DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DOMINICANA
EN VISITA «AD LIMINA APOSTOLORUM»
Viernes 25 de marzo de 1994
Amadísimos hermanos en el episcopado:
1. Mi saludo a todos vosotros, en este encuentro colectivo con el que culmina vuestra visita “ad limina Apostolorum”, quiere expresar el profundo “afecto en la caridad” que une al Sucesor de Pedro con los Pastores de la Iglesia en la República Dominicana. Os deseo, con palabras del apóstol san Pablo, “gracia, misericordia y paz, de parte de Dios y de Cristo Jesús” (1Tm 1, 2).
Al agradecer vivamente las amables palabras que, en nombre de todos, me ha dirigido el Señor Cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez, Arzobispo de Santo Domingo y Presidente de la Conferencia del Episcopado Dominicano, mi pensamiento, lleno de afecto, se dirige a las Iglesias particulares que el Señor ha puesto bajo vuestro cuidado y de las cuales sois portadores de sus problemas y dificultades, ilusiones y esperanzas.
2. En esta circunstancia viene a mi memoria la visita pastoral que hice a vuestra patria en octubre de 1992, con ocasión de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano. Con tan importante asamblea, de la que fuisteis pródigos anfitriones, se quiso conmemorar también el V Centenario de la llegada del Evangelio al Nuevo Mundo. Por ello, Santo Domingo fue, más que nunca, Pórtico de las Américas, donde la gran familia eclesial latinoamericana se postró en acción de gracias a Dios por el don de la fe en Jesucristo, faro y guía del continente de la esperanza.
Fueron días de ricas vivencias espirituales y humanas, compartidas en intensas celebraciones litúrgicas, durante las cuales los fieles dominicanos supieron mostrar su acendrada religiosidad, piedad mariana y filial cercanía al Sucesor de Pedro. A todos ellos, que en tan gran manera contribuyeron a la solemne conmemoración de aquel histórico 12 de octubre de 1492, en que la Cruz de Cristo fue plantada en la bendita tierra americana, deseo hacer llegar una vez más, por vuestro medio, mi viva gratitud y profundo afecto.
3. Durante nuestros encuentros personales y a través de las relaciones quinquenales que habéis enviado, he podido apreciar la situación actual de vuestras diócesis, con sus luces y sombras. Ahora, en este encuentro colectivo, quisiera ofrecer algunas consideraciones que puedan servir de orientación para vuestros proyectos pastorales.
Nuestro tiempo –lo sabéis bien– se caracteriza por un proceso de cambios acelerados, que deja sentir sus efectos a todos los niveles, y que requiere por nuestra parte un esfuerzo generoso para hacer llegar al hombre de hoy el mensaje evangélico de salvación.
A este propósito, me complace saber que tenéis ya en avanzada fase de elaboración el II Plan Nacional de Pastoral con el que, a la luz de las Conclusiones de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, queréis dar un renovado impulso a la acción evangelizadora mediante oportunas directrices pastorales que lleven a una presencia viva de la Iglesia en los individuos, en las familias y en la sociedad. Uno de los frutos del precedente Plan Pastoral lo ha constituido el I Concilio Plenario, que tras arduo trabajo en el seno de las comunidades, de las parroquias y de las diócesis, está recogiendo las aspiraciones apostólicas de pastores y fieles en orden a la renovación en profundidad de la vida eclesial. Por otra parte, y para ofrecer una mejor atención pastoral a los fieles, ha sido erigida recientemente la provincia eclesiástica de Santiago de los Caballeros. De corazón pido a Dios que bendiga con abundantes frutos estas iniciativas con las que se busca poner en acto las mejores energías de vuestra Iglesia local para dar nuevo impulso a las tareas de la nueva evangelización.
