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COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL
Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador
1700 años del Concilio Ecuménico de Nicea
325-2025
Índice
Nota preliminar
Introducción: doxología, teología y anuncio
Capítulo 1:
El símbolo para la salvación: doxología y
teología del dogma niceno
1. Percibir la inmensidad de las tres Personas divinas
que nos salvan: “Dios es Amor” infinito
1.1 La grandeza de la paternidad de Dios Padre,
fundamento de la grandeza del Hijo y del Espíritu
1.2 Reflexión sobre el uso de la expresión homoúsios
1.3 La unidad de la historia de salvación
2. Percibir la inmensidad de Cristo Salvador y su acto
de salvación
2.1
Contemplar a Cristo en toda su grandeza
2.2 La inmensidad del acto de salvación: su consistencia
histórica
2.3 La grandeza del acto de salvación: el misterio
pascual
3. Percibir la inmensidad de la salvación ofrecida a los
hombres y la inmensidad de nuestra vocación humana
3.1 La grandeza de la salvación: entrar en la vida de
Dios
3.2 La inmensidad de la vocación humana al amor divino
3.3
La belleza del don de la Iglesia y del bautismo
4.
Celebrando juntos la inmensidad de la salvación: el
alcance ecuménico de la profesión de fe de Nicea y el anhelo de una fecha común
para la celebración de la Pascua
Capítulo 2:
El símbolo de Nicea en la vida de los creyentes. “Creemos como
bautizamos; y oramos como creemos”
Preámbulo: la fe confesada en la fe vivida
1. El bautismo y la fe trinitaria
2. El símbolo de Nicea como confesión de fe
3. Profundización en las predicaciones y en las catequesis
4. La oración al Hijo y las doxologías
5. La teología en los himnos
Capítulo 3:
Nicea como acontecimiento teológico y eclesial
1. El acontecimiento de Cristo: “A Dios nadie lo ha visto
jamás. El Hijo unigénito lo ha revelado” (Jn 1,18)
1.1
Cristo, el Verbo Encarnado, revela al Padre
1.2 “Nosotros tenemos la mente (νοῦς) de Cristo” (1Cor 2,16):
analogía de la creación y de la caridad
1.3 Acceso teológico para conocer al Padre a través de la
oración de Cristo
2. El acontecimiento de la sabiduría: novedad para el
pensamiento humano
2.1
La revelación fecunda y amplía el pensamiento humano
2.2 Un acontecimiento cultural e intercultural
2.3
La fidelidad creativa de la Iglesia y el problema de las
herejías
3. El acontecimiento eclesial: Nicea, el primer concilio
ecuménico
3.1
La Iglesia por su naturaleza y sus estructuras está
inscrita en el acontecimiento de Jesucristo
3.2 La colaboración estructural de los carismas de la Iglesia
y el camino hacia Nicea
3.3
El concilio ecuménico de Nicea
Capítulo 4:
Mantener la fe accesible a todo el pueblo de Dios
Preámbulo: el concilio de Nicea y las condiciones de la
credibilidad del misterio cristiano
1. La teología al servicio de la integridad de la verdad
salvífica
1.1
Cristo, la verdad escatológicamente eficaz
1.2
La salvación y el proceso de filiación divina
2. La mediación de la Iglesia y la inversión de la secuencia
dogmática: Trinidad, cristología, pneumatología, eclesiología
2.1
Las mediaciones de la fe y el ministerio de la Iglesia
2.2 El disenso y la sinodalidad
2.3
Las expresiones del Espíritu Santo para la formación y
renovación del consenso
3. Cuidar el depósito de la fe: la caridad al servicio de los
más pequeños
3.1 La profesión unánime de la fe del Pueblo de Dios ofrecida
a todos
3.2
Protección de la fe frente al poder político
Conclusión.
Anunciar hoy a todos a Jesús como nuestra salvación
Jesucristo, Hijo de Dios, Salvador
1700 años del Concilio Ecuménico de Nicea
325-2025
Nota Preliminar
Durante su décimo quinquenio, la Comisión Teológica Internacional decidió
profundizar en un estudio sobre el primer Concilio Ecuménico de Nicea y su
actualidad dogmática. Los trabajos fueron realizados por una Subcomisión
especial, presidida por el Rvdo. Philippe Vallin y compuesta por los siguientes
miembros: S. Exc. Mons. Antonio Luiz Catelan Ferreira, S. Exc. Mons. Etienne
Vetö, I.C.N., Rvdo. Mario Ángel Flores Ramos, Rvdo. Gaby Alfred Hachem, Rvdo. Karl-Heinz Menke, Profª. Marianne Schlosser, Profª. Robin Darling Young.
Las discusiones generales sobre este tema tuvieron lugar tanto en las distintas
reuniones de la Subcomisión como durante las sesiones plenarias de la propia
Comisión, que se llevaron a cabo en los años 2022-2024. Este texto fue sometido
a votación y aprobado en forma específica por unanimidad de los miembros de la
Comisión Teológica Internacional durante la sesión plenaria del año 2024. A
continuación, el documento fue sometido a la aprobación de su presidente, S. Em.
Cardenal Víctor Manuel Fernández, Prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la
Fe, quien recibió el dictamen favorable del Santo Padre Francisco el 16 de
diciembre 2024, autorizando su publicación.
Introducción: doxología, teología y anuncio
1. El 20 de mayo de 2025, la Iglesia católica y el conjunto el mundo cristiano
recuerdan con gratitud y alegría la apertura del Concilio de Nicea en el año
325: «El Concilio de Nicea marcó un hito en la historia de la Iglesia. La
conmemoración de esa fecha invita a los cristianos a unirse en la alabanza y el
agradecimiento a la Santísima Trinidad y en particular a Jesucristo, el Hijo de
Dios, “de la misma naturaleza del Padre”, que nos ha revelado semejante misterio
de amor» [1].
El Concilio ha permanecido en la conciencia cristiana principalmente a través
del símbolo que recoge, define y proclama la fe en la salvación en Jesucristo y
en el único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. El símbolo de Nicea profesa la
buena nueva de la salvación integral de los seres humanos por Dios mismo en
Jesucristo. 1700 años después, se trata sobre todo de celebrar este
acontecimiento con una doxología, una alabanza a la gloria de Dios, tal como se
manifiesta en el tesoro inestimable de la fe expresada por el símbolo: la
belleza infinita de Dios Padre que nos salva, la inmensa misericordia de
Jesucristo nuestro Salvador, la generosidad de la redención que se ofrece a cada
ser humano en el Espíritu Santo. Unimos nuestras voces a las de los Padres de la
Iglesia, como la de san Efrén el Sirio, para cantar esta gloria:
«¡Gloria a Aquel que ha venido
a nosotros por su primogénito!
¡Gloria al Silencioso
que nos ha hablado por su voz!
¡Gloria al Sublime,
que se ha hecho visible en su Epifanía!
¡Gloria al Espiritual
que ha querido
que su Hijo se hiciera cuerpo,
para que por ese cuerpo fuese tangible su poder,
y por ese cuerpo vinieran a la vida
los cuerpos de los hijos de su Pueblo!»[2]
2. La luz que la asamblea de Nicea arroja sobre la revelación cristiana nos
permite descubrir una riqueza inagotable que, a través de los siglos y de las
culturas, se sigue profundizando y mostrando con facetas cada vez más hermosas y
más nuevas. Estas diferentes facetas se actualizan especialmente mediante la
lectura orante y teológica que la mayor parte de las tradiciones cristianas
hacen del símbolo, cada una de ellas con una relación diferente al hecho mismo
de la existencia de un símbolo. También es una oportunidad para que todos
redescubran o quizá descubran por primera vez su riqueza y el vínculo de
comunión que puede constituir entre todos los cristianos. «¿Cómo no recordar la
extraordinaria relevancia de este aniversario para el camino hacia la plena
unidad de los cristianos?»[3],
subraya el Papa Francisco.
3. El Concilio de Nicea fue el primer concilio llamado “ecuménico”, porque por
primera vez fueron invitados los obispos de toda la Oikoumenē[4].
Por tanto, sus resoluciones debían tener un alcance ecuménico, es decir
universal: así fueron recibidas por los creyentes y por la tradición cristiana,
mediante un largo y laborioso proceso. La cuestión eclesiológica es fundamental.
El símbolo es parte de un movimiento más amplio en el que la enseñanza cristiana
adopta progresivamente la lengua y la estructura del pensamiento griego que a su
vez se verá, por así decir, transfigurado por su contacto con la revelación. El
Concilio también marcó la importancia cada vez más grande de los sínodos y de
las formas sinodales de gobierno en la Iglesia de los primeros siglos, al tiempo
que constituyó un momento decisivo: en línea con la exousía conferida a
los Apóstoles por Jesús y el Espíritu Santo (Lc 10,16; Hch 1,14-2,1-4), el
acontecimiento de Nicea abrió de hecho el camino para una nueva expresión
institucional de la autoridad en la Iglesia, la autoridad de alcance universal,
reconocida ahora en los concilios ecuménicos, tanto en lo referido a la doctrina
como a la disciplina. Esta coyuntura decisiva en el modo de pensar y de gobernar
dentro de la comunidad de discípulos del Señor Jesús sacó a la luz elementos
esenciales de la misión docente de la Iglesia y, por tanto, de su misma
naturaleza.
4. Hay que hacer una aclaración importante antes de proseguir con la reflexión.
Nos basaremos en el símbolo de Nicea-Constantinopla (381) y no estrictamente
hablando en el elaborado en Nicea (325). De hecho, fueron necesarios unos
cincuenta años para aceptar el vocabulario del símbolo de Nicea y ponerse de
acuerdo en el alcance universal del primer concilio. El proceso de recepción del
símbolo de Nicea se prolongó durante el conflicto con los pneumatómacos entre
Nicea y Constantinopla, que introdujo algunos cambios textuales significativos,
particularmente en el artículo tercero. Sin embargo, en opinión de los Padres de
la Iglesia, este proceso, que desembocó en el símbolo
Niceno-Constantinopolitano, no implicó ninguna alteración de la fe nicena, sino
su auténtica preservación. En este sentido el preámbulo de la definición
dogmática de Calcedonia, que fue precedido por la transcripción del símbolo
Niceno y del símbolo Niceno-Constantinopolitano, “confirma” lo dicho en el
símbolo de los “150 Padres” (Constantinopla), ya que su significado radica,
según sus propias palabras, específicamente en lo que atañe al Espíritu Santo
contra quienes niegan su señorío[5].
La magnitud de lo ocurrido en Nicea se manifiesta en la prohibición adoptada en
el Concilio de Éfeso de promulgar cualquier otra fórmula de fe[6],
porque en los momentos posteriores a Nicea, los defensores de la ortodoxia
pensaron que el discernimiento que se había consolidado en el símbolo niceno
sería suficiente para garantizar la fe de la Iglesia para siempre. Atanasio, por
ejemplo, dirá de Nicea que es “la palabra de Dios que permanece para siempre”
(Is 40,8)[7].
Este proceso de Tradición viva y normativa continúa, entre los siglos IV y IX,
cuando se adopta en las liturgias bautismales, particularmente en Oriente, y
luego en las liturgias eucarísticas. Se debe tener en cuenta que el Filioque,
que se encuentra en las versiones occidentales actuales del símbolo, no forma
parte del texto original del símbolo Niceno-Constantinopolitano, en el que este
documento se quiere basar[8].
Este punto sigue siendo objeto de malentendidos entre las denominaciones
cristianas, por lo que el diálogo entre Oriente y Occidente continúa incluso
hasta hoy.
5. En el primer capítulo vamos a proponer una lectura doxológica del símbolo,
para identificar su riqueza soteriológica y, por tanto, cristológica, trinitaria
y antropológica. Será la oportunidad para resaltar todo su alcance y dar un
nuevo impulso a la unidad de los cristianos. Pero abrazar la riqueza del
Concilio de Nicea, 1700 años después, nos lleva también a percibir cómo el
Concilio alimenta y orienta la vida cristiana cotidiana. En el segundo capítulo,
de contenido patrístico, exploraremos cómo la vida litúrgica y la vida de
oración ha sido fecundada en la Iglesia después del Concilio. Nicea es un punto
de referencia para toda la historia del cristianismo hasta el punto de que nos
vamos a fijar, en el tercer capítulo, en el modo en que el símbolo y la
celebración del Concilio dan testimonio del acontecimiento de Jesucristo mismo,
cuya irrupción en la historia ofrece un acceso sin precedentes a Dios e
introduce una transformación del pensamiento humano, como un acontecimiento de
la sabiduría. El símbolo y el Concilio son también un testimonio de la manera
nueva con la que la Iglesia de Cristo se estructura y cumple su misión: plasman
lo realizado en un acontecimiento eclesial. Finalmente, en el capítulo cuarto,
analizaremos las condiciones de credibilidad de la fe profesada en Nicea con un
acercamiento desde la teología fundamental, que pondrá al día la naturaleza y la
identidad de la Iglesia como auténtica intérprete de la verdad normativa de la
fe por medio del Magisterio, guardián de los creyentes, especialmente de los más
pequeños y vulnerables.
6. «Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para
ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa» (Mt 5,15). Esta
luz es Cristo, “luz de luz”. El asombro ante Cristo supone encontrar un impulso
nuevo para presentar la Buena Nueva con más fuerza y creatividad en el
Espíritu Santo. Esta luz ilumina intensamente nuestra época, plagada de
manifestaciones de violencia e injusticias, llena de incertidumbres, que le
hacen estar en conflicto con la verdad, por lo que la fe y la pertenencia a la
Iglesia se ven como algo sumamente difícil. La luz es tanto más viva y radiante
cuanto más se comparte por todos los cristianos que confiesan su fe con la misma
martyria, con el mismo testimonio, para atraer a los hombres y mujeres de
hoy a Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios y Salvador:
Lo esencial para nosotros, lo más bello, lo más atractivo y al mismo tiempo lo
más necesario, es la fe en Cristo Jesús. Todos juntos, si Dios quiere, lo
renovaremos solemnemente durante el próximo Jubileo y cada uno de nosotros está
llamado a anunciarlo a cada hombre y mujer de la tierra. Esta es la tarea
fundamental de la Iglesia[9].
Capítulo 1
El símbolo para la salvación:
doxología y teología del dogma niceno
7. Celebrar los 1700 años de Nicea es sobre todo llenarnos de asombro ante el
símbolo que el Concilio nos ha legado y ante la belleza del don que se nos ha
entregado en Jesucristo, de quien el símbolo es como un icono en palabras. Por
ello, comenzaremos nuestro estudio de Nicea recorriendo el símbolo para destacar
la extraordinaria inmensidad de la fe trinitaria, cristológica y soteriológica
que se expresa en él, así como sus implicaciones antropológicas y
eclesiológicas, sin dejar de señalar su alcance ecuménico. Es, por así decir,
una expresión de teología doxológica. No se pretende con ello profundizar
en cada tema de esta densa síntesis de la fe cristiana contenida en el
símbolo —tarea que habría sido de poca utilidad y en todo caso imposible en el
contexto del presente trabajo—, sino que se busca poner de relieve la riqueza de
las declaraciones y verdades que ofrece el símbolo de Nicea a nivel dogmático,
particularmente aquellas que presentan el mayor desafío y tienen una mayor
fecundidad para este período de la historia de la Iglesia y del mundo, en el
momento mismo en que celebramos el aniversario de Nicea.
1. Percibir la inmensidad de las tres Personas divinas que nos salvan: “Dios es
Amor” infinito
8. El símbolo Niceno-Constantinopolitano se estructura en torno a la afirmación
de la fe trinitaria:
Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso,
Creador del cielo y de la tierra,
de todo lo visible y lo invisible.
Creo en un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios,
nacido del Padre antes de todos los siglos:
Dios de Dios, Luz de Luz,
Dios verdadero de Dios verdadero,
engendrado, no creado,
de la misma naturaleza del Padre,
por quien todo fue hecho;(…)
Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida,
que procede del Padre, [y del Hijo] que con el Padre y el Hijo
recibe una misma adoración y gloria,
y que habló por los profetas. (…)[10]
1.1 La grandeza de la paternidad de Dios Padre, fundamento de la grandeza
del Hijo y del Espíritu
9. El punto de partida de la fe nicena es la afirmación de la unidad de Dios. El
cristianismo es fundamentalmente un monoteísmo, en continuidad con la revelación
hecha a Israel. Sin embargo, el símbolo no presenta de entrada a “Dios” sin más,
y menos aún la naturaleza divina “una”, sino más bien a la primera hipóstasis
divina que es el Padre. En cuanto “creador del cielo y de la tierra” (cf. Gen
1,1; Neh 9,6; Ap 10,6), es Padre de todas las cosas[11].
Además, Cristo revela la inefable paternidad intradivina de Dios, fundamento de
su paternidad ad extra. Si Cristo es Hijo de Dios, de manera única,
implica que hay una generación en Dios: Dios Padre da todo lo que tiene y todo
lo que es. Dios no es un principio pobre y egoísta:es sine invidia[12].
Su paternidad, como su omnipotencia, es la capacidad de entregarse por
completo. Este don paterno no es un aspecto entre otros, sino que define al
Padre, que es enteramente paternidad[13].
Dios siempre ha sido Padre y nunca ha sido un Dios “solitario”[14].
Esta paternidad del Dios uno es el primer aspecto de la fe cristiana que suscita
asombro y cuya inmensidad debemos celebrar al redescubrir Nicea 1700 años
después. Se trata, por tanto, de explorar sus implicaciones para la comprensión
del misterio trinitario.
10. La fe en el Padre da testimonio de la plenitud sobreabundante de Dios. El
primer artículo no enuncia simplemente una definición de Dios, sino ante todo
una alabanza que forma parte de la tradición doxológica de la liturgia judía y
de las primeras liturgias cristianas[15].
El Dios “todopoderoso (pantokratōr)” se hace eco de varias expresiones del
Antiguo Testamento, como, por ejemplo, “Señor Sabaoth”, retomada en el Nuevo
Testamento en el contexto de las liturgias celestiales (Ap 4,8; 11,17; 15, 3;
16,14; 19,6).
11. La revelación en Cristo de la paternidad de Dios manifiesta también la
inmensidad del Hijo y del Espíritu. Si Dios Padre lo da todo, excepto su
paternidad, esto significa que el Hijo y el Espíritu son plenamente iguales al
Padre en su divinidad. En el símbolo, el Hijo es “uno solo”, es “Señor” (Kyrios,
que traduce el tetragrámaton en la Septuaginta), “Hijo de Dios”, “el único
engendrado” (ho monogenēs) en la intimidad del Padre, “Dios que proviene
de Dios”, “luz que proviene de la luz”, “Dios verdadero que proviene de Dios
verdadero”, consubstancial (homoúsios) con el Padre. Se debe tener en
cuenta, por ejemplo, que, en el cuarto evangelio, el Hijo es llamado varias
veces theós: Jn 1,1; 5,18; 20,28. El Hijo es engendrado “antes de todos
los siglos”, lo que significa en el símbolo que es coeterno con el Padre (cf. Jn
1,1). Se hace referencia a las tesis de Arrio quien decía que “hubo un tiempo en
que [el Hijo] no era”, “antes de nacer no era” y “llegó a ser de la nada”[16],
o incluso “el Hijo surge de la nada”, por “voluntad y consejo” del Padre”[17].
Por eso se puede confesar al Hijo como aquel «por quien fueron hechas todas las
cosas» (cf. 1 Cor 8,6; Jn 1,3). Dios es tan grande que el Padre puede engendrar
a otro, que sea igual a él según la divinidad. Dios supera todo lo que podemos
concebir e imaginar, porque su unidad asume una pluralidad real que no rompe la
unidad.
12. El Padre también lo da todo al Espíritu, que se define con los términos
específicos y reservados a la divinidad: “Espíritu”, “Santo” y “Señor” (de nuevo
una evocación del tetragrámaton). Así como el Padre es creador y el Hijo es la
Palabra por la cual el Padre crea todas las cosas, se profesa al Espíritu como
“dador de vida”. De la misma forma que el Hijo es engendrado del Padre, así el
Espíritu “procede del Padre”. Las declaraciones sobre el Espíritu hacen eco
intencionalmente del artículo sobre el Hijo[18].
Por lo tanto, el Espíritu puede y debe ser adorado junto con el Padre y el Hijo,
—confirmando el carácter doxológico del símbolo—.
13. Es esencial considerar al mismo tiempo la divinidad del Espíritu como un
“tercero” en Dios y su vínculo con el Padre, así como con el Hijo. De hecho, aún
hoy persisten dificultades para considerarlo como una persona divina por entero
y no como una simple fuerza divina o incluso cósmica. A veces oramos al Padre y
al Hijo omitiendo al Espíritu, mientras que la oración de la Iglesia siempre se
dirige al Padre, a través del Hijo, en el Espíritu Santo. Quizá se reconocerá
una importancia plenamente legítima a la eucaristía, a la Virgen María o a la
Iglesia misma, pero sin tener en cuenta que estas realidades son tan valiosas
precisamente porque están vivificadas por el Espíritu[19].
Otros, por el contrario, dan un lugar central, incluso exclusivo, al Espíritu
Santo hasta el punto de relegar al Padre y al Hijo a un segundo plano, lo que
equivale, paradójicamente, a una forma de reduccionismo pneumatológico, ya que
Él es Espíritu del Padre y Espíritu del Hijo (Gal 4:6; Rom 8:9). La
sobreabundante grandeza del Espíritu Santo expresada en la fe nicena protege
contra estos reduccionismos.
14. Así, de la plenitud fundamental de la paternidad de Dios brota la plenitud
sobreabundante de Dios Padre, Hijo y Espíritu, semper major. Ahora bien,
la plenitud fundamental del Padre implica una taxis (un orden) en la vida
del Dios Trinitario. El Padre es la fuente de toda divinidad[20].
La segunda persona es ciertamente Dios y luz, pero lo es como “Dios de
Dios”, “luz de luz”. El Espíritu se manifiesta de una manera muy
diferente a los otros dos, aunque se confiesa como igual en divinidad al Hijo y
al Padre. Acabamos de ver (supra § 12) que se presenta con
características divinas y debe ser adorado con el Padre y el Hijo. Dicho esto,
las diferencias de expresión son notables: lo que se dice del Padre y del Hijo
“único” o del Hijo “consustancial” no se repite sobre el Espíritu, ya que sin
quitar nada a su co-divinidad, la forma de mencionar al Espíritu en el símbolo
subraya su distinción personal. De esta manera, lo propio del Espíritu Santo
pone de relieve la unicidad de cada persona divina. En cierto modo, en Dios,
“hipóstasis” o “persona” es un término analógico, en el sentido de que cada uno
de los tres “nombres” divinos es plenamente una persona, pero lo es de manera
única. Esta unicidad también muestra que la igualdad, por un lado, y la
diferencia y el orden, por el otro, no se contradicen. También esto es fruto de
la paternidad sobreabundante del Padre. Recibir Nicea significa recibir la
riqueza de la paternidad divina que establece la igualdad, pero también la
diferencia y la unicidad.
1.2 Reflexión sobre el uso de la expresión homoúsios
15. Una de las aportaciones centrales de Nicea es la definición de la divinidad
del Hijo en los términos de consustancialidad: el Hijo es "consustancial" (homooúsios)
al Padre, "engendrado por el Padre", "es decir, de la sustancia del Padre"[21].
La generación del Hijo es algo distinto de la creación, porque es comunicación
de la sustancia única del Padre. El Hijo no sólo es plenamente Dios como el
Padre, sino de una sustancia numéricamente idéntica a la suya, porque no hay
división en el único Dios[22].
Repetimos: el Padre lo da todo al Hijo, según la lógica de una vida divina, que
es agapē y que siempre excede lo que la mente humana puede concebir.
16. Por primera vez se utilizan términos no bíblicos en un texto eclesial
oficial y normativo; volveremos sobre este punto en los capítulos III y IV. La
intención de los Padres del Concilio no era introducir algo nuevo en la fe
apostólica, sino protegerla explicando qué es realmente la generación en Dios.
Por eso, en el símbolo del 325, homoúsios se introduce con la expresión
“es decir”: la terminología ontológica griega está al servicio de las
expresiones escriturísticas tradicionales[23].
El término, de origen gnóstico en contexto teológico y condenado por el sínodo
regional de Antioquía (264-269), será objeto de acalorados debates en las
décadas posteriores a Nicea. Pero a partir de la década de 360 las adhesiones
se multiplicaron, hasta su ratificación plena y pacífica en Constantinopla el
381. Se reconoce entonces su papel explicativo y protector de la fe, así como la
capacidad creativa de la razón humana, de la filosofía y la cultura, en la
recepción de la revelación. Tal y como sucede en las Sagradas Escrituras, este
hecho subraya que la revelación implica un diálogo entre Dios y el hombre, un
diálogo que se realiza por ambas partes a través de palabras humanas, situadas,
limitadas y, por tanto, siempre sujetas a interpretación. No sólo la vida divina
se revela como sobreabundancia, sino que la forma misma de la revelación, capaz
de expresarse en palabras humanas y de ser traducida a todos los idiomas, se
muestra aquí semper major.
17. Esta formulación, sin embargo, no es la única utilizada en el símbolo para
expresar la divinidad salvífica del Hijo. Se inserta en una serie de términos de
origen escriturístico y litúrgico: “Dios verdadero de Dios verdadero”, “Dios de
Dios” y “luz de luz”[24].
Ningún término por sí solo puede agotar la plenitud sobreabundante de la
revelación. La fe necesita la articulación de expresiones, conceptos, imágenes y
nombres divinos escriturísticos, filosóficos y litúrgicos (Padre, Hijo, Espíritu
Santo) para expresarse de la manera más adecuada y completa. Los modos de
expresión de las diferentes Iglesias y comunidades eclesiales pueden apoyarse
mutuamente en este redescubrimiento, porque algunos insisten más en uno o en
otro: así la tradición oriental subraya la comprensión de Cristo como "luz de
luz"[25]. La
pluralidad de su vocabulario contribuye ciertamente a hacer accesible la fe, que
allí se expresa, en las diferentes culturas y según la forma mentis de
cada ser humano.
1.3 La unidad de la historia de la salvación
18. Para comprender bien el alcance del símbolo Niceno-Constantinopolitano, es
necesario entender la unidad del marco de la historia de la salvación en el que
se inspira la profesión de fe. En efecto, la atribución de la creación o del
“don de la vida” a las tres personas subraya la unidad entre el orden de la
creación y el orden de la salvación. La divinización comienza ya con el acto
creador, de tal forma que también la historia de la salvación comienza ya con la
creación. Contra el marcionismo y las diversas formas de gnosticismo, debemos
sostener que es el mismo Dios el que crea y el que salva, y es la misma realidad
creada buena, porque ha sido querida por Dios, la que es restaurada en la
redención. Así, la gracia no introduce una ruptura, sino que ofrece un
cumplimiento, porque ya estaba actuando en la creación que se ordena hacia ella.
19. Asimismo, la economía de la salvación realizada en Cristo sólo se presenta
en su significado verdadero y pleno cuando se destaca su fidelidad para con la
revelación dirigida al pueblo de Israel, y sin la cual la fe que se expresó en
Nicea perdería su legitimidad y la plenitud de su dimensión histórica.
Evidentemente, la dimensión trinitaria y cristológica de la fe nicena no es
aceptada por la tradición rabínica, pero, desde un punto de vista cristiano, se
entiende de manera esencial como una novedad que, sin embargo, está en
continuidad con la revelación confiada al pueblo elegido. La doctrina de la
Trinidad no pretende ser una relativización, sino una profundización de la fe en
el Dios de Israel uno y único[26].
Ya hemos señalado que las referencias al Dios “uno” y "creador del cielo y de la
tierra" hacen eco al Antiguo Testamento, donde Dios se revela como aquel que
crea por amor, entra en relación por amor y pide ser amado. Dios llama a Abraham
“mi amigo” (Is 41,8; 2Cro 20,7; Sant 2,23), y se relaciona con Moisés “cara a
cara, como habla un hombre con su amigo” (Ex 33,11). Asimismo, la elección del
homoúsios se hace precisamente para proteger el carácter monoteísta de la
fe cristiana: en Dios no hay otra realidad que la realidad divina. El Hijo y el
Espíritu no son otra cosa sino Dios mismo; no son seres intermedios entre Dios y
el mundo ni tampoco simples criaturas. Además, la revelación hecha a Israel
testimonia al Señor como el uno y único que se compromete, se entrega y se
comunica en la historia de los hombres. El cristianismo entiende la encarnación
como la inefable plenitud del modo de actuar (la economía) del Dios de Israel
que desciende y habita en medio de su pueblo, realizada en la unión de Dios con
una humanidad del todo singular: Jesús[27].
