Discurso a los participantes en un Congreso internacional organizado por el
Instituto Juan Pablo II para estudios sobre el matrimonio y la familia (11 mayo 2006):
Insegnamenti II, 1 (2006), 579. Cf. Id., Carta enc.
Deus caritas est
(25 diciembre 2005), n. 11: AAS 98 (2006), 226-227.
[21] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes
(7 diciembre 1965), n. 48: AAS 58 (1966), 1067; Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia (19 marzo 2016), n. 67:
AAS 108 (2016), 338.
[22] En griego : «Τίμιος
ὁ γάμος ἐν πᾶσιν καὶ ἡ κοίτη ἀμίαντος» (Hb 13,4).
[23] S. Juan Crisóstomo,
De virginitate, 19: PG 48, 547.
[24] S. Agustín,
De Genesi ad litteram, IX, cap. 7, n. 12: PL 34, 397.
[25] Id., De bono coniugali, 1, 1:
PL 40, 373.
[26] Tertuliano, Ad uxorem,
II, 8, 6-7: CCSL 1, 393, citado como en el Catecismo de la Iglesia
Católica, n. 1642 (cf. PL 1, 1302A-B). Cabe señalar que Tertuliano
trató el tema de la monogamia en una obra específica: De monogamia (PL
2, 929-954). Además, otro Padre que abordó directamente el tema fue san
Jerónimo. Cf. Epistula 123, ad Geruchiam de monogamia (PL 22, 1046-1059).
[27] S. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam,
VIII, 7: PL 15, 1767.
[28] S. Juan Crisóstomo,
Commentarium in Matthaeum, hom. 62, 2: PG 58, 597.
[29] Lactancio, Divinae institutiones, VI, 23:
PL 6, 720.
[30] Cf. Pío XII, Carta enc.
Mystici Corporis Christi
(29 junio 1943),
«Matrimonio enim, quo coniuges sibi invicem sunt ministri gratiae, externo
Christianae consortionis providetur ordinateque incremento»: AAS 35
(1943), 202.
[31] S. Juan Crisóstomo,
Homiliae in Epistolam I ad Timotheum, cap. II, hom. 9: PG 62, 546. La Comisión Teológica Internacional ha tratado de acoger la visión de la Iglesia
oriental explicando que hay que evitar que el valor del consentimiento de los
cónyuges «convierta el sacramento en una mera emanación de su amor. El
sacramento como tal pertenece totalmente al misterio de la Iglesia, en la que
son introducidos, de manera privilegiada, por su amor conyugal» (Comisión Teológica Internacional,
La doctrina católica sobre el sacramento del matrimonio
[1977], B) Las
“dieciséis tesis cristológicas” de Gustave Marthelet, S.I., aprobadas “en forma
genérica” por la Comisión Teológica Internacional, tesis 10).
[32] S. Clemente de Alejandría,
Stromata III, 12: PG 8, 1185B, que cita Rom 7,12.
[33] S. Juan Crisóstomo,
Quales ducendae sint uxores, 3: PG 51, 230 (cursiva añadida).
[34] S. Gregorio Nacianceno,
Oratione 37, 7: PG 36, 291.
[35] S. Buenaventura,
Breviloquium, VI, 13, 3, trad. de M. Aprea, en Opuscoli
teologici/2. Breviloquio, Opere di San Bonaventura 5/2, Roma 1996,
293-295.
[36] S. Antonio María de Ligorio,
Theologia moralis (Editio nova Leonardi Gaudé), Roma 1912,
lib.
VI, tract. VI, cap. II, dub. I, n. 882.
[37] Cf. Ibíd., n.
882: «En cambio, los fines accidentales extrínsecos pueden ser muchos, como la consecución de la paz, la búsqueda del placer, etc.».
[38] Ibíd., n. 883.
[39] Cf. D. von Hildebrand,
Il matrimonio, trad. de B. Magnino, Brescia 1959.