4. “Jesucristo ayer, hoy y siempre” (cf Hb 13, 8), lema de la Conferencia de Santo Domingo, ha de ser el centro focal de toda acción evangelizadora. Como señalé en aquella memorable circunstancia, «la nueva evangelización no consiste en un “nuevo evangelio”, que surgiría siempre de nosotros mismos, de nuestra cultura, de nuestro análisis de las necesidades del hombre. Por ello, no sería “evangelio”, sino mera invención humana y no habría en él salvación... No, la nueva evangelización no nace del deseo “de agradar a los hombres” o de “buscar su favor” (Ga 1, 10), sino de la responsabilidad para con el don que Dios nos ha hecho en Cristo, en el que accedemos a la verdad sobre Dios y sobre el hombre, y a la posibilidad de la vida eterna» (Discurso inaugural de la IV Conferencia general del episcopado latinoamericano, n. 6, 12 de octubre de 1992). La tarea primordial de la evangelización es, pues, presentar a Cristo Jesús como Redentor del hombre y de todos los hombres: de su vida personal y social, del ambiente familiar y profesional, del mundo del trabajo y de la cultura, en una palabra, de los diversos ámbitos en que se desarrolla la actividad de la persona.
“Es la persona del hombre la que hay que salvar –afirma el concilio Vaticano II–. Es la sociedad humana la que hay que renovar. Es, por consiguiente, el hombre; pero el hombre todo entero, cuerpo y alma, corazón y conciencia, inteligencia y voluntad” (Gaudium et spes, 3). Desde vuestra misión, como “verdaderos y auténticos maestros en la fe” (Christus Dominus, 2), estáis llamados a servir al hombre “en toda su verdad, en su plena dimensión” (Redemptor hominis, 13). Los fieles, y también la sociedad, esperan de vosotros la palabra orientadora que los ilumine en su caminar como hijos de Dios y les ayude a descubrir el valor transcendente de su existencia. Lo esperan las familias, cuyos valores como comunidad de vida y amor se ven amenazados ante el acoso de la creciente secularización y laxitud de los principios morales. Lo esperan los jóvenes, que encuentran dificultad para vivir su fe cristiana con autenticidad y coherencia en un mundo que promueve la cultura hedonista y la sociedad de consumo. Lo esperan los trabajadores de las ciudades y de las zonas rurales, que sufren el abandono y la falta de solidaridad de quienes pudiendo ayudarles no lo hacen. Lo esperan, en fin, los pobres y desamparados, como destinatarios privilegiados del amor de Jesús a través de vuestro ministerio pastoral.
5. Para llevar a cabo tan ingente tarea se necesitan hombres y mujeres que consagren su vida por entero a la causa del Evangelio. Por consiguiente, es necesario aunar esfuerzos para acrecentar en número y santidad “los obreros de la mies”, lo cual permita mirar con mayor esperanza al futuro de vuestras Iglesias particulares y, a la vez, estimule la proyección misionera hacia otras partes del mundo, dando “desde vuestra pobreza”.
El Señor está bendiciendo a vuestras comunidades con un consolador aumento de vocaciones a la vida sacerdotal y consagrada, lo cual refleja la madurez de la vida cristiana, pues es el amor a Dios y a los hermanos lo que, en última instancia, mueve a aceptar la llamada divina. Es éste un don que debéis agradecer a Dios y al que hay que corresponder trabajando con mayor ahínco en la diligente selección de los candidatos y en su adecuada preparación y seguimiento solícito para que perseveren. Como lo indican las diversas instrucciones de la Santa Sede, hay que prestar una atención prioritaria a los seminarios y casas de formación religiosa, de tal manera que sean centros donde se impartan sólidos principios en el orden espiritual, intelectual, pastoral y humano; donde reine un clima de piedad comunitaria y personal, de estudio y disciplina, de convivencia fraterna y de iniciación pastoral, como garantía de fecundidad en el futuro servicio a las comunidades, que esperan que sus sacerdotes sean, ante todo, maestros en la fe y testigos del amor al prójimo.