20. Por otro lado, el desarrollo de la fe trinitaria tal como se expresó en
Nicea no carece de un trasfondo judío. El símbolo se estructura por una triple
repetición: “nosotros creemos en un Dios Padre… y en un Señor Jesucristo… y en
el Espíritu Santo”. De hecho, la fe trinitaria que emerge desde los primeros
siglos desarrolló la unidad de los nombres divinos, Padre, Hijo y Espíritu, a
partir de la fe monoteísta de Israel expresada al comienzo del Sh’ma Israel,
"el Señor nuestro Dios es uno" (Dt 6,4), mediante la repetición de esta oración
central del judaísmo, extendiendo al Hijo el atributo de unidad-unicidad del
Dios único: “Creo en un solo Dios... y en un solo Señor...”. Esto ya sucede así
en los esbozos de expresión de la fe trinitaria propias del Nuevo Testamento:
“Para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, de quien proceden
todas las cosas, y para el cual somos; y un solo Señor Jesucristo, en
virtud del cual existen todas las cosas, y nosotros existimos para él” (1Cor 8,
6, cursivas añadidas). Estas fórmulas “binarias” conviven con fórmulas
“trinitarias”: “Porque no hay más que un solo cuerpo y un solo
Espíritu […]; hay un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo; hay un
solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, y actúa por medio de
todos, y está en todos” (Ef 4,4-6, cursivas agregadas; cf. también 1Cor 12,4-6).
Evidentemente, el contenido evolucionará hacia concepciones que el rabinismo no
puede aceptar, pero la fe cristiana se desarrolla a partir de las expectativas y
desde el interior de las estructuras litúrgicas judías. Además, es necesario
subrayar la riqueza poliédrica del monoteísmo de Israel que se revela a través
de la Biblia hebrea y de los escritos del período del Segundo Templo[28].
Existe la idea de una riqueza sobreabundante en Dios que no contradice su
unicidad y unidad. Esto se hace evidente en la multiplicidad de figuras de Dios,
como la dimensión en cierto sentido “binaria” que algunos especialistas perciben
en la dualidad entre “el Anciano de los días” y aquel que es “como un hijo del
hombre” (Dan 7:9-14)[29].
Esta riqueza todavía se manifiesta en las diferentes figuras de Dios durante su
acción en el mundo: el Ángel del Señor, el Verbo (dābār), el Espíritu
(rûaḥ) y la Sabiduría (ḥākmâ)[30].
Algunos exégetas contemporáneos sostienen también que hubo una primera etapa
binaria en la confesión de fe cristiana, que incluía naturalmente la confesión
de fe en Jesús de Nazaret como Kyrios exaltado después de la muerte, con
un rango propiamente divino, en continuidad con el monoteísmo expresado en la
Biblia[31].
Así, aunque es esencial no retrotraer la fe trinitaria al Antiguo Testamento,
cabe percibir un proceso de desarrollo entre el Antiguo y el Nuevo, que no es
lineal, sino una forma de acercar esas diferentes realidades en dos
figuras: el Hijo-Logos y el Espíritu. Cuando consideramos la afirmación de otras
dos personas divinas como una asociación extrínseca al único Dios,
perdemos el reconocimiento de la idea cristiana de una fecundidad intrínseca del
Padre dentro de la sustancia única e indivisible de las tres personas coeternas.
2. Percibir la inmensidad de Cristo Salvador y su acto de salvación
21. En el centro del segundo artículo del símbolo Niceno-Constantinopolitano
está la confesión de la encarnación y el acto redentor del Hijo. Después de
haber profesado la divinidad de Cristo, Hijo de Dios, confesamos también que:
[Creo en un solo Señor Jesucristo]
que por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo,
se encarnó por obra del Espíritu Santo y de María la Virgen[32]
y se hizo hombre;
por nuestra causa fue crucificado en tiempo de Poncio Pilato, padeció y fue
sepultado,
resucitó al tercer día según las Escrituras y subió al cielo;
está sentado a la derecha del Padre y de nuevo vendrá con gloria, para juzgar a
vivos y muertos; y su reino no tendrá fin.
2.1 Contemplar a Cristo en toda su grandeza
22. Nicea nos permite “ver a Cristo en toda su grandeza”[33]. Las dos dimensiones que lo convierten en el único mediador entre Dios y los
hombres están marcadas por la mención de los dos protagonistas de la
encarnación: “Se encarnó por obra del Espíritu Santo y de la Virgen María”. Es
plenamente Dios, porque viene de una Virgen por el poder del Espíritu de Dios;
es plenamente hombre porque nace de mujer. Él es homoúsios con el Padre,
pero también para con nosotros, según la doble afirmación posterior de
Calcedonia[34],
sabiendo que el término homoúsios no puede tener un significado unívoco
cuando se trata de relacionar al Hijo encarnado con el Padre o con los seres
humanos. El Verbo que se hizo carne es la misma Palabra de Dios, que asume única
e irreversiblemente una humanidad singular y finita. Precisamente como Jesús era
idéntico al Hijo eterno de manera personal (hipostáticamente), al sufrir
trágicamente la muerte humana, pudo permanecer en una relación viva con el Padre
y transformar aquello que nos separaba de Dios, -el pecado y la muerte- (cf. Rom
6,23), en el acceso a Dios (cf. 1Cor 15,54-56; Jn 14,6b). Como Jesús era
verdadero hombre, “semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado” (Heb
4,15), pudo asumir nuestro pecado y pasar por la muerte. Esta doble
consustancialidad significa que sólo Cristo puede salvar. Sólo él puede
realizar la salvación. Sólo Él es la comunión del hombre con el Padre[35].
Sólo él es el Salvador de todos los seres humanos de todos los
tiempos. Ningún otro ser humano lo puede ser antes de él ni después de él. La
increíble y perfecta comunión entre Dios y el hombre se realizó en Cristo, más
allá de cualquier forma de realización que los seres humanos puedan imaginar.
23. No podemos ocultar la dificultad que existe actualmente para creer en la
plena divinidad y la plena humanidad de Cristo. Nos encontramos a lo largo de la
historia del cristianismo, y por supuesto también hoy, con una resistencia para
reconocer la plena divinidad de Cristo. A Jesús se le puede considerar más
fácilmente como un maestro espiritual iniciático o como un mesías político
que predica la justicia, mientras que en su humanidad vive su relación eterna
con el Padre. Pero también hay una gran dificultad para admitir la plena
humanidad de Cristo, de aquél que puede experimentar cansancio (Jn 4,6),
sentimientos de tristeza y abandono (Jn 11,35; Getsemaní) e incluso de ira (Jn
2,14-17), y que, de manera misteriosa pero verdadera, ignora ciertas cosas
(“sólo el Padre sabe la hora…”, Mt 24,36). El Hijo eterno eligió vivir todo lo
que él es en virtud de la infinitud de la naturaleza divina, que permanece en la
finitud de su naturaleza humana y a través de ella.
24. Debemos tener en cuenta, a pesar de que la parte del símbolo dedicada a la
segunda persona es la más desarrollada, que la perspectiva cristológica
contenida en la fe de Nicea es necesariamente trinitaria. Cristo es semper
major precisamente porque allí donde está, siempre hay alguien más que él:
el Padre sigue siendo el Padre, el “Santo de Israel”. Es verdad que “aquel que
ha visto [a Cristo], ha visto al Padre” (Jn 14,9), pero, como dice Jesús, “el
Padre es mayor que yo” (Jn 14,28). El mismo Arrio lo vio claramente cuando citó
el Evangelio: “Uno solo es bueno” (Mt 19,17)[36].
Además, no se puede entender a Cristo sin el Padre y el Espíritu Santo: antes de
ser concebido como Hombre-Dios y Esposo, el Nuevo Testamento lo presenta como
Hijo del Padre y Ungido por el Espíritu. Asimismo, no salva a los hombres sin el
Padre, que es origen y fin de todas las cosas, porque está en unión filial con
el Padre. No salva a los hombres sin el Espíritu, que nos hace clamar “Abba,
Padre” (Rom 8,15) y cuya acción interior permite al ser humano transformarse y
entrar activamente en el movimiento que lo conduce al Padre.
2.2 La inmensidad del acto de salvación: su consistencia histórica
25. La grandeza del Salvador se revela también en la plenitud sobreabundante de
la economía de la salvación. Nicea presenta el realismo de la obra de redención.
En Cristo, Dios nos salva entrando en la historia. No envía un ángel ni un héroe
humano, sino que Él mismo entra en la historia humana, naciendo de una mujer,
María, en el pueblo judío (“nacido de mujer, nacido bajo la ley”, Gal 4,4), y
muriendo en un período histórico específico, “bajo Poncio Pilato” (cf. 1Tim
6,13; cf. también Hch 3,13)[37].
Si Dios mismo entró en la historia, la economía de la salvación es el lugar de
su revelación: en la historia, Cristo revela auténticamente al Padre y al
Espíritu y da pleno acceso al Padre en el Espíritu. Además, como Dios entra en
la historia, no se trata sólo de una enseñanza que hay que poner en práctica,
como en el marcionismo o en la “falsa” gnosis, sino de una acción eficaz de
Dios. La economía será el lugar de la obra salvífica de Dios. Confesamos que un
acontecimiento histórico ha cambiado radicalmente la situación de todos los
seres humanos. Confesamos que la Verdad trascendente está inscrita en la
historia y actúa en ella. Por eso el mensaje de Jesús no puede disociarse de su
persona: él es para todos “el camino, la verdad y la vida”
(Jn 14,6) y no sólo un maestro de sabiduría entre otros.
26. A pesar de su énfasis en la historia, el símbolo no menciona ni evoca
explícitamente gran parte del contenido del Antiguo Testamento ni, en
particular, la elección y la historia de Israel. Evidentemente, el símbolo no
pretende ser exhaustivo. Sin embargo, conviene subrayar que este silencio no
significa en modo alguno que la elección del pueblo de la antigua alianza haya
prescrito[38].
Lo que la Biblia hebrea revela no es sólo una preparación, sino que es ya
historia de la salvación, que continuará y se realizará en Cristo: “La Iglesia
de Cristo reconoce que los comienzos (initia) de su fe y de su elección
se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al
misterio salvífico de Dios”[39].
El Dios de Jesucristo es el “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, es el “Dios
de Israel”. Además, el símbolo subraya discretamente la continuidad entre el
pueblo judío y el pueblo de la nueva alianza mediante la mención de “la Virgen
María”, que sitúa al Mesías en el marco de una familia judía y de una genealogía
judía, y se hace eco del texto veterotestamentario (Is 7,14 LXX). Actúa como un
puente entre las promesas del Antiguo Testamento y el Nuevo, como también lo
hará la expresión “resucitó al tercer día según las Escrituras” en el resto del
artículo, donde “Escrituras” significa el Antiguo Testamento (cf. 1Cor 15,4). La
continuidad entre el Antiguo y el Nuevo Testamento reaparece cuando el artículo
sobre el Espíritu indica que “habló por medio de los profetas”, y que quizás
representa una nota antimarcionita[40].
En cualquier caso, para poder ser comprendido plenamente, este símbolo nacido de
la liturgia adquiere su pleno significado cuando es proclamado en la liturgia y
articulado con la lectura de todas las Sagradas Escrituras, Antiguo y Nuevo
Testamento. Esto sitúa la fe cristiana en el marco de la economía de la
salvación que incluye de manera natural y estructural al pueblo elegido y su
historia.
2.3 La grandeza del acto de salvación: el misterio pascual
27. El realismo y la dimensión trinitaria de la salvación en Cristo culminan en
el misterio pascual. El Hijo, luz de Dios y Dios verdadero, se encarna, sufre,
muere, desciende al sheol y resucita. Se trata de otra novedad sin precedentes.
La dificultad de Arrio se refería no sólo a la unidad de Dios, incompatible con
la generación de un Hijo, sino también a la comprensión de su divinidad,
incompatible con la pasión de Cristo. Sin embargo, es precisamente en Cristo y
sólo en Cristo como entendemos lo que Dios es capaz de realizar, más allá de
todos los límites de nuestras precomprensiones. Se trata de tomar en serio el
grito de Jesús, siendo también el grito del Hijo de Dios, expresado con el sudor
de sangre y el miedo: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz” (Mt
26,39b). La propia palabra homoúsios ayuda a comprender la incomprensible
kénosis de la encarnación: sólo la afirmación del Hijo “consustancial” al
Padre permite comprender la radicalidad y la profundidad de lo que este mismo
Hijo consintió al asumir la condición humana. En cierto sentido, podríamos decir
que el Hijo, semper major, se hace verdaderamente minor, y que el
Dios Altísimo desciende hasta lo más bajo en Jesucristo (cf. Filp 2,5-11). Ahora
bien, aunque sólo Cristo nace, sufre la pasión y muere, podemos decir que “unus
de Trinitate passus est”[41].
Toda la Trinidad está implicada, cada persona de manera singular, en la pasión
salvadora de Cristo. Así, la pasión nos revela el significado verdaderamente
divino de la “omnipotencia”. La omnipotencia del Dios Trino es idéntica con la
entrega de sí y con el amor. El Redentor crucificado no es, pues, el
ocultamiento, sino la revelación de la omnipotencia del Padre.
28. La plenitud del acto redentor de Cristo sólo se manifiesta completamente con
su resurrección, plenitud de la salvación, donde se confirman todos los aspectos
de la nueva creación. La resurrección da testimonio de la plena divinidad de
Cristo, porque es el único capaz de atravesar y vencer la muerte, pero también
de su humanidad, ya que es la misma humanidad, numéricamente idéntica a la de su
vida terrena, la que se transfigura y se glorifica. No se trata de un símbolo ni
una metáfora: Cristo resucita en su humanidad y en su cuerpo. La resurrección
trasciende la historia, pero ha sucedido en el corazón de la historia de los
seres humanos y de este hombre Jesús. Además, es profundamente trinitaria: el
Padre es su fuente, el Espíritu es su soplo vivificante y Cristo glorificado
vive –siempre en su humanidad– dentro de la gloria divina y en inalterable
comunión con el Padre y el Espíritu. Debemos hacer notar que es la resurrección
de Cristo, “primogénito de entre los muertos” (Col 1,18; cf. Rom 8,29), la que
revela la generación eterna del Hijo, “primogénito de todas las criaturas” (Col
1,15). Por lo tanto, la paternidad y la filiación divinas no son desarrollos de
modelos humanos, aunque se expresan en palabras humanas culturalmente definidas,
sino que son realidades sui generis de la vida divina.
29. El símbolo subraya que la resurrección de Jesucristo se extiende hasta el
final de los tiempos, cuando Cristo “vuelva en la gloria para juzgar a los vivos
y a los muertos; y su reino no tendrá fin”. Con la resurrección se adquiere
definitivamente la victoria, pero ésta debe realizarse plenamente en la parusía.
La esperanza cristiana está en camino de plenitud: no se funda sólo en el
ephápax de la pasión y la resurrección, ni en el don presente de la gracia,
sino también en el futuro del regreso glorioso de Cristo y de su reino. Este
aspecto de la fe nicena se comprende mejor y se fortalece cuando se lee en un
contexto en el que la Iglesia escucha el Antiguo Testamento y la fe del pueblo
judío de hoy. La expectativa mesiánica actual del pueblo de Israel pone de
relieve la totalidad de las promesas mesiánicas de paz en toda la tierra y de
justicia para todos, en un mundo enteramente renovado (Is 2,4; 61,1-2; Miq 4,1-
3), que los cristianos esperan con la parusía. Todo esto puede y debe despertar
la esperanza cristiana en el regreso del Resucitado, porque sólo entonces su
obra redentora será plenamente visible[42].
3. Percibir la inmensidad de la salvación ofrecida a los hombres y la inmensidad
de nuestra vocación humana
30. Celebrar Nicea no es sólo asombrarnos ante la sobreabundante plenitud de
Dios y de Cristo Salvador, sino también ante la sobreabundante grandeza del don
ofrecido a los seres humanos y de la vocación humana que se revela. El misterio
de Dios en su inmensidad es una revelación de la verdad sobre el hombre, que
también es semper major. Se trata aquí de desarrollar las implicaciones
soteriológicas y antropológicas de las afirmaciones trinitarias y cristológicas
del símbolo de Nicea, así como la enseñanza al final del tercer artículo sobre
el Espíritu Santo, que presenta la fe en la Iglesia y en la salvación:
Creemos en la Iglesia una, santa, católica y apostólica.
Confesamos un solo bautismo para la remisión de los pecados.
Esperamos la resurrección de los muertos
y la vida del mundo futuro. Amén.
3.1 La grandeza de la salvación: entrar en la vida de Dios
31. Debido a que Cristo nos salva, la fe de Nicea confiesa la “remisión de los
pecados” y la “resurrección de los muertos”. El símbolo menciona el pecado
porque necesitamos saber de qué mal somos liberados. El pecado, en sentido
teológico estricto, no es sólo un vicio o una falta que ofende a las intenciones
del Creador en la criatura (cf. Rom 2,14-15), sino que es también una ruptura
deliberada con Dios dentro de una relación teologal con él. En este sentido, el
pecador toma conciencia de su pecado a la luz del amor misericordioso de Dios:
el pecado debe ser "descubierto" por obra de la misma gracia para que pueda
convertir los corazones[43].
Por tanto, la revelación del pecado es el primer paso de la redención y debe ser
confesado como tal.
32. Con la enorme pretensión de que los muertos resucitan, la fe nicena profesa
que la salvación es completa y plena. El hombre queda liberado de todo mal,
incluido el “último enemigo” que debe ser destruido por Cristo para que todo
quede sujeto a Dios (cf. 1Cor 15,25-26). La fe en la resurrección implica no
sólo la supervivencia del alma sino también la victoria sobre la muerte[44].
Además, el hombre no se salva solamente en su alma sino también en su cuerpo.
Nada de lo que constituye la identidad y la humanidad del hombre queda fuera de
la nueva creación que Cristo propone. Además, este don se adquiere para siempre,
en la medida en que se desarrolla en “la vida del mundo futuro”, el escháton
plenamente realizado. Después de la Pascua, ningún pecado tiene poder para
separar al hombre de Dios, menos aún si se coge de la mano del Crucificado y
Resucitado, que llega hasta lo más profundo del abismo para ofrecerse a la oveja
descarriada: “Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni
futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá
separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rom
8,38-39).
33. Como Cristo nos salva en cuanto verdadero Dios, la resurrección significa
para nosotros la entrada a la vida divina, la humanización y la divinización al
mismo tiempo, según lo muestra el comentario de Jesús al Salmo 81,6 en Juan
10,14: “Vosotros sois dioses”[45].
Y como nos salva en cuanto que es el Hijo, engendrado del Padre, esta
divinización es filiación adoptiva y conformación con Cristo; es la entrada a
través del Espíritu Santo en el amor del Padre. Somos amados y regenerados por
el mismo amor con el cual el Padre ama y engendra eternamente al Hijo. Ésta es
la implicación soteriológica de la paternidad de Dios profesada por Nicea. Por
fin, como Cristo nos salva en cuanto que es Hijo, con el Padre y el Espíritu
Santo, esta filiación es una verdadera inmersión en las relaciones trinitarias.
Por eso el símbolo nace de la profesión de fe bautismal trinitaria y el bautismo
se hace “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. La
inmensidad del don revelado se mostró en el misterio de la ascensión de Cristo:
“ascendió al cielo”, demostrando que Cristo mismo es “nuestro cielo”[46].
El Hijo exaltado enviará el don prometido de Dios, el Espíritu de Pentecostés.
Ninguna visión que limite de manera restringida la salvación sería
verdaderamente cristiana.
3.2 La inmensidad de la vocación humana al amor divino
34. Lo dicho anteriormente no puede dejar de tener consecuencias en la visión
cristiana del ser humano. Se revela en la sobreabundante grandeza de su vocación
de homo semper major. El símbolo de Nicea no incluye un artículo
antropológico en sentido estricto, pero el ser humano, considerado en su
vocación a la filiación divina en Jesús, podría calificarse como objeto de fe.
Según las Sagradas Escrituras, su verdadera identidad es revelada por el
misterio de Cristo y el misterio de la salvación como mysterion en
sentido estricto, en analogía con el de Dios y el de Cristo, aunque éstos lo
superen incomparablemente.
35. Este gran misterio está vinculado en primer lugar con el del Dios Trinitario
y el de Cristo. La revelación de la paternidad de Dios es la revelación del
misterio mismo de la paternidad: “Doblo mis rodillas ante el Padre, de quien
procede toda paternidad en el cielo y en la tierra” (Ef 3,14). La revelación, en
el evangelio de Juan, del Hijo Único, es la manifestación de la filiación en
sentido propio, que se deriva ontológicamente de la primera generación y que se
refiere al misterio mismo de la Trinidad. En una suerte de inversión de la
relación para llegar a comprender mejor, son la paternidad y la filiación
trinitarias las que iluminan y purifican la paternidad, la maternidad, la
filiación y la fraternidad humanas, culturalmente situadas y marcadas por el
pecado. La paternidad divina manifiesta, en primer lugar, que la filiación es la
característica más profunda del ser humano: efectivamente, el ser humano es un
don que se le dona a él mismo por Dios Padre y se le llama a recibir este don de
parte de Dios y, en Él, el don los demás seres humanos y del mundo creado, para
que sea cada vez más él mismo. Por este motivo, su identidad y su vocación se
revelan muy particularmente en Cristo, Hijo encarnado, “hombre perfecto” que,
“en la revelación misma del misterio del Padre y de su amor, se manifiesta
plenamente al hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”[47].
Por otra parte, el ser humano también es llamado a participar del misterio de la
paternidad, siendo padre y madre carnal y espiritualmente hablando. A imagen de
la paternidad divina, la paternidad y la maternidad humanas implican el don de
sí, la igualdad completa entre padres e hijos, entre quienes dan y quienes
reciben, pero también una diferencia y un orden (taxis) entre ellos.
Finalmente, no existe una antropología verdaderamente cristiana que no sea
pneumatológica. Sólo el Espíritu “que da vida” humaniza plenamente al ser
humano, haciéndolo hijo e hija, padre y madre. En sentido analógico, podemos
hablar sin duda de una forma de co-espiración del Espíritu, o de
inspiración conjunta, porque nuestras acciones y palabras más fructíferas lo
son en la medida de la cooperación que ofrecen al Espíritu, quien a través de
ellas consuela, eleva y guía[48].
Así, debe ser revelada la verdad y el significado de la paternidad, la filiación
y la fecundidad humanas, porque no son sólo realidades naturales o culturales
sino una participación en el modo de ser del Dios Trino. No pueden entenderse en
profundidad sin la revelación y, asimismo, no pueden ejercerse sin la gracia. Es
una buena noticia que se puede redescubrir hoy a partir de Nicea.
36. En cierto sentido, el propio homoúsios puede tener un significado
antropológico. Un hombre nos dio acceso a Dios. Por supuesto, es Cristo quien
dice de manera única y propia: “Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn 14,9), por el
misterio de la unión hipostática. Sin embargo, esta unión única en él es
coherente con el misterio del ser humano “creado a imagen y semejanza de Dios”
(Gen 1,27). En este sentido, verdaderamente todo ser humano refleja a Dios, da a
conocer y da acceso a Dios. El Papa Pablo VI expresó esta paradoja subrayando,
por un lado, que “para conocer al hombre, al hombre verdadero, al hombre
integral, es necesario conocer a Dios”, pero, por otro lado, también que “para
conocer a Dios, es necesario conocer el hombre”[49].
Estas palabras deben tomarse en su sentido más profundo: no sólo cada ser humano
muestra la imagen de Dios, sino que no es posible conocer a Dios sin pasar por
el ser humano. Además, como vimos anteriormente (§ 22), la Iglesia llegó a
utilizar la expresión homoúsios para expresar la comunidad de naturaleza
de Cristo como verdadero hombre, “nacido de mujer” (Gal 4,4), de la Virgen
María, con todos los seres humanos[50].
Las dos caras de esta doble “consustancialidad” del Hijo encarnado se refuerzan
mutuamente para fundar de manera profunda y eficaz la fraternidad de todos los
seres humanos. Somos en cierto sentido hermanos y hermanas de Cristo según la
unidad de la misma naturaleza humana: “Él tuvo que hacerse semejante en todo a
sus hermanos” (Heb 2,17; cf. 2,11-12). Este vínculo de humanidad es el que
permite a Cristo, consustancial al Padre, atraernos a su filiación con el Padre
y hacernos hijos de Dios, hermanos suyos y, en consecuencia, hermanos unos de
otros en sentido nuevo, radical e indestructible.
37. El misterio del hombre en su gran dignidad se ilumina también a través de la
dimensión escatológica del símbolo de Nicea. La fe en la “resurrección de los
muertos”, también llamada “resurrección de la carne”[51],
afirma la belleza del cuerpo y la belleza de lo que se experimenta en el mundo a
través del cuerpo, a pesar de la fragilidad y los límites humanos. Afirma el
valor de este cuerpo personal concreto que será resucitado, transfigurado, pero
que permanecerá singularmente idéntico[52].
Plantea así una cuestión ética: si los actos de amor verdadero realizados en y
por el cuerpo en esta vida son de alguna manera los primeros pasos de la vida
resucitada, el respeto al cuerpo implica vivir con rectitud y pureza en todo lo
que le corresponde a éste. Hay que señalar que las cristologías que no postulan
una plena humanidad de Cristo corren el riesgo de inducir una concepción de la
salvación como huida del cuerpo y del mundo, más que como una plena humanización
del hombre. Ahora bien, este anclaje en el mundo y en el cuerpo, creados con
bondad y llevados a una plena realización en la nueva creación, es una de las
características del cristianismo. Aquí se encuentra el vínculo profundo entre
creación y salvación: todos los rasgos humanos de Jesús, recibidos de María, su
madre, son una buena noticia e invitan a que cada ser humano considere lo que
hace de su propia humanidad concreta como una buena nueva.
38. Además, la esperanza en la resurrección, como también la esperanza en la
“vida eterna del mundo futuro”, atestigua el inmenso valor de la persona
individual, que no está llamada a desaparecer en la nada ni en el todo, sino a
entrar en una relación eterna con Dios que eligió a cada uno antes de la
fundación del mundo (cf. Ef 1,4). La elección de Abraham, Isaac y Jacob y la
alianza irrevocable con el pueblo de Israel revelan ya la alianza que Dios
quiere establecer con todas las naciones y con cada ser humano en fidelidad
perpetua. Asimismo, la encarnación del Hijo eterno en un ser humano singular
confirma, establece y cumple la dignidad indestructible de la persona, como
hermano y hermana de Jesucristo.
39. Nuestro mundo de hoy tiene una inmensa necesidad de redescubrir estos
aspectos del misterio del hombre que lo presentan en su grandeza, sin ignorar su
miseria: “El hombre supera infinitamente al hombre”, decía Blas Pascal[53].
Esta convicción cristiana desafía todas las formas de reduccionismo
antropológico. La fe en la paternidad, la filiación y la inspiración fecunda
(“pneumática”) de las personas humanas funda y orienta toda concepción auténtica
de la autonomía, la libertad y la creatividad humanas. Éstas tienen su origen en
Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, para quien la omnipotencia, la
sabiduría y el amor no son sino uno en el don de sí. Por el contrario, la
pérdida de la fe en la resurrección y en la vida eterna llegará a negar su
verdadero lugar al cuerpo y el valor sagrado de cada individuo en su unicidad y
trascendencia. Ahora bien, el Creador nos ha revelado sus intenciones: “Lo
hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad” (Sal
8,6).
3.3 La belleza del don de la Iglesia y del bautismo
40. Los diferentes conceptos expuestos hasta ahora están entrelazados con las
afirmaciones eclesiológicas y sacramentales del símbolo. La fe nicena significa
también creer en la Iglesia “una, santa, católica y apostólica” y en el bautismo
“para la remisión de los pecados”. La Iglesia y el bautismo también deben
celebrarse como dones semper majora. En cuanto que confirman y
manifiestan la sobreabundante plenitud de todo lo expuesto en el resto del
símbolo, son los objetos paradójicos de la fe: se trata de reconocer en ellos
mucho más de lo que se ve. La Iglesia es una, más allá de sus divisiones
visibles; santa, más allá de los pecados de sus miembros y de los errores
cometidos por sus estructuras institucionales; católica y apostólica,
más allá de las realidades identitarias o culturales y de las tormentas
doctrinales y éticas que la agitan constantemente. En este sentido, se trata de
evitar tanto el “monofisismo” como el “arrianismo” eclesiológico. El primero
subestima, incluso oculta, la dimensión humana de la Iglesia. Mientras que el
segundo elude la dimensión divina de la Iglesia en favor de una dimensión
puramente sociológica y funcional. Asimismo, en la fe, el bautismo se entiende
como fuente de vida nueva y de la purificación del pecado más allá de lo visible
en la vida imperfecta y a veces lejana de Dios de los propios bautizados.
Despliega y eleva la dignidad inviolable de cada ser humano, conformándolo con
Cristo, sacerdote, profeta y rey.