[40] Id., Metaphysik der Gemeinschaft. Untersuchungen über Wesen und Wert der Gemeinschaft, Kirche und Gesellschaft 1,
Haas & Grabherr, Augsburgo 1930, 40.
[41] Ibíd., n. 45.
[42] A. von Hildebrand,
Man and Woman: A Divine Invention, Florida 2010, xiii.
[43]Ibíd., 58.
[44]Ibíd., 10.
[45]Ibíd., 135-136.
[46] Cf. Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia
(19 marzo 2016), n. 181: AAS 108 (2016),
383.
[47] H.U. von Balthasar, “Pneuma
e istituzione”, en Spirito e istituzione. Saggi teologici IV,
Milán 2019, 232.
[48] Ibíd., 236-237.
[49] H.U. von Balthasar,
Gli stati di vita del Cristiano, Milán 20173,
202-203.
[50] ID., “Pneuma e
istituzione”, op. cit., 234.
[51] K. Rahner, Schriften zur Theologie, Band VIII,
Einsiedeln–Zúrich–Colonia 1967, 539.
[52] Cf. Id., Sul
matrimonio, trad. de G. Ruggieri, Meditazioni teologiche 6,
Brescia 1966, 10.
[53] Ibíd.
[54] Id., Chiesa e
sacramenti, trad. de A. Bellini, Brescia 19693, 106.
[55] A. Schmemann, For the Life of the World. Sacraments and Orthodoxy, Nueva York 19982, 90-91.
[56] P. Evdokimov, Le mariage, sacrement de l’amour, Lyon 1944, 199.
[57] J. Meyendorff, Marriage, An Orthodox Perspective,
Nueva York
20003, 16.
[58] I. Zizioulas, Comunione e alterità,
trad. de M. Campatelli – G. Cesareo, Roma
2016, 11.
[59] C. Yannaras, La libertà dell’ethos,
trad. de B. Petrà, Magnano
2015, 164ss.
[60] Ibíd.
[61] Inocencio III, Carta
Gaudemus in Domino, al obispo de Tiberíades (1201): DH
778.
[62] Cf. Ibíd.:
DH 779.
[63] Concilio de Lyon II, Sesión IV (6 julio 1274),
Profesión de fe del emperador Miguel VIII
Paleólogo: DH 860.
[64] Cf. Concilio de Trento, Sesión XXIV (11 noviembre 1563),
Doctrina y cánones
sobre el sacramento del matrimonio: DH 1798.
[65] Benedicto XIV, Declaración
Matrimonia quae in locis (4 noviembre 1741), n. 2:
DH 2517.
[66] León XIII, Carta enc.
Arcanum divinae Sapientiae
(10 febrero 1880): ASS 12
(1879), 386-387 (cursiva añadida).
[67]
Ibíd.,387.
[68]
Ibíd., 389.
[69]
Ibíd.,394.
[70] Pío XI, Carta enc.
Casti connubii
(31 diciembre 1930): AAS 22 (1930), 546
[cf. DH 3706].
[71] Ibíd.,AAS 22 (1930), 547-548 (cursiva añadida); cf. S. Agustín,
De bono coniugali
24, 32: PL 40, 394D.
[72] Pío XI, Carta enc.
Casti connubii (31 diciembre 1930):
AAS 22 (1930),
548 (cursiva añadida).
[73] Ibíd.: AAS 22 (1930), 566.
[74] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes
(7 diciembre 1965), n. 48: AAS 58 (1966), 1067.
[75]
Ibíd.,n. 48:
AAS 58 (1966), 1068 (cursivo añadido).
[76]
Ibíd.
[77]
Ibíd..,
n. 49: AAS 58 (1966), 1070.
[78]
Ibíd.
[79]
Ibíd.
[80]
Ibíd.
[81] Este mismo argumento fue retomado por san Juan Pablo II cuando explicaba
que la poligamia «es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el
matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo» (S. Juan Pablo II,
Exhort. ap.
