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cidentada, herida y manchada por salir a la calle,
antes que una Iglesia enferma por el encierro y
la comodidad de aferrarse a las propias segurida-
des. No quiero una Iglesia preocupada por ser el
centro y que termine clausurada en una maraña
de obsesiones y procedimientos. Si algo debe in-
quietarnos santamente y preocupar nuestra con-
ciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan
sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad
con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los
contenga, sin un horizonte de sentido y de vida.
Más que el temor a equivocarnos, espero que
nos mueva el temor a encerrarnos en las estruc-
turas que nos dan una falsa contención, en las
normas que nos vuelven jueces implacables, en
las costumbres donde nos sentimos tranquilos,
mientras afuera hay una multitud hambrienta y
Jesús nos repite sin cansarse: «â¡Dadles vosotros
de comer! » (
Mc
6,37).