41. “Creer” en la Iglesia y “confesar” un solo bautismo es recibir un don de fe
que permite discernir en el corazón mismo de su dimensión humana y frágil la
presencia activa y santificadora del Espíritu Santo. El Espíritu hace a la
Iglesia una, santa, católica y apostólica y otorga su eficacia al bautismo.
“Creer” en la Iglesia y en el bautismo es también percibir en ella y a través de
ella la acción salvífica de Cristo. Así como Cristo es el sacramento fundamental
de Dios, su presencia real y activa en el símbolo real de su humanidad, así la
Iglesia es “sacramento universal de salvación”[54].
Por último, “creer” en la Iglesia y en el bautismo es discernir la presencia del
Dios Trinitario. La Iglesia es semper major, porque encuentra su fuente y
su fundamento en el Dios Trino y en ella viven el Padre, el Hijo encarnado y el
Espíritu. En ella se proclama y celebra la fe nicena, a través del bautismo y
los demás sacramentos: “Gloria a ti, Padre e Hijo con el Espíritu Santo en la
santa Iglesia”[55].
42. En la encrucijada entre la soteriología y la antropología, el hecho de creer
en la Iglesia y confesar un solo bautismo confirma y revela la inmensidad de la
salvación y el misterio del ser humano. La salvación no es un proceso meramente
individual, sino comunitario y sobrenatural, recibido a través de la cooperación
de otras personas que son nuestros prójimos, y que produce frutos espirituales
para otros que también son nuestros prójimos[56].
Se ilumina la naturaleza del ser humano que no es un ente aislado, sino un ser
social, inserto en una familia, en una nación, en una comunidad de fe y en toda
la humanidad[57].
En consecuencia, la fe en la Iglesia y en el bautismo implica que la redención
se inscriba en hechos y estructuras visibles, ligadas a la dimensión corporal
del individuo y del cuerpo social, que se despliegan en la historia. Éstos son
el lugar del Espíritu vivificante e inspirador que trabaja entre esos límites y
va más allá de ellos para alcanzar a cada ser humano. Básicamente, al dar
testimonio de la articulación del individuo y el todo, de la corporalidad y de
la inscripción en la historia, la Iglesia participa de la obra de Cristo que
“manifiesta plenamente el hombre al propio hombre”[58].
De manera particular, como “sacramento de unidad”[59],
la Iglesia profesada por la fe nicena es signo e instrumento de la unidad de
todos estos aspectos de lo humano y de toda la humanidad: la visión cristiana
del hombre rompe la estrechez de todo reduccionismo que rechaza a la comunidad
en beneficio del individuo o al individuo en beneficio de lo colectivo, y que no
tienden a la unidad.
4. Celebrando juntos la inmensidad de la salvación: el alcance ecuménico de la
profesión de fe nicena y el anhelo de una fecha común para la celebración de la
Pascua
43. La fe de Nicea, en su belleza y grandeza, es la fe común a todos los
cristianos. Todos están unidos en la profesión del símbolo
niceno-constantinopolitano, aunque no todos confieren a este Concilio y a sus
decisiones un estatuto idéntico. El año 2025 es, por tanto, una oportunidad
inestimable para subrayar que lo que tenemos en común es mucho más fuerte,
cuantitativa y cualitativamente, que lo que nos divide: todos creemos en el Dios
Trinidad, en Cristo verdadero hombre y verdadero Dios, en la salvación en
Jesucristo, según las Escrituras interpretadas en la Iglesia y bajo la moción
del Espíritu Santo. Todos creemos en la Iglesia, el bautismo, la resurrección de
los muertos y la vida eterna. El Concilio de Nicea es particularmente venerado
por las Iglesias de Oriente, no simplemente como un concilio entre otros o el
primero de una serie, sino como el Concilio por excelencia, que promulgó la
confesión de fe de los “318 padres ortodoxos”.
44. Por tanto, el año 2025 es una oportunidad para que todos los cristianos
celebren juntos esta fe y el Concilio que permitió expresarla. El ecumenismo
teológico, legítimamente, centra su atención y sus esfuerzos en afrontar los
nudos no resueltos de nuestras diferencias, pero sin duda es también muy
fecundo, por no decir más fecundo todavía, celebrar juntos, para avanzar
hacia el restablecimiento de la comunión plena entre todos los cristianos, para
que el mundo crea. Ya hemos destacado cómo el énfasis de las diferentes
tradiciones cristianas permite resaltar las riquezas del texto del símbolo (supra
§ 17). La celebración común de Nicea podría ser un recorrido ecuménico de
enriquecimiento mutuo que ofrecerá, a lo largo del camino, una mejor comprensión
del misterio, una mayor comunión entre las distintas tradiciones eclesiales y un
vínculo más fuerte con la profesión común de la fe cristiana.
45. Uno de los objetivos de Nicea fue establecer una fecha común de la Pascua
para expresar la unidad de la Iglesia en toda la Oikoumenē.
Lamentablemente, hasta el día de hoy no se ha llegado a acordar por unanimidad
ninguna fecha común. La divergencia de los cristianos respecto de la fiesta más
importante de su calendario origina daños pastorales en las comunidades, hasta
el punto de dividir a las familias, y suscita escándalo entre los no cristianos,
afectando así el testimonio del Evangelio que se les transmite. Por eso el Papa
Francisco, el Patriarca Ecuménico Bartolomé y otros líderes de la Iglesia han
pedido repetidamente el establecimiento de una fecha común para celebrar la
Pascua. Pues bien, ahora nos encontramos con que, en el año 2025, la Pascua
coincide en la misma fecha para Oriente y Occidente. ¿No sería ésta una ocasión
providencial que habría que aprovechar para seguir celebrando la pasión y
resurrección de Cristo, la “fiesta de las fiestas” (Maitines bizantinos de
Pascua), en comunión con todas las comunidades cristianas? Hay varias propuestas
de fechas determinadas que son bastante realistas. Sobre esta cuestión, la
Iglesia católica permanece abierta al diálogo y a encontrar una solución
ecuménica. Ya en el apéndice de la Constitución Sacrosanctum Concilium,
el concilio Vaticano II no se opuso a la introducción de un nuevo calendario y
subrayó que esto debería hacerse “con el consentimiento de aquellos para quienes
esta cuestión es importante, especialmente los hermanos separados de la comunión
con el Sede apostólica”[60]
Nótese la importancia que el mundo oriental concede a los elementos establecidos
en la posteridad de Nicea para determinar la fecha de la Pascua: la Pascua debe
celebrarse “el primer domingo siguiente a la luna llena que sigue o coincide con
el equinoccio de primavera”[61].
El domingo evoca la resurrección de Cristo el primer día de la semana, mientras
que la luna llena que sigue al equinoccio de primavera recuerda el origen judío
de la fiesta, el 14 de Nisán, pero también la dimensión cósmica de la
resurrección, dado que el equinoccio de primavera evoca el momento en que la
duración del día prevalece sobre la de la noche y cuando la naturaleza vuelve a
la vida después del invierno.
46. Cabe señalar que fue en el marco del concilio de Nicea cuando la Iglesia
optó decisivamente por separarse de la fecha de la Pascua judía. El argumento
según el cual el Concilio quería distanciarse del judaísmo se ha esgrimido a
partir de las cartas del emperador Constantino relatadas por Eusebio, que
presentan en particular justificaciones antijudías para la elección de una fecha
de Pascua que no esté vinculada al 14 de Nisán[62].
Sin embargo, hay que distinguir las motivaciones atribuidas al Emperador y las
de los Padres del Concilio. En todo caso, en los cánones del Concilio no hay
nada que exprese este rechazo al modo judío de hacer las cosas. No podemos
ignorar la importancia para la Iglesia de la unidad del calendario y de la
elección del domingo para expresar la fe en la resurrección. Hoy, cuando la
Iglesia celebra los 1700 años de Nicea, estos vuelven a ser los objetivos al
reflexionar sobre la fecha de Pascua. Más allá de la cuestión del calendario,
sería deseable subrayar mejor la relación entre la Pascua y el Pesaḥ en la teología, en las homilías y en la catequesis, para lograr una comprensión
más amplia y profunda del significado de la Pascua.
47. En las vigilias pascuales y en cada liturgia bautismal se proclama el
símbolo Niceno-Constantinopolitano en su forma más solemne, la del diálogo. Esta
profesión de fe que fundamenta la vida cristiana individual y la vida de la
Iglesia encontrará toda su fuerza si hunde sus raíces en la revelación hecha a
nuestros “hermanos mayores” y a nuestros “padres en la fe” y vivida en comunión
visible por todos los discípulos de Cristo[63].
Capítulo 2
El símbolo de Nicea en la vida de los creyentes.
“Creemos como bautizamos;
y oramos como creemos”
Preámbulo: la fe confesada en la fe vivida
48. La fe profesada en Nicea tiene un rico contenido dogmático, determinante
para establecer la doctrina cristiana. Sin embargo, el objetivo de esta doctrina
era y sigue siendo el de alimentar y guiar la vida del creyente. Por ello, es
posible destacar que hay un verdadero tesoro espiritual en el Concilio de Nicea
y en su símbolo, una “fuente de agua viva” a la que la Iglesia está llamada a
recurrir hoy y siempre. San Antonio Abad aceptó abandonar su eremo para ir a
testificar contra los arrianos en Alejandría[64]
y proteger el acceso a esta fuente de agua viva. Este tesoro se revela
directamente en el modo en que la fe de Nicea nació y se alimentó de la lex
orandi[65].
De manera general, los sínodos no tenían la intención de limitar sus debates al
ámbito especulativo de las declaraciones de fe, sino que, por el contrario, los
participantes intercambiaban puntos de vista respecto a toda la vida eclesial,
buscando la mejor manera de impregnar la vida cotidiana con las verdades de la
fe y practicarlas y, a la inversa, adaptar su enseñanza a las exigencias
litúrgicas, sacramentales, e incluso éticas[66].
Los obispos llevaban espiritualmente consigo a los concilios a los miembros del
cuerpo de la Iglesia, con quienes compartían la vida de fe y oración, y con
quienes cantaban la alabanza a la gloria del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo, el único y solo Dios. Si queremos captar el alcance espiritual y
teológico del dogma de Nicea, conviene explorar su recepción en la práctica
litúrgica y sacramental, en la catequesis y la predicación, en la oración y los
himnos del siglo IV.
1. El bautismo y la fe trinitaria
49. Antes de que la doctrina de la Trinidad se desarrollara
teológicamente, la fe en la Trinidad era el fundamento de la vida
cristiana celebrada en el bautismo. La profesión de fe bautismal pronunciada en
la fórmula sacramental del bautismo no expresaba simplemente un misterio teórico
sino la fe viva, referida a la realidad de la salvación concedida por Dios y,
por tanto, a Dios mismo. La fe bautismal da un “conocimiento” de Dios que es al
mismo tiempo un acceso al Dios vivo. Así, el apologista Atenágoras afirma:
«nosotros, hombres […] que nos dirigimos por el solo deseo de conocer al
Dios verdadero y al Verbo que de Él viene, ─cuál sea la unidad del Hijo con el
Padre, cuál sea la comunión del Padre con el Hijo, qué cosa sea el Espíritu,
cuál sea la unión de tan grandes realidades, cuál la distinción de los así
unidos, del Espíritu, del Hijo y del Padre»[67].
50. Por eso la fórmula bautismal, en la que el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo aparecen en igualdad, constituye el argumento central contra Arrio y sus
discípulos, mucho más que el recurso a un razonamiento teológico. Este es el
caso tanto de Ambrosio[68]
e Hilario[69],
como de Basilio de Cesarea, Gregorio de Nisa o Efrén el Sirio[70].
Del mismo modo insiste Atanasio: se nombra al Hijo en la fórmula bautismal no
porque el Padre no sea suficiente, ni tampoco simplemente por casualidad, sino
porque:
[…] como es el Logos de Dios y su Sabiduría propia y, al ser su resplandor (apaugasma),
existe siempre con el Padre, por eso es imposible que al ser el Padre quien
procure la gracia, ésta no venga dada en el Hijo, pues el Hijo está en el Padre
como el resplandor de la luz. […] a la hora de conceder el Bautismo, el Hijo
bautiza a aquél a quien el Padre bautiza, y aquél a quien el Hijo bautiza es
consagrado en el Espíritu Santo[71].
51. Dicho esto, tanto para Atanasio como para los Padres Capadocios, no se trata
simplemente de pronunciar la fórmula trinitaria, sino de que el bautismo supone
la fe en la divinidad de Jesucristo. Por lo tanto, la enseñanza de la fe
verdadera es necesaria y es parte de la práctica conforme al bautismo. Atanasio
cita como base la formulación del precepto de Mt 28,19: “Id... enseñad … y
bautizad”[72].
Por eso Atanasio –al igual que Basilio y Gregorio de Nisa–[73]
niegan cualquier eficacia del bautismo arriano, porque quienes consideran al
Hijo como una criatura no tienen una concepción justa de Dios Padre:
quien no reconoce al Hijo, tampoco comprende al Padre y no “posee” al Padre,
porque el Padre nunca comenzó a ser Padre[74].
2. El símbolo de Nicea como confesión de fe
52. La confesión de fe nicena no es solo expresión de la fe bautismal, sino que
es posible que pueda provenir directamente de un símbolo bautismal de la Iglesia
de Cesarea en Palestina (si creemos lo que dice Eusebio[75]).
Se habrían incluido tres adiciones: “…es decir de la sustancia del Padre”,
“engendrado, no creado”, y “consustancial al Padre (homooúsios)”. De esta
manera, se afirma con sorprendente claridad que quien “se encarnó por nosotros
los hombres... y sufrió” es Dios, homooúsion tō Patri. Sin
embargo, aunque es “de la sustancia del Padre” (ek tēs ousias tou Patros),
es distinto del Padre en cuanto es su Hijo. Por él, que “se hizo hombre para
nuestra salvación”, sabemos lo que significa el hecho de que el Dios Trinitario
“es amor” (1Jn 4,16). Estas adiciones son esenciales e indican la originalidad y
la aportación decisiva de Nicea, aunque al mismo tiempo sea necesario subrayar
que el símbolo como símbolo de la fe está originariamente enraizado en el marco
litúrgico, que es su entorno vital y, por tanto, que es aquí donde adquiere todo
su significado. Desde luego no se trata de una presentación teórica sino del
hecho de la celebración bautismal, que se enriquece con el resto de la liturgia
y a su vez la ilumina. Nuestros contemporáneos pueden tener a veces la impresión
de que el símbolo es una síntesis muy teórica porque desconocen sus raíces
litúrgicas y bautismales.
53. En este sentido, la fe nicena sigue siendo un “symbolon” (“ekthesis”,
“pistis”), es decir una confesión de fe. Se puede distinguir de una
interpretación o definición teológica técnica precisa, destinada a proteger la
fe (“hóros”, “definitio”), como la que propuso, por ejemplo, el
Concilio de Calcedonia. Al ser un símbolo, la confesión de Nicea es una
formulación y explicación positiva de la fe bíblica[76].
No pretende ser una nueva definición, sino más bien una evocación de la fe de
los apóstoles: “Esta fe, Cristo la ha dado, los apóstoles la han
anunciado, los Padres de toda nuestra Oikoumenē reunidos en Nicea
la han transmitido (paradosis)”[77].
54. Por ello, el símbolo de Nicea es considerado en el periodo siguiente (al
menos hasta finales del siglo V) como la prueba decisiva de la ortodoxia
teniendo en cuenta su condición de confesión de fe y, precisamente, de la fe
apostólica, y no en cuanto definición o enseñanza[78].
Así se utiliza como texto básico durante los concilios posteriores. Éfeso y
Calcedonia quieren ser la interpretación del símbolo de Nicea: subrayan su
acuerdo con Nicea y se oponen a las posiciones disidentes frente a Nicea. Cuando
se leyó la confesión de Fe de Nicea-Constantinopla en el Concilio de Calcedonia,
los obispos reunidos exclamaron: “¡Ésta es nuestra fe! ¡En ella fuimos
bautizados, en ella bautizamos! El Papa León también cree así, Cirilo creía así[79]”.
Tengamos en cuenta que la profesión de fe puede expresarse en singular – “yo
creo” – pero que más a menudo se hace en plural: “creemos”. Igual que la oración
del Señor se recita en plural: “Padre nuestro…”. Mi fe, radicalmente personal y
singular, se inscribe también radicalmente en la fe de la Iglesia, como
comunidad de fe. El símbolo de Nicea y el original griego del símbolo
Niceno-Constantinopolitano comienzan con el plural “creemos”, “para testificar
que en este “Nosotros”, todas las Iglesias estaban
en comunión y que todos los cristianos profesaban la misma fe”[80].
55. Como comentamos en el capítulo anterior, hasta hoy “Nicea” —“la confesión de
fe de los 318 padres ortodoxos”[81]—,
es considerado en las Iglesias orientales como el concilio por
excelencia, es decir no se trata de "un concilio entre otros", ni siquiera "del
primero de una serie", sino de la norma de la fe cristiana verdadera. Los “318
Padres” se mencionan explícitamente en la liturgia de Jerusalén. Además, en las
Iglesias orientales, a diferencia de las occidentales, Nicea también tiene su
propia conmemoración en el calendario litúrgico. Cabe señalar que las cuestiones
disciplinares tratadas en Nicea reciben desde el principio un peso diferente al
de la confesión de fe. Si en las cuestiones disciplinares es posible tomar
decisiones por mayoría, en las cuestiones de fe es la tradición apostólica es
decisiva: “Respecto a la fecha de Pascua, los Padres escribieron: “se decidió”.
Respecto a la fe, no escribieron: “se decidió”, sino: “¡así cree la Iglesia
católica!”[82].
3. Profundización en las predicaciones y en las catequesis
56. Los Padres de Oriente y Occidente no se conformaron con argumentar a través
de tratados teológicos, sino que también aclararon la fe nicena en la
predicación dirigida al pueblo, para proteger a los fieles contra
interpretaciones erróneas, generalmente denominadas con el término “arriano”,
incluso aunque los homeos de Occidente en la época de san Agustín se
distinguiesen marcadamente en su argumentación de los “neoarrianos” de Oriente.
La concepción teológica de que el Hijo no es "Dios verdadero de Dios verdadero",
sino sólo la criatura más eminente del Padre y no es coeterna con él, fue
reconocida por los Padres como una amenaza persistente, incluso al margen de los
adversarios concretos. El prólogo del evangelio de Juan ofreció la oportunidad
de explicar la relación entre el Padre y el Hijo, o entre “Dios” y su “Palabra”,
según la confesión de Nicea[83].
Cromacio de Aquileia (ordenado obispo en 387/388, muerto en 407), por ejemplo,
transmitió la fe nicena a sus fieles sin utilizar terminología técnica[84].
Incluso aquellos Padres de la Iglesia que en principio se muestran escépticos
respecto a los "debates teológicos", adoptan una posición muy clara contra la
"impiedad arriana" ("asebeia", "impietas"): los arrianos no
comprenden "la eterna generación del Hijo”, ni la “igualdad-eternidad original”
del Padre y el Hijo[85].
Incluso se equivocan sobre el monoteísmo al aceptar una segunda divinidad
subordinada. Por tanto, su adoración está pervertida y es errónea.
57. Juan Crisóstomo explica en sus catequesis la fe bautismal que había sido
válidamente formulada en Nicea[86],
y distingue la fe verdadera no sólo de la doctrina de los homeos, sino también
de la doctrina sabeliana: los cristianos creen en Dios como “una esencia, tres
hipóstasis”. Agustín argumenta de manera similar en las instrucciones a los
candidatos al bautismo[87].
La Oratio catechetica magna de Gregorio de Nisa, cuyas partes más amplias
están dedicadas a la Palabra eterna y encarnada de Dios, puede considerarse como
la obra maestra de una catequesis claramente destinada a quienes deben
transmitirla, es decir, a los obispos y catequistas. El tema no es sólo la
relación entre el Verbo-Hijo y el Padre (cap. 1.3.4), sino también el
significado de la encarnación como acción redentora (cap. 5). Gregorio
quiere dejar claro que el nacimiento y la muerte no son algo indigno de Dios o
incompatible con su perfección (caps. 9 y 10), y explica la encarnación como
amor de Dios por los hombres. Pero insiste sobre todo en que el bautismo
cristiano se celebra en la “Trinidad increada”, es decir en las tres Personas
coeternas. Sólo así el bautismo confiere la vida eterna e inmortal: “En efecto,
quien se somete a un ser creado pone, sin darse cuenta, su esperanza de
salvación en este ser y no en la divinidad”[88].
58. En efecto, el núcleo del debate es una cuestión existencial más que un
problema teórico: ¿está el bautismo vinculado a la “instauración de la
filiación” (Basilio), al “comienzo de la vida eterna” (Gregorio de Nisa), a la
“salvación del pecado y de la muerte” (Ambrosio[89])?.
Esto sólo es posible si el Hijo (y el Espíritu Santo) es Dios. Sólo
cuando Dios mismo se convierte en “uno de nosotros” existe una posibilidad real
para el hombre de participar en la vida de la Trinidad, es decir, de ser
“divinizado”.
4. La oración al Hijo y las doxologías
59. La fe nicena sirve como regla para la oración personal y litúrgica[90],
especialmente la litúrgica. Aunque la “invocación del nombre del Señor (Jesús)”
ya está atestiguada en los escritos del Nuevo Testamento[91] y, sobre todo, los himnos a Cristo[92]
dan testimonio de la ofrenda de alabanza y de adoración, la oración al Hijo se
convierte en un motivo de controversia en la crisis arriana.
60. Reivindicando ciertos textos de Orígenes[93],
los arrianos del siglo IV, lo mismo que los seguidores de Orígenes de los siglos
V y VII, se oponían especialmente a la oración litúrgica al Hijo. Los arrianos
tenían interés en resaltar los pasajes de la Escritura que muestran a Jesús
mismo en oración, para enfatizar su inferioridad en relación con el Padre. Al
combinarlo con la concepción (apolinarista), también extendida entre los
arrianos, según la cual el Logos toma el lugar del alma de Jesús, parecía
demostrada la subordinación del Logos al Padre. Para ellos, por tanto, la
oración dirigida al Hijo era inapropiada. Para defender su punto de vista, los
arrianos utilizaban la fórmula tradicional de la doxología, de gran
importancia especialmente en las liturgias orientales: “Gloria y adoración al
Padre por (dia / per) el Hijo en (en / in) el Espíritu Santo”[94].
Se invocaba la diferencia de las preposiciones como prueba de una diferencia
esencial de personas. Los arrianos intentaron recurrir a la liturgia –reconocida
como instancia testimonial de la fe de la Iglesia– para demostrar lo que
consideraban teológicamente justificado.
61. En cambio, los defensores de Nicea afirmaban que la práctica de la
oración debía corresponder a la fe, y que ésta a su vez correspondía
al bautismo. Ahora bien, la fórmula del bautismo manifiesta la igual
dignidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por consiguiente, la oración
–ya sea personal o litúrgica– puede y debe dirigirse también al Hijo. Aunque no
rechazaron la antigua fórmula de la doxología, sino que defendieron su sentido
ortodoxo[95], prefirieron otras formulaciones y preposiciones: “tō Patri, kai…kai”, “tō
Patri, dia… syn”, que también están atestiguadas en las tradiciones bíblicas
y litúrgicas[96].
Basilio se refiere así, entre otros, al antiquísimo himno “Phōs hilaron”
(quizás del siglo II), en el que el Padre, el Hijo y el Espíritu son objeto de
un canto de adoración[97].
62. El principio: “¡Debemos creer como somos bautizados y, por lo tanto, adorar
como lo permite el bautismo!”[98],
también se aplica a la oración personal. La invocación de Jesús – tal y
como se practicaba en las formas de oración a Jesús, especialmente en los
círculos monásticos– está explícitamente justificada por la invocación de “homooúsios
tō Patri”. “Cuando decimos “Jesús”, explica Shenouda, padre copto del siglo
V, se nombra también a la Santísima Trinidad”. Cuando se invoca al Hijo
encarnado, no se lo invoca separadamente del Padre y del Espíritu Santo. El que
no quiere orar a Jesús sigue la “nueva impiedad”; no entiende nada de la
Trinidad, tampoco entiende nada de “Jesús”[99].
La forma en que cada uno ora muestra aquello en lo que cree.
63. La exactitud de la oración comporta una cuestión soteriológica. Gregorio de
Nisa lanza la advertencia más contundente: la esperanza del creyente es algo más
que una actitud moral en el sentido actual del término y se expresa también en
la oración. La esperanza está orientada hacia la divinización que Dios lleva a
cabo: si “la primera gran esperanza ya no está presente en quien se deja llevar
por el error doctrinal”, esto tiene como consecuencia “que no tendría ninguna
ventaja comportarse correctamente observando los mandamientos”. Y Gregorio
continúa:
Por tanto, somos bautizados como lo hemos recibido, en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo; creemos como somos bautizados; en efecto, conviene que la fe esté de acuerdo con la confesión; glorificamos
cuando creemos, porque no es natural que la gloria combata a la fe. Pero aquello
en lo que creemos, eso también lo glorificamos. Así, ya que la fe es en el
Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y la fe, la gloria y el bautismo están
interrelacionadas, por esta razón tampoco hacemos distinción de la gloria del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo[100].
64. En esta línea se puede entender la adición de la doxología trinitaria al
final de cada salmo, cuyo mandato se atribuye al Papa Dámaso († 384 d.C.).
Casiodoro observa que todas las herejías quedan así reducidas a nada:
A todos los salmos y cánticos, la madre Iglesia añade la alabanza de la
Trinidad. Rinde homenaje a Aquel de quien provienen estas palabras, y así les
corta la hierba bajo los pies a las herejías de Sabelio, Arrio, Mani y otros[101].
Sucede así especialmente en el caso de la adición “sicut erat in principio…”, que se entendió como una inequívoca profesión de fe antiarriana[102].
5. La teología en los himnos
65. Finalmente, los himnos, expresan la fe nicena que entró en la vida del
creyente, que fue animada por Nicea. Por eso muchos himnos terminan con la
doxología trinitaria. En este sentido, el enfrentamiento con la herejía arriana
jugó un papel importante en el desarrollo de la poesía cristiana. Fue en Oriente
donde se compusieron muchos himnos y cánticos[103],
que querían ser una respuesta a los poemas propagandísticos de grupos
heterodoxos. En cuanto a Occidente, también se puede decir que su aportación
teológica más importante en el siglo IV fue la composición de himnos.
66. Además de Juan Crisóstomo, sobre todo Efrén el Sirio (306-373), en su poesía
teológica (que marcó la literatura siríaca clásica) y especialmente en los
himnos De fide y De nativitate, cantó el misterio de Cristo: Cristo es
Dios, a pesar de la debilidad de su naturaleza humana; la kénosis de Cristo es
un milagro tan grande sólo porque él es Dios y sigue siendo Dios en este
anonadamiento[104].
Con profunda piedad, Efrén describe las relaciones intratrinitarias: el Hijo
está en el Padre “antes de todos los tiempos”, es “igual al Padre y sin embargo
distinto de él”[105].
Utiliza de buena gana la imagen del sol, su luz y su calor, que están ligados en
una unidad[106].
Se refiere constantemente a los tres “nombres” a los que corresponde la realidad
divina y en los que “consisten nuestro bautismo y nuestra justificación”[107]. Todo
ello explicitando el contexto de la fe nicena, ya que cita “el glorioso sínodo”,
refiriéndose claramente a Nicea[108].
Otros teólogos-poetas siríacos del siglo V, como Isaac de Antioquía y Mar
Balai, compusieron sermones y cantos dirigiéndose a Cristo, glorificándolo
explícitamente con atributos divinos: “Alabado sea Él [Jesucristo] y su Padre y
gloria al Espíritu Santo” – “Alabado sea el Altísimo, que vino a redimirnos,
alabado sea Él, el Todopoderoso, que con solo mover la cabeza dirige el mundo”[109].
67. Hilario aprendió a cantar himnos durante su exilio y los introdujo en las
Galias; Ambrosio confiesa también haber adoptado la “costumbre de Oriente”,
durante los arduos conflictos con los arrianos en Milán en 386-387. El Hijo es
“siempre Hijo, como el Padre es siempre Padre. De lo contrario, ¿cómo podría el
Padre tener este nombre si no tuviera Hijo?”, subraya Hilario en el himno
Ante saecula qui manens, donde aclara el “doble nacimiento del Hijo, que
nace del Padre, para el Padre que no conoce nacimiento, y nace de la Virgen
María, para el mundo”.