Familiaris consortio
[22 noviembre 1980], n. 19: AAS 74 [1982], 102; cf. Conc. Ecum. Vat. II,
Const. past.
Gaudium et spes
[7 de diciembre de 1965], n. 47: AAS
58 [1966], 1067).
[82] S. Pablo VI, Carta enc.
Humanae vitae
(25 julio 1968), n. 12: AAS 60 (1968), 488-489 (cursiva añadida).
[83] Cf.
ibíd.,
n. 8: AAS 60 (1968), 485-486.
[84]
Ibíd., n. 12:
AAS 60 (1968), 489.
[85] S. Juan Pablo II, Exhort. ap.
Familiaris consortio
(22 noviembre 1981), n. 11: AAS 74 (1982), 92.
[86] Cf. Id.,
Catequesis
(2 enero 1980): Insegnamenti III, 1 (1980), 11-15; Id.,
Catequesis (9 enero 1980): Insegnamenti III, 1
(1980), 88-92; Id.,
Catequesis (16 enero 1980): Insegnamenti
III, 1 (1980), 148-152.
[87] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes
(7 diciembre 1965), n. 24: AAS 58
(1966), 1045.
[88] S. Juan Pablo II,
Homilía durante la Misa para las familias en Kinshasa (3 mayo 1980), n. 2:
AAS 72 (1980), 425.
[89] S. Juan Pablo II,
Catequesis (13 agosto 1980), nn. 3-4: Insegnamenti III, 2 (1980), 398-399.
[90]
Cf. Id., Catequesis (20 agosto 1980): Insegnamenti
III, 2 (1980), 415-419.
[91] Id.,
Homilía durante la Misa para las familias en Kinshasa (3 mayo 1980), n. 2: AAS 72 (1980), 425.
[92] Id., Catequesis
(27 agosto 1980), nn. 1, 4: Insegnamenti III, 2 (1980), 451, 453-454.
[93] Id., Catequesis
(24 septiembre 1980), n. 5: Insegnamenti III, 2 (1980), 719-720.
[94] Id., Exhort. ap.
Familiaris consortio
(22 noviembre 1981), n. 19: AAS 74 (1982), 102.
[95] Benedicto XVI, Carta enc.
Deus caritas est
(25 diciembre 2005), n. 11: AAS 98 (2006), 227.
[96] Ibíd., n. 6:
AAS 98 (2006), 222.
[97] Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia
(19 marzo 2016), n. 92: AAS 108 (2016), 348.
[98] Ibíd., n. 93:
AAS 108 (2016), 348.
[99] Ibíd., n. 99:
AAS 108 (2016), 350.
[100] Ibíd., n. 100:
AAS 108 (2016), 351.
[101] Cf. Ibíd., nn. 101-102:
AAS 108 (2016), 351-352.
[102] Ibíd., n. 103:
AAS 108 (2016), 352.
[103] Ibíd., n. 108:
AAS 108 (2016), 354.
[104] Ibíd., n. 110:
AAS 108 (2016), 354.
[105] Ibíd., n. 115:
AAS 108 (2016), 356.
[106] Ibíd., n. 116:
AAS 108 (2016), 356.
[107] Ibíd., n. 122:
AAS 108 (2016), 359; que cita S. Juan Pablo II, Exhort. ap.
Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 9:
AAS 74 (1982), 90.
[108] Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia
(19 marzo 2016), n. 130: AAS
108 (2016), 362.
[109] Cf. León XIV, Mensaje con motivo del décimo aniversario de la
canonización de los padres de Santa Teresa del Niño Jesús (18 octubre 2025):
L’Osservatore Romano, 18 octubre 2025,5.
[110] Cf. S. Agustín,
Enarrationes in Psalmos 127, 3: PL 37, 1679:
«non ille unus et nos multi, sed et nos multi in illo uno unum».
[111] León XIV,
Homilía para la Misa del Jubileo de las familias, los abuelos y los ancianos
(1 junio 2025): L’Osservatore Romano (2 junio 2025), 2; que cita a S. Pablo VI,
Carta enc.
