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vida. Otros entran de tal manera en el conflicto
que quedan prisioneros, pierden horizontes, pro-
yectan en las instituciones las propias confusio-
nes e insatisfacciones y asà la unidad se vuelve
imposible. Pero hay una tercera manera, la más
adecuada, de situarse ante el conflicto. Es aceptar
sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo en
el eslabón de un nuevo proceso. «â¡Felices los que
trabajan por la paz! » (
Mt
5,9).
228.âDe este modo, se hace posible desarrollar
una comunión en las diferencias, que sólo pue-
den facilitar esas grandes personas que se animan
a ir más allá de la superficie conflictiva y miran a
los demás en su dignidad más profunda. Por eso
hace falta postular un principio que es indispen-
sable para construir la amistad social: la unidad es
superior al conflicto. La solidaridad, entendida en
su sentido más hondo y desafiante, se convierte
asà en un modo de hacer la historia, en un ámbito
viviente donde los conflictos, las tensiones y los
opuestos pueden alcanzar una unidad pluriforme
que engendra nueva vida. No es apostar por un
sincretismo ni por la absorción de uno en el otro,
sino por la resolución en un plano superior que
conserva en sà las virtualidades valiosas de las po-
laridades en pugna.
229.âEste criterio evangélico nos recuerda que
Cristo ha unificado todo en sÃ: cielo y tierra, Dios
y hombre, tiempo y eternidad, carne y espÃritu,
persona y sociedad. La señal de esta unidad y re-
conciliación de todo en sà es la paz. Cristo « es