68. A diferencia de los himnos altamente teológicos de Hilario, que difícilmente
encontraron su lugar en la liturgia, los himnos de Ambrosio enseguida se
hicieron famosos en todas partes y alentaron poderosamente la fe, según el
objetivo que el propio Ambrosio les había atribuido. Su himno matinal
Splendor paternae gloriae podría considerarse como un comentario a la
confesión de Nicea. Son particularmente impactantes las estrofas finales de
ciertos himnos, que enfatizan la igualdad del Hijo con el Padre: "Aequalis
aeterno Patri...", o que se dirigen directamente al Hijo: "Iesu, tibi sit
gloria... cum Patre et almo Spiritu”. En un brevísimo himno, cuyo autor
quizá sea Ambrosio, la confesión del Dios único en tres personas está casi
puesta en verso como clave para los fieles: “O lux beata trinitas, et
principalis unitas...”.
69. Junto a Ambrosio, destaca sobre todo Prudencio (Aurelius Prudentius
Clemens, 348-415/25) cuyos himnos son importantes para la cristología. El poeta
español está particularmente marcado por la verdadera divinidad y la verdadera
humanidad del Redentor, en la que se basa nuestra nueva creación:
Cristo es figura del Padre, y nosotros somos figura e imagen de Cristo;
Somos creados a semejanza del Señor por la bondad del Padre,
Cristo viene a nuestra semejanza después de los siglos.
Christus forma Patris, nos Christi forma et imago;
Condimur in faciem Domini bonitate paterna
Venturo in nostram faciem post saecula Christo[110].
Capítulo 3
Nicea como acontecimiento teológico y eclesial
70. Celebrar Nicea es comprender cómo el Concilio permanece nuevo 1700 años
después, gracias a la novedad escatológica inaugurada en la mañana de Pascua a
partir del acontecimiento de la resurrección que sigue renovando a la Iglesia.
De hecho, Nicea es un acontecimiento en sentido fuerte, un punto de
inflexión que forma parte del tejido de la historia con sus distintas
concatenaciones, pero es también un punto de concentración, que introduce una
novedad real y ejerce una influencia decisiva sobre el futuro. Dependiendo del
idioma, el término “evento” se refiere a lo que sucede, al ad-ventus (avènement,
Advent, avvenimento), o a lo que procede de (évènement, event), a la producción de un hecho (acontecimiento [en español en el
original]) o a la aparición de lo nuevo (Ereignis). Nicea es la expresión
de un punto de inflexión que adviene, proviene, se produce, acontece, se
manifiesta en el pensamiento humano, inducido por la revelación del Dios uno y
trino en Jesús, que fecunda el espíritu humano dándole nuevos contenidos y
nuevas capacidades. Es un “acontecimiento de la sabiduría”. Nicea, que
posteriormente será calificada como el primer concilio ecuménico, también
expresa un punto de inflexión en el modo en que la Iglesia se estructura y
asegura su unidad y la verdad de su doctrina a través de una misma confesión de
fe: es un “acontecimiento eclesial”. Evidentemente, en ambos casos, la novedad
se basa en un proceso previo, en una realidad determinada, que es la que
transforma. El acontecimiento de la sabiduría presupone la cultura humana, la
asume, por así decirlo, para purificarla y transfigurarla. El acontecimiento
eclesial se basa en la evolución previa de las estructuras de la Iglesia de los
primeros siglos, respaldada a su vez por la herencia judía y grecorromana.
71. Ahora bien, la fuente de estos dos acontecimientos es otra, de iniciativa
divina, el acontecimiento de la revelación de Dios, el “acontecimiento de
Jesucristo”. Éste es la Novedad por excelencia: el Novus es el Novum[111].
Se trata de la revelación misma, ya que el acontecimiento de sabiduría y
el acontecimiento eclesial son parte de la transmisión de este don
primordial[112].
En él, Dios hace alianza con un pueblo para hacer alianza con todos los pueblos,
asume una humanidad para asumir toda la humanidad. Nicea es expresión y fruto de
la novedad de la revelación, y por eso el Concilio del año 325 ofrece un
paradigma para todas las etapas de renovación del pensamiento cristiano y de las
estructuras de la Iglesia. Es más, como Nicea nace del Novum que es
Cristo, puede ser entendida de manera siempre renovada y fecundar continuamente
la vida de la Iglesia. Se trata, por tanto, de explorar primero el
acontecimiento fuente, el acontecimiento de Jesucristo, y luego de examinar sus
consecuencias sobre el pensamiento humano y sobre las estructuras de la Iglesia.
1. El acontecimiento de Cristo: “A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo
unigénito lo ha revelado” (Jn 1,18)
1.1 Cristo, el Verbo Encarnado, revela al Padre
72. El símbolo de Nicea es la expresión, mediante palabras, de un acceso
inaudito, seguro y plenamente salvífico a Dios, ofrecido por el acontecimiento
Jesucristo. En la encarnación, vida, pasión, resurrección y ascensión al cielo
del Verbo consustancial al Padre, de lo que da testimonio las Sagradas
Escrituras y la fe de la Iglesia apostólica, Dios semper major ofrece,
por iniciativa propia, un conocimiento y acceso a sí mismo que sólo él puede
dar, y que está más allá de lo que el hombre puede imaginar e incluso esperar[113].
En efecto, el Nuevo Testamento transmite a la Iglesia de todos los tiempos, a lo
largo de los siglos, el testimonio que Jesús ha dado de sí mismo y que el Padre,
con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, ha confirmado de una vez para siempre[114]
en la Pascua de la muerte, resurrección y ascensión al cielo del Hijo hecho
carne, de la efusión pentecostal del Espíritu, hasta la plenitud de los tiempos,
“propter nos et propter nostram salutem”. Aunque es cierto que “a Dios
nadie lo ha visto jamás”, la fe de la Iglesia testimonia que Jesús, “Hijo único
del Padre, lo ha revelado” (Jn 1,18; cf. Jn 3,16.18 y 1Jn 4,9). Este testimonio
se resume en la respuesta que Jesús dio al apóstol Felipe, quien le pidió:
“Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Ahora bien, Jesús le responde:
“Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces Felipe? Quien me ha
visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees
que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí? Lo que yo que os digo no lo
hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las
obras”. (Jn 14,8-11).
73. Si Jesús muestra al Padre, todo en él es acceso al Padre. Cristo en su
humanidad frágil y vulnerable es la expresión verdadera de Dios Padre: “verlo a
él, es ver al Padre” (cf. Jn 14, 9)[115].
De aquí se sigue que Dios no se escondió primero en el Gólgota bajo la
impotencia del Crucificado para luego manifestarse, en la mañana de Pascua, al
fin omnipotente. Por el contrario, el amor de Jesucristo que se deja crucificar
y que, sufriendo la muerte física, desciende al lugar donde el pecador está
prisionero por el pecado (el šəʾôl o infierno), es la revelación del Amor
del Dios Trino que no actúa por la fuerza, sino que es más fuerte que la muerte
y el pecado. Precisamente ante la cruz un centurión pagano dijo: “Verdaderamente
este hombre era Hijo de Dios” (Mc 15,39). Como expresa el Papa Benedicto XVI en
su libro sobre Jesús:
La cruz es la verdadera “altura”. Es la cumbre del amor “hasta el extremo” (Jn
13,1). En la cruz, Jesús está “en la cima”, de Dios que es amor. Es allí donde
podemos “conocerlo”, donde podemos comprender el “Yo soy”.
La zarza ardiente es la cruz. La suprema instancia de la revelación, el “yo soy”
y la cruz de Jesús son inseparables[116].
74. El conocimiento de Dios a través de Cristo no ofrece tan solo un contenido
doctrinal, sino que pone en comunión salvífica con Dios, porque sumerge, por así
decir, en el corazón mismo de la realidad o, mejor dicho, de la persona que debe
ser conocida y amada. El prólogo del evangelio de Juan expresa la más alta
contemplación del misterio de Dios que se nos ha manifestado en Jesús para que
entremos con la gracia del Espíritu Santo derramada “sin medida” (Jn
3,34), en la vida misma del Dios Trino revelada por el Logos. La figura de este
Logos hace eco no sólo del Logos divino discernido por el pensamiento griego,
sino también, aún más profundamente, de la herencia veterotestamentaria de la
Palabra de Dios, el Dābār testimoniado por el Antiguo Testamento. Ya la
revelación dirigida a Israel y transmitida en el Antiguo Testamento introduce un
conocimiento radicalmente nuevo de Dios que inaugura este acontecimiento de
revelación. Este Logos, el Hijo, “Dios de Dios”, que está desde el principio con
Dios, como su Palabra que lo expresa en toda verdad, es también Dios como el
Padre. En la plenitud de los tiempos, el Logos “se hizo carne y habitó entre
nosotros” (Jn 1,14), para que quienes lo acogen reciban “el poder (exousía)
de llegar a ser hijos de Dios” (Jn 1,12). Al admitir a la creatura humana en
plena comunión con Él, el Logos hecho carne “la hizo partícipe de la naturaleza
divina”[117].
75. Este conocimiento y comunión admirables y verdaderos de parte de Dios
producen también una comunión salvífica con toda la humanidad amada por Dios,
porque el acontecimiento de Jesucristo es inseparablemente comunión con Dios y
con todo ser humano. La fe de la Iglesia apostólica da testimonio de esta
realidad en Cristo y por Cristo, dentro de la comunión trinitaria:
«Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con
nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos acerca del Verbo de
la vida [...] Eso que hemos visto y oído os lo anunciamos, para que estéis en
comunión con nosotros y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo,
Jesucristo. Os escribimos esto para que nuestro gozo sea completo». (1Jn
1,1.3-4).
La tradición teológica subraya que la caridad nos hace amar a Dios y al prójimo,
en tanto que amigo de Dios[118].
Podemos pensar que las tres virtudes teologales nos introducen en un
conocimiento pleno y radicalmente nuevo de Dios y en la comunión con él. No
obstante, por este acceso renovado a Dios, se abre también un camino de fe hacia
la fraternidad, una esperanza inaudita en el prójimo y una caridad que todo lo
perdona y anima a darse a sí mismo.
1.2 “Nosotros tenemos la mente (νοῦς) de Cristo” (1Cor 2,16): analogía de
la creación y de la caridad
76. El acontecimiento de Jesucristo nos proporciona una apertura hacia Dios de
manera incomparable, y suscita e implica un “camino” de acceso que también es
nuevo y único: recibir en la fe y con su inteligencia el símbolo; más aún,
aceptar al Dios que allí se manifiesta nos introduce en la mirada de Cristo
consustancial al Padre, en el “pensamiento” o la “mens” incluso de Cristo
y en su relación con el Padre y con los demás. “Pero nosotros tenemos la mente
de Cristo (noun Christou)”, exclama San Pablo (1Cor 2,16)[119].
Es un grito de admiración. Nuevamente Nicea muestra la inmensidad del don de
Dios. Pero Nicea indica también que sólo así se puede tener acceso a lo que
expresa el símbolo, tanto en su res como en su letra. No podemos
contemplar al Dios de Jesucristo, la redención que se nos ofrece, la belleza de
la Iglesia y la vocación humana, y participar de ella, sin “tener el pensamiento
de Cristo”. No simplemente conociendo a Cristo, sino entrando en la inteligencia
misma de Cristo, en el sentido de un genitivo subjetivo. No es posible adherirse
plenamente al símbolo ni confesarlo con todo el ser sin “la sabiduría que no es
de este mundo”, “revelada por el Espíritu Santo”, el único que “escudriña las
profundidades de Dios” (cf. 1Cor 2,6.10):
En la fe, Cristo no es sólo aquel en quien creemos –la mayor manifestación del
amor de Dios–, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe
no sólo mira hacia Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con
sus ojos: es participación de su modo de ver. […] La vida de Cristo, su manera
de conocer al Padre, de vivir totalmente en relación con él, abre un nuevo
espacio a la experiencia humana y podemos entrar en él[120].
77. Esto es posible porque Cristo ve al Padre con sus ojos humanos y nos invita
a entrar en su mirada. Por otro lado, este camino requiere una profunda
transformación de nuestro pensamiento, de nuestra mente, que debe pasar por una
conversión y una elevación: “No os amoldéis a este mundo, sino transformaos por
la renovación de la mente” (Rom 12,2). Ahora bien, esto es precisamente lo que
aporta el acontecimiento de Jesucristo: la inteligencia, la voluntad, la
capacidad de amar son literalmente salvadas por la revelación profesada en
Nicea. Son purificadas, orientadas, transfiguradas. Adquieren una nueva fuerza,
forma y contenido asombroso. Nuestras facultades sólo pueden entrar en comunión
con Cristo conformándonos con él, en un proceso que hace al creyente “semejante
(symmorphizomenos)” (Filp 3,10) al Crucificado Resucitado incluso en su
mens. Este nuevo pensamiento se caracteriza por ser inseparablemente
conocimiento y amor. Como señala el Papa Francisco: “San Gregorio Magno escribió
que “amor ipse notitia est”, el amor mismo es conocimiento, lleva en sí
una nueva lógica”[121]. Es conocimiento misericordioso y lleno de compasión, ya que la misericordia es
la sustancia del Evangelio[122]
y refleja el carácter mismo del Dios de Jesucristo, profesado en el símbolo de
Nicea. La mens renovada implica una comprensión de la analogía revisitada
a la luz del misterio de Cristo. Reúne lo que podríamos llamar la “analogía de
la creación”, en virtud de la cual percibimos la presencia divina en la paz del
orden cósmico[123],
y también “la analogía de la caridad”[124].
Esta analogía, por así decirlo inversa, frente al misterio de la iniquidad y la
destrucción, pero iluminada por el misterio más fuerte de la pasión y
resurrección de Cristo, discierne la presencia del Dios de amor en el corazón de
la fragilidad y del sufrimiento. Esta sabiduría de Cristo se describe en la
primera carta a los Corintios como aquello que “ha reducido a una locura la
sabiduría de este mundo”:
Pues no me envió Cristo a bautizar, sino a anunciar el Evangelio, y no con
sabiduría de palabras, para no hacer ineficaz la cruz de Cristo. Pues el mensaje
de la cruz es necedad para los que se pierden; pero para los que se salvan, para
nosotros, es fuerza de Dios. Pues está escrito: “Destruiré la sabiduría de los
sabios, frustraré la sagacidad de los sagaces”. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde
está el docto? ¿Dónde el sofista de este tiempo? ¿No ha convertido Dios en
necedad la sabiduría del mundo? Y puesto que, en la sabiduría de Dios, el mundo
no conoció a Dios por el camino de la sabiduría, Dios quiso valerse de la
necesidad de la predicación para salvar a los que creen (1Cor 1,17-21).
Esta conversión y esta transfiguración no se pueden hacer sin la gracia. La
inteligencia humana se revela como constitutivamente ordenada a la gracia y se
apoya en ella para ser plenamente humana[125].
Esto es lo que permite comprender cómo las facultades humanas restituidas a sí
mismas y transfiguradas por el acontecimiento de Jesucristo son llevadas a su
plenitud desplegándose en las modalidades de fe, esperanza y caridad, primicias
en este mundo de la vida de gloria: “Tengan los mismos sentimientos de Cristo
Jesús” (Filp 2, 5).
1.3 El acceso teológico para conocer al Padre a través de la oración de Cristo
78. ¿Cómo podemos entrar en el “pensamiento de Cristo” que se nos ofrece a
través del acontecimiento de Jesucristo? Debido a que Jesucristo no es un simple
maestro o guía, sino la misma revelación y verdad de Dios, sus destinatarios son
más que simples destinatarios de una instrucción. Puesto que la persona del
Resucitado no es un objeto del pasado, quien quiera comprender el misterio
íntimo de Jesús, la revelación de Dios en su humanidad, debe dejarse incorporar
en su relación de comunión con el Padre divino. Esto sucede a través de la vida
teologal, la lectura de la Sagrada Escritura, la oración personal y litúrgica,
en particular la Eucaristía.
79. La participación por la gracia en la oración de Cristo constituye el modo
real del reconocimiento de Cristo que nos revela el conocimiento del Padre
(“Padre mío y Padre vuestro”, en Jn 20,17). Joseph Ratzinger / papa Benedicto
XVI declara: “Porque la oración es el centro de la persona de Jesús, la
participación en su oración es el presupuesto para conocer y comprender a Jesús”[126].
En otras palabras, el conocimiento de Cristo comienza entrando en el acto de
oración por parte de quien reconoce a Jesús: “Donde no existe una relación con
Dios, tampoco es comprensible quien en su esencia no es otra cosa que relación a
Dios”[127]. Y
lo que vale para cada creyente también vale para la Iglesia en su conjunto. Sólo
como comunidad de oración inscrita en la relación de Jesús con el Padre, la
Iglesia es el “nosotros” que reconoce a Cristo tal como se recoge en Jn 5,18-20[128]
y en 1Jn 3,11. Se trata, una vez más, de lo que está en juego en las
afirmaciones cristológicas del símbolo: “La afirmación central del dogma, “el
Hijo es consustancial con el Padre, de la misma naturaleza que el Padre”, que
resume todo el testimonio de los antiguos concilios, simplemente transpone el
hecho de la oración de Jesús a un lenguaje filosófico y teológico especializado,
nada más”[129]. La
fe expresada por Nicea nace y entra en la relación de Jesús con el Padre, para
ofrecer al hombre y a la Iglesia la participación en el conocimiento y la
comunión de Jesús con el Padre y el Espíritu Santo.
2. El acontecimiento de la sabiduría: novedad para el pensamiento humano
2.1 La revelación fecunda y amplía el pensamiento humano
80. Al fijar la fe cristológica y trinitaria, el símbolo niceno se inscribe en
un movimiento de fecundación del pensamiento humano, de “expansión de la razón”[130],
a través del proceso de transmisión de la revelación. En efecto, el acceso
incomparable a Dios mediante el acontecimiento de Jesucristo, así como la
participación en el pensamiento (phronēsis) y en la oración de Cristo, no
pueden dejar de tener un impacto determinante en el pensamiento y el lenguaje
humano. Se trata de un “acontecimiento de la sabiduría”, por el cual el
pensamiento y el lenguaje humano deben ser ampliados por la revelación para que
esta pueda expresarse mediante ellos. Y precisamente por este movimiento dan
testimonio de que pueden ser llevados más allá de sí mismos. En la historia de
este acontecimiento de la sabiduría, Nicea constituye un punto de inflexión
importante, “un camino nuevo y vivo” (Heb 10,20), cuya importancia decisiva ya
había advertido Pavel Florensky expresándolo con palabras vibrantes:
No es posible recordar sin temor y temblor sagrados aquel momento cargado de una
significación ilimitada y único por su importancia filosófica y dogmática,
cuando el trueno “Ὁμοούσιος” [homooúsios] retumbó por primera vez sobre la Ciudad de la victoria
[Nicea]. Aquí no estaba en juego una cuestión teológica particular, sino la
definición radical que la Iglesia de Cristo formula de su propia identidad. Y
con una sola palabra, “ὁμοούσιος”, no sólo sedaba expresión al dogma cristológico, sino también a la valoración espiritual de
las leyes racionales del pensamiento. Aquí el entendimiento recibió su golpe de
gracia. Aquí por primera vez fue proclamado urbi et orbi el nuevo
principio de la actividad de la razón[131].
El Logos que es Cristo encarnado, Hijo del Padre en la comunión del Espíritu
Santo, manifiesta que Él mismo es la medida de todo logos humano, al que puede
vivificar y engrandecer, pero del que también puede ser juez, poniéndolo en
crisis (krisis) en el sentido estricto del término. En efecto, llama la
atención observar cómo Atanasio, con una frase contundente, considera que el
rechazo de Arrio a la plenitud de la figura de Cristo constituye una negación de
la razón: “Al negar el Logos de Dios, se está negando el logos humano”[132].
Básicamente, el acontecimiento de sabiduría producido por el acontecimiento de
Jesucristo introduce la razón y el pensamiento humanos en su vocación más alta y
verdadera. Se la devuelve, por así decir, a sí misma. De modo que, como veremos,
el homoúsios no es simplemente un espécimen de interculturalidad, sino
que pertenece a un acontecimiento de sabiduría prototípico, inaugural y
fundacional de la Iglesia en su apostolicidad.
81. El acontecimiento de Jesucristo hace posible una nueva ontología, según las
dimensiones del Dios uno y trino y del Logos encarnado. La razón humana ha
entrado en una nueva dimensión al aceptar el misterio, hecho accesible por la
revelación de la creación ex nihilo (2Mac 7,28; Rom 4,17), de la
trascendencia ontológica de un Dios que, al mismo tiempo, es más íntimo a cada
criatura que ella misma[133].
Se deja renovar de principio a fin cuando es informada por el sentido profundo
que da a todas las cosas el misterio del Dios trinitario que es amor (1Jn
4,8.16): la alteridad, la relación, la reciprocidad, la interioridad recíproca
se manifiestan ahora como la verdad última, como las categorías estructurantes
de la ontología. El ser ha sido iluminado y se muestra aún más rico de lo que
parecía en sus incursiones filosóficas anteriores, por profunda y compleja que
fueran. Nicea, que parte de la cuestión cristológica y soteriológica para
exponer a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, refleja bien el modo en que la
“fenomenalidad” cristológica motiva la inventio de la doctrina
trinitaria, según el dinamismo entre el orden del descubrimiento cristológico y
pneumatológico, situado en el centro, y el orden de la realidad trinitaria, que
lo estructura. Nicea acelera la consideración por parte de la reflexión
cristiana de la teo-logía o exploración de la “Trinidad inmanente”. Dado
que el misterio de Cristo, realizado en la historia y en una humanidad singular,
da acceso a Dios, por ello mismo la materia y la carne, el tiempo y la historia,
la novedad, la finitud y la fragilidad mismas adquieren una nueva dignidad y
consistencia para expresar el ser. En el fondo, a través de la revelación
también el ser se revela como semper major.
82. El acontecimiento de la sabiduría implica evidentemente una renovación de la
antropología, ya que el acontecimiento de Jesucristo arroja nueva luz sobre el
ser humano. Recordemos brevemente los aspectos ya desarrollados en el primer
capítulo de este documento[134].
La antropología bíblica exige releer la concepción del ser humano a partir de la
nobleza de la materia y la singularidad. El Creador del que nos habla el Génesis
ha querido a cada individuo y dice: “Mira, te llevo tatuada en mis palmas” (Is
49,16). Además, Jesús llama a cada ser humano hermano suyo y hermana suya,
porque el acontecimiento de la encarnación ennobleció a cada ser humano,
individualmente, de manera insuperable e imprescriptible. Cuando el símbolo
Niceno-Constantinopolitano declara que Jesucristo, verdadero hombre, es Hijo de
Dios y, como tal, “igual” a Dios Padre, se le atribuye a todo ser humano
–independientemente de su origen, su nación, sus talentos o su formación- una
dignidad que obliga a la inteligencia humana a pensar de una manera nueva, a ir
más allá de los límites de una visión simplemente natural de lo humano. Existe
una dignidad propiamente cristológica de seres únicos.
83. Análogamente a lo que ocurría cuando se trataba de entrar en el "pensamiento
de Cristo", la ampliación de la ontología y de la antropología implica una
conversión y puede chocar con las resistencias del pensamiento, acostumbrado a
sus límites. El acontecimiento de la sabiduría nos exige tener en cuenta no sólo
la “analogía de la creación”, sino también la “analogía de la caridad”. Ante la
kénosis de la encarnación y pasión de Cristo, ante el sufrimiento y el mal que
afectan a la humanidad, el espíritu humano tropieza con sus límites. Surge la
pregunta: ¿Por qué el Padre Todopoderoso parece haber observado primero desde lo
alto el camino de la cruz del Hijo sufriente y sólo haber actuado después de su
muerte? ¿Por qué no respondió inmediatamente a la oración del Huerto de los
Olivos, ofrecida con el sudor de sangre por el miedo: “Padre mío, si es posible,
que pase de mí este cáliz…”? (Mt 26,39b). De hecho, la igualdad de esencia del
Padre y el Hijo encarnado y crucificado, profesada en el símbolo de Nicea,
invita al pensamiento humano a la conversión y a convertir el significado del
término “omnipotencia”. El Dios trino no es primero omnipotencia y solo luego
amor; más bien, su omnipotencia es idéntica al amor que se manifestó en
Jesucristo. En efecto, lo que Jesús experimenta, como atestigua el Nuevo
Testamento, es –por la acción del Espíritu– la revelación en la historia de la
economía trinitaria, de la relación y de la realidad intratrinitaria inmanente
en Dios[135].
Dios es verdaderamente Dios cuando su omnipotencia de amor no impone nada, sino
que da a su interlocutor en la alianza, —el ser humano—, la capacidad de
vincularse a él de manera libre y gratuita. Dios se corresponde con su propio
ser cuando no convierte por la fuerza a la humanidad pervertida por el pecado,
sino cuando la reconcilia consigo mismo a través de los acontecimientos de Belén
y del Gólgota. En todo este recorrido, nuestra mirada humana está llamada a
dejarse transfigurar profundamente por Cristo: “Porque mis planes no son
vuestros planes” (Is 55,8; cf. también Mt 16,23).
2.2 Un acontecimiento cultural e intercultural
84. Si el acontecimiento de Jesucristo renueva el pensamiento recreado según un
acontecimiento de la sabiduría, también renueva y purifica, fecunda y ensancha
la cultura humana. De hecho, el Concilio de Nicea, que puso en palabras la fe
cristiana para la Iglesia difundida entre todas las naciones, utilizando la
lengua griega y adoptando un término de la filosofía griega, constituye sin duda
un acontecimiento cultural. Es necesario que la fe asuma la cultura humana, como
asume la naturaleza humana, ya que naturaleza y cultura son constitutivas del
ser humano y, por tanto, son inseparables. “El ser humano está siempre situado
culturalmente”[136], recuerda el Papa Francisco. Por ser el hombre un ser relacional y social que
forma parte de la historia alcanza a través de la cultura la plenitud de su
humanidad[137].
La revelación, en cuanto que establece la comunión entre Dios y los hombres,
necesita destinatarios que tengan consistencia propia para acogerla con plena
libertad y responsabilidad. He ahí la elección del pueblo de las doce tribus de
Israel, que tuvo que distinguirse de todos los demás pueblos y aprender
laboriosamente a separar la verdad del error, en primer lugar, para su propio
beneficio. He ahí Jesucristo, en quien el Hijo de Dios se hace verdaderamente
hombre, un hebreo, un galileo, cuya humanidad lleva las huellas culturales del
camino histórico de su pueblo. He ahí la Iglesia, compuesta por todas las
naciones. Así, nos apoyamos en el principio de santo Tomás, “la gracia presupone
la naturaleza”, y lo ampliamos con el Papa Francisco que añade: “la gracia
presupone la cultura, y el don de Dios se encarna en la cultura de quien lo
recibe”[138].
85. Esta asunción de la cultura a través de la revelación implica una cierta
influencia recíproca, a pesar de su asimetría. Así como el espíritu humano es
capaz de transfigurarse, la vocación de la cultura debe dejarse iluminar por la
revelación, hasta el punto de poder acoger, a través de una conversión, la
sabiduría del Crucificado: "La fuerza del evangelio [debe impregnar] los modos
de pensamiento, los criterios de juicio, las normas de acción; en una palabra,
es necesario que toda la cultura del hombre esté impregnada del Evangelio”[139]. Sin embargo, la fe no es un elemento ajeno a las culturas en las que se
vive, porque desde Pentecostés la fe cristiana incluye la certeza de que no
existe una sola cultura humana que no espere y anhele el cumplimiento de la
visita del Verbo de Dios, en las que él mismo ha difundido las semina Verbi[140].
Así es como todas las culturas se impregnan del Evangelio. Por tanto, desde
dentro, desde su apertura hacia la verdad, el bien y la belleza, la revelación
las purifica y las eleva. Pero, además, las culturas y las lenguas asumidas y
transfiguradas por la novedad de la revelación permiten enriquecer y aclarar la
expresión de la fe. Esta reciprocidad se ha observado a lo largo de los siglos
en la fecundación del lenguaje, la poesía, del arte por parte de la Biblia, cuya
comprensión se ilumina a su vez como “un regreso” por su difracción en otras
palabras y visiones del mundo. Es lo que ocurre también en Nicea con el uso de
homoúsios, que aclara la comprensión de la Iglesia sobre la filiación de
Jesucristo al tiempo que transfigura el término que asume.
86. En esta asunción de la cultura, se debe reservar un lugar único y
providencial a la relación entre la cultura hebrea y la cultura griega. El
homoúsios aparecerá aquí como fruto de la síntesis particularmente fuerte
que se produce entre la cultura semítica, ya tocada y transfigurada por la
revelación, pero también moldeada por encuentros y desacuerdos con pueblos de
otras culturas –egipcios, cananeos, mesopotámicos, romanos– y el mundo griego.