Humanae vitae
25 julio 1968, n. 9: AAS 60 (1968),
486-487.
[112] Can. 1055, § 1
CIC (cursiva añadida). Cf. can. 776, § 1-2 CCEO.
[113] Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 1645.
[114] Ibíd., n. 1646.
[115]
Ibíd.,
n. 2381.
[116] Ibíd., n. 2387.
[117] Sto. Tomás de Aquino,
Summa contra Gentiles, III, cap. 123, n. 4.
[118] Cf. Id.,
Summa Theologiae, I, q. 92, a. 3, resp.; cf. Id., Summa contra Gentiles, III,
cap. 123, n. 4.
[119] Id., Summa contra Gentiles,
III, cap. 124, n. 1.
[120] Ibíd., cap. 123, nn. 3-4.
[121] Ibíd., cap. 124, nn. 3-5; que cita Aristóteles,
Etica Nicomachea, VIII, c. 5,
n. 5; ibíd., VIII, c. 6, n. 2.
[122] Sto. Tomás de Aquino,
Summa contra Gentiles, III, cap. 123, n. 6 (cursiva añadida).
[123] A.-D. Sertillanges, L’amour chrétien, París 19183, 163-164.
[124] Ibíd., 147.
[125] Ibíd., 172.
[126] Ibíd., 173.
[127] Ibíd., 176.
[128] S. Kierkegaard, “Validità
estetica del matrimonio”, en Enten-Eller. Un frammento di vita,
IV, trad. de A. Cortese, Piccola Biblioteca Adelphi 120, Milán 19814, 154. [N.B. de
Enten-Eller, II en el texto original danés].
[129] Ibíd.,
153-154.
[130] S. Kierkegaard, “L’equilibrio
fra l’estetico e l’etico nell’elaborazione della personalità”, en Enten-Eller. Un frammento di vita,
V, trad. de A. Cortese, Piccola
Biblioteca Adelphi 232, Milán 1989, 207. [N.B. de Enten-Eller, II, en el texto original danés].
[131] S. Kierkegaard, “Validità
estetica del matrimonio”, op. cit., 92.
[132] Ibíd., 39.
[133] Ibíd., 40.
[134] Ibíd., 86.
[135] E. Mounier, Manifesto al servizio del personalismo comunitario,
trad. de A. Lamacchia, 1975, 66.
[136] Cf. ibíd., 82.
[137] Ibíd., 130.
[138] Ibíd., 131.
[139] J. Lacroix, Force et faiblesses de la famille, París 1948, 56.
[140] Ibíd., 54.
[141] Ibíd., 58.
[142] Ibíd.
[143] Ibíd., 61-62.
[144] Ibíd., 55.
[145] Cf. E. Lévinas,
Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, trad. de D.E. Guillot, Colección Hermeneia 8, Salamanca 2002, 201-261.
[146] Ibíd., 268.
[147] K. Wojtyła,
Amore e responsabilità, trad. de A. Milanoli, Génova-Milán 1980,
161.
[148] Cf. ibíd.
[149] Ibíd., 155.
[150] Ibíd.
[151] Ibíd., 29.
[152] Ibíd., 159.
[153] Ibíd., 43.
[154] Ibíd., 44.
[155] Ibíd., 62.
[156] Ibíd., 63.
[157] J. Maritain, Riflessioni sull’America, tr. A. Barbieri,
Opere di Jacques
Maritain 1, Brescia 20223, 109.
[158] Ibíd.
[159] Ibíd., 110.
[160] Ibíd.
[161] Ibíd.
[162] Cf. J. Maritain,
Amore e amicizia, Brescia 1964, 19878.
[163] Ibíd., passim.
[164] Ibíd., 14.
[165] Ibíd., 15.
[166] Ibíd., 18 (cursiva añadida).
[167] Manusmṛti, libro 9, versículos 101-102.
[168] Śrīmad Bhāgavatam,
canto IX, capítulo 10, versículo 54.
