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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA
DE LA CONGREGACIÓN PARA LOS INSTITUTOS DE VIDA CONSAGRADA
Y LAS SOCIEDADES DE VIDA APOSTÓLICA

Sala Clementina
Sábado, 11 de diciembre de 2021

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Os doy la bienvenida, al finalizar la Asamblea Plenaria de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica. Doy las gracias al prefecto, cardenal João Braz de Aviz, por sus palabras de presentación. Saludo al secretario, monseñor José Rodríguez Carballo, y a todos los miembros del Dicasterio, presentes y ausentes. ¡Muchos cardenales en el dicasterio, esto parece casi un cónclave!

Os doy las gracias por todo el trabajo que realizáis al servicio de la vida consagrada en la Iglesia universal. Quisiera decir: al servicio del Evangelio, porque todo lo que nosotros hacemos está al servicio del Evangelio, y vosotros en particular servís ese “evangelio” que es la vida consagrada, para que sea tal, sea evangelio para el mundo de hoy. Quiero daros mi reconocimiento y quiero animaros, porque sé que vuestra tarea no es fácil. Por esto quiero expresar mi cercanía a todos aquellos que creen en el futuro de la vida consagrada. Estoy cerca de vosotros.

Pienso de nuevo en el espíritu que animaba a san Juan Pablo II cuando convocó el Sínodo de los obispos sobre este tema: por un lado, estaba presente la conciencia de un tiempo problemático, de experiencias innovadoras no siempre con resultados positivos (cfr Exhort. ap. Postsin. Vita consecrata, 13); estaba presente también, y más ahora, la realidad de la caída numérica en diferentes partes del mundo, pero sobre todo prevalecía, y prevalece, la esperanza, fundada en la belleza del don que es la vida consagrada (cf. ibid.). Esto es decisivo: centrarse en el don de Dios, en la gratuidad de su llamada, en la fuerza transformadora de su Palabra y de su Espíritu. Con esta actitud os animo a vosotros y a quienes, en los diferentes institutos y en las Iglesias particulares, ayudan a las consagradas y a los consagrados, a partir de una memoria “deuteronómica”, a mirar con confianza al futuro. ¿Por qué digo memoria deuteronómica? Porque es muy importante recordar. Ese mensaje del Deuteronomio: “Recuerda Israel, recuerda”. Esa memoria de la historia, de la propia historia, del propio instituto. Esa memoria de las raíces. Y esto nos hace crecer. Cuando perdemos la memoria, esa memoria de las maravillas que Dios ha hecho en la Iglesia, en nuestro instituto, en mi vida —cada uno puede decirlo—, perdemos fuerza y no podremos dar vida. Por esto digo memoria deuteronómica.

Pienso que vuestro servicio, hoy más que nunca, se puede resumir en dos palabras: discernir y acompañar. Conozco la multiplicidad de las situaciones con las cuales cotidianamente tenéis que lidiar. Situaciones a menudo complejas, que requieren ser estudiadas a fondo, en su historia, en diálogo con los Superiores de los institutos y con los pastores.  Es el trabajo serio y paciente del discernimiento, que no puede cumplirse si no en el horizonte de la fe y de la oración. Discernir y acompañar. Acompañar especialmente a las comunidades de reciente fundación, que están también más expuestas al riesgo de la autorreferencialidad.

Y al respecto hay un criterio esencial de discernimiento: la capacidad de una comunidad, de un instituto de «integrarse armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien de todos» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 130). ¿Este instituto es capaz de integrarse en la vida del Santo Pueblo fiel de Dios o no? Este criterio es decisivo para el discernimiento. La vida consagrada nace en la Iglesia, crece y puede dar frutos evangélicos solo en la Iglesia, en la comunión viviente del Pueblo fiel de Dios. Por esto «los fieles tienen derecho a ser advertidos por los Pastores sobre la autenticidad de los carismas y la fiabilidad de los que se presentan como fundadores» (M.p. Authenticum charismatis, 1 noviembre 2020).

En el discernir y en el acompañar hay algunas atenciones a tener siempre vivas. La atención a los fundadores que a veces tienden a ser autorreferenciales, a sentirse los únicos depositarios o intérpretes del carisma, como si estuvieran por encima de la Iglesia. La atención a la pastoral vocacional y a la formación que se propone a los candidatos. La atención a cómo se ejerce el servicio de la autoridad, con particular atención a la separación entre foro interno y foro externo ―tema que a mí me preocupa tanto—, a la duración de los mandatos y a la acumulación de los poderes. Y la atención a los abusos de autoridad y de poder. Sobre este último tema ha pasado por mis manos un libro de reciente publicación, de Salvatore Cernuzio, sobre el problema de los abusos, pero no de los abusos llamativos, sino sobre los abusos de todos los días que hacen mal a la fuerza de la vocación.

Sobre el discernimiento respecto a la aprobación de nuevos institutos, de nuevas formas de vida consagrada o de nuevas comunidades, os invito a desarrollar la colaboración con los obispos diocesanos. Y exhorto a los pastores a no asustarse y a acoger plenamente vuestro acompañamiento. Es responsabilidad del pastor acompañar y, al mismo tiempo, aceptar este servicio. Esta colaboración, esta sinergia entre el Dicasterio y los obispos permite también evitar ―como pide el Concilio— que surjan inoportunamente institutos desprovistos de suficiente motivación o de suficiente vigor (cf. Decr. Perfectae caritatis, 19), quizá con buena voluntad, pero falta algo. Es valioso vuestro servicio para tratar de proporcionar a los pastores y al Pueblo de Dios criterios válidos de discernimiento.

La escucha recíproca entre las oficinas de la Santa Sede y los pastores, como también los Superiores Generales, es un aspecto esencial del recorrido sinodal que hemos empezado. Pero en sentido más amplio y más fundamental, diría que los consagrados y las consagradas están llamados a ofrecer una contribución importante en este proceso: una contribución para la cual estos acuden –o deberían acudir– a la familiaridad con la práctica de fraternidad y del compartir tanto en la vida comunitaria como en el compromiso apostólico.

Al principio hablé de memoria “deuteronómica”, y me viene a la mente ―sobre la memoria de las raíces— lo que dice Malaquías: ¿cuál es el castigo de Dios? Cuando Dios quiere aniquilar a una persona, aniquilar un pueblo, o ―digamos— una institución, lo hace permanecer ―dice Malaquías— “sin raíces y sin brotes”. Si nosotros no tenemos esta memoria deuteronómica y no tenemos la valentía de tomar de ahí el jugo para crecer, no tendremos tampoco brotes. Una maldición fuerte: estar sin raíces y sin brotes.

Queridos hermanos y hermanas, os doy las gracias por el trabajo cotidiano que lleváis adelante para el discernimiento y el acompañamiento. Que el Señor os bendiga y la Virgen os cuide. Y por favor ―como dicen los españoles— paso la gorra y os pido que recéis por mí que lo necesito. ¡Buen camino de Adviento y feliz Navidad!



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