Durante más de tres siglos antes del nacimiento de Jesús y hasta el siglo III
d.C., las enseñanzas y la vida intelectual del judaísmo helenístico se habían
expresado no sólo en arameo, sino también en griego, con la Biblia de los LXX
como centro de gravedad. La enseñanza de Jesús fue recogida y transmitida en
griego, para poder comunicar el Evangelio a todos en la lengua universal de la
cuenca mediterránea, pero también porque el Nuevo Testamento forma parte de la
historia del pueblo judío en relación con la cultura y lengua griega. Como en la
Biblia de los LXX, las influencias van en ambos sentidos. Por ejemplo, la
panta ta ethnē de Mt 28,19 traduce la antigua idea judía de que todas las
naciones acudirían en masa a Jerusalén, y mathētēs (discípulos-alumnos)
traduce el arameo talmudim. Concomitantemente, los evangelistas utilizan
el griego jurídico para interpretar el proceso y la pasión de Jesús, el autor de
los Hechos se inspira en la poesía épica de la Odisea para narrar los viajes de
Pablo, ésta última a menudo se hace eco de elementos de la filosofía estoica, al
igual que ciertos pasajes del Nuevo Testamento llevan huellas de un vocabulario
ontológico griego[141]. Es natural que el cristianismo naciente continúe esta síntesis de pensamiento
semítico y griego, en diálogo con autores judeohelenistas y grecorromanos, para
interpretar las Escrituras y desarrollar su propio pensamiento. La riqueza de la
expresión griega del judaísmo y del cristianismo puede hacernos pensar, por
tanto, que hay una dimensión fundante en este injerto de la cultura griega en la
cultura hebrea, que permitirá explicar en griego la unicidad y la universalidad
de la salvación en Jesucristo ante la razón filosófica[142]. Evidentemente, una parte de los cristianos, en especial fuera de las fronteras
del Imperio Romano, no pertenecían a este ámbito cultural y pusieron su genio
propio al servicio de la expresión de la fe en el mundo de habla siríaca, de
Armenia y de Egipto, pero también se situaron ante el pensamiento griego,
dejándose simultáneamente inspirar por él y ala vez distanciándose de él.
87. El Concilio de Nicea no es tan solo un evento de asunción y fecundación de
la cultura a través de la revelación, sino también una oportunidad para
encuentros interculturales. Ahora bien, este encuentro de culturas es un aspecto
importante del acontecimiento de la sabiduría que suscita el acontecimiento de
Jesucristo, ya que la revelación conecta y pone en comunión las culturas entre
sí, posibilitando el mayor grado de interculturalidad posible. El intercambio y
la fecundación mutua son ya parte constitutiva de todas las culturas, que
existen sólo en el proceso por el cual están en contacto entre sí y, por lo
tanto, evolucionan, se enriquecen y, a veces, se oponen y se ponen en peligro.
Sin embargo, el poder renovador de la revelación aporta a estas relaciones un
salto de intensidad cualitativo. Por un lado, da acceso a la fuente trascendente
de la verdad y del bien, a la raíz de la universalidad del espíritu humano que
hace posible su comunicación[143],
y así abre plenamente el espacio común para esos encuentros e intercambios. Por
otro, el acontecimiento de Jesucristo es una fuerza de conversión y de
liberación frente a las fuerzas que se encierran y se oponen a otras contenidas
en la vida de los pueblos y de las culturas. Sólo una cultura, por así decir,
“salvada” puede superarse a sí misma sin perderse y abrirse a los demás para
enriquecerse con ellos y enriquecerlos. La escucha de la Palabra de Dios y de la
Tradición, es decir, de la palabra del Otro, acostumbra a la mente y a las
culturas, de algún modo, a escuchar a los demás[144].
Esto no se traduce en una yuxtaposición externa y pobre entre las culturas, ni
en una fusión en un todo indistinto, sino en una interculturalidad salvada y
elevada donde cada cultura se supera a sí misma fortaleciéndose en su propia
consistencia, en virtud de una forma de perichóresis de culturas[145].
Por eso se trata de tener en cuenta la novedad real y la “elevación” de las
culturas, así como el hecho de que quienes aceptan el Evangelio de Cristo
conservan su identidad cultural y se encuentran fortalecidos por ella[146] : “Los cristianos no se diferencian de otros hombres por el país, el
idioma o la vestimenta […]. Si bien se conforman a las costumbres locales por la
vestimenta, alimentación y el resto de la vida, demuestran la admirable y, según
todos los indicios, paradójica constitución de su república”[147].
88. En efecto, la interculturalidad es la manifestación de un problema más
profundo, que le da su fundamento: el designio divino de la unidad de los
pueblos y el arduo camino de esa unidad en la diversidad. Es uno de los hilos
conductores de la historia de la salvación bíblica. La narración clásica de la
Torre de Babel en Gen 11,1-9 subraya la tensión entre la riqueza de la
multiplicidad de lenguas y culturas, por una parte, y la capacidad del ser
humano para hacer saltar por los aires la unidad de la casa común, para
desdibujar la armonía entre el logos y el oikos. La llamada de
Abraham, la promesa de que en él serán “benditas todas las familias de la
tierra” (Gen 12,3), es la primera respuesta salvadora de Dios. Los profetas
extienden esta promesa a los pueblos de la tierra anunciando la unidad de todas
las naciones en torno al pueblo elegido y a la Ley[148].
El Nuevo Testamento presenta esta unidad realizada en el Mesías, aquel que, por
su sangre y en su carne, “derriba el muro de separación, el odio” entre Israel y
las naciones, para “así crear con los dos pueblos un solo Hombre nuevo” (Ef
2,14.15b). Así, las naciones están asociadas al pueblo de la alianza,
participando “de una misma herencia, son miembros de un mismo Cuerpo y
beneficiarios de la misma promesa” (Ef 3,6). Esto es posible en Cristo, el
universal que mantiene unidas la alteridad y la identidad, y que asume la
humanidad entera al asumir una humanidad situada genealógica y culturalmente. La
contrapropuesta de Babel, el Pentecostés de las lenguas de fuego en Hch 2,1-18,
es la manifestación y realización de este poder de comunión del logos humano que
en última instancia procede del Logos de Dios[149].
Lo que el Espíritu Santo realiza al propiciar la comunión de estos judíos de
diferentes lenguas y culturas no es una propuesta de unidad para fusionar todo
en una sola lengua, sino que inspira la comprensión del otro, como imagen de lo
que será la Iglesia que reúne a todas las naciones, en la que todos se esfuerzan
por su realización, hasta que “el número de los sellados, ciento cuarenta y
cuatro mil” de las doce tribus de Israel y “una muchedumbre inmensa, que nadie
podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas” realicen la
plena comunión escatológica de la humanidad en la nueva Jerusalén (Ap 7,4.9).
89. La dimensión intercultural de la que Nicea es una expresión fundacional se
puede considerar también como un modelo para el período contemporáneo en el que
la Iglesia está presente en distintas áreas culturales: asiáticas, africanas,
latinoamericanas, oceánicas, nuevas culturas populares europeas, por no
mencionar la nueva forma cultural de la revolución digital y la tecnociencia.
Todos estos universos culturales contemporáneos parecen alejados de la antigua
cultura griega que acogió por primera vez la forma de inculturación dogmática
llevada a cabo en el evento de Nicea. Se trata de subrayar, por un lado, que la
Iglesia se ha expresado en estas categorías griegas de manera normativa y que,
por tanto, están unidas para siempre al depósito de la fe[150].
Por otro, sin embargo, en fidelidad a los términos propios de esa época y que
encuentran allí su raíz viva, la Iglesia puede inspirarse en los Padres de Nicea
para buscar hoy expresiones significativas de la fe en los diferentes lenguajes
y contextos. Por la gracia del Espíritu Santo, las comunidades cristianas, sus
teólogos y sus pastores, en comunión efectiva con el magisterio, deben hacer un
trabajo similar al de antaño para afirmar la radical unidad del Hijo y del
Padre, en las situaciones culturales y en los lenguajes que les son propios.
Nicea sigue siendo un paradigma de cualquier encuentro intercultural y de la
posibilidad de recibir o forjar nuevas formas auténticas de expresar la fe
apostólica.
2.3 La fidelidad creativa de la Iglesia y el problema de las herejías
90. La percepción de Nicea como el momento del acontecimiento de la sabiduría
desencadenado por el acontecimiento de Jesucristo nos permite releer con más
finura la historia de las herejías a las que responde el Concilio. Los Padres
perciben la herejía, que se desvía intencionalmente del testimonio apostólico y
mutila su integridad, como la novedad que abandona el camino de la regula
fidei y la traditio y, con ello, se aleja de la realidad histórica de
Cristo. La crítica que se le hace a Arrio es precisamente la de introducir algo
nuevo[151].
Sin embargo, a la vista del novum inaugurado por el acontecimiento
Jesucristo, puede resultar esclarecedor comprender la herejía también como una
resistencia fundamental, pasiva y activa, a la novedad sobrenatural que abre el
pensamiento y las culturas humanas más allá de sí mismos: novedad de la gracia
de la que da testimonio el nuevo lenguaje de la fe expresado por el homoúsios.
Es casi inevitable que el ser humano, con todas sus facultades, con todo su ser,
se resista a esta increíble novedad que lo convierte y lo transfigura. La
dificultad para concebir y aceptar plenamente la inmensidad de Dios y su amor,
así como la inmensa dignidad del ser humano es una resistencia y, por tanto, un
pecado del “hombre viejo” (Rom 6,6; cf. Ef 2,15). El camino lento pero prudente,
recorrido por los primeros intentos de comprender el significado del misterio
del Crucificado y de su gloriosa resurrección, nos hacen ver que, el paso del
kerygma apostólico a las primeras expresiones de lo que hoy llamamos teología va
acompañado de tensiones constantes, en medio de una pluralidad de opiniones que
se desvían de la plenitud del testimonio apostólico y que se designan con el
término heterodoxia, como también de herejía.
91. En lugar de analizar exhaustivamente las herejías de los primeros siglos,
destaquemos esta resistencia al novum de la revelación a través de
algunos ejemplos. Considerada a menudo como la primera herejía, la doctrina
racionalista de los gnósticos debilita el realismo del misterio de la
encarnación mediante el docetismo y, al reducir la historia santa a relatos
mitológicos, niega la integridad de la salvación humana, relegadándola al plano
de una espiritualidad etérea. Ireneo, en su lucha contra la gnosis, subraya que
se trata de una resistencia a concebir a un Dios capaz y dispuesto a entrar Él
mismo en la historia, a unirse hasta el final con la humanidad, hasta hacerse
verdaderamente hombre y experimentar la muerte. Es una resistencia para creer en
la belleza de lo singular, de la materia y de la historia, revelada en el
acontecimiento de Jesucristo y de la que dan testimonio el Antiguo y el Nuevo
Testamento. Los Padres no dudaron en utilizar conceptos y estructuras de
pensamiento de la filosofía griega para precisar el pensamiento cristiano. Al
hacerlo, se ven obligados a romper esquemas de pensamiento que son incapaces de
llegar a concebir que el Logos puede hacerse carne, que el Logos o el
Nous (νοῦς) que expresan la divinidad son iguales a la fuente de la que
provienen, o que es posible una multiplicidad que no contradice la unidad divina
y que incluso es buena dentro de esta unidad. Los defensores de las herejías
cristológicas y trinitarias son aquellos que no han permitido que estas formas
de pensamiento sean ensanchadas por la increíble inmensidad del nous
(νοῦς) Christou, cualquiera que sea su riqueza y su contribución real al
pensamiento de la doctrina cristiana. Se trata de la misma dificultad que
encontramos en el desarrollo de las corrientes cristológicas en Oriente a lo
largo del siglo III, que en cierto sentido prepara el camino para la herejía
arriana. Debemos evitar caricaturizar las posiciones variables de los
protagonistas de estas corrientes, porque son ante todo pensadores individuales,
pero todos luchan con las mismas dificultades para defender la riqueza
trinitaria del Dios único y la radicalidad de la asunción plena de la humanidad
singular por el Hijo igual al Padre: algunos hacen frente a una teología
trinitaria de tendencia subordinacionista y una cristología que corre el riesgo
de ser docetista, mientras que otros se contraponen a las formas del modalismo
trinitario y adopcionismo. Son estas mismas resistencias de los antiguos
esquemas de pensamiento las que se expresan, unas décadas antes de Nicea, en las
enseñanzas de Arrio: para él resulta inconcebible que el Hijo, distinto del
Padre, que nace y muere, pueda ser coeterno e igual a Dios, sin perjudicar la
unidad y trascendencia divina y, por tanto, la redención de los hombres.
92. Estas resistencias son bastante comprensibles ya que son humanas. Dan
testimonio, por así decir en negativo, de la increíble luz que el acontecimiento
de Jesucristo proyecta sobre la percepción de Dios y la vocación divina del ser
humano y de la no menos increíble transfiguración del pensamiento y de la
cultura humana desplegada en el acontecimiento de la sabiduría que resulta de
ahí. No queda abolido nada de lo humano, pero el acceso a la inmensidad de la
verdad divina requiere la revelación de Dios mismo y la gracia que convierte y
eleva las facultades y las realizaciones del ser humano. En cierto sentido, la
resistencia de las herejías nos permite ver Nicea en toda su fuerza de
inconmensurable novedad.
3. El acontecimiento eclesial: Nicea, primer concilio ecuménico
3.1 La Iglesia por su naturaleza y sus estructuras está inscrita en el
acontecimiento de Jesucristo
93. El concilio de Nicea no es solamente un acontecimiento en la historia de la
doctrina, sino que también debemos entenderlo como un acontecimiento eclesial,
correspondiente a una etapa fundamental en el proceso de estructuración de la
Iglesia. Tras un largo camino posterior a Nicea, el “concilio ecuménico” se
convirtió en un faro para orientar las decisiones doctrinales y jurídicas de
toda la Iglesia, su punto de referencia de comunión y autoridad última. ¿Podemos
ver en él, desde el punto de vista de su estructura, un punto de inflexión que
orienta el resto de la vida de la Iglesia, similar a lo que representa el
símbolo Niceno desde el punto de vista del acceso a Dios (acontecimiento de
Jesucristo) y del pensamiento humano (acontecimiento de la sabiduría)? Sería el
caso si el concilio ecuménico como tal pudiera considerarse como fruto y
expresión específicamente eclesiales del acontecimiento de Jesucristo.
94. Desde sus inicios, la Iglesia ha sido consciente de ser continuidad del
pueblo elegido, asamblea convocada (qāhāl/ekklēsia; cf. Dt 5,22) para
llevar a la vida la Torá revelada y adorar al Señor Dios. También se considera
como “un linaje elegido, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo
adquirido por Dios para que anunciéis las proezas” (1Pe 2,9) del Dios de Israel.
En los Hechos de los Apóstoles se presenta como una comunidad en constante
discernimiento de la voluntad de Dios cuyo actor principal es el Espíritu Santo[152],
guiada por aquellos que continúan el papel de los doce apóstoles, “testigos de
la resurrección” (Hch 1,22). En cierto sentido, la comunidad eclesial, en cuanto
cuerpo de Cristo, es el lugar donde podemos discernir “los sentimientos de
Cristo” (Filp 2,5; véase supra n. 77).
95. Esta conciencia se expresa en los primeros Padres, que vinculan la
estructura y el funcionamiento de la Iglesia a su naturaleza profunda y a su
llamada. Así, a principios del siglo II, Ignacio de Antioquía subraya que las
diversas Iglesias particulares se consideran solidarias como expresión de la
única Iglesia. Sus miembros son synodoi, compañeros de viaje, donde cada
uno está llamado a desempeñar su papel según el orden divino que establece la
armonía, expresada en la asamblea eucarística. Así, a través de su unidad y su
orden, la Iglesia canta la alabanza de Dios Padre en Cristo, tendiendo a su
unidad plena que se realizará en el reino de Dios. Cipriano de Cartago
profundizó en esta enseñanza a mediados del siglo III formulando con más
precisión el fundamento sinodal y episcopal sobre el que debe descansar la vida
de la Iglesia: nada se hace sin el obispo (nihil sine episcopo); pero
igualmente, nada se hace sin “su consejo” (el de los sacerdotes y diáconos) ni
tampoco sin el consentimiento del pueblo (nihil sine consilio vestro et sine
consensu plebis)[153].
Se trata de una unidad relacionada con la unidad de la Trinidad, bajo la
inspiración del Espíritu Santo, para caminar juntos (synodos) hacia el
reino, en fidelidad a la doctrina de los apóstoles y celebrada en la Eucaristía,
con orden y armonía de los ministros y de los bautizados, donde se confiere un
papel particular a los obispos: estos elementos demuestran que la Iglesia,
incluyendo sus estructuras y su funcionamiento, está inscrita profundamente en
el acontecimiento de Jesucristo, como su momento y su expresión privilegiada. Al
celebrar Nicea, lo que recibimos y celebramos es todo el proceso sinodal que
precede y encuentra en el concilio ecuménico su culminación.
3.2 La colaboración estructural de los carismas de la Iglesia y el camino de
Nicea
96. Estos elementos propios de la naturaleza teologal de la Iglesia, que sólo
pueden ser fruto del acontecimiento de la revelación, se manifestaron en el
camino histórico que condujo al concilio ecuménico de Nicea a través de la
interacción de tres carismas, aplicados al gobierno, a la enseñanza, y la toma
comunitaria de decisiones en la Iglesia: primero la jerarquía tripartita, luego
los maestros y el sínodo. El orden de precedencia, que sitúa en primer lugar a
los apóstoles, aparece bien establecido en el corpus paulino: “Pues en la
Iglesia Dios puso en primer lugar a los apóstoles; en segundo lugar, a los
profetas, en el tercero, a los maestros…” (1Cor 12,28; cf. Ef 4,11). La primera
característica es el desarrollo progresivo de la jerarquía tripartita de
obispos, presbíteros y diáconos. Esta jerarquía, que supervisó a los profetas y
maestros itinerantes de los primeros 150 años del cristianismo (a menudo
llamados "apóstoles", en un sentido general), llegó a relevarlos en cierta
medida y se convirtió en la estructura de gobierno local de la “Iglesia”. La
figura del obispo, en particular, expresa la dimensión apostólica de la Iglesia.
A partir del siglo IV se formaron provincias eclesiásticas que manifestaban y
promovían la comunión entre las Iglesias particulares, con un metropolitano a la
cabeza.
97. Los cristianos son llamados a anunciar a Cristo a todas las naciones y a
transmitir sus enseñanzas, recibidas por medio de los apóstoles, a todas las
naciones. Por ello no es de extrañar que la segunda característica del
cristianismo en el período preniceno fuera la importancia de las escuelas y de
los maestros, que enseñaban a los catecúmenos e interpretaban las Escrituras.
Podían ser ministros ordenados o no. Pelagio, por ejemplo, enseñó en Roma a
principios del siglo V, aunque no era sacerdote; al igual que Melania la anciana
y Rufino en Jerusalén; y Jerónimo en Belén y luego en Roma. El propio Orígenes
dirigió la escuela de Alejandría, tras la muerte de su padre Leónidas, antes de
ser ordenado sacerdote.
98. Desde la segunda mitad del siglo II y principios del siglo III,
particularmente en Asia Menor, el sínodo tomó un lugar cada vez más importante a
la hora de decidir cuestiones importantes de disciplina, culto y enseñanza. Al
principio, los sínodos eran locales, pero el envío de cartas sinodales
comunicando sus decisiones (acta) a otras Iglesias, el intercambio de
delegaciones y las solicitudes de reconocimiento mutuo, atestiguan la “firme
convicción de que las decisiones tomadas son expresión de comunión con todas las
Iglesias”, ya que “cada Iglesia local es expresión de la Iglesia una y católica”[154]. Nótese
que el sínodo tiene una dimensión jurídica o canónica muy clara, como
institución que legisla. Los documentos y colecciones de los cánones sinodales
se reúnen en los archivos episcopales, particularmente en Roma: el desarrollo
del derecho canónico y el de los sínodos van de la mano y se acompañan
mutuamente. No se puede atribuir solo a la legitimación de la Iglesia por parte
de Constantino el giro hacia una Iglesia institucionalizada de tipo estatal. En
realidad la Iglesia se percibe como una polis (ciudad) que refleja la
Ciudad de Dios, la Jerusalén celestial (cf. Is 60 y 62; 65,18; Ap 3,12;
21,1-27), o como un synodos en el sentido literal del pueblo que toma el
mismo camino como Jesús hacia el reino, con él a la cabeza como su proestos
o presidente, y por ello es constitutivamente “política” e institucional[155].
99. Estos tres carismas evolucionaron de manera diferente y propia de cada uno
en la Iglesia, pero ninguno quedó separado ni emancipado de los otros dos.
Aunque naturalmente surgieron tensiones entre ellos y dentro de ellos, se
enriquecieron, informaron y fortalecieron mutuamente. Los maestros a menudo
participaban como miembros en sínodos. Asimismo, los obispos fueron desde el
principio maestros y predicadores según el modelo de Ignacio de Antioquía.
Obviamente, los obispos presidieron los sínodos y desempeñaron un papel
destacado como guardianes de la ortodoxia de la fe y la práctica. Además, en su
función sacramental, el obispo presidía la celebración eucarística que abría y
cerraba cada sínodo, fuente y cumbre del “caminar juntos” que es lo propio del
synodos[156].
La Iglesia una y única es signo de la comunión de los creyentes con sus obispos,
establecida en la sucesión apostólica dentro de la “Catholica”, así como
de la recepción de las decisiones sinodales. La Eucaristía manifiesta y realiza
de manera visible la pertenencia al cuerpo de Cristo y la participación
recíproca entre cristianos (cf. 1Cor 12,12)[157].
100. Estos elementos del proceso de estructuración de la Iglesia no sólo
demuestran su arraigo en el acontecimiento de Jesucristo, sino que también es
posible discernir en estos procesos una cierta analogía con lo que constituyó el
acontecimiento de la sabiduría que hemos analizado más arriba. Del mismo modo
que el pensamiento humano, profundamente renovado por el acontecimiento de
Jesucristo, asume y transforma las culturas humanas, especialmente a partir del
encuentro del pensamiento semítico ya trabajado desde dentro por la revelación
con la cultura griega y otras culturas, así también las tres dimensiones o
carismas que hemos señalado se derivaron tanto de instituciones judías como de
instituciones grecorromanas de los primeros siglos después de Cristo, tanto
civiles como religiosas. Por un lado, el judaísmo del Segundo Templo tenía su
jerarquía sacerdotal, sus escuelas y sus sínodos. Por otra parte, al no existir
escuelas específicas para ellos, casi todos los maestros cristianos se formaban
como oradores e intérpretes en la enkyklios paideia, o sistema educativo
general del mundo grecorromano, y por tanto apelaban a la retórica y la
filosofía, que ayudaron a inscribir en la herencia de la doctrina cristiana. El
sínodo (concilium en latín) también era ya una institución antigua en el
mundo grecorromano cuando los cristianos le concedieron un lugar importante.
Ahora bien, estos aspectos adquieren dimensiones propias, por decir así
transfiguradas, cuando se ponen al servicio de la misión de la Iglesia de
anunciar el Evangelio y ser signo eficaz de unidad para la humanidad.
3.3 El concilio ecuménico de Nicea
101. En el año 325 se celebró en Nicea un sínodo que aparece, en parte, como
punto final de un proceso, pero que revistió también una forma excepcional, por
su alcance ecuménico. Convocado por el emperador para resolver un conflicto
local que se había extendido a todas las Iglesias del imperio romano de Oriente
y a muchas Iglesias occidentales, reunió a obispos de diversas regiones de
Oriente y a los delegados del obispo de Roma. Por lo tanto, por primera vez, los
obispos de toda la Oikoumenē se reúnen en un sínodo. Su profesión de fe y
sus decisiones canónicas se promulgan como normativas para toda la Iglesia. La
admirable comunión y unidad suscitadas en la Iglesia por el acontecimiento de
Jesucristo se hacen visibles y eficaces de un modo nuevo, mediante una
estructura de alcance universal, y el anuncio de la Buena Nueva de Cristo en
toda su inmensidad recibe también un instrumento de autoridad y alcance sin
precedentes:
En el Concilio de Nicea, por primera vez, a través del ejercicio sinodal del
ministerio de los obispos, se expresa institucionalmente a nivel universal la
ἐξουσία del Señor resucitado que guía y dirige en el Espíritu Santo el
camino del Pueblo de Dios. Una experiencia similar tuvo lugar en los sucesivos
concilios ecuménicos del primer milenio, a través de los cuales emergió de
manera normativa la identidad de la Iglesia una y católica[158].
102. Con el concilio de Nicea se afianzó la idea de un sínodo o un concilio
ecuménico. Aunque con toda probabilidad ninguna de sus actas ha sobrevivido, y a
pesar de una lenta y ardua recepción, la proclamación del homoúsios y las
decisiones de Nicea han perdurado. Después de este largo proceso de recepción –
que será característico de cualquier concilio – Nicea se convirtió en el ideal
del concilio en la mente de muchos. Su presentación tradicional como un concilio
unificado, inspirado por el Espíritu Santo, ayudó a que se convirtiera en el
concilio ideal en la tradición posterior y gradualmente fomentó entre los
cristianos la estima por los concilios ecuménicos. Nicea abrió el camino a los
siguientes concilios ecuménicos y, por tanto, a un nuevo modo de sinodalidad o
conciliaridad que marcará la vida de la Iglesia hasta hoy, tanto en su papel de
definición y anuncio de la fe como en la manifestación de la unidad de la
Oikoumenē representada en su seno.
Capítulo 4
Mantener la fe accesible a todo el pueblo de Dios
Preámbulo: el concilio de Nicea y las condiciones de la credibilidad del
misterio cristiano
103. La idea primera y legítima que conservamos del concilio de Nicea es que se
trata de un concilio dogmático que defendió y clarificó la fides quae
cristológica y trinitaria. Sin embargo, en este último capítulo se pretende
explicar cómo el acontecimiento del concilio constituyó también un cierto
dispositivo institucional de la Iglesia una y católica para resolver un
conflicto dogmático en condiciones que favorecieran la recepción de su decisión.
La investigación dogmática e histórica se debe completar mediante un análisis de
teología fundamental. Es la fides quae, la verdad salvífica, la que
genera la adhesión a la salvación, la fides qua; pero en Nicea la
fides qua ha sido puesta al servicio de la recepción y comprensión de la
fides quae. La consideración de los procesos de la fides qua, es
decir, las condiciones de definición y recepción de la fides quae,
manifiesta la naturaleza y el papel de la Iglesia. Por supuesto, fue fruto de
todo un proceso el haber logrado esta disposición institucional, de tal forma
que el concepto dogmático de “concilio ecuménico” no podía ser exactamente
contemporáneo al evento del año 325. Como explicamos en el capítulo II, el lugar
por excelencia donde se encuentran la fides qua y la fides quae es
el bautismo. Ahí el individuo se incorpora a la fe de la Iglesia, que recibe de
la Iglesia madre. En este contexto de bautismo y catequesis de iniciación, la
Iglesia antigua desarrolló la regla de fe como el resumen más sustancial de la
fe. Dada su relevancia, se ha utilizado para discernir la verdad de la fe frente
a la herejía (por ejemplo: Ireneo, Tertuliano, Orígenes). Este es el precursor
de la expresión dogmática del símbolo como resumen de los elementos normativos
de la fe. Esta conciencia de una norma (regula; kanōn) está presente en
el procedimiento de los sínodos que discernían la fe anteriores a Nicea.
104. Basándose en las múltiples experiencias de los sínodos regionales o locales
de los siglos II y III, se puede sostener la tesis dogmática de que hay una
cierta verdad eclesiológica considerada a priori que se invoca para
resolver operativamente el problema de una verdad trinitaria, cristológica y
soteriológica, cuando corre el peligro de ser alterada, distorsionada o perdida.
Los procesos de la fides qua manifiestan la naturaleza de la Iglesia. La
Palabra de Dios que se hace carne (Jn 1,14) permite conocer verdaderamente al
Padre y este conocimiento, por obra del Espíritu Santo, se confía a la Iglesia,
encargada de custodiarlo y transmitirlo. Ahora bien, esta misión implica que la
Iglesia puede interpretar las Escrituras con autoridad. Esto muestra también que
creer en la Iglesia –como se profesa en el símbolo– es creer en su autoridad
para definir la doctrina cristológica y trinitaria que se fundamenta en el acto
de fe en Jesucristo y en la Trinidad, según una forma de “prioridad” o de
“causalidad recíproca”, en feliz expresión tomista[159].
Por último, debemos prestar atención a la finalidad de este procedimiento
eclesial. Hemos planteado la hipótesis de que el procedimiento conciliar fue
puesto al servicio de los pequeños, al servicio mismo de la fe de los niños, que
es el paradigma de la fe del verdadero discípulo a los ojos del Señor Jesús, y
por tanto del anuncio del Evangelio. Esto ilumina el significado del magisterio
de la Iglesia, que apunta a una caridad protectora hacia los “más pequeños”
entre los “hermanos” de Cristo (cf. Mt 25,40).