[169] Thirukkuṟal, estrofas 54 y 56.
[170] Francisco, “Lettera ai poeti”, en Id.,
Viva la poesia!, A. Spadaro (ed.),
Roma 2025, 178.
[171] Ibíd., 178-179.
[172] W. Whitman, “We Two—How Long We Were Fool’d”, en Id.,
Leaves of
Grass, Nueva York 1867, 114: «We have circled and circled till we
have arrived home again—we two have».
[173] P. Neruda, “Soneto LXXXI”, en Id.,
Veinte poemas de amor y una canción. Cien sonetos de amor, Colección Biblioteca Premios Nobel 2, Barcelona 1995, 203.
[174] E. Montale, “Ho sceso, dandoti il braccio, almeno un milione di scale”, en Satura (1962-1970), Milán 1971, 37: «Ho sceso milioni di scale dandoti il braccio / non già perché con quattr’occhi
forse si vede di più. / Con te le ho scese perché sapevo che / di noi due / le
sole vere pupille, sebbene tanto offuscate, / erano le tue».
[175] A. Pozzi, “Bellezza”, en Parole. Diario di poesia, Milán 1964, 191-192: «Ti do me stessa / le mie notti insonni, / i lunghi sorsi / di cielo e stelle –
bevuti / sulle montagne, / la brezza dei mari percorsi /verso albe remote. […] / E tu accogli la mia meraviglia / di creatura, / il mio tremito di stelo /
vivo nel cerchio / degli orizzonti, / piegato al vento / limpido – della
bellezza:/ e tu lascia ch’io guardi questi occhi / che Dio ti ha dati, / così
densi di cielo – / profondi come secoli di luce / inabissati al di là / delle
vette –».
[176] P. Neruda, “Pido silencio”, en
Extravagario (1958), Obras
completas, II: De “Odas elementales” a “Memorial de Isla Negra”,
1954–1964, Opera Mundi, H. Loyola (ed.), Barcelona 1999, 626-628.
[177] P. Éluard,
“Nous deux”, en Derniers poèmes d’amour, París 1963, 1965 :
«Nous deux nous
tenant par la main / Nous nous croyons partout chez nous / […] Auprès des
sages et des fous / Parmi les enfants et les grands».
[178] R. Tagore,
“Cuore (Il Giardiniere, 28)”, trad. de R. Russo, en Parole d’amore, Milán 2021: «I tuoi occhi m’interrogano tristi. / Vorrebbero sondare tutti i miei pensieri /
mentre la luna scandaglia il mare [...] / Ma è il mio cuore, il mio amore. / Le
sue gioie e le sue ansie / sono immense / e infiniti i suoi desideri e le sue
ricchezze. / Questo cuore ti è vicino come la tua stessa vita, / ma non puoi
conoscerlo del tutto».
[179] E. Dickinson, “That Love is all there is” (1765), en
The
Complete Poems of Emily Dickinson, T.H. Johnson (ed.), Little, Boston –
Toronto 1960, 714: «That Love is all there is, / Is all we know of Love».
[180] León I, Cart. Regressus ad nos
(21 marzo 458), c. 1: DH 311.
[181] Sto. Tomás de Aquino,
Summa Theologiae, II-II, q. 23, a. 1, resp. (cursiva añadida).
[182] Ritual del Matrimonio, n. 66: Madrid 20233, 31.
[183] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes
(7 diciembre 1965), n. 48: AAS 58 (1966) 1067. Cf. can. 1057 § 2
CIC; can. 817 § 1 CCEO.
[184] Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 1627.
[185] S. Pablo VI,
Carta enc.
Humanae vitae
(25 julio 1968), n. 8: AAS 60 (1968), 485-486 (cursiva añadida).
[186] K. Wojtyła,
Amore e responsabilità, trad. de A. Milanoli, Génova-Milán 1980,
61-62.
[187] S. Juan Pablo II,
Homilía durante la Misa para las familias en Kinshasa (3 mayo 1980), n. 2:
AAS 72 (1980), 425.
