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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA POLICÍA QUE SE ENCARGA
DE LA SEGURIDAD EN TORNO AL VATICANO


Viernes 11 de enero de 2008

 

Queridos amigos:

El encuentro con vosotros, que formáis parte de la Comisaría general de policía que se encarga de la seguridad en torno al Vaticano, ya es una cita esperada y deseada al inicio del nuevo año. Además de acogeros con alegría y saludaros con afecto, aprovecho la ocasión para renovaros la expresión de mi estima y mi agradecimiento por el servicio que prestáis diariamente.

Saludo en primer lugar al prefecto Salvatore Festa, al inspector jefe de Roma Marcello Fulvi, y al doctor Vincenzo Caso, a quien agradezco las amables palabras que me ha dirigido y al que manifiesto mi gratitud por el trabajo llevado a cabo en estos años como director de la Comisaría. También saludo al jefe de la policía, prefecto Antonio Manganelli.

Con amistad me dirijo a los demás integrantes de la Comisaría general de policía que se encarga de la seguridad en torno al Vaticano que no han podido estar hoy aquí, pero que están unidos espiritualmente a nosotros en esta significativa circunstancia. A todos y a cada uno me alegra expresar, para el año recién iniciado, mis mejores deseos, que extiendo a sus respectivas familias.

Precisamente en las familias pensé este año cuando preparé el Mensaje para la Jornada mundial de la paz, que se celebra el día 1 de enero. En ese texto, que tiene como tema: "Familia humana, comunidad de paz", recordé que "la familia natural, en cuanto comunión íntima de vida y amor, fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer, es el lugar primario de humanización de la persona y de la sociedad, la cuna de la vida y del amor. Con razón, pues, se ha calificado a la familia como la primera sociedad natural, una institución divina, fundamento de la vida de las personas y prototipo de toda organización social" (n. 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de diciembre de 2007, p. 5).

Vosotros, queridos funcionarios y agentes, en las tareas de vigilancia que realizáis diariamente, os encontráis con muchas familias. Llegan aquí de todas las partes del mundo para rendir homenaje a los Apóstoles y en particular a san Pedro, sobre cuya fe Cristo fundó la Iglesia. Vienen para renovar juntas la profesión de esta fe, para visitar y tomar contacto con varias realidades del Vaticano, y para participar en las audiencias y en las celebraciones presididas por el Sucesor del apóstol san Pedro.

Os agradezco el servicio que prestáis, caracterizado por la diligencia y la profesionalidad, por una constante atención a las personas y a las finalidades que las impulsan, así como por la disponibilidad, la paciencia y el espíritu de sacrificio. De esta forma, con la colaboración de las autoridades que se esfuerzan por lograr que la ciudad de Roma sea cada vez más bella y acogedora, también vosotros contribuís al fructuoso encuentro y a la serena convivencia entre los ciudadanos de Roma y los huéspedes procedentes de los diversos países del mundo.

Son muy numerosos los peregrinos con los que os encontráis durante el año. Os invito a ver en cada uno de ellos a un hermano o hermana que Dios pone en vuestro camino, una persona amiga, aunque desconocida, a la que es preciso acoger y ayudar con una escucha paciente, sabiendo que todos formamos parte de la única gran familia humana.

¿No es verdad, como escribí en el Mensaje antes citado, que no vivimos unos al lado de otros por casualidad? ¿No estamos recorriendo todos el mismo camino como hombres y, por tanto, como hermanos y hermanas? Precisamente por eso es esencial que cada uno se comprometa a vivir su vida con actitud responsable ante Dios, reconociendo en él la fuente de su propia existencia y de la de los demás.

En efecto, sobre la base de este principio supremo se puede percibir el valor incondicional de todo ser humano y, así, poner las premisas para la construcción de una humanidad pacificada. Es evidente que sin este fundamento trascendente, la sociedad corre el peligro de convertirse en una agrupación de ciudadanos, dejando de ser una comunidad de hermanos y hermanas, llamados a formar una gran familia (cf. ib., n. 6).

Queridos amigos, que el Señor os ayude a desempeñar vuestra profesión permaneciendo siempre fieles a los ideales en que debe inspirarse constantemente. La sociedad necesita personas que cumplan su deber, conscientes de que todo trabajo, todo servicio prestado con esmero contribuye a la construcción de una sociedad más justa y realmente libre.

Os encomiendo a la Virgen santísima y, a la vez que os renuevo a cada uno mi sincero agradecimiento por la amable visita, de buen grado os imparto una bendición especial a vosotros y a vuestros seres queridos.



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