1. La teología al servicio de la integridad de la verdad salvífica
1.1 Cristo, la verdad escatológicamente eficaz
105. En la medida en que Nicea propone una verdad sobre cuestiones relacionadas
con la salvación y la distingue del error, su primera preocupación desde el
punto de vista de la teología fundamental es el lugar de la verdad en la
soteriología. Esta convicción proviene, en primer lugar, de la forma misma de la
revelación, que, al poderse transcribir en palabras escritas, demuestra que la
dimensión de la verdad le es constitutiva. La fe cristiana supone que la verdad
de Cristo se hace accesible a sus discípulos. En efecto, el Salvador mismo es la
verdad: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). En el cristianismo,
la verdad es una persona. La verdad no es una simple cuestión de lógica o de
razonamientos, no es posible poseerla y no es separable de otros atributos
identificados con la persona misma de Cristo, como la bondad, la justicia o el
amor. Es decir que la adhesión a Cristo exige siempre la disposición de la
inteligencia de los discípulos: “Credo ut intelligam”[160].
En efecto, no es imaginable ni coherente pensar que el Dios creador del hombre
inteligente y libre –una de las dimensiones de la creación a imagen y semejanza
del mismo Creador (Gen 1,26-27)–, pueda desinteresarse como Dios salvador,
del acceso al conocimiento de su verdad y de la verdad salvadora. Más
aún, esta verdad salvífica tiene una dimensión comunitaria. Nicea es un acto
comunitario de expresión de la verdad, para comunicarla a toda la Iglesia. Por
eso, tampoco se puede pensar que el creador de la familia humana, y en
particular de su capacidad de comunicación inteligible a través de las lenguas
(cf. Gen 11,1-9: la torre de Babel, y Hechos 2,1-11: Pentecostés) puede
desinteresarse del acceso comunitario a su verdad y a la verdad salvífica. Por
eso, la desintegración de la unidad de la fe compromete la fuerza y eficacia
de la salvación en Jesucristo.
106. Este lugar constitutivo de la verdad en la salvación refleja la naturaleza
misma de la Iglesia “portadora de la verdad” (alēthefora). Lleva consigo
a alguien más que ella misma, a Cristo-Verdad, y no sería ella misma sin Él. La
Iglesia es por necesidad de su origen un lugar de búsqueda, descubrimiento,
protección y difusión de la verdad realizada en el Verbo para el bien personal y
eclesial de sus discípulos y de todos los seres humanos. Es también un lugar de
comunión en la fuerza vivificante de esta verdad, que circula en ella, al mismo
tiempo que anima a la búsqueda de la verdad sobre el mundo, su pensamiento y su
cultura[161].
La tradición (transmisión) vivificante de la verdad salvífica es, por tanto, uno
de los significados más poderosos que puede asumir el concepto dogmático de
Tradición eclesial[162].
107. El lugar central de la verdad explica el profundo rechazo de la idolatría
en las Escrituras. El Santo de Israel es un Dios que habla, a diferencia de los
ídolos. “Tienen boca y no hablan”, dicen los Salmos (115,5 y 135,15), repetido
en 1Cor 12,2: “Sabéis que cuando eráis gentiles, os sentíais impulsados a correr
tras los ídolos mudos”. Además, en el contexto bíblico, la verdad, el poder, la
justicia, la santidad de Dios siempre se han concebido en relación con su
intención de traer la salvación verdadera y universal, mientras que las
prácticas idolátricas solo pretenden ofrecer un don parcial y regional. Además,
como la verdad es una persona que viene de Dios y que es Dios y Señor (cf. Jn
13,13-14), la verdad de la salvación debe ser recibida, mientras que la
idolatría construye lo divino a partir de lo humano. El hecho de que Dios no
pueda ser modelado como la estatua de un ídolo (véase la ironía de Sab 13,11-19)
remite a la noción de autorrevelación divina directamente opuesta a la idea de
autorrealización, tan frecuente en el ámbito religioso, incluso antiguo, como lo
demuestra el gnosticismo designado por Ireneo propiamente como herejía y como
“falsa gnosis”. La gnosis “miente”, contradice la noción misma de verdad
salvífica, porque no es una verdad recibida de Dios y aceptada libremente en el
amor. Al contrario, a través de su encarnación, el Verbo de Dios solicita el
acto de fe eclesial y personal como una recepción por el Espíritu Santo, a
través de la inteligencia y de todo el ser, de los misterios que salvan:
“Vosotros adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos,
porque la salvación viene de los judíos” (Jn 4,22). Jesús es el Verbo de Dios,
que fue enviado al mundo con una misión, anunciar la verdad íntegra, que
requiere del ser humano una respuesta de fe. Por eso se trata de una verdad
realmente salvífica, escatológicamente eficaz: “Hoy estarás conmigo en el
paraíso” (Lc 23,43). La opción de Nicea de expresar con palabras una verdad
íntegra de salvación para todos, que debe ser recibida en la fe, no es solo
expresión de fidelidad a la verdad cristológica (fides quae) sino también
a la relación personal con la verdad que es Cristo mismo (fides qua).
1.2 La salvación y el proceso de filiación divina
108. Esta verdad soteriológica debe tomarse en su sentido más fuerte,
ontológico. Sin que pretenda ofrecer una comprensión exhaustiva que desvirtúe el
misterio de la salvación como misterio, da acceso a la verdad misma de la
filiación y la paternidad de Dios. El Dios de la verdad, por así decir, quiso
someter a los hombres a la prueba de la increíble pretensión filial de su único
Hijo Jesús. La verdad revelada por Dios se concentra entonces en la verdad de su
“Hijo” único. Este término no se reduce a simple metáfora o a una analogía,
porque aquí lo metafórico abre por sí mismo a la ontología, al igual que el
symbolon, en el sentido propio del término, da acceso real y efectivamente a
lo que significa. El testimonio que el Padre da sobre Jesús fundamenta esta
verdad: “Si aceptamos el testimonio humano, mayor es el testimonio de Dios. Pues
este es el testimonio de Dios, que ha dado testimonio acerca de su Hijo. El que
cree en el Hijo de Dios tiene en sí mismo” (1Jn 5,9-10). El autor añade: “Quien
no cree a Dios le hace mentiroso, porque no ha creído en el testimonio que Dios
ha dado acerca de su Hijo” (1Jn 5,10). En nuestros antiguos catecismos se
formulaba esta convicción íntima del acto de fe de los cristianos, con una
sencillez directa: “Dios no puede engañarse ni engañarnos”[163],
en la que Tomás de Aquino habría reconocido sus propias formulaciones[164].
Así, la opción ontológica del neologismo de Nicea, homoúsios, se
justifica para ampliar y aclarar la terminología bíblica e hímnica. La
confirmación de la verdad ontológica de la filiación divina de Jesús es, como
vimos en los capítulos primero y tercero, que la relación de paternidad y
filiación se invierte misteriosamente entre lo divino y lo humano: la paternidad
humana y terrena se ha convertido en una segunda denominación, derivada de su
prototipo, Dios Padre (cf. Ef 3,14; Mt 23,9). Esta verdad de la filiación
divina, en la que se invita a entrar al creyente, subyace a la verdad de la
afiliación bautismal[165].
Ser salvado, según el Evangelio de Jesús, es entrar en la verdad plena de la
filiación que se inserta en la filiación eterna de Cristo.
2. La mediación de la Iglesia y la inversión de la secuencia dogmática:
Trinidad, cristología, pneumatología, eclesiología
2.1 Las mediaciones de la fe y el ministerio de la Iglesia
109. Esta verdad salvadora y eficaz se hace explícita y se comunica en Nicea
mediante un acto de interpretación del texto bíblico en términos provenientes de
los himnos y de la filosofía, y mediante el ejercicio de la inteligencia de la
fe. En efecto, toda la economía de la revelación bíblica atestigua que la fuerza
de la convicción sobre la verdad cristológica no debe entenderse ciertamente en
términos de un fundamentalismo, para el cual el significado de las Escrituras
está disponible de manera inmediata. Por el contrario, la tradición
interpretativa de la doctrina eclesial y la investigación de los teólogos
muestran que la fe necesita de numerosas mediaciones, empezando por la
primera, única y fundante: la de la humanidad del Hijo único, que este toma de
María. Dios ha dispuesto que su admirable verdad divina llegue a la humanidad
por mediación de su Verbo encarnado: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me
complazco. Escuchadlo” (Mt 17,5; cf. 3,17). Además, los diferentes géneros
literarios en que se expresa la revelación presente en los libros bíblicos
exigen muchas disposiciones hermenéuticas[166].
El símbolo, nacido de la liturgia y proclamado en un marco litúrgico, da
testimonio, además, de que la mediación interpretativa no se reduce a un
comentario del texto, sino que se realiza gestis verbisque, donde la fe
se vive en una comunidad de oración y de gracia[167].
Lo leemos en el relato de Lc 24, donde el Resucitado no se contenta con
explicarse mediante la exégesis de la Ley y de los profetas, sino también por
su presencia y su donación eucarística, en “la fracción del pan”, como explicó
el Papa Benedicto XVI en Verbum Domini:
Palabra y Eucaristía se pertenecen tan íntimamente que no se puede comprender la
una sin la otra: la Palabra de Dios se hace sacramentalmente carne en el
acontecimiento eucarístico. La Eucaristía nos ayuda a entender la Sagrada
Escritura, así como la Sagrada Escritura, a su vez, ilumina y explica el
misterio eucarístico. En efecto, sin el reconocimiento de la presencia real del
Señor en la Eucaristía, la comprensión de la Escritura queda incompleta[168].
110. Así, la secuencia ordenada de los misterios tal como ocurre en la dogmática
se puede invertir de manera provechosa en la teología fundamental. A través del
misterio de la Iglesia, “el misterio más difícil de creer”[169],
se ofrecen por primera vez los misterios de la fe cristiana, misterios de los
que ella misma depende lógica y ontológicamente. De hecho, corresponde ante todo
a la Iglesia establecer el régimen de credibilidad del camino de fe.
Evidentemente existe “un orden o "jerarquía" de las verdades en la doctrina
católica, por su distinta conexión con el fundamento de la fe cristiana”[170]. La
doctrina cristológica, trinitaria y soteriológica del símbolo constituye este
fundamento. Sin embargo, dentro del nexus mysteriorum de los dogmas[171],
el acto de interpretación del concilio ilumina la participación de la Iglesia,
según su lugar y papel específicos, en el orden de la salvación.
2.2 El disenso y la sinodalidad
111. La mediación interpretativa de la Iglesia se manifiesta a través de
arbitrajes, particularmente ante las disensiones o la necesidad de traducir el
texto sagrado. El “concilio de Jerusalén” en Hechos 15 testifica por primera vez
un desacuerdo en la doctrina (la relación de los discípulos de Cristo
provenientes de otras naciones con la Ley mosaica) y en la práctica
(circuncisión, idolatría y fornicación), que generó un conflicto superado por
medio de reglas y resoluciones, en cuanto expresión de un consenso eclesial
recuperado, que procedieron de un examen por parte del colegio reunido de
“apóstoles y ancianos” (Hch 15,6). Se delinea un procedimiento: primero se da
una sucesión de testimonios autorizados (Pedro, Pablo y Bernabé, Santiago),
acogidos en una escucha mutua[172],
después una apelación a la autoridad de Moisés, luego la institución de
mensajeros con mandato frente a los mensajeros “sin mandato” (Hch 15,24) y,
finalmente, la redacción de un escrito prescriptivo que se presentará
oficialmente a la asamblea de Antioquía (Hch 15,30-31) reunida por iniciativa de
estos mensajeros. Todos son protagonistas, porque la cuestión ha sido sometida a
toda la Iglesia de Jerusalén (Hch 15,12), presente en el curso del
discernimiento eclesial y que interviene en la decisión final (Hch 15,22)[173].
El indicio de este aspecto comunitario es que los mensajeros son enviados de dos
en dos (Hch 15,27). Lo esencial para nuestra reflexión es que la Iglesia,
asistida por el Espíritu Santo y actuando de manera sinodal, apoyándose en el
sensus fidei fidelium[174]
y en la autoridad particular de los apóstoles, constituye el misterio vivo y
operante en el que se elabora el aspecto doctrinal relativo a la distinción
entre los discípulos de Cristo provenientes del pueblo judío y los de otras
naciones, por lo que toca a la práctica de la Ley mosaica. El arbitraje de la fe
que se refería a la visión universal de Dios, al acceso de todas las naciones al
misterio que había sido revelado por primera vez a Israel, se realizó aquí,
mediante un intercambio entre fides qua y fides quae, en el
misterio dinámico de la Iglesia.
112. Desde los tiempos que precedieron a la encarnación del Verbo, el pueblo
elegido había tenido que afrontar un problema similar para la conservación, pero
sobre todo para la difusión de la revelación en la diáspora de Israel y, más
allá, entre las poblaciones que el NT llama los “prosélitos” (cf. Mt 23,15 y Hch
2,10 y 6,15), y los “piadosos de Dios” (cf. Hch 10,2), de origen pagano. Se
trata de una opción fundamental cuyo origen real se pierde en la leyenda
(Epístola de Aristeo o Talmud-Soferim 1,7), que autorizaba la traducción de la
Biblia del pueblo judío del hebreo al griego, y condujó a la versión alejandrina
de la Biblia de los LXX. Porque estas traducciones, al igual que el uso
posterior del neologismo homoúsios, tendrían que seguir implicando
múltiples arbitrajes lingüísticos para que las verdades del texto original,
concebido en el campo semántico de una lengua semítica, no se perdieran cuando
el texto fue transferido al campo semántico de una lengua indoeuropea.
113. Estos arbitrajes expresan la naturaleza misma de la Iglesia y permiten
captar el significado del magisterio que ejerce. Porque la Iglesia es una
realidad de gracia inscrita en la historia. Está constituida y movida por el
Espíritu Santo, que también llevó a cabo la encarnación del Verbo y que continúa
incorporando a los creyentes al Cuerpo místico situado ante los gozos, las
tentaciones y las vicisitudes de la historia. Su misión de salvación se realiza
no sólo mediante la predicación, la enseñanza de las Escrituras y la celebración
de los sacramentos, sino también mediante el magisterio ejercido por los
obispos, sucesores de los apóstoles, en comunión con el obispo de Roma, sucesor
de Pedro. Esto no quiere decir que la verdad de fe sea histórica y cambiante: lo
que quiere decir, más bien, es que el reconocimiento de la verdad y la
profundización de su comprensión constituyen una tarea histórica del único
Sujeto-Iglesia. La Iglesia, por tanto, no dispone de la verdad, que no puede ser
fabricada, ya que se trata fundamentalmente de Cristo mismo, pero la recibe, la
recuerda y la interpreta. Creer con la Iglesia significa para cada generación
participar en sus incesantes esfuerzos por una comprensión más profunda y
completa de la fe. La obligación de fidelidad no se puede reducir a una mera
docilidad pasiva: obliga a todos los discípulos a una apropiación activa, con el
apoyo y bajo la vigilancia del magisterio vivo del colegio de los obispos. Estos
últimos, cuando están de acuerdo entre sí, tienen la autoridad de decidir de
manera vinculante si una interpretación teológica es fiel o no a la fuente:
Cristo y la tradición apostólica. El magisterio no añade nada a la revelación
realizada en Cristo y atestiguada por las Escrituras, excepto las
explicitaciones del desarrollo dogmático, porque la Iglesia ejerce su papel de
intérprete auténtico de la Palabra de Dios en actos de fidelidad creativa a la
revelación[175]
: “Así, el juicio sobre la autenticidad del sensus fidelium pertenece, en
última instancia, no a los fieles mismos ni a la teología, sino al magisterio”[176].
El magisterio ordinario de los sucesores de los apóstoles consiste
en una enseñanza habitual, que elabora continuamente la tradición, ya designada
en el Nuevo Testamento como “sana doctrina” (2Tim 4,3). En contraste, el
magisterio extraordinario rara vez se ejerce, cada vez, empero, que se
debe tomar una decisión de importancia doctrinal que concierne a toda la
Iglesia, particularmente ante un cuestionamiento de una parte de la Iglesia. Es
lo que ocurrió de manera eminente y explícita en el concilio ecuménico de Nicea.
2.3 Las expresiones del Espíritu Santo para la formación y renovación del
consenso
114. En realidad, la tarea eclesial habrá sido ante todo una tarea
pneumatológica demetáfrasis. Actúa en el registro de la traducción, como
la Biblia de los LXX y los targumim, que buscan la fidelidad al texto
hebreo situándose decididamente en los modos de pensamiento y el genio propios
del griego y del arameo. Podemos suponer que el mismo proceso está en marcha en
la traducción de las palabras de Jesús, dichas en arameo, al griego de los
evangelios. Es también el trabajo de exégesis del texto sagrado iniciado con los
midrashim y los escritos de los primeros Padres de la Iglesia. Este doble
movimiento floreció en los animados intercambios de un concilio ecuménico
celebrado bajo la moción del Espíritu de Pentecostés, donde los oradores podían
provenir del mundo siríaco, griego, copto o latino, y que da lugar a
definiciones con posible traducción a otras lenguas y formas de expresión. Nos
encontramos ante una doble audacia recibida del Espíritu Santo. En primer lugar,
el fortalecimiento de la comprensión de la fe profesada en Nicea por parte de
quienes la proclaman con parrēsia y eficacia en beneficio del pueblo de
Dios en los diferentes contextos del mundo; en segundo lugar, la audacia en el
Espíritu Santo por parte de quienes escuchan (auditus fidei) y reciben (obsequium
fidei) este anuncio[177].
Este movimiento manifiesta a la vez la naturaleza de la Iglesia y la identidad
del Espíritu de la verdad, que “recuerda” las palabras de Cristo y guía hacia
“la verdad plena” (Jn 16,13; cf. 14,26). No sorprende observar que tal tarea
eclesiológica, que postula las actuaciones de la tercera persona divina, tuviera
que remontarse desde la historia de la salvación hasta el misterio original de
las relaciones trinitarias, y desde la economía a la ontología divina.
115. En esta tarea de metáfrasis pneumatológica, que introduce un concepto
nuevo, desconocido en la Sagrada Escritura, el célebre homoúsios, es
esencial señalar que tanto las narraciones bíblicas como las metáforas de los
textos escriturísticos no quedan abolidas ni ocultadas por las transcripciones
especulativas que contraen y aclaran su sustancia. La clarificación dogmática
sólo es válida si conserva el arraigo que le vivifica en el humus bíblico
y en la comunión de la fe litúrgica. Es claramente el caso en el texto del
símbolo. En circunstancias como las de la crisis arriana, donde la Palabra de
Dios parece proporcionar un apoyo ambivalente para la preservación de la verdad
de la fe (Lc 18,19: “¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino solo Dios”),
se hace necesario que la expresión especulativa dirima la disputa exegética.
Ahora bien, el desarrollo doctrinal, con el recurso específico a los
neologismos, debe contentarse con desplegar las verdades inmanentes al lenguaje
de la revelación, en la forma en la que Cristo explica la parábola del sembrador
en Mt 13,3-9.18-23. En este sentido, no dejaremos de señalar que en la historia
de la Iglesia los neologismos dogmáticos han sido pocos, en definitiva, y han
correspondido a nudos verdaderamente decisivos del misterio cristiano:
“consustancialidad” y “unión hipostática”, en cristología; y en el ámbito
trinitario, “relaciones subsistentes” y “perichóresis”; igualmente “persona” (prosōpon
e hypóstasis), por su significado específicamente cristiano, en la teología
trinitaria, la cristología y la antropología.
3. Cuidar el depósito de la fe: la caridad al servicio de los más pequeños
3.1 La profesión unánime de la fe del Pueblo de Dios ofrecida a todos
116. El símbolo y los cánones adoptados por el concilio de Nicea no son
simplemente actos eclesiales de interpretación, traducción y metáfrasis, sino
que también pretenden “guardar” o “vigilar” (phȳlaxein) el depósito de la
fe transmitida por los apóstoles (1Tim 6:20). Ahora bien, esta protección se
lleva a cabo en particular en beneficio de los más vulnerables. Así como, en el
plano de la fides quae, el homoúsios es el principio y fundamento
de la koinonía en Cristo de todos los seres humanos entre sí, incluso
hasta el más pequeño, de la misma manera, en el plano de la fides qua, la
decisión del concilio de definir una profesión común de la fe protege a todos
los discípulos. De hecho, la claridad doctrinal hace que la fe sea capaz de
resistir las fuerzas del regionalismo cultural absolutizado y de la división
geopolítica, así como las de la herejía, a menudo vinculadas a una forma de
sutileza elitista.
117. Insistamos en este último aspecto. En el siglo IV, en esa época de “paz de
la Iglesia”, donde existía el riesgo de que la convicción cristiana se
debilitara durante su extensión universal, los defensores del paganismo antiguo
intentaron, por el contrario, restaurar su vigor perdido con el argumento del
carácter accesible de los dioses de su panteón, y la facilidad para el
común de los mortales de las prácticas y costumbres de sus antepasados. Ahora
bien, la fe predicada por Jesús a los sencillos no es una fe simplista.
Las parábolas y otras frases, o ciertas declaraciones joánicas como la
magistral: “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30), testimonian que el acceso al
misterio de Dios es, cuando menos, paradójico. Ni lo que el dogma llamará
Trinidad, ni la unión hipostática, enunciada en el Concilio de Calcedonia, ni el
duotelismo dinámico salvaguardado por la soteriología de Máximo el Confesor
pueden pasar por proposiciones sencillas. Sin embargo, el cristianismo nunca se
ha considerado a sí mismo como un esoterismo reservado a una élite de iniciados.
Cristo lo afirma en una declaración fundamental: “Yo he hablado abiertamente al
mundo; yo he enseñado continuamente en la sinagoga y en el templo, donde se
reúnen todos los judíos, y no he dicho nada a escondidas. ¿Por qué me preguntas
a mí? Pregunta a los que me han oído qué les he hablado. Ellos saben lo que yo
he dicho” (Jn 18,20-21). Incluso la disciplina mistagógica del arcano, vigente
durante algún tiempo en el paleo-cristianismo, no significa una celosa
preocupación por lo secreto, sino una consideración de la seriedad y de las
etapas de la iniciación cristiana. Y con el paso de los siglos parece que la fe
cristiana ha asumido plenamente su estilo decididamente exotérico y popular. En
el fondo, todo cristiano, al persignarse con la señal de la cruz, expresa
adecuada y plenamente el corazón de la fe trinitaria y pascual[178]. Todo el pueblo de Dios debe dar razón de su fe y de su esperanza (cf. 1Pe
3,5): en este sentido es teólogo[179].
118. En el mismo sentido, el ejercicio del Magisterio, tal como se desarrolló en
el concilio de Nicea, y que da a la enseñanza de la Iglesia “católica” un estilo
auténticamente público e institucional, establece la igualdad de todos con
relación al contenido de la fe. El símbolo litúrgico, profesado por todos los
miembros del Cuerpo místico dentro de una liturgia pública y común constituirá
una piedra de toque para la contesseratio (el vínculo de la hospitalidad)
de la comunión eclesial, tan querida por Tertuliano[180].
El bien común de la revelación está realmente “a disposición” de todos los
fieles, como lo confirma la doctrina católica de la infalibilidad in credendo
del pueblo de los bautizados: “La comunidad de los fieles, teniendo la unción
que proviene del Santo (cf. 1Jn 2,20.27), no puede equivocarse en la fe”[181].
Los obispos tienen un papel específico en la definición de la fe pero no pueden
asumirlo sin estar en comunión eclesial con todo el Pueblo de Dios[182].
En este sentido, la nueva Ley del Nuevo Testamento adquiere las características
de la antigua Ley, cuya dimensión pública no suele ser suficientemente
apreciada: al ser promulgada solemnemente es conocida por todos como ley divina.
Incluso los dirigentes están obligados por la publicidad de la Ley a su
observancia. La “acepción de personas”, a menudo identificada y denunciada en la
Torá, aparecerá más fácilmente de manera objetiva como una falta contra la igual
dignidad de los hijos de Dios. (cf. Lv 19,5; Dt 10,17; Hch 10,34; Rom 2,11).
3.2 Protección de la fe frente al poder político
119. El concilio de Nicea, aun con todo lo que debe a la iniciativa del
emperador Constantino, representará sin embargo un hito en el largo camino hacia
la libertas Ecclesiae, que es en todas partes garantía de protección de
la fe de los sencillos y más vulnerables frente al poder político. Sin duda, al
mismo tiempo nació un movimiento hacia lo que se ha llamado “cesaropapismo”,
y que es una tentación permanente entre las Iglesias cristianas. ¿Debemos
identificar entonces en este concilio el inicio de una garantía eclesial para la
libertad de conciencia de los pequeños, o, por el contrario, el de una
instrumentalización política de la religión de Cristo? Es cierto que hoy en día
se destaca a menudo la preocupación política del emperador Constantino; se
subraya que el concilio de Nicea tenía como objetivo, entre otras cosas,
celebrar el vigésimo aniversario de su reinado, e incluso se insinúa, en ciertos
casos, que la profesión de fe adoptada por Nicea pretendía sobre todo
restablecer la armonía en el seno del Imperio. Asimismo, se critica la noción de
herejía por estar asociada al poder represivo del Estado confesional. Sin poder
entrar en un tratamiento completo de estas complejas cuestiones dentro de los
límites de este documento, podemos distinguir aquí las formas de unidad y los
objetivos: una cosa es la unidad de fe entre los cristianos y otra la unidad de
los ciudadanos. De hecho, por un lado, el monoteísmo trinitario de Nicea, en su
verdad dogmática, no permitió honrar tan bien como lo podía hacer el arrianismo
la pretensión del Basileus de ser el símbolo estatal y religioso de la
unidad romana y sentar las bases de un orden teológico-político stricto sensu[183].
Por otro, sin la vigilancia del magisterio de la Iglesia apostólica, asistida
por el Espíritu Santo, frente a las resistencias de la herejía ante la admirable
revelación, los misterios de la fe comunicados por la autorrevelación del Verbo
encarnado, crucificado y resucitado no habrían podido resistir ante la
desintegración y la falta de armonía.
120. La protección de la fe de todos, así como la importancia de escuchar la voz
de los últimos y menos atendidos, se manifiestan en el hecho de que Nicea no
siguió precisamente el camino del arrianismo. En efecto, san Jerónimo subraya la
mayoría numérica de los arrianos y también una proporción mayoritaria de obispos
convertidos al arrianismo. En realidad debemos matizar históricamente la lectura
de Jerónimo, porque la mayoría de los obispos y cristianos no optaron
directamente por el arrianismo, sino que dudaron ante una terminología de Nicea
que no se encontraba en el Nuevo Testamento. Dicho esto, y dada la presión desde
la autoridad política en favor del arrianismo, el concilio permitió salvaguardar
el sensus fidelium[184]
que habitaba en el pueblo de Dios. En este sentido, podemos decir que la
profesión de fe de Nicea es un eco fiel ya experimentado por la Iglesia de aquel
júbilo de Cristo: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los
pequeños. Sí, Padre, así te ha parecido bien” (Mt 11,25-26).
Conclusión
Anunciar hoy a todos a Jesús como nuestra salvación
121. La celebración de los 1700 años del concilio de Nicea es una invitación
apremiante para que la Iglesia redescubra el tesoro que se le ha confiado y
aproveche para compartirlo con alegría, en un nuevo impulso, incluso en una
“nueva etapa de evangelización”[185]. Proclamar
a Jesús como nuestra Salvación a partir de la fe expresada en Nicea, tal como se
profesa en el símbolo Niceno-Constantinopolitano, requiere ante todo dejarnos
asombrar por la inmensidad de Cristo para que todos queden maravillados;
reavivar el fuego de nuestro amor al Señor Jesús, para que todos puedan arder de
amor por él. Nada ni nadie es más hermoso, más vivificante, más necesario que
Él. Dostoievski lo declama con fuerza: “He forjado dentro de mí un símbolo,
donde todo me parece claro y sagrado. Este símbolo es muy sencillo, aquí está:
creer que no hay nada más hermoso, más profundo, más comprensivo, más razonable,
más fuerte y más perfecto que Cristo”[186]. En
Jesús, homoúsios con el Padre, Dios mismo viene a salvarnos, Dios mismo
se ha unido a la humanidad para siempre, para cumplir nuestra vocación como
seres humanos. Siendo el Hijo Unigénito, nos conforma consigo como hijos e hijas
amados del Padre mediante el poder vivificante del Espíritu Santo. Quienes han
visto la gloria (doxa) de Cristo pueden cantarla y dejar que la doxología
se convierta en anuncio generoso y fraterno, es decir, en kerigma.
122. Proclamar a Jesús como nuestra Salvación desde la fe expresada en Nicea no
es ignorar la realidad de la humanidad. No da la espalda a los sufrimientos y a
las sacudidas que atormentan al mundo y que hoy parecen socavar toda esperanza.