[188] Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia
(19 marzo 2016), n. 100: AAS 108 (2016), 351. (cursiva añadida).
[189] Ibíd., n. 131:
AAS 108 (2016), 362(cursiva añadida).
[190] Ibíd., n. 319:
AAS 108 (2016), 443 (cursiva añadida).
[191] Ibíd., n. 163:
AAS 108 (2016), 375 (cursiva añadida).
[192] Ibíd.,nn. 163-164:
AAS 108 (2016), 375-376 (cursiva añadida).
[193] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes
(7 diciembre 1965), n. 24: AAS 58 (1966), 1045.
[194] Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Declaración
Dignitas infinita (8 abril 2024), Presentación y nn. 1, 6.
[195] Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 357 (cursiva añadida).
[196] K. Wojtyła,
Amore e responsabilità, trad. de A. Milanoli, Génova-Milán 1980, 29.
[197] Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia (19 marzo 2016), n. 175:
AAS 108 (2016), 381.
[198] Ibíd., n. 220:
AAS 108 (2016), 399.
[199] Ibíd., n. 155:
AAS 108 (2016), 371.
[200] Ibíd., n. 155:
AAS 108 (2016), 371.
[201] Ibíd., n. 320:
AAS 108 (2016), 443.
[202] Sto. Tomás de Aquino,
Summa Theologiae, III, q. 64, a. 1, resp.: «solus Deus illabitur animae».
[203] Cf. Id., De veritate,
q. 28, a. 2, ad 8; Id., Summa contra Gentiles, II, cap. 98, n. 18;
ibíd., III, cap. 88, n. 6; S. Buenaventura, Collationes in Hexaemeron,
21, 18.
[204] Cf. S. Buenaventura,
In Sent., I, d. 14, a. 2, q. 2, ad 2: en Id., Opera theologica
selecta, I, Quaracchi 1934, 205-206. Cf. ibíd,. q. 2, fund. 4 y 8 (Quaracchi 1934, 205).
[205] Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia
(19 marzo 2016), n. 320: AAS 108 (2016), 443.
[206] S. Pablo VI,
Carta enc.
Humanae vitae
(25 julio 1968), n. 8: AAS 60 (1968), 486 (cursiva añadida).
[207] S. Juan Pablo II, Exhort. ap.
Familiaris consortio
(22 noviembre 1981), n. 59: AAS 74 (1982), 152.
[208] A.-D. Sertillanges, L’amour chrétien, París 19183, 183
(cursiva añadida).
[209] Cf. J.-L. Marion,
Il fenomeno erotico.
Sei meditazioni., trad. de L. Tasso, Siena 2007.
[210] Sto. Tomás de Aquino,
In Sent., I, d. 15, q. 4, a. 1, co.
[211] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
Lumen gentium (7 diciembre 1965), n. 41: AAS 57
(1965), 47.
[212]Sto. Tomás de Aquino,
Summa Theologiae, II-II, q. 23, a. 1, resp.
[213] Catecismo de la Iglesia Católica,
n. 1641.
[214] Ritual del Matrimonio, n. 68 Madrid 20233, 33.
[215] S. Juan Pablo II, Exhort. ap.
Familiaris consortio
(22 noviembre 1981), n. 59: AAS 74 (1982), 152.
[216] Sto. Tomás de Aquino,
Summa Theologiae, II-II, q. 27, a. 2, resp.
[217] Cf. ibíd., II-II, q. 23, a. 2,
resp.: «El amor es por sí mismo un acto de la
voluntad».
[218] Ibíd.,
I-II, q. 26, a. 3, resp.
[219] Ibíd., II-II, q. 27, a. 2,
resp.
[220] Ritual del Matrimonio, n. 66, Madrid 20233, 31.
[221] Cf. Sto. Tomás de Aquino,
Summa Theologiae, II-II, q. 23, a. 1.