6. A vuestros principales colaboradores, los presbíteros, habéis de dedicaros muy directamente, estando muy cerca de ellos, con sincera amistad y ayudándolos en sus necesidades; de esta manera construiréis una firme comunión que será ejemplo para los fieles y sólido fundamento de caridad. Muestra de vuestra solicitud por los sacerdotes será fomentar también estructuras que contribuyan a una más adecuada formación permanente del clero, como he señalado en la Exhortación Apostólica postsinodal Pastores Dabo Vobis. Con ello se favorecerá un medio muy apto para centrar constantemente el sentido de la misión sacerdotal y garantizar su realización fiel y generosa. En efecto, «la formación permanente ofrece una continua y equilibrada revisión de sí mismo y de la propia actividad, una búsqueda contante de motivaciones y medios para la propia misión; de esta manera, el sacerdote mantendrá el espíritu vigilante y dispuesto a las constantes y siempre nuevas peticiones de salvación que, como “hombre de Dios”, recibe» (ib. 77).
7. Una palabra de particular aprecio deseo dedicar a los religiosos y religiosas que viven y trabajan apostólicamente en vuestro País. La vida religiosa constituye, ciertamente, una realidad eclesial que cada Obispo, en su solicitud pastoral debe promover, valorizar y defender. El carisma de la vida religiosa y el específico de cada Instituto es un don del Espíritu a la Iglesia para su vida y su ministerio (cf. Lumen gentium, 43).
Por todo ello, es de particular importancia la estrecha y fraterna colaboración y comunión entre los Obispos y los Institutos de vida consagrada. Como se señala en el documento “Mutuae Relationes”: “Los Obispos, en unión con el Romano Pontífice, reciben de Cristo–Cabeza la misión de discernir los dones y las atribuciones, de coordinar las múltiples energías y de guiar a todo el pueblo a vivir en el mundo como signo e instrumento de salvación. Por lo tanto, también a ellos ha sido confiado el cuidado de los carismas religiosos... Y por lo mismo, al promover la vida religiosa y protegerla según sus propias notas características, los Obispos cumplen su propia misión pastoral” (Mutuae Relationes, 9 c).
Me es grato reiterar en esta circunstancia las palabras que dirigí a los religiosos y religiosas congregados en la catedral de Santo Domingo, con ocasión del V Centenario de la llegada del Evangelio a América: “En vosotros se manifiesta la variedad de carismas del Espíritu en la vida de la Iglesia, los cuales representan una gran riqueza en las tareas de la nueva evangelización. ¡Permaneced fieles al espíritu de vuestros Fundadores! ¡Mantened una estrecha comunión con los Obispos, sucesores de los Apóstoles y responsables de toda la acción pastoral en las diócesis!” (Homilía de la misa para los sacerdotes y religiosos celebrada en Santo Domingo, n. 6, 10 de octubre de 1992).
8. Me alegra saber que, entre vuestra prioridades pastorales, está la de “defender, alentar, apoyar y ayudar” a la familia dominicana, como habéis señalado en el reciente documento colectivo “Consolidemos la familia”. Os invito a continuar en esta tarea pastoral en favor del valor permanente de la familia, fundada en el matrimonio, pues es una institución del Creador y un sillar para la edificación de la Iglesia y de la sociedad.
Ella es “camino común, aunque particular, único e irrepetible, como irrepetible es todo hombre; un camino del cual no puede alejarse el ser humano” (Gratissiman sane, 2). Me asocio, pues, a vuestro llamado para que toda la comunidad dominicana y, en especial, quienes detentan responsabilidades en el ámbito político, legislativo y social, muestren su solidaridad hacia aquellas familias particularmente afectadas por la pobreza para que, con el esfuerzo común, puedan salir de su estado de postración y ocupar en la sociedad el puesto que les corresponde como ciudadanos e hijos de Dios.
Un factor que se está revelando disgregador en el seno de las familias es la acción proselitista de las sectas, que, además de minar la identidad cultural del pueblo dominicano, son también, en no pocos casos, causa de ruptura de la unidad familiar. Sé que éste es un tema que os preocupa y que, por otra parte, ha evidenciado una evangelización no suficientemente profunda en ciertos sectores del Pueblo de Dios, en especial entre la gente sencilla. La Iglesia debe preguntarse cuál es el desafío que las sectas fundamentalistas plantean a la propia acción pastoral y a la formación cristiana de los fieles. Es importante, por ello, instruir, mediante una creciente actividad de catequesis, a todo el pueblo fiel, para que conozca la verdadera doctrina de Jesucristo y las enseñanzas de la Iglesia, que es Madre y Maestra de nuestra fe. Ante estos desafíos, deseo animaros a vosotros y a todos los agentes de pastoral a perseverar en el fervor y en la acción evangelizadora con constante y renovada solicitud.