Al contrario, afronta estas dificultades profesando la única redención posible,
alcanzada por quien ha conocido la violencia del pecado y del rechazo, la
soledad del abandono y de la muerte, y que, incluso desde el abismo del mal, ha
resucitado para llevarnos también a nosotros en su victoria hasta la gloria de
la resurrección. Este anuncio renovado tampoco ignora la cultura y las culturas,
al contrario, también aquí con esperanza y caridad las escucha y se enriquece
con ellas, las invita a la purificación y las eleva. Entrar en una esperanza tal
requiere evidentemente una conversión, en primer lugar de parte de quien anuncia
a Jesús con la vida y con la palabra, porque implica una renovación de la
inteligencia según el pensamiento de Cristo. Nicea es fruto de una
transformación del pensamiento que ha sido posible por el acontecimiento
Jesucristo. Asimismo, sólo será posible una etapa nueva de evangelización para
aquellos que se dejan renovar por este acontecimiento, para quienes se dejan
aferrar por la gloria de Cristo, siempre nueva.
123. Proclamar a Jesús como nuestra Salvación desde la fe expresada en Nicea
significa prestar especial atención a los más pequeños y vulnerables de nuestros
hermanos y hermanas. La nueva luz proyectada sobre la fraternidad entre todos
los miembros de la familia humana por Cristo, homoúsios Hijo del Padre y
partícipe de la naturaleza humana común, ilumina en particular a quienes tienen
más necesidad de la esperanza de la gracia. Estamos unidos por un vínculo
radical, indestructible, con todos aquellos que sufren y son excluidos; todos
estamos llamados a trabajar para que la salvación pueda llegarles especialmente
a ellos. Proclamar significa aquí “dar de comer”, “dar de beber”, “acoger”,
“vestir” e “ir a visitar” (Mt 25,34-40), irradiar la humilde gloria de la fe, de
la esperanza y de la caridad para con aquellos en los que no se tiene confianza,
de quienes nadie espera nada y que no son amados por el mundo. Anunciar
significa hacer brillar estas virtudes teologales en la humillación y en el
sufrimiento: esto sólo puede venir de Cristo nuestro Salvador y, por tanto,
debemos dar testimonio de él y permitir reencontrarlo. Sin embargo, no nos
equivoquemos: estos crucificados de la historia son Cristo entre nosotros, en el
sentido más fuerte posible: “conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40). El
Crucificado-Resucitado conoce íntimamente sus sufrimientos y ellos conocen los
suyos. Son, por tanto, los apóstoles, maestros y evangelizadores de los ricos y
de los sanos. Se trata de ayudar a los pobres, pero sobre todo de entrar en
relación con ellos y de vivir con ellos para dejarse enseñar por ellos: ellos
comprenden mejor que nadie la inmensidad del don del Hijo homoúsios, que
llega hasta la cruz, profesada en Nicea. Pueden introducirnos en una esperanza
más fuerte que la muerte, siguiendo la Palabra de Dios que descendió hasta lo
más bajo entre nosotros para elevarnos a lo más alto con Él[187].
124. Anunciar a Jesús como nuestra Salvación a partir de la fe expresada en
Nicea es anunciarla en la Iglesia. Es anunciarlo a través del testimonio de la
admirable fraternidad fundada en Cristo. Es dar a conocer las maravillas por las
cuales la Iglesia “una, santa, católica y apostólica” es “sacramento universal
de salvación” y da acceso a la vida nueva: el tesoro de las Escrituras que
interpreta el símbolo, la riqueza de la oración, la liturgia y los sacramentos
que brotan del bautismo profesado en Nicea, luz del magisterio que está al
servicio de la fe compartida. Este tesoro, sin embargo, lo llevamos “en vasijas
de barro” (2Cor 4,7). Con todo, es justo que sea así porque el anuncio sólo será
fructífero si hay consonancia entre la forma del mensaje y su contenido, entre
la forma de Cristo y la forma de la evangelización. En el mundo de hoy es
particularmente importante tener presente que la gloria que hemos contemplado es
la de Cristo “manso y humilde de corazón” (Mt 11,29), que proclamó:
“Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra” (Mt 5,5). El
Crucificado-Resucitado es verdaderamente vencedor, pero es una victoria sobre la
muerte y el pecado y no sobre los adversarios: en el Misterio Pascual no hay
perdedores excepto el perdedor escatológico, Satanás, el que causa toda división[188]. El anuncio de Jesús, nuestra Salvación, no es una batalla, sino una
configuración con Cristo, aquel que miraba con amor y compasión a quienes
encontraba (Mc 10,21; Mt 9,36) y se dejaba guiar por otro, por el Espíritu del
Padre[189].
El anuncio será fructífero si es Cristo quien actúa en nosotros:
«De hecho, es bueno recordar que cuando envió a sus discípulos a la misión “el
Señor los asistía” (Mc 16,20). Él está allí, trabajando, luchando y
haciendo el bien con nosotros. De un modo misterioso, es su amor el que se
manifiesta a través de nuestro servicio, él mismo le habla al mundo con ese
lenguaje que a veces no puede tener palabras»[190].
[1] Francisco, Bula de convocación del Jubileo Ordinario del año 2025,
Spes
non confundit, n. 17. [2] Efrén,
Himnos de Nativitate, III, 3, (CSCO 186, 21; CSCO 187,
18-19, traducción modificada; trad. francesa SCh 459, 64-65).
[3] Francisco,
Discurso a los miembros de la Comisión Teológica
Internacional, 30 de noviembre de 2023.
[4] «Dado que inicialmente se había acordado que un sínodo de obispos debería
celebrarse en Ancira en Galacia, ahora nos pareció, por muchas [razones], que
sería mejor que se reuniera en la ciudad de Nicea, en Bitinia: tanto por los
obispos venidos de Italia y de otras regiones de Europa, como por el buen clima,
y porque seré un observador y partícipe cercano de lo que vaya sucediendo », Constantino,
Carta a los obispos, H.-G. Opitz, Athanasius Werke III/1, 3. Berlin/Leipzig: Walter de Gruyter & Co., 1934/1935, 41-42.
Urkunde 20 (Documento 22; FNS 30). Traducción propia. Siglas: Urkunde: Athanasius Werke.
III/1. Documento: Dokumente zur Geschichte des
arianischen Streites, hg. von H.-Ch. Brennecke – U. Heil – A. von Stockhausen – A. Wintjes, Berlin 2007. FNS: S.
Fernández(ed.), Fontes Nicaenae Synodi. The Contemporary Sources for the Study of the Council of Nicaea (304-337), Paderborn 2024.
[5] Véase Concilio de Calcedonia,
Proemio de la definición (DH 300).
[6] Véase Concilio de Éfeso,
Sexta sesión de los cirilianos (DH 265).
[7] Citado en K. Schatz,
Los concilios ecuménicos. Encrucijada en la
historia de la Iglesia, Trotta, Madrid, 1999, 41.
[8] “La Iglesia Católica reconoce el valor conciliar ecuménico, normativo e
irrevocable, como expresión de la única fe común de la Iglesia y de todos los
cristianos del símbolo profesado en griego en Constantinopla en el año 381 por
el Segundo Concilio Ecuménico. Ninguna profesión de fe específica de una
tradición litúrgica particular puede contradecir esta expresión de fe enseñada y
profesada por la Iglesia indivisa", Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos,
"Las tradiciones griega y latina relativas a la procesión del Santo Espíritu”,
13 de septiembre, 1995, en Documentation Catholique, n. 19, p. 941-945.
[9] Francisco,
Discurso al Dicasterio para la Doctrina de la Fe, 26 de
enero de 2024.
[10] Seguimos la versión griega del símbolo Niceno-Constantinopolitano, a menos
que se especifique lo contrario. La versión en castellano es la que se proclama
en la liturgia a excepción del filioque. Cf. Catecismo de la Iglesia
Católica, El Símbolo.
[11] El tema de Dios Padre como creador está muy presente entre los primeros
Padres de la Iglesia. Clemente de Roma dice “Padre y creador del mundo entero”,
1 Clem., 19,2 y 35,3 (SCh 167, 133 y 157; FuP 4, 96 y 114); Justino habla
del “Padre y Señor del universo”, 1 Apol., 12,9; 61,3, (Ruiz Bueno,
Padres apologetas griegos, BAC, Madrid, 21979, 193 y 250); Taciano
evoca también al “Autor de los espíritus” y al “Padre de lo sensible y de lo
visible”, Ad Graecos, IV, 3 (Ruiz Bueno, 577). Esta es una idea que ya
encontramos entre los autores griegos: Platón considera a Dios como “el autor y
padre de todo el universo” (Timeo, 28c; 41a; véase también Epicteto,
Diss. I, 9.7).
[12] A diferencia de Esquilo, que habla de “τῶν θεῶν φθόνοV”, “la envidia de los dioses” (Los persas, v. 362), véase Tomás de Aquino,
Contra gentiles, l. 1 cap. 89, n. 12: “Invidiam igitur in Deo impossibile
est esse, etiam secundum suae speciei rationem: non solum quia invidia species
tristitiae est, sed etiam quia tristatur de bono alterius, et sic accipit bonum
alterius tanquam malum sibi”.
[13] Hilario,
De Trinitate, IX, 61 (CCSL 62A, 440-441; La Trinidad,
edición bilingüe preparada por L. Ladaria, BAC, Madrid 1986, 495).
[14] Véase Hipólito,
C. Noet. 10,1-2 (Contro Noeto, a cura di M.
Simonetti, Dehoniane, Bologna, 2000, 170). Tertuliano: “Ante Omnia enim Deus erat solus, ipse sibi et mundus et locus et omnia. Solus
autem quia nihil aliud extrinsecus praeter illum. Ceterum ne tunc quidem
solus; habebat enim secum quam habebat in semetipso, rationem suam” (Adversus
Praxean, 5,2; CCL 2, 1163).
[15] Véase
Martirio de Policarpo, XIV, 1-3 (FuP 1, 262); Justino,
1
Apol., 63 (Ruiz Bueno, 252-5).
[16] Véase el anatema dirigido contra Arrio al final del símbolo de Nicea (DH
126).
[17] Arrio,
Carta a Eusebio de Nicomedia, 5 (Urkunde 1; Documento 15;
FNS 6).
[18] En una lectura posterior a Nicea, Cromacio de Aquilea afirma: “Así como la
obra de nuestra primera creación fue obra de la Trinidad, así nuestra segunda
creación es obra de la Trinidad: el Padre no hace nada sin el Hijo ni sin el
Espíritu Santo, porque todo lo que es obra del Padre, es también obra del Hijo,
y todo lo que es obra del Hijo, es también obra del Espíritu Santo” (Cromacio de Aquileia,
Sermones, 18, 4, tomo II; SCh 164, 14).
[19] Sobre estos “olvidos” del Espíritu Santo, véase Y. Congar,
El Espíritu
Santo, Herder, Barcelona 1983, 188-194). Los análisis de Congar se refieren
principalmente a los siglos XIX y XX, pero los fenómenos que describe todavía
existen, de una manera más sutil.
[20] “Credimus […] Patrem […] fontem et originem totius divinitatis ». VI
Concilio de Toledo (DH 490). Véase también Agustín para quien el Padre es “principio de toda divinidad”, Agustín,
De Trinitate, IV, 29 (PL 42, 908; La Trinidad, BAC, Madrid, 1985,
326-8).
[21] Versión del símbolo de Nicea (325).
[22] “No hay ningún otro Dios, sino que el Padre y el Hijo son un solo ser” (Hilario,
De Trinitate, VIII, 41; CCSL 62A, 354; Ladaria, 401-2).
[23] Véase B. Sesboüé,
Historia de los dogmas. 1. El Dios de la salvación, Secretariado Trinitario, Salamanca 1995, 195.
[24] Versión latina del símbolo niceno-constantinopolitano, en la versión
traducida por Rusticus en el siglo VI (cf. I. Ortiz de Urbina, Nicea y
Constantinopla, Eset, Vitoria, 1969, 184).
[25] Véanse Efrén y Gregorio Palamas, pero también Ambrosio:
Splendor
paternae gloriae como comentario sobre lumen de lumine, en San Ambrosio,
Opere poetiche e frammenti. Inni – Iscrizioni – Frammenti,
a cura di G. Banterle, G. Biffi, I. Biffi, L. Migliavacca, Milano-Roma, 1994,
Inno II, p. 34-37.
[26] “La doctrina de la Trinidad no es una adición o un debilitamiento sino una
radicalización del monoteísmo cristiano”, K. Rahner, “Einzigkeit und
Dreifaltigkeit Gottes im Gespräch mit dem Islam”, en Sämtliche Werke
22/1B, Herder, Freiburg 2013, 656-669, aquí 659.
[27] Véase M. Wyschogrod,
Abraham’s Promise, Judaism and Jewish-Christian
Relations, SCM Press, London, 2006, 178.
[28] Cf. D. Boyarin,
Le Christ juif, Cerf, París, 2019, 42-66 ; P. Lenhardt,
L´unité de la Trinité. À l’écoute de la tradition d’Israël, Parole et Silence, París, 2011; P. Schäfer,
Two Gods in Heaven: Jewish
Concepts of God in Antiquity, Princeton University Press, Princeton (New
Jersey), 2020.
[29] Véase D. Boyarin,
Le Christ juif, 55-56, por ejemplo. De hecho,
esta posición es considerada en el mundo judío como una posible interpretación
de Daniel en el texto arameo y en varios textos del período del Segundo Templo,
aunque también es muy discutida.
[30] Prov 1,9.14; 8,1-36; Sab 1,7; 7,22-27; Si 24,1-22. Algunos exégetas
utilizan también la expresión “duoteísmo” respecto de la Sabiduría
personificada. Véase J. Trublet (dir.), La Sagesse Biblique. De l’Ancien au Nouveau
Testament, Le Cerf, Paris, 1995.
[31] Véase L. W. Hurtado,
One God, one Lord. Early Christian Devotion and
Ancient Jewish Monotheism, T&T Clark, Edinburg, 1988; R. Bauckham, “God
Crucified” (1996), en R. Bauckham, Jesus and the God of Israel,
Paternoster, Crownhill (Reino Unido) 2008, 1-59. Por ejemplo, parte del símbolo de Nicea fue formulado en la literatura
judeocristiana más temprana, las Odas de Salomón, que datan aproximadamente del
70 al 125 d.C. Véase Oda 14,12-17, en A. Rahlfs, R. Hanhart (eds.), Septuaginta, edición SESB, Stuttgart 2006.
[32] La versión latina del símbolo distingue entre el hecho de que Cristo tomó
carne “por (de)” el Espíritu Santo y “de (ex)” la Virgen María.
[33] J. Ratzinger,
Introducción al cristianismo. Prólogo a la nueva edición (2000), en
JROC IV, 27 (original: JRGS 4, 52).
[34] “Siguiendo, pues, a los santos padres, enseñamos unánimemente que hay que
confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: el mismo perfecto en
divinidad y el mismo perfecto en humanidad, el mismo verdaderamente Dios y
verdaderamente hombre (compuesto) de alma racional y cuerpo, consustancial con
el Padre según la divinidad y el mismo consustancial a nosotros según la
humanidad, en todo semejante a nosotros excepto en el pecado, engendrado del
Padre antes de los siglos según la divinidad, y en los últimos días, el mismo
por nosotros y para nuestra salvación engendrado de la María Virgen, la madre de
Dios según la humanidad”, Concilio Ecuménico de Calcedonia (DH 301; traducción
retocada).
[35] “Y, una vez más, el hombre no habría podido ser divinizado al haber sido
unido a una criatura, si no fuese porque el Hijo era Dios verdadero, y el hombre
no habría podido estar junto al Padre, si no fuese porque Aquel que se revistió
de cuerpo era su Logos por naturaleza y verdadero. Y así no habríamos sido
liberados del pecado y de la maldición, si la carne de la cual el Logos se
revistió no fuese una carne humana por naturaleza (pues no habría en nosotros
nada en común con quien es distinto), de la misma manera el hombre no habría
sido divinizado, si quien llegó a ser carne no fuese el Logos que procede del
Padre por naturaleza, verdadero y propio del Padre” (Atanasio de Alejandría,
Orationes adversus Arianos, II, 70; SCh 599, 237-239; trad. BPa 79, 235).
[36] Ibid., III, 7,3, (SCh 599, 297; BPa 79, 265).
[37] Esta expresión se encuentra entre los Padres, donde en ocasiones también
se menciona junto a Pilato a otros actores de la historia, como “Herodes el
Tetrarca” (Ignacio de Antioquía, Epistula ad Smyrnaeos, I, 2; FuP 1, 170)
o “Tiberio César” (Justino, 1 Apol., 13,3; Ruiz Bueno, 194).
[38] “La antigua Alianza, una Alianza que nunca ha sido denunciada por Dios”, Juan Pablo II,
Encuentro con los representantes de la comunidad judía de Maguncia, 17 de
noviembre de 1980, n. 3; “La Antigua Alianza nunca ha sido revocada”,
Catecismo de la Iglesia Católica, 1992, n. 121: cf. Francisco,
Evangelii
gaudium, 2013, IV, n. 247.
[39] Concilio Ecuménico Vaticano II, Declaración
Nostra Aetate, n. 4.
[40] Ya en Ireneo de Lyon,
Adversus haereses, IV, 34.3 (SCh 100/2,
850-853): “¿Cómo podían los profetas predecir la venida del Rey y proclamar de
antemano la buena nueva de la libertad que daba Él y predicar con antelación
todo lo que Cristo hizo de palabra y de obra, así como su pasión, y anunciar
previamente la Nueva Alianza, si habían recibido la inspiración profética de
otro Dios que ignoraba, según vosotros, al inenarrable Padre, su reino, y sus
«economías», que el Hijo de Dios ha dado cumplimiento últimamente viniendo a la
tierra?” (trad: Contra las herejías 5 vols, traducido por J. Garitaonandía,
Apostolado Mariano, Sevilla, 1994-1999, IV, 137). Véase A. De Halleux, “ La profession de l’Esprit-Saint dans le Symbole de
Constantinople ”, Revue theologique de Louvain 10,1 (1979) 5-39. Un símbolo de Epifanio de Salamina, que data del año 374, desarrolla aún más
este tema: “creemos en el Espíritu Santo, que habló en la ley y predicó en los
profetas y descendió sobre el Jordán, habla en los apóstoles y habita en los
santos”. (DH 44).
[41] Juan II, Carta
Olim quidem, marzo de 534 (DH 401). “Si alguno no
confiesa que nuestro Señor Jesucristo, que fue crucificado en la carne, es el
Dios verdadero y Señor de la gloria y uno de la Santísima Trinidad, sea
anatema”, Segundo Concilio de Constantinopla, Anatema 10 (DH 432).
[42] “Lo que ya se ha cumplido en Cristo debe cumplirse todavía en nosotros y
en el mundo. El cumplimiento definitivo será el del final, con la resurrección
de los muertos, los cielos nuevos y la tierra nueva. La espera mesiánica de los
judíos no es vana. Puede convertirse para nosotros, cristianos, en un poderoso
estímulo para mantener viva la dimensión escatológica de nuestra fe. Tanto
nosotros como ellos vivimos en la espera. La diferencia está en que para
nosotros Aquel que vendrá tendrá los rasgos del Jesús que ya vino y está ya
presente y activo entre nosotros.” (Pontificia Comisión Bíblica, El pueblo
judío y sus santas escrituras en la Biblia cristiana, 2001, II, n. 21; trad.
PPC, Madrid, 2002, 45).
[43] Véase
Catecismo de la Iglesia Católica, 1992, III, n. 1848.
[44] Véase Concilio de Orange (529), canon 1 (DH 371) y canon 2 (DH 372).
[45] Según Ireneo, Jesús aquí apunta a “aquellos que han recibido en él la
filiación adoptiva”. Cf. Ireneo de Lyon, Adversus haereses, III, 6,1,
(SCh 211, 288-289; Garitaonandía, III, 28).
[46] “Cristo, el hombre que está en Dios, eternamente uno con Dios, es al mismo
tiempo el perpetuo estar abierto de Dios para el hombre. Él mismo es, así, lo
que llamamos “cielo”, pues el cielo no es un espacio, sino una persona, la
persona de aquel en quien Dios y el hombre son inseparablemente uno para
siempre. Y nos dirigimos al cielo, es más, entramos al cielo en la medida en que
nos dirijamos a Jesucristo y entremos en él”. J. Ratzinger, JROC VI/2, 836 (JRGS
6/2, 861). Véase también H. U. von Balthasar, «Escatología», en J. Feiner, J. Trütsch
y F. Böckle (eds.), Panorama de la teología actual, Guadarrama, Madrid
1961, 499-518 y 778-786, aquí 503-4.
[47]Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Past.,
Gaudium et spes, I, n. 22.
[48] Cf. Juan de la Cruz,
Cántico espiritual, A 38, 3-7; El Cántico
Espiritual, B 39, 2-7, en Obras completas, Editorial de
Espiritualidad, Madrid, 62009, 993-995; 759-762.
[49] Pablo VI, «Alocución final del Concilio Vaticano II», 1965, § 8.
[50] Cf. Concilio de Calcedonia, DH 301.
[51] Cf. Símbolo de los Apóstoles.
[52] Cf. Tomás de Aquino,
Contra gentiles, IV, 81.
[53] B. Pascal,
Pensamientos, Cátedra, Madrid, 22008, 76, fr. 131, según la numeración de Lafuma;
véase Francisco, Carta apostólica
Sublimitas et Miseria hominis, 19 de
junio de 2023, con motivo del IV centenario del nacimiento de Blas Pascal.
[54] Concilio Ecuménico Vaticano II, Cons. Dogm.
Lumen gentium, VII, n. 48; Congregación para la Doctrina de la Fe,
Dominus Iesus, 2000, VI, n.
20.
[55] Hipólito de Roma, La tradición apostólica,
6 (Sígueme, Salamanca 1986, 36).
[56] “Así como la bondad de Dios se difunde de distintas maneras sobre
las criaturas, así también la mediación única del Redentor no excluye, sino que
suscita en las criaturas diversas clases de cooperación, participada de la única
fuente.”, Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Dogm.
Lumen gentium,
VIII, n. 62.
[57] Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Past.
Gaudium et spes,
II, n. 24-25.
[58]
Ibid., n. 22.
[59] Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Dogm.
Lumen gentium,
n. 1.
[60] Concilio Ecuménico Vaticano II, Const.
Sacrosanctum Concilium, Apéndice.
[61] Teodoreto de Ciro,
Historia Eclesiástica, “Carta sinodal a la Iglesia de Alejandría”, I,9,
volumen I, libro I-II, texto griego (GCS, NF 5, 31998; SCh 501,
220-221 y 226).
[62] Cf.
Carta a las Iglesias, apud Eusebio, Vita Constantini,
3,17-20 (FNS 35,3-10). “Desgraciadamente, con esta decisión se abandonó la fecha
común de Pascua entre cristianos y judíos”, Card. K. Koch, “Verso una
celebrazione ecumenica del 1700° anniversario del Concilio di Nicea (325-2025)”,
L’Osservatore Romano, 30 de abril de 2021.
[63] Cf. Juan Pablo II,
Encuentro con la comunidad judía de Roma, 13 de
abril de 1986, n. 4; y Benedicto XVI, Luz del mundo, Herder, Barcelona, 2010, 95.
[64] Atanasio de Alejandría,
Vita Antonii, 69 (BPa 27, 103).
[65] «… si no se nos diera también la posibilidad de un verdadero encuentro con
Él, sería como declarar concluida la novedad del Verbo hecho carne. En cambio,
la Encarnación, además de ser el único y novedoso acontecimiento que la historia
conozca, es también el método que la Santísima Trinidad ha elegido para abrirnos
el camino de la comunión. La fe cristiana, o es un encuentro vivo con Él, o no
es. La Liturgia nos garantiza la posibilidad de tal encuentro», Francisco, Carta
Apostólica Desiderio desideravi, 2022, n. 10-11.
[66] Cf.
Ad Diognetum, V,10-11, (D. Ruiz Bueno, Padres apostólicos,
BAC, Madrid 51985, 850).
[67] Atenágoras, Legatio (Supplicatio) pro Christianis
(176-180 d. C.), 12,3; cf.
24,2 (SCh 379, 108 s.; cf. 160 s.; Ruiz Bueno, 663-4; cf. 687).
[68] Ambrosio,
De fide ad Gratianum I, 1,8 (CSEL 78, 7).
[69] Hilario,
De Trinitate II,1 (CCSL 62, 38; Ladaria, 71).
[70] Efrén,
De fide (Against the Disputers) transl. J. B. Morris,
Select
Works of St. Ephrem the Syrian, 1847, rhythm 52, n. 1 (Morris, 273); 59,
n. 2 (ibid., 300); 76, n. 1 (ibid.,347).
[71] Atanasio, Orationes adversus Arianos, II, 41,4 (SCh 599, 144-145; Bpa 79, 191), y 41,5, (SCh 599, 146-147; Bpa 70,
191).
[72] Véase también Basilio de Cesarea,
De Spiritu Sancto, IX,26
(SCh 17bis, 337): «¿De dónde nos viene el ser cristianos? Por la fe, podría
responder todo el mundo. Somos salvados, ¿pero de qué manera? Renaciendo,
evidentemente, por medio de la gracia conferida en el bautismo; ¿de qué otra
manera, si no? Entonces, después de conocer esta salvación realizada por el
Padre, el Hijo y el Espíritu, ¿podríamos abandonar la forma de la doctrina
(typon didachès, Rom 6,17) que hemos recibido? [...] Pero, si el bautismo
es para mí principio de vida, y el primer día es el día de mi regeneración, está
claro que la palabra más apreciada entre todas es la pronunciada al serme dada
la gracia de la adopción filial» (BPa 32, 146-7). Igualmente, a propósito del
Espíritu: Atanasio, Epistula 1 ad Serapionem,n. 30 (Athanasius, Werke
I/1, 523-526; SCh 15, 137; BPa 71, 121).
[73] Atanasio, Orationes adversus Arianos, II, 42,3 (SCh 599, 149; BPa 79, 192); Basilio de Cesarea,
De Spiritu sancto, X,26, (SCh 17bis, 336-339; BPa 32, 146-148); Gregorio de Nisa,
Oratio
cathequetica magna, I,2,e (SCh 453, 153; BPa 9, 47-8).
[74] Cf. Ambrosio,
De fide ad Gratianum I, 9,58 (CSEL 78, 25);
igualmente Zenón de Verona, Sermones, liber II, serm. II,5,9 (CCSL 22,
167).
[75] Cf. Atanasio,
De decretis Nicaenae synodi, 33,1-7 (traducción en L.
Dîncă, Le Christ et la Trinité chez Athanase d’Alexandrie, Paris, Cerf,
2012, 376-377, y notas 2 y 3, p. 376).
[76] Hilario,
Contra Constantium,
16 (SCh 334, 200-201). Hilario defiende Nicea contra el reproche de no ser conforme con la Escritura:
según él, las nuevas enfermedades exigen una nueva composición de remedios. Así,
la expresión «innascible», que fue un caballo de batalla de Arrio, Aecio y
Eunomio, tampoco es una palabra bíblica para referirse al Padre: «Tú decretas
que “el Hijo es semejante al Padre [similem Patri Filium]ˮ, la expresión no se
proclama en los evangelios: ¿por qué no la rechazas?».
[77] Atanasio,
Epistula ad Afros episcopos, 1,1.3 (Athanasius, Werke
II/1, 322s.); el símbolo de Nicea es «suficiente». Cf. Atanasio, Epistula ad Epictetum,
1 (ibid., I/1, 705s.).
[78] El término “niceno” también podía aplicarse a formulaciones de confesiones
de fe que ampliaban el símbolo de Nicea, al menos mientras conservaran su
contenido y no adoptaran doctrinas opuestas. Cf. DH 300 (y supra, § 4).
[79] Concilio de Calcedonia, Actio 3, 10.12; 2,1,2, 79 [gr.]; 2,3,2, 5f [lat.]; la «definición» (hóros)
de Calcedonia se funda sobre Nicea, junto con el símbolo de los 150 Padres
reunido en Constantinopla (ACO 2,1,2 , 126-129 [gr]): «Este sapiente y saludable
símbolo de la divina gracia ya sería suficiente al pleno conocimiento y
confirmación de la fe. Ofrece, en efecto, una perfecta enseñanza sobre el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo y presenta, a quien lo acoge con fe, la encarnación
del Señor» (DH 300). «Sufficeret quidem ad plenam cognitionem pietatis et
confirmationem sapiens hoc et salutare divinae gratiae Symbolum; de Patre enim
et de Filio et de Spiritu sancto perfectionem docet et inhumanationem fideliter
accipientibus repraesentat » (COD, 1962, 60).