[222] Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia (19 marzo 2016), n. 123:
AAS 108 (2016), 359;que cita Sto.Tomás de Aquino, Summa contra Gentiles, III, cap. 123. Cf.
Aristóteles,
Etica Nicomachea, 8, 12, Oxford 1984, 174.
[223] Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia
(19 marzo 2016), n. 150: AAS 108 (2016), 369.
[224] Ibíd., n. 74:
AAS 108 (2016), 340.
[225] Sto. Tomás de Aquino,
Summa Theologiae, II-II, q. 142, a. 1, resp.
[226] Cf. ibíd., I, q. 98, a. 2, ad 3; II-II, q. 153, a. 2, ad 2.
[227] Ibíd.,
I, q. 98, a. 2, ad 3.
[228] Ibíd.,
II-II, q. 153, a. 2, ad 2.
[229] K. Wojtyła,
Amore e responsabilità, trad. de A. Milanoli, Génova-Milán 1980,
89.
[230] Benedicto XVI, Carta enc.
Deus caritas est
(25 diciembre 2005), n. 8: AAS 98 (2006), 224.
[231]
Ibíd., n. 7: AAS 98 (2006), 223-224.
[232] S. Juan Pablo II, Exhort. ap.
Familiaris consortio
(22 noviembre 1981), n. 11: AAS 74 (1982), 92.
[233] Cf. S. Pablo VI, Carta enc.
Humanae vitae
(25 julio 1968), n. 11:
AAS 60 (1968), 488.
[234] K. Wojtyła,
Amore e responsabilità, trad. de A. Milanoli,
Génova-Milán 1980, 161.
[235] Ibíd., 173 (cursiva en el original).
[236] S. Pablo VI,
Carta enc.
Humanae vitae
(25 julio 1968), n. 16: AAS 60 (1968), 492.
[237] Ibíd.
[238] Pío XI, Carta enc.
Casti connubii
(31 diciembre 1930): AAS 22 (1930): 547-548
[cf. DH 3707].
[239] S. Agustín, De bono coniugali, 3, 3:
PL 40, 375.
[240] S. Juan Crisóstomo,
Homiliae in Epistolam ad Colossenses, hom. 12, cap. V: PG 62, 388.
[241] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes
(7 diciembre 1965), n. 50: AAS 58 (1966), 1072.
[242] P.J. Viladrich, “Amor conyugal y esencia del matrimonio”, en
Ius canonicum 12 (1972), 311.
[243] Benedicto XVI, Carta enc.
Caritas in veritate (29 junio 2009), n. 53: AAS 101
(2009), 689.
[244]
Ibíd.
[245] Francisco, Carta enc.
Fratelli tutti (3 octubre 2020), n. 60: AAS 112 (2020),
990.
[246]
Ibíd., n. 89: AAS 112 (2020), 1007.
[247] Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia
(19 marzo 2016), n. 181: AAS
108 (2016), 383.
[248] Ibíd., nn. 181, 324:
AAS 108 (2016), 445.
[249] León XIV, Exhort. ap.
Dilexi te (4 octubre 2025), n. 104.
[250]
Ibíd., n. 103.
[251] Ritual del Matrimonio, n. 117, Madrid 20233, 54.
[252] D. von Hildebrand,
Il matrimonio, trad. de B. Magnino, Brescia
1959, 33 (cursiva añadida).
[253] Concilio de Trento, Sesión XXIV (11 noviembre 1563),
Doctrina sobre el sacramento del matrimonio:
DH 1799 (cursiva añadida); Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes
(7 diciembre 1965), n.
48: AAS 58 (1966), 1068; Catecismo de la Iglesia Católica, n.
1641.
[254] Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia
(19 marzo 2016), n. 134: AAS 108 (2016), 364.
[255] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past.
Gaudium et spes
(7 diciembre 1965), n. 48: AAS 58 (1966), 1068 (cursiva añadida).
[256] Francisco, Exhort. ap.
Amoris laetitia
(19 marzo 2016), n. 135: AAS 108 (2016), 364.