A intensificar la catequesis y la pastoral de los sacramentos, especialmente la frecuencia del sacramento de la penitencia y la participación en la Eucaristía.
9. Asistidos por los sacerdotes y religiosos, los laicos cristianos deben participar en la acción evangelizadora mediante el testimonio y el anuncio de la fe, la catequesis, la animación litúrgica, la educación religiosa de los niños y jóvenes, las actividades asistenciales y caritativas. Es necesario que ellos sean cada vez más conscientes de sus responsabilidades como miembros de la Iglesia. Han de ser también como levadura en medio de la masa y, movidos por su fe, protagonistas en la construcción de una sociedad más justa, fraterna y acogedora.
Ellos, que viven plenamente insertos en el mundo, han de hacer valer los principios evangélicos y la doctrina social de la Iglesia en el ordenamiento de la colectividad, en el desarrollo cultural y económico, en el mundo del trabajo, de la comunicación social, de la educación, de la política.
Vuestra misión, queridos Hermanos en el Episcopado, supone el oportuno discernimiento de las circunstancias propias de vuestro País para descubrir en los signos de los tiempos –leídos a la luz de la Palabra de Dios, de la tradición y, especialmente, de la doctrina social de la Iglesia– las opciones y los criterios que deben guiar vuestra acción pastoral en la formación de las conciencias, preparando los caminos del Señor en la libertad y en la justicia.
En efecto, vemos que no pocos problemas de carácter social e incluso político tienen sus causas profundas en motivaciones de orden moral. Por ello, la Iglesia, movida por su deseo de servicio, trata de iluminarlos desde el Evangelio, contribuyendo, al mismo tiempo, a su positiva solución mediante su actividad pastoral, educativa y asistencial.
Con el debido respeto a la legítima autonomía de las instituciones y de las autoridades, vuestra acción apostólica no ha de ahorrar esfuerzos en promover todas aquellas iniciativas que sirvan a la causa del hombre, a su dignificación y progreso integral, a la defensa de la vida y de los derechos de la persona, en el marco de la justicia y del respeto mutuo.
A este propósito, deseo alentaros en vuestro empeño en favor del amado pueblo haitiano para que, con la ayuda de Dios y la solidaridad de los hermanos, pueda superar las graves dificultades por las que atraviesa, las cuales son motivo de preocupación en mi solicitud pastoral por tantos hijos de la Iglesia que sufren marginación y pobreza en aquella amada Nación.
10. Queridos Hermanos, antes de concluir este encuentro deseo agradeceros vivamente vuestros trabajos por el Evangelio y alentaros en la ardua tarea que os ha sido confiada. Cristo está con vosotros y os sostiene con la fuerza de su Espíritu para llevar a cabo la misión de hacer vida la Buena Nueva, que hace ya cinco siglos fue anunciada en vuestra bendita tierra dominicana. Cuando comenzamos ya a prepararnos espiritualmente para el Gran Jubileo del Año 2000, vienen a mi mente aquellas palabras esculpidas en piedra en la fachada del majestuoso y monumental “Faro a Colón” de la capital dominicana: “¡América del tercer milenio cristiano sé siempre fiel a Jesucristo! Sé digna de aquellos abnegados misioneros que en ti plantaron la simiente de la fe. Ábrete más y más, con humildad y amor, a la Buena Nueva que libera y salva. Resiste firmemente a los embates del mal y a la tentación de la violencia. Avanza, entre gozos y lágrimas, hacia la anhelada civilización del amor”.
Mientras invoco sobre cada uno de vosotros, sobre vuestras Iglesias particulares, con sus sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles la protección de Nuestra Señora de Altagracia, Patrona de la Nación dominicana, os imparto con gran afecto la Bendición Apostólica.
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