[80] Francisco, Bula de convocación del Jubileo ordinario del año 2025,
Spes
non confundit, n. 17.
[81] Se trata de una referencia simbólica a Gen 14,14.
[82] Atanasio,
De synodis 5, 1-3 (FuP 33, 72-74).
[83] Basilio de Cesarea,
Homilia 16 in illud “In principio erat Verbum”
(PG 31, 471-482). Sin embargo, cabe señalar que el símbolo, a diferencia del
prólogo de Juan, evita la expresión “Logos”. Como concepto central de la
filosofía griega, era casi inevitablemente entenderlo de manera
subordinacionista (arriana) por los Padres familiarizados con la filosofía
griega.
[84] «El que, como Fotino o Arrio, “no cree que Cristo sea Dios, o que el Hijo
sea del Padre, insulta a Juan el evangelista (Cromacio de Aquilea, Sermo
21,3; SCh 164, 44). «Aquel el que sigue a Cristo, tiene siempre la luz del día,
porque camina en la luz eterna» (Sermo 18, 1, SCh 164, 8). «El trono de
Dios es único, el trono de la majestad del Padre y de la majestad del Hijo»; «no
hay diferencia de dignidad» (Sermo 8,4; SCh 164, 192-195).
[85] Zenón de Verona,
Sermones, liber II, sermo II, 5, n. 9 y 10 (CCSL
22, 167); sermo II, 8, (176-178).
[86] Juan Crisóstomo,
Trois catéchèses baptismales, III,1 (SCh 366, 214-215).
[87] Agustín,
De agone christiano,18 (CSEL 41); De fide et symbolo,
5 y
18 (CSEL 41). El debate propiamente teológico con los homeos es llevado por Agustín en el
De Trinitate I-VII, así como en Contra sermonem Arianorum
y Contra
Maximinum haereticum Arianorum episcopum (Obras completas de San Agustín. XXXVIII: Escritos antiarrianos y otros herejes,
BAC, Madrid 1990).
[88] Gregorio de Nisa,
Oratio cathequetica magna, 39, 2 (SCh 453, 329-331):
«Sin embargo, es absolutamente necesario al que está en sus cabales elegir una
de dos: o creer que la santa Trinidad pertenece a la naturaleza increada y así,
mediante el nacimiento espiritual, tomarla como principio fontal de la propia
vida, o bien, si piensa que el Hijo y el Espíritu Santo están fuera de la
naturaleza del Dios primero, verdadero y bueno ─del Padre quiero decir─, no
aceptar la fe de esta creencia en el momento de su nacimiento, para evitar que,
sin darse cuenta, venga a dar en la naturaleza imperfecta y necesitada de
mejoramiento, y regrese en cierto modo a su condición natural por haber apartado
su fe de la naturaleza superior» (BP 9, 133).
[89] Ambrosio, In Lucam
IV,67 (CSEL 32, 173).
[90] A. Grillmeier,
«Das “Gebet zu Jesusˮ und das “Jesusgebetˮ», en
Fragmente zur Christologie. Studien zum altkirchlichen Christusbild,
Freiburg 1997, 357-371.
[91] 2Cor 12,8.9; Rom 10,12; 2Pe 3,18; invocaciones insertadas en la liturgia:
1Cor 16,22; Ap 22,20; cf. Didaché 10,6.
[92] En particular: Filp 2,6-11; Col 1,15-20; Ef 1,3-10; 1Tim 3,16; Ap 5,6-14.
[93] Orígenes,
De oratione, XV,1: «Si entendemos la oración en el sentido más
estricto, no deberíamos dirigirnos a ningún ser creado, ni siquiera a
Cristo-hombre» (Orígenes, Exhortación al martirio. Sobre la oración, Sígueme, Salamanca, 1991, 100), cf. también X,2; XVI,1 (Ibid. 91, 102);
Contra Celsum, VIII, 13 (Contra Celso, BAC, Madrid, 1967, 530-1).
[94] Basilio de Cesarea,
De Spiritu sancto, X,25-XIII,29;
XXVII,68 (SCh 17bis, 334-350; 488-490; BPa 32, 145-153; 222-4).
[95] Por ejemplo, Atanasio, que utiliza la doxología tradicional de manera anti
sabeliana y Basilio de Cesarea, De Spiritu Sancto, I,3; II,4;
VII,16, (SCh 17bis, 256-260 y 298-300; BPa 32, 106, 107, 127-9), que subraya la
diferencia entre oikonomía (mediación salvadora de Cristo) y theologia
(el Hijo de igual importancia).
[96] Véase, por ejemplo, la
Traditio apostolica: en la consagración de los obispos y presbíteros, así como en la oración
eucarística, la doxología final es la siguiente: «por tu siervo Jesucristo, por
el cual la gloria es del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo»; Orígenes,
Homiliae in Lucam, XXXVII, 5 (SCh 87, 440-441; BPa 97, 235); Gregorio Nacianceno,
Oratio 19, n. 17 (PG 35, 1064; Discursos XVI-XXVI,
edición
preparada por M. Merino, Madrid, Ciudad Nueva, 2019, 189): «una y la misma
gloria divina, al Padre, al Hijo, al Espíritu Santo» ; Oratio 17, n. 13:
«... en Jesucristo, nuestro Señor, a quien sean la gloria, el poder, el
honor y el dominio, con el Padre y el Espíritu Santo, como era y como será,
ahora y en los siglos de los siglos » (PG 35, 981; Merino, 96).
[97] Basilio de Cesarea,
De Spiritu Sancto, XXIX,73 (SCh 17bis, 511; BPa 32, 232-3). El ejemplo del obispo Leoncio de Antioquía muestra hasta qué punto la cuestión
de la forma de la doxología podía llegar a ser explosiva en la vida de las
Iglesias locales: para no tener problemas con los arrianos ni con sus
adversarios, ya no pronunciaba las palabras de la doxología en voz alta, sino
que solo se oía la conclusión: "en toda eternidad”: Teodoreto de Ciro,
Hist.
eccl. 2,24,3 (SCh 501, 446).
[98] Basilio de Césaréa, Epistula
159, 2; ep. 125, 3 (Courtonne II, 86 s.; 33s). Véase también:
De Spiritu sancto, VII,16 (SCh 17bis, 298-301; BPa 32,
127-9); X,24 (SCh 17bis, 332-335; BPa 32, 144-5); X,26 (SCh 17bis, 336-339; BPa
32, 146-8).
[99] Texto en A. Grillmeier,
Fragmente zur Christologie, Freiburg 1997,
365.
[100] Grégorio de Nisa, Epistulae (SCh 363, 283-285).
[101] Casiodoro,
Expositio psalmorum, prooem. n. 17 (CCSL 97, 22-23).
[102] IIº sínodo de Vaison
(año 524), canon 5, Mansi 8, col. 725:
«Quia non solum in sede apostolica, sed etiam per totum Orientem et totam
Africam vel Italiam propter Haereticorum astutiam, qui Dei filium non semper cum
Patre fuisse, sed a tempore coepisse blasphemant, in omnibus clausulis post Gloriam patri
etc. Sicut erat in principio dicitur; etiam et nos in
universis ecclesiis nostris hoc ita dicendum esse decernimus».
[103] Sozomeno,
Hist. eccl. 8, 8, 1-3 (GCS NF 4, 360s.); Ambrosio, Contra Auxentium sermo de basilicis tradendis
n. 34 (CSEL, 82/3, 105).
[104] Cf., por ejemplo,
De Nativitate, IV, 143-214 y XI. El texto De Nativ.
IV, 154-156 es muy claro: «Mientras yacía sobre el seno de su Madre / en su
seno, todas las criaturas estaban acostadas. / Estaba callado como un bebé / y
sin embargo Él hizo que sus criaturas ejecutaran / todas sus órdenes. / Porque
sin el Primogénito, / ningún hombre podría nacer/ acercarse a la Esencia. / Solo
él es capaz» (CSCO 186, 39; 187, 34; SCh 459, 103).
[105] De fide, LXXVI, 1-3. 7, (CSCO 154, 232-233; 155, 198-199; trad. inglesa, J. T.
Wikes, St. Ephrem the Syrian. The Hymns on Faith, Washington D.C., CUA
Press, 2015, 361-362); ibid., VI, 1-8 (CSCO 154, 24-27; 155, 18-20;
Wikes, 90-93).
[106] Véanse los himnos
De fide, XL y LXXIII.
[107] Himnos
De fide, LII, 1-3 (CSCO 154, 161-162; CSCO 155, 138; Wikes, 269).
[108] Efrén, Himnos contra las herejías. Hymnos contra Juliano,
tome I.
Himnos contra las herejías I-XXIX, XXII, 20 (SCh 587, 399). Se debe notar
que, aunque la enseñanza de san Efrén está en perfecto acuerdo con la ortodoxia
de Nicea, el vocabulario y las expresiones no son de Nicea, debido a la forma
poética y discursiva, conscientemente elegida, para su enseñanza. Cf. Wikes,
36-39.
[109] Balaï (Balaeus),
Gebete [oraciones], Bibliothek der Kirchenväter
26, 92s.; Isaac de Antioquía, 1er poema sobre la encarnación (S.
Isaaci Antiochi Opera omnia I, ed. G. Bickell, 1873, 23).
[110] Prudentius,
Apotheosis, líneas 309-311 (CCSL 126, 87).
[111] Cf. Ireneo, frecuentemente citado por Henri de Lubac: «Omnem novitatem
attulit, semetipsum afferens», Ireneo de Lyon, Adversus haereses, IV,34,1
(SCh 100/2, 846-847; Garitaonandía, IV, 136); véase también Francisco, Evangelii gaudium, 2013, n. 11.
[112] Sobre esta distinción, véase Concilio Vaticano II, Const. Dog.
Dei Verbum, I, n. 2-5 y II, n. 7-8.
[113] «… era imposible conocer a Dios sin Dios», Ireneo de Lyon,
Adversus
haereses, IV,5,1, (SC 100/2, 426-427; Garitaonandía, IV, 24).
[114] «Si aceptamos el testimonio humano, mayor es el testimonio de Dios. Pues
este es el testimonio de Dios, que ha dado testimonio acerca de su Hijo». (1Jn 5,9).
[115] Concilio ecuménico vaticano II, Const. Dogm.
Dei Verbum, I, n. 2.
[116] J. Ratzinger/Benedicto XVI,
Jesús de Nazaret. Desde el bautismo hasta
la transfiguración, La esfera de los libros, Madrid 2007, 403-404 (JROC
VI/1, 375; JRGS 6/1, 408 s.).
[117] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Dogm.
Dei Verbum, I, n.
2 ; cf. 2Pe 1,4.
[118] Cf. Tomás de Aquino,
Suma teológica, II-II, q.25, a.1, resp.
[119] Pablo enfatiza que Cristo nos introduce en la mente misma de Dios, porque
cita Isaías 40,13: “«¿Quién ha conocido la mente del Señor (LXX: noun Kyriou;
hebreo: ruah Adonai) para poder instruirlo?» Pues bien, nosotros tenemos la mente de Cristo” (cf. también Rom 11,34). Véase M. Quesnel, La première épître aux Corinthiens,
Commentaire
Biblique : Nouveau Testament, Cerf, 2018, 88-92.
[120] Francisco, Carta encíclica
Lumen fidei, 2013, n. 18.
[121] Ibid., n. 27, aquí cita a Gregorio Magno,
Homiliae in Evangelia,
II, 27, 4 (PL 76, 1207).
[122] Véase Francisco,
Discurso en Nápoles en ocasión de la conferencia «La
teología de acuerdo a Veritatis gaudium en el contexto mediterráneo»,
21 junio 2019, p. 9.
[123] «Pues por la grandeza y hermosura de las criaturas, se descubre por
analogía a su creador» (Sab 13,5). Véase Tomás de Aquino, Scriptum super
Sententiis liber I, q. 1, a. 2, ad 2, que evoca la «analogia creaturae ad
creatorem».
[124] Cf. M. Lochbrunner,
Analogia Caritatis. Darstellung und Deutung der Theologie Hans Urs von Balthasars, Herder, Freiburg, 1981, 62 y 292-293. Véase también Comisión Teológica Internacional,
Teología, cristología y
antropología, 1981, D, n. 1: «El anuncio acerca de Jesucristo, el Hijo de Dios, se presenta con el signo
bíblico del “por nosotros”. Por lo cual, se debe tratar toda la cristología
desde el punto de vista de la soteriología. Por eso, algunos modernos, de alguna
manera y con razón, se han esforzado por elaborar una cristología “funcional”.
Pero, en dirección opuesta, es igualmente válido que la «existencia para los
otros» de Jesucristo no se puede separar de su relación y comunión íntima con el
Padre, y, por eso, debe fundarse en su filiación eterna. La pro-existencia de
Jesucristo, por la que Dios se comunica a sí mismo a los hombres, presupone su preexistencia».
[125] Por eso santo Tomás de Aquino insiste en el hecho de que Adán fue dotado de la
gracia cuando fue creado, de lo contrario no habría podido poner en práctica su
vocación humana. Cf. Tomás de Aquino, Scriptum super Sententiis liber II,
d.29, q.1, a.2; d.30, q.1, a.1; Suma teológica, I, q.95, a.1; I-II,
q.109, a.5.
[126] J. Ratzinger / Benedicto XVI,
Miremos al Traspasado, Fundación san Juan, Rafaela (Argentina), 2007,
28; ahora en JROC VI/2, 672 (JRGS 6/2, 701).
[127] Ibid., 29; ahora en JROC VI/2, 673 (JRGS 6/2, 702).
[128] «En verdad, en verdad os digo: El Hijo no puede hacer nada por su cuenta
sino lo que viere hacer al Padre. Lo que hace este, eso mismo hace también el
Hijo, pues el Padre ama al Hijo y le muestra todo lo que él hace, y le mostrará
obras mayores que esta, para vuestro asombro» (Jn 5,19-20); «Este es el mensaje
que habéis oído desde el principio: que nos amemos unos a otros» (1Jn 3,11).
[129] J. Ratzinger / Benedicto XVI,
Miremos al Traspasado, 38; ahora en: JRGS 6/2, 707; JROC VI/2, 678.
[130] Cf. Benedicto XVI, Carta encíclica
Caritas in veritate, 2009,
n. 33.
[131] P. Florensky,
La columna y el fundamento de la verdad, Sígueme,
Salamanca, 2010, 77). Cuando Florensky evoca la «definición de la Iglesia», más que la institución
eclesial, entiende el misterio de la Iglesia en toda su profundidad mística y
teológica.
[132] «Τοῦ Θεοῦ Λόγον ἀρνούμενοι, εἰκότως καὶ λόγον παντός εἶσιν ἕρημοι», Atanasio,
Il credo di Nicea, I, 2,1, trad. E. Cattaneo, Roma, Città Nuova,
2001, 57 (cf. PG 25, 425 D-428 A). Cf. Atanasio, De decretis Nicaenae synodi,
en L. Dîncă, Le Christ et la Trinité chez Athanase d’Alexandrie, 334-380.
[133] Cf. Agustín,
Confesiones, III, vi, 11, (CCL 27, 33); Tomás de Aquino,
Suma teológica, I, q.104, a.1, resp.
[134] Cf.
supra, § 32-37.
[135] Cf. Comisión Teológica Internacional,
Teología, cristología y
antropología, 1982, C.
[136] Francisco,
Exhortación apostólica
Evangelii gaudium, 2013, III, n. 115.
[137] “Es propio de la persona humana acceder verdadera y plenamente a la
humanidad sólo a través de la cultura, es decir cultivando los bienes y valores
de la naturaleza”,
Gaudium et spes, II, cap. II, n. 53, § 1.
[138] Francisco,
Exhortación apostólica
Evangelii gaudium, 2013, III, n. 115. Cf.
como ejemplos, Íd., Carta sobre el papel de la literatura en la formación, 17 de
julio de 2024; Carta sobre la renovación del estudio de la historia de la
Iglesia, 21 de noviembre de 2024.
[139] Francisco,
Constitución apostólica
Veritatis gaudium, 2017, n. 2, que se inspira en
la exhortación apostólica Pablo VI,
Evangelii nuntiandi, 1975, 19.
[140] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto
Ad gentes, II, n. 11.
[141] Por ejemplo, el
egō eimi del IV evangelio, o la
terminología de Heb 1,3 o de 2Pe 1,4.
[142] «Cuando la Iglesia entra en contacto con grandes culturas a las que
anteriormente no había llegado, no puede olvidar lo que ha adquirido en la
inculturación en el pensamiento grecolatino. Rechazar esta herencia sería ir en
contra del designio providencial de Dios, que conduce su Iglesia por los caminos
del tiempo y de la historia», Juan Pablo II, Encíclica
Fides et ratio,
1998, VI, n. 72.
[143] Ibid., VI, n. 71.
[144] Véase la temática de la «La teología de la escucha como antídoto contra
el síndrome de Babel», Francisco, Discurso en Nápoles con motivo de la
Conferencia “La teología después de Veritatis gaudium en el contexto
mediterráneo”, 21 de junio 2019, p. 4-5.
[145] Esta purificación y transfiguración de las culturas es lo que permite
evitar el riesgo del relativismo, subrayado por la Congregación para la Doctrina de la Fe,
Dominus Iesus, 2000, n. 4.
[146] «El encuentro de la fe con las diferentes culturas ha dado origen de hecho
a una nueva realidad», Juan Pablo II, Carta encíclica
Fides et ratio, 1998, VI, n. 70.
Sobre el mantenimiento de la identidad cultural, véase ibid., n. 71.
[147] Ad Diognetum, V,1-4 (Ruiz Bueno, 850).
[148] «En los días futuros estará firme el monte de la casa del Señor, en la
cumbre de las montañas, más elevado que las colinas. Hacia él confluirán todas
las naciones, caminarán pueblos numerosos y dirán: “Venid, subamos al monte del
Señor, a la casa del Dios de Jacob […] Porque de Sion saldrá la ley, la palabra
del Señor de Jerusalén. […] No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se
adiestrarán para la guerra». (Is 2,2-4; cf. Mi 4,1-4); «mi casa es casa de
oración, y así la llamarán todos los pueblos» (Is 56,7; cf. Za 14,16).
[149] Es sorprendente observar cómo Pablo, anunciando el Evangelio después de
Pentecostés, celebra en el Areópago la unidad de la familia humana: «De uno solo
creó el género humano para que habitara la tierra entera, determinando fijamente
los tiempos y las fronteras de los lugares que habían de habitar» (Hch 17,26).
[150] Cf. Juan Pablo II, Carta encíclica
Fides et ratio (1998), VII, n. 95-96.
[151] Véase Alejandro de Alejandría,
Carta a Alejandro de Bizancio, 5
(FNS 8,5; Urkunde 14; Dokumento, 17).
[152] Cf. Comisión Teológica Internacional,
La sinodalidad en la vida y
misión de la Iglesia, 2018, I, n. 19.
[153] Cipriano de Cartago,
Epistula 14, 4 (CSEL III/2, 512). La Comisión Teológica Internacional,
La sinodalidad, I, n. 25, sigue de cerca este desarrollo de Ignacio de
Antioquía y Cipriano de Cartago. Se puede consultar para mayor precisión.
[154] Comisión Teológica Internacional,
La sinodalidad, I, n. 28.
[155] Cf. J. A. Brundage,
Medieval Canon Law, London-New York, Longman,
1995, 5.
[156] Un sínodo “es gobernado según el principio del consenso y de la concordia
(harmonia) expresado por la concelebración eucarística, como lo implica la
doxología final del Canon apostólico”, n. 34: Comisión Internacional Mixta para
el diálogo teológico entre la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa, Documento
de Rávena: Conséquences ecclésiologiques et canoniques de la nature
sacramentelle de l’Église, Communion ecclésiale, conciliarité et autorité,
2007, n. 26; «La Iglesia [se revela] a sí misma como católica en la synaxis
de la Iglesia local» (ibid., n. 22).
[157] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Const.
Sacrosanctum Concilium,
I, n. 10; Comisión Teológica Internacional,
La sinodalidad, II, n. 47.
[158] Comisión Teológica Internacional,
La sinodalidad, II, n. 29.
[159] Rousselot consideraba que ciertos procedimientos heurísticos de Santo
Tomás correspondían a una “prioridad y anterioridad recíprocas” de dos
principios inseparables ordenados uno respecto del otro. (P. Rousselot S.J. « Les Yeux de la foi »,
Recherches de Science Religeuse
1 (1910) 448).
[160] Cf. Agustín: «Crede ut intelligas»,
Sermo 43, 7 y 9 (CCSL 41, 511 y 512); Anselmo:
«Credo ut intelligam», Proslogion, 1,100, en San Anselmo, Obras
completas I, BAC, Madrid, 2008, 366.
[161] «¿No se ha querido dar al mismo concilio [Vaticano II], y con toda razón, un fin
pastoral, dirigido totalmente a la inserción del mensaje cristiano en la
corriente de pensamiento, de palabra, de cultura, de costumbres, de tendencias
de la humanidad, tal como hoy vive y se agita sobre la haz de la tierra?». Pablo VI, Carta encíclica
Ecclesiam suam, 1964, III, n. 34.
[162] Cf. Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Dogm.,
Dei Verbum, II,
n. 7-8.
[163] Cf.
Catecismo de la Iglesia Católica, 1992, n. 156, con referencia
a la Constitución Dogmática Dei Filius del Vaticano I, capítulo 3 (DH
3008).
[164] «Hoc autem testimonium vel est hominis tantum: et istud non facit virtutem
fidei, quia homo et fallere et falli potest. Vel istud testimonium est ex
iudicio divino: et istud verissimum et firmissimum est, quia est ab ipsa
veritate, quae nec fallere, nec falli potest. Et ideo dicit, ad Deum, ut
scilicet assentiat his quae Deus dicit» (Tomás de Aquino, Super Epistolam B.
Pauli ad Hebraeos lectura [rep. vulgata], cap. 6, l. 1).
[165] El término habitualmente utilizado es “filiación”, pero aquí se trata de
subrayar el inicio de la filiación, es decir, el movimiento mismo por el que nos
convertimos en hijos e hijas de Dios.
[166] «Para descubrir la intención de los hagiógrafos, hay que prestar atención,
entre otras cosas, a “los géneros literarios”. Pues la verdad se propone y
expresa de una u otra forma en los textos históricos (en sus diversas
modalidades), proféticos o poéticos, o en otras clases de discurso. […] dado que
la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con el
que fue escrita», Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Dogm.,
Dei Verbum,
III, n. 12.
[167] «Esta economía de la revelación se realiza con hechos y palabras (gesti
verbisque) intrínsecamente conexos entre sí, de manera que las obras realizadas
por Dios en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y
las realidades significadas por las palabras; y las palabras, por su parte,
proclaman las obras e iluminan el misterio contenido en ellas»,
Dei Verbum,
I, n. 2.
[168] Benedicto XVI,
Exhortación apostólica sobre la Palabra de Dios en la
vida y la misión de la Iglesia,
Verbum Domini, 2010, n. 55.
[169] «Misterio de la Iglesia, más profundo aún si cabe, más “difícil de creer”
que el Misterio de Cristo, del mismo modo que este era ya más difícil de creer
que el Misterio de Dios», en H. de Lubac, Catolicismo. Aspectos sociales del dogma, Encuentro, Madrid
32019,
66.
[170] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto
Unitatis redintegratio, II, n. 11.
[171] Cf. el texto de referencia: Comisión Teológica Internacional,
La
interpretación de los dogmas (1990), II, 3, § 3; véase también Concilio Ecuménico Vaticano
I, Const. Dogm. Dei Filius, IV (DH 3016).
[172] Se puede pensar en la idea de “conversación en el Espíritu Santo”, cf. Francisco,
Discurso de apertura de la XVI sesión del Sínodo de los Obispos, 4
octubre 2023: «La Iglesia, una y única armonía de voces, a varias voces, operada
por el Espíritu Santo: Así es como debemos concebir la Iglesia».
[173] Cf. Comisión Teológica Internacional,
La sinodalidad, I, n. 19-21.
[174] Cf. Comisión Teológica Internacional,
El “sensus fidei” en la vida de
la Iglesia, 2014, III, n. 67-86.
[175] Véase Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Dogm.
Dei Verbum, II, n. 10.
[176] Comisión Teológica Internacional,
El «sensus fidei» en la vida de la
Iglesia, 2014, III, n. 77.
[177] Concilio Ecuménico Vaticano II, Decreto
Ad gentes, III, n. 15.
[178] «Toda mi fe está está en la más ligera de mis señales de cruz, y, cuando
pronuncio “Padre Nuestro”, he incluido ya todo aquello cuyo conocimiento no se
me comunicará sino en la Revelación de la gloria»: Y. Congar, La Tradición y
las tradiciones. II. Ensayo teológico, San Sebastián, Dinor, 1964, 341.
[179] Comisión Teológica Internacional,
La teología hoy: perspectivas,
principios y criterios (2012), n. 33: “El sujeto de la fe es el pueblo de Dios en su conjunto, que por la fuerza del
Espíritu afirma la Palabra de Dios. Por ello, el Concilio declara que el pueblo
de Dios entero participa en el ministerio profético de Jesús, y que, ungido por
el Espíritu Santo (cf. 1Jn 2,20.27), «no puede equivocarse en la fe»”.
[180] Tertuliano,
De praescriptione haereticorum, XX,8-9 (SCh 46, 113-114; FuP 14,
208-210).
[181] Concilio Ecuménico Vaticano II, Const. Dogm.
Lumen gentium, II, n. 12.
[182]
Ibid., III, n. 24
in fine, y n. 25.
[183] «La Iglesia, al expandirse a través del imperio romano, asume este
propagandístico concepto político-religioso, que choca después con una
concepción pagana de la teología política, según la cual el monarca divino
reina, pero han de gobernar los dioses nacionales. Los cristianos, para poderse
oponer a esta teología pagana recortada a la medida del imperio romano,
respondieron que los dioses nacionales no pueden gobernar porque el imperio
romano significa la liquidación del pluralismo nacional. […] Pero el Evangelio
del Dios trino cae más allá del judaísmo y del paganismo, y el misterio de la
Trinidad es un misterio de la misma divinidad, no de la criatura. Así como la
paz que busca el cristianismo es una paz que no garantiza ningún césar, porque
esa paz es un don de Aquel que está “sobre toda razón”», E. Peterson,
El monoteísmo como problema político, Trotta, Madrid,
94-95.
[184] Sobre Newman y el criterio del
sensus fidei fidelium contra las
divergencias de los obispos del siglo IV, cf. Comisión Teológica Internacional,
El «sensus fidei» en la vida de la
Iglesia, 2014, n. 26. Sobre la
concepción renovada en el siglo XIX del carácter activo y no solo pasivo del sensus fidei fidelium,
cf. ibid., n. 34. Sobre la relación entre sensus
fidei y la opinión pública mayoritaria, dentro y fuera de la Iglesia, cf.
ibid., n. 113 y n. 118.
[185] Francisco, Constitución Apostólica
Veritatis gaudium, 2017, n. 3.
[186] Carta 90, « À Natalia Dmitrievna Fonvizina, fin janvier-février 1854,
Omsk », en F. Dostoievski, Correspondance. Édition intégrale, présentée
et annotée par J. Catteau. Traduit du russe por Anne Coldefy-Faucard. Tome 1, 1998, 341.
[187] «Ellos [los pobres] tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus
fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que
todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una
invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el
centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos,
a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a
escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios
quiere comunicarnos a través de ellos», Francisco, Exhortación apostólica
Evangelii gaudium, 2013, III, n. 198.
[188] Véase
Catecismo de la Iglesia Católica, 1992, n. 540: «Cristo
venció al Tentador en beneficio nuestro». Véanse también n. 394 y 677.
[189] «Los Apóstoles, enseñados por la palabra y el ejemplo de Cristo (Christi verbo
et exemplo edocti), siguieron el mismo camino. Desde los primeros tiempos de la
Iglesia, los discípulos de Cristo se esforzaron en convertir a los hombres a la
fe de Cristo Señor, no por la acción coercitiva ni con artificios indignos del
Evangelio, sino sobre todo por la fuerza de la palabra de Dios. Con fortaleza,
anunciaban a todos el designio del Dios Salvador, “que quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4); pero, al
mismo tiempo, respetaban a los débiles aunque estuvieran en el error, mostrando
así cómo “cada cual dará a Dios cuentas de sí” (Rom 14,12) y, por lo tanto, está
obligado a obedecer a su conciencia. Como Cristo, los Apóstoles se esforzaron
siempre en dar testimonio de la verdad de Dios, atreviéndose a proclamar
ampliamente ante el pueblo y sus autoridades “la palabra de Dios con confianza”
(Hch 4,31)», Concilio Ecuménico Vaticano II, Declaración sobre la Libertad
Religiosa Dignitatis humanae, II, n. 11.
[190] Francisco, Carta Encíclica
Dilexit nos, 2024, V, n